-Hoy llegas un cuarto d’hora tarde na más -le dijo,
irritado-. Pero m’he quedao. Me podía haber ido, pero m’he quedao.
Vestía un uniforme verde con un ribete amarillo en el cuello
y las mangas, y un galón amarillo en la parte externa de cada pernera. El
guarda del segundo turno, un muchacho de cara prominente, con la textura de la
pizarra y un palillo colgado del labio, vestía igual. La entrada en la que se
encontraban estaba hecha de barrotes de hierro, y el arco de cemento, que les
servía de marco, tenía la forma de dos árboles; las ramas se unían para formar
la parte superior, donde unas letras retorcidas rezaban: parque municipal. El
guarda del segundo turno se apoyó en uno de los troncos y empezó a hurgarse los
dientes con el palillo.
-To los días -se quejó Enoch-, to los santos días pierdo un
cuarto d’hora esperándote aquí como un pasmarote.
Todos los días, cuando terminaba su turno, entraba en el
parque y, todos los días, cuando entraba, hacía las mismas cosas. Primero iba a
la piscina. Le tenía miedo al agua pero le gustaba sentarse cerca de la orilla,
un poco más arriba, y, si en la piscina había mujeres, las observaba. Una
mujer, que iba todos los lunes llevaba un bañador con una raja en cada cadera.
Al principio pensó que ella no se había dado cuenta, y, en lugar de mirar
abiertamente desde la orilla, se había ocultado entre los arbustos, riéndose
para sus adentros, y la había espiado desde allí. En la piscina no había nadie
más -el gentío no llegaba hasta las cuatro- para avisarle lo de las rajas, y la
mujer había chapoteado en el agua y luego, después de acostarse en el borde de
la piscina, se había quedado dormida más de una hora, sin sospechar en ningún
momento que, desde los arbustos, alguien le miraba las partes que asomaban por
el traje de baño. Otro día, cuando Enoch pasó por ahí un poco más tarde, vio a
tres mujeres, todas ellas con rajas en los bañadores, la piscina llena de gente
y nadie se fijaba en ellas. La ciudad tenía esas cosas, siempre lo sorprendía.
En cuanto le sobraban dos dólares se iba a visitar a una puta, pero no paraba
de sorprenderle la relajación que veía en la calle. Se escondía entre los
arbustos por puro sentido del decoro. Con frecuencia, antes de tumbarse, las
mujeres se bajaban los tirantes de los bañadores.
El parque era el corazón de la ciudad. Había llegado a la
ciudad con una certeza en la sangre, y se había establecido en el corazón
mismo. Todos los días observaba el corazón de la ciudad; todos los días; y se
sentía tan asombrado, tan turbado, tan apabullado que de sólo pensarlo le
entraban los sudores. En el centro mismo del parque había algo, algo que él
había descubierto Era un misterio, pese a que estaba ahí, en una vitrina, a la
vista de todos, y que una tarjeta escrita a máquina lo describía con lujo de
detalles. Pero había algo que la tarjeta no decía y eso que no decía lo llevaba
él muy dentro, un conocimiento terrible, despojado de palabras, un conocimiento
terrible como un nervio inmenso que le crecía por dentro. No podía enseñarle
aquel misterio a cualquiera; pero tenía que enseñárselo a alguien. A quien
fuera a enseñárselo tenía que ser alguien especial. Ese alguien no podía venir
de la ciudad, aunque no sabía explicar por qué. Sabía que lo conocería en
cuanto lo viera y sabía que debía verlo pronto porque, si no, aquel nervio que
llevaba dentro crecería tanto que entonces él se vería obligado a asaltar un
banco o a echarse encima de una mujer o a estrellar un coche robado contra un
edificio. Su sangre se había pasado toda la mañana indicándole que esa persona
llegaría hoy.
