No tardarían mucho tiempo en averiguarlo. Al percibir
que una desusada impresión de apaciguamiento y normalidad se había establecido
entre ellos, comenzarían a echarla de menos. Como se echa en falta el runrún de
una obsesión que, de repente, desaparece. Se darían cuenta, quizá demasiado
pronto, de que la anfitriona no regresaba al lugar central de la esplendorosa
fiesta, y comenzarían a decir su nombre con la voz cantarina que definía el
estado de ánimo general, que, si bien no resultaba muy real, al menos sí era el
que se suponía que todos debían desplegar a lo largo de aquel homenaje, aquella
impecable fiesta de bienvenida.
-Te están esperando. Me han preguntado por ti varias
veces.
Se darían cuenta y comenzarían a tomar posiciones.
Avanzarían hacia los lugares más privados de la casa sin dejar de murmurar el
nombre de la propietaria, que había decidido comportarse como no debía ahora
que, por fin, Héctor había regresado. «Virginia. Virginia… ¿Dónde te escondes?»
Se acercarían, acechantes, hasta el borde de las camas para arrodillarse sin
pudor y espiar su pequeña oscuridad de madriguera infantil. Más tarde, una vez
hallada, se encargarían de la eficaz reconstrucción del momento inmediatamente
anterior a la decisión de huir, pero ahora resultaba esencial encontrar a la
anfitriona díscola. Y para ello asomarían los ojos por la breve rendija de la
puerta abierta del cuarto de baño con el afán de inspeccionar cada uno de los
rincones en los que se hubiera podido sentar, levantarían las sábanas blancas,
abrirían los armarios y meterían su nariz en el interior de cada una de las
cajas de cartón llenas de recortes de periódicos.
-Espera un momento. Sólo un segundo. Sabes que puedo
hacerlo y lo haré. Sólo necesito un pequeño instante.
Sonreirían como si aquella fiesta fuera el lugar más
divertido del mundo. El lugar en el que se debía estar. Y buscarían con
verdadero empeño, deseando encontrarla, porque aquello, descubrir a Virginia,
significaría abrir inmensamente los ojos y acercarse a ella con toda la
compasión de la que es capaz un ser humano común, con los brazos extendidos y
los labios preparados para un generoso beso que se antepondría a cualquier
palabra, abrazar largamente e incluso acunar. «¿Estás bien, cielo? ¿Te ha vuelto
a suceder? ¿Otra vez?»
-¿Me quedo contigo? ¿Quieres que me siente aquí hasta
que se te pase?
Buscarían. Pero esta vez no iban a salirse con la
suya. Porque Héctor había regresado a su casa y si alguien sabía dónde se
escondía Virginia, esa persona era él.
-¿No te importa?
Héctor negó con la cabeza y se sentó en una de las dos
sillas que rodeaban el escritorio de Virginia, cerca de la ventana grande que
daba al jardín.
-Si me importara no te lo habría propuesto.
Pronto serían las diez y media de la noche, y ninguno
de ellos había tomado nada sólido desde el inicio de la fiesta. La comida
seguía esperando en la cocina, y allí continuaría hasta que Virginia decidiera
bajar.
-No sé si me vas a creer, pero te aseguro que esto no
me pasa con mucha frecuencia últimamente. Desde que tú te fuiste, creo recordar
que sólo han sido tres veces. Déjame pensar… Sí. Tres veces. Creo.
-No te preocupes. No tienes que darme ninguna
explicación. Si quieres hacer algo, lo haces. Y si no quieres, no lo haces.