Dejó al guarda del segundo turno y llegó a la piscina por un
sendero discreto que llevaba hasta la parte trasera de la caseta de baños de
señoras, donde había un pequeño claro desde el que se veía toda la piscina. No
había nadie bañándose; el agua era un espejo de color verde botella, pero por
el extremo opuesto vio acercarse a la mujer con los dos niños, caminaban hacia
la caseta de baños. Ella iba casi todos los días y llevaba a los dos niños. Se
metería en el agua con ellos, nadaría un largo y luego se tumbaría a tomar el
sol en el borde. Llevaba un bañador blanco con manchas que le quedaba muy
holgado, y, en varias ocasiones, Enoch la había espiado con placer. Abandonó el
claro y se subió a una cuesta cubierta de arbustos de abelia. En la parte de
abajo había un túnel, se arrastró en su interior hasta un lugar algo más amplio
donde tenía la costumbre de sentarse. Se puso cómodo y apartó un poco las ramas
de abelia para ver bien. Cuando estaba entre los arbustos, la cara se le ponía
siempre muy colorada. Si alguien llegaba a separar las ramas de abelia donde él
se encontraba pensaría que había visto un diablo, caería cuesta abajo y
acabaría en la piscina. La mujer y los dos niños se metieron en la caseta de
baños.
Enoch nunca iba inmediatamente al centro oscuro y secreto
del parque. Esa parte era la culminación de la tarde. Las otras cosas que hacía
conducían a eso y se habían convertido en algo muy formal y necesario. Cuando
salía de los arbustos, iba a la botella helada, un puesto de perritos calientes
en forma de naranjada Crush con la escarcha pintada en azul alrededor de la
tapa. Allí se tomaba un batido de leche malteada y chocolate y le hacía unos
cuantos comentarios sugerentes a la camarera, a la que creía enamorada de él en
secreto. Después se iba a ver a los animales. Estaban metidos en una larga
serie de jaulas de acero como el penal de Alcatraz de las películas. Las jaulas
tenían calefacción eléctrica en invierno y aire acondicionado en verano, y seis
hombres contratados se encargaban de cuidarlos y alimentarlos con chuletas. Los
animales no hacían más que pasarse el día tumbados. Embargado por la turbación
y el odio, Enoch los observaba a diario. Después se iba para el lugar aquel.
Los dos niños salieron corriendo de la caseta de baños, se
zambulleron en el agua y, en ese mismo momento, por el camino que había en el
extremo opuesto de la piscina, llegó un chirrido.
Enoch asomó la cabeza entre los arbustos. Vio un coche de
color gris que sonaba como si estuviese llevando el motor a rastras. El coche
pasó de largo, y él oyó su traqueteo al doblar la curva del sendero y seguir
adelante. Escuchó con atención tratando de oír si se detenía. El ruido se hizo
más apagado y luego aumentó poco a poco. El coche volvió a pasar. En esta
ocasión Enoch vio que dentro iba una sola persona, un hombre. El sonido del
motor se fue apagando de nuevo para volver a aumentar. El coche pasó por
tercera vez y se detuvo casi enfrente de Enoch, al otro lado de la piscina. El
hombre del coche se asomó a la ventanilla y paseó la mirada por la cuesta
cubierta de césped hasta llegar al agua donde los dos niños chapoteaban y
gritaban. Enoch ocultó la cabeza entre los arbustos todo lo que pudo y
entrecerró los ojos para ver mejor. La portezuela del lado en que iba el hombre
estaba atada con una cuerda. El hombre se apeó por la otra portezuela, caminó
delante del coche y bajó hasta la mitad de la cuesta que llevaba a la piscina.
Se quedó allí un instante, como si buscara a alguien, luego se sentó muy
erguido en el césped. Llevaba un traje que daba la impresión de tener como un
brillo. Estaba sentado con las rodillas encogidas.
-¡Hay que ver! -exclamó Enoch-. ¡Hay que ver!
Y enseguida salió arrastrándose de los arbustos; el corazón
le latía tan deprisa que era como una de esas motocicletas de feria que un tipo
conduce por las paredes de un foso. Si hasta recordaba cómo se llamaba el
hombre: Hazel Weaver. Al cabo de un instante, llegó a cuatro patas hasta el
final de las abelias y miró hacia la piscina. La silueta azul seguía allí
sentada, en la misma postura. Era como si una mano invisible lo retuviera, como
si al levantarse la mano, la figura fuera a llegar a la piscina de un salto sin
que el gesto le mudara una sola vez.
La mujer salió de la caseta de baños y fue directa al
trampolín. Extendió los brazos, empezó a botar y produjo con la tabla un fuerte
sonido como el del batir de unas alas enormes. Y, de repente, giró hacia atrás
y desapareció en el agua. El señor Hazel Weaver volvió la cabeza muy despacio y
siguió con la vista a la mujer.
Enoch se levantó y bajó por el sendero que había detrás de
la caseta de baños. Apareció sigiloso por el otro extremo y echó a andar hacia
Haze. Se mantuvo en lo alto de la cuesta y avanzó con cuidado por el césped, al
lado de la acera, tratando de no hacer ruido. Cuando estuvo detrás de Haze, se
sentó en el borde de la acera. Si hubiera tenido unos brazos de tres metros,
habría posado las manos en los hombros de Haze. Lo observó en silencio.
La mujer salió de la piscina apoyándose en el borde. Primero
asomó la cara, alargada y cadavérica, con aquel gorro de baño que parecía una
venda y le cubría casi hasta los ojos, y la boca llena de dientes enormes.
Entonces se impulsó apoyándose en las manos hasta levantar un pie enorme y una
pierna y luego la otra, y así salió del agua y se quedó acuclillada y jadeante.
Se levantó con calma, se sacudió y dio pataditas en el charco formado a sus
pies. Los miraba de frente y sonreía. Enoch alcanzaba a ver una parte de la
cara de Hazel Weaver observando a la mujer. No correspondió a la sonrisa, sino
que siguió mirándola mientras ella se iba para un lugar soleado, justo debajo
de donde ellos estaban sentados. Enoch tuvo que moverse un poco para ver.
La mujer se sentó en el lugar soleado y se quitó el gorro de
baño. Tenía el pelo corto y apelmazado, de todos los colores, desde el rojizo
intenso al amarillo limón desteñido. Sacudió la cabeza y luego miró otra vez a
Hazel Weaver, sonriendo con aquella boca llena de dientes. Se tendió en el
lugar soleado, levantó las rodillas y apoyó bien la espalda contra, el cemento.
En el otro extremo de la piscina, los dos niños se golpeaban las cabezas contra
el borde. Ella se acomodó hasta quedar bien plana en el cemento y luego se bajó
los tirantes del traje de baño.
-¡Jesús mío de mi alma! -susurró Enoch, y, antes de que
consiguiera apartar los ojos de la mujer, Haze Weaver se había levantado de un
salto y ya casi estaba en su coche.
La mujer se sentó con la parte delantera del bañador medio
caída y Enoch miraba hacia ambos lados a la vez. Le costó apartar la vista de
la mujer y, cuando lo hizo, salió corriendo detrás de Hazel Weaver.
-¡Espérame! -gritó mientras agitaba los brazos delante del
coche, que ya traqueteaba otra vez y empezaba a moverse.
Hazel Weaver apagó el motor. A través del parabrisas se veía
su cara agria, como de sapo; parecía llevar un grito encerrado en su interior,
como las puertas de esos armarios que salen en las películas de gángsteres,
detrás de las cuales hay alguien atado a una silla con una toalla en la boca.
-Vaya -dijo Enoch-, pero si es el mismísimo Hazel Weaver.
¿Qué tal, Hazel?
-El guarda me dijo que t’encontraría en la piscina -comentó
Hazel Weaver-. Dijo que t’escondías en los arbustos a espiar a los que nadan.
Enoch se sonrojó.
-Siempre m’ha gustao la natación -dijo. Metió un poco más la
cabeza por la ventanilla-. ¿Me buscabas a mí? -preguntó, entusiasmado.
-Esa gente, esos que se llaman Moats -dijo Haze-, ¿te
dijeron dónde vivían?
Enoch no parecía haberlo oído.
-¿Has venío hast’aquí na más pa verme? -preguntó.
-Asa y Sabbath Moats… la chica te regaló el pelapapas. ¿Te
dijo ella dónde vivían?
Enoch sacó la cabeza del interior del coche. Abrió la
portezuela y se sentó al lado de Haze. Por un momento se limitó a mirarlo y a
mojarse los labios. Luego murmuró:
-Tengo que mostrarte algo.
-Busco a esa gente -insistió Haze-. Tengo que ver a ese
hombre. ¿Te dijo ella dónde vivían? .
-Tengo que mostrarte una cosa -dijo Enoch-. Tengo que
mostrártela, aquí, esta tarde. Sin falta.
Agarró a Hazel Weaver del brazo y Hazel Weaver se zafó.
-¿Te dijo ella dónde vivían? -volvió a preguntar Hazel.
Enoch seguía mojándose los labios. Eran pálidos salvo por la
boquera color violeta.
-Claro -respondió-. ¿Acaso no m’ha invitao pa que vaya verla
y lleve l’armónica? Primero tengo que mostrarte una cosa -repitió-, y después
te lo digo.
-¿Qué cosa? -refunfuñó Haze.
Una cosa que te tengo que mostrar -contestó Enoch-. Tira pa
adelante, que te digo dónde parar.
-No quiero ver nada tuyo -dijo Hazel Weaver-. Necesito esa
dirección.
-Si no vienes, no me voy acordar -dijo Enoch.
No miraba a Hazel Weaver. Miraba por la ventanilla. Al cabo
de un momento, el coche arrancó. A Enoch le latía la sangre muy deprisa. Sabía
que antes de ir para allá debía pasar por la botella helada y el zoológico, ya
estaba viendo que la pelea con Hazel Weaver sería terrible. Debía llevarlo para
allá, aunque tuviera que golpearlo en la cabeza con una piedra y cargarlo a la
espalda si hacía falta.
Enoch tenía la cabeza dividida en dos partes. La parte que
se comunicaba con su sangre era la que lo calculaba todo, pero nunca decía nada
con palabras. La otra parte estaba repleta de palabras y frases. Mientras la
primera calculaba cómo conseguir que Hazel Weaver pasara por la botella helada
y el zoológico, la segunda preguntaba:
-¿De ande has sacao un coche tan lindo? ¿Por qué no le pones
unos carteles por fuera que digan algo así como: «Súbete, nena»? Una vez vi uno
con un cartel así y también vi uno con…
La cara de Hazel Weaver parecía tallada en la roca.
-Mi papá tuvo una vez un Ford amarillo que se ganó en una
rifa -murmuró Enoch-. Un despacotable, con dos antenas y una cola d’ardilla
d’adorno. Lo cambiamos. ¡Para! ¡Par’aquí! -gritó… pasaban delante de la botella
helada.
-¿Dónde está? -preguntó Hazel Weaver en cuanto entraron.
Se encontraban en un cuarto oscuro, con un mostrador
dispuesto en el fondo y taburetes marrones, con forma de seta, delante del
mostrador. En la pared de enfrente de la puerta había anuncio enorme de helado
en el que se veía una vaca vestida de ama de casa.
-No es aquí -dijo Enoch-. Tenemos que parar aquí. Nos
tomamos algo y después vamos. ¿Qué quieres?
-Na -refunfuñó Haze.
Se quedó tieso, en medio del cuarto, con las manos en los
bolsillos y el cuello encogido entre los hombros.
-Siéntate -le dijo Enoch-. Me tengo que tomar algo.
Detrás del mostrador hubo un movimiento y una mujer con el
pelo cortado a lo paje se levantó de la silla donde estaba leyendo el diario y
avanzó hacia ellos. Lanzó una mirada agria a Enoch. Vestía un uniforme cubierto
de manchas marrones que, en otro tiempo, había sido blanco.
-¿Qué quieres? -le preguntó en voz alta al tiempo que se le
acercaba al oído como si fuera sordo. Tenía cara de hombre y brazos grandes y
musculosos.
-Un batido de leche malteada y chocolate, nena -contestó
Enoch en voz baja-. Con mucho helao.
Se apartó de él con rabia y miró ceñuda a Haze.
-Él no quiere na, dice que se va sentar aquí a mirarte un
rato -le aclaró Enoch-. Dice que l’único que l’apetece es mirarte.
Haze miró a la mujer con cara inexpresiva, ella le dio la
espalda y se puso a preparar el batido. Haze se sentó en el último taburete de
la fila y empezó a hacer crujir los nudillos.
Enoch lo observaba con atención.
-Me parece qu’has cambiao bastante -murmuró al cabo de un
momento.
Haze volvió la cabeza con un respingo.
-Quiero la dirección d’esa gente. Ara mismo -le ordenó.
Enoch se acordó de inmediato. La policía. Se le iluminó la
cara con aquel recuerdo secreto.
-No sé -dijo Enoch-, me parece que ya no vienes con tantos
humos como antes. «Habrá robao el coch’ese», pensó.
Hazel Weaver volvió a sentarse. Su cara siguió impasible,
pero en el fondo de los ojos amargos y húmedos algo se movió. Se apartó de
Enoch.
-¿Cómo es qu’allá en la piscina te levantastes tan rápido?
-preguntó Enoch.
La mujer se volvió hacia él con la leche malteada en la
mano.
-Claro que -añadió Enoch con malicia- yo tampoco no hubiera
tenío tratos con una tipa tan fea como ésa.
La mujer plantificó la leche malteada sobre el mostrador,
delante de él.
-Son quince centavos -rugió.
-Tú vales más qu’eso, nena -dijo Enoch.
Rió entre dientes y se puso a hacer burbujas en la leche
malteada con la pajita. La mujer se acercó a grandes pasos hasta Haze.
-¿Para qué vienes aquí con un hijo de puta como éste? -le
gritó-. Mira que venir aquí con un hijo de puta como éste, un muchacho tan
guapo y tranquilo como tú. Deberías fijarte mejor con quién te juntas.
Se llamaba Maude y se pasaba el día bebiendo whisky de un
bote que guardaba debajo del mostrador.
-¡Ay, Jesús! -exclamó limpiándose la nariz con el dorso de
la mano.
Se sentó en una silla de respaldo recto, delante de Haze,
pero mirando a Enoch, y cruzó los brazos sobre el pecho.
-Viene to los días -le contó a Haze mirando a Enoch-, viene
to los santos días, el hijo de puta.
Enoch pensaba en los animales. Tenían que ir cerca de donde
estaban los animales. Los odiaba; de sólo pensar en ellos, la cara se le ponía
morada tirando a chocolate, como si la leche malteada se le subiera a la
cabeza.
-Tú eres un muchacho guapo -dijo Maude-. Se nota qu’eres
trigo limpio, sigue así, no te juntes con un hijo de puta como ese qu’está ahí
sentao. Siempre sé reconocer a los muchachos que son trigo limpio.
Le gritaba a Enoch, pero Enoch observaba a Hazel Weaver. Era
como si algo dentro de Hazel Weaver estuviese juntando presión, aunque por
fuera se lo viese tranquilo y ni siquiera moviera las manos. Parecía embutido
en aquel traje azul, encerrado en él, mientras aquella cosa seguía juntando
presión. La sangre le dijo a Enoch que debía darse prisa. Chupó con fuerza la
pajita y se terminó la leche malteada.
-Sí, señor -dijo la mujer-, no hay nada más dulce que un
muchacho limpio. Pongo a Dios por testigo. Y distingo a un muchacho qu’es trigo
limpio en cuanto lo veo, así como distingo a un hijo de puta en cuanto lo veo,
y qué diferencia, vaya qué diferencia, y ese cabrón, granujiento, que chupa la
pajita, es un maldito hijo de puta y tú, qu’eres trigo limpio, más te vale
fijarte con quién te Juntas. Porque yo distingo a un muchacho limpio en cuanto
lo veo.
Enoch hizo rechinar el fondo del vaso. Se hurgó el bolsillo,
sacó quince centavos, los puso sobre el mostrador y se levantó. Hazel Weaver ya
estaba en pie; se inclinó sobre el mostrador hacia la mujer. Ella no lo vio
enseguida porque miraba a Enoch. Hazel apoyó las manos en el mostrador y se impulsó
hasta que su cara quedó muy cerca de la de ella. La mujer se dio la vuelta y se
lo quedó mirando.
-Vamos -dijo Enoch-, no hay tiempo pa tontear con ella.
Tengo que mostrarte eso ara mismo, tengo que…
-No soy trigo limpio -dijo Haze.
Enoch no oyó aquellas palabras hasta que Hazel las repitió.
-No soy trigo limpio -repitió, sin torcer el gesto, sin que
le temblara la voz, mirando a la mujer como quien mira un pedazo de madera.
Ella le clavó los ojos, asombrada, y luego enfurecida.
-¡Y a mí qué! -gritó-. ¿Qué carajo m’importa lo que tú seas?
-Vamos -gimió Enoch-, vamos o no te diré dónde vive esa
gente.
Agarró a Haze del brazo, lo apartó del mostrador y tiró de
él en dirección a la puerta.
-¡Cabrón! -chilló la mujer-. ¿Qué carajo m’importa a mí de
ninguno de vosotros, mugrientos?
Hazel Weaver abrió la puerta de un empellón, a toda prisa, y
salió. Se subió a su coche y Enoch se montó detrás de él.
-Mu bien -dijo Enoch-, tira to recto por este camino.
-¿Qué me pides por decírmelo? -preguntó Haze-. No me voy a
quedar. Tengo que irme. Ya no puedo quedarme aquí.
Enoch se estremeció. Empezó a mojarse los labios.
-Tengo que mostrarte una cosa -dijo Enoch con voz quebrada-.
Solamente te la puedo mostrar a ti. Tuve una señal que eras tú cuando te vi en
la piscina. Desd’esta mañana supe qu’iba venir alguien y, cuando te vi en la
piscina, tuve una señal.
-A mí qué m’importan tus señales -dijo Haze.
-Voy a ver esa cosa to los días -dijo Enoch-. Voy to los
días y hast’ara nunca he podío llevar a nadie. Tenía qu’esperar la señal. Te
voy a dar la dirección d’esa gente cuando veas esa cosa. Tienes que verla
-insistió-. Cuando la veas, algo va pasar.
-No va pasar na -dijo Haze.
Puso el coche otra vez en marcha y Enoch se sentó en el
borde del asiento.
-Los animales -masculló-. Antes tenemos que pasar por
dond’están los animales. Va ser rápido. No tardamos na.
Vio a los animales esperándolo con ojos malvados, dispuestos
a hacerle perder el oremus. Se preguntó qué pasaría si de pronto llegaba la
policía, con las sirenas y los coches patrulla, dando gritos, y se llevaban a
Hazel Weaver justo antes de que él le mostrase aquella cosa.
-Tengo que ver a esa gente -dijo Haze.
-¡Para! ¡Par’aquí! -gritó Enoch.
A la izquierda se alineaba una hilera larga y reluciente de
jaulas de acero, y, detrás de los barrotes, unas siluetas negras se paseaban o
estaban sentadas.
-Baja -ordenó Enoch-. No tardamos na.
Haze se apeó, se detuvo y dijo:
-Tengo que ver a esa gente.
-Ya lo sé, ya lo sé, ven -refunfuñó Enoch.
-No me creo que sepas la dirección.
-¡Sí que la sé! ¡Sí que la sé! -gritó Enoch-. ¡El número
empieza por un dos, vamos!
Tiró de Haze hacia las jaulas. En la primera había dos osos
negros. Estaban sentados frente a frente, como dos matronas tomando el té, las
caras amables, ensimismadas.
-Se pasan to el día ahí sentaos oliendo mal -observó Enoch-.
Cada mañana viene un hombre a limpiar las jaulas con una manguera; cuando se
va, güelen igual de mal que antes.
Todos los animales del zoo le tenían un odio arrogante como
el que siente la gente de sociedad por los trepadores. Enoch pasó delante de
otras dos jaulas de osos, sin mirarlos siquiera, y se detuvo en la siguiente,
donde dos lobos de ojos amarillos olfateaban los bordes de cemento.
-Hienas -explicó-. No las aguanto.
Se acercó un poco más, escupió dentro de la jaula y le dio a
uno de los lobos en la pata. El animal se fue hacia un costado con mirada
aviesa. Enoch se olvidó un instante de Hazel Weaver. Después echó una rápida
ojeada por encima del hombro para asegurarse de que seguía allí. Estaba a sus
espaldas. No miraba a los animales. «Está pensando en la policía», se dijo
Enoch. Y en voz alta añadió:
-Vamos, no hay que ver los monos de las jaulas esas d’ahí.
Normalmente cuando se detenía delante de cada jaula hablaba
solo y hacía comentarios