Era tan excepcional, Héctor. Con su teoría de que si
se quiere hacer algo, si de verdad hay algo que merece la pena y que realmente
se desea hacer, no hay que pararse a pensar. Simplemente hay que hacerlo. Sin
reparar en nada más, sin hacer caso a los mosquitos ni a los pensamientos
cruzados acerca de un día de sol o de una maravillosa conversación a la sombra
de un árbol frondoso ocupado el espacio por el olor de las higueras. Héctor
decía que no hay que escuchar los sonidos circundantes ni el latido sobrio del
corazón ni las expectativas de una casa más grande ni el canto lejano de una
risa querida como a nada se ha querido antes. Si se desea hacer algo, hay que
empezar a hacerlo y no pensar más. Porque el pensamiento sólo dilata el no
hacer nada y deja pasar las horas en una estéril sucesión de instantes pensados
que no significan gran cosa. Sólo consideraciones o recuerdos que la mayoría de
las veces son torturas y además torturas lastimosas de un dolor ilocalizable,
que no es físico y que no se puede acallar con medicamentos. Un dolor
continuado. Un dolor soberano que persiste y persiste.
-No sé lo que quiero, Héctor. Ése es el gran problema.
Que no lo sé.
Él dejó caer pesadamente las manos sobre sus rodillas,
y suspiró:
-Toda esa gente a la que has invitado… No sé para qué
han venido. No paran de hablar y de reír. Es insoportable.
-Casi todos piensan que silencio y estupidez van de la
mano.
Estarían buscándola. En el interior del cesto de
mimbre para la ropa sucia y tras los árboles del jardín. Riendo y diciendo su
nombre mientras, en su dormitorio, Héctor comenzaba a silbar una melodía lenta.
-Vas a salir de ahí, ¿verdad? -preguntó.
Retirando las tablas de madera para cerciorarse de que
no había nada detrás. Con las manos abiertas sobre las ventanas, dejando
pequeñas nubes de vaho en los cristales, mientras repetían: «Vas a salir de
ahí, ¿verdad? ¿Vas a salir de ahí?».
Virginia no contestó. En realidad, sí sabía qué
quería. Claro que lo sabía. Lo que deseaba era poder regresar a su casa, a la
que había sido su auténtica casa, y no volver a alejarse jamás de allí. A
veces, algunas noches, cerraba los ojos y, mientras se iba quedando dormida,
oía aquellos sonidos, los pasos por el parquet del salón, el teléfono, el grifo
que comenzaba a soltar agua fría, luego templada, luego más caliente.
Exactamente los mismos sonidos. La voz de su padre hablando al otro lado del
tabique mientras ella intentaba permanecer dormida porque si se despertaba,
sabía que si abría los ojos, descubriría que, en realidad, aquellas paredes
blancas eran ahora de papel pintado, y las sábanas limpias se habían convertido
en largos trozos de tela arrugada. No haber salido nunca de su casa, y andar
descalza hacia la cocina para tomar un vaso de leche mientras la radio daba las
noticias de las once. Aquello era lo que deseaba y, por lo tanto, los rumores
de la memoria se repetían mientras sus ojos giraban y giraban huyendo de una
luz que cada vez era más amplia. Inmensa. Porque volvía a sucederle. A pesar de
que Héctor estaba allí, con ella, sentado en una de las sillas de su propia
habitación, cerca de la ventana que daba al jardín, ahora volvía a sucederle.
Y, aunque no deseaba volar de nuevo, sabía que era inútil no desearlo. Los
hilos ya estaban tendidos y dispuestos.
Así que se refugió aún más y Héctor, finalmente, se
levantó de la silla para dirigirse a la puerta.
-Les diré a todos que no hay nada más que hacer aquí y
que pueden irse a su casa.
Su respiración volvería a ser acompasada y limpia.
Quizá un pequeño temblor en los dedos que rozaban sus labios, en busca de esa
perfecta tersura de una piel tan fina, delatara de alguna forma su auténtico
estado de ánimo. Pero no el hecho de que estuviera impecablemente vestida o que
fuera capaz de escuchar larguísimas conversaciones con la mayor atención.
¿Y si no bajaba? ¿Y si se sentaba a los pies de Héctor
y le pedía que siguiera silbando aquella melodía hasta el amanecer?
Pero Héctor ya había salido de la habitación. Su
espléndida fiesta de bienvenida había terminado.
FIN
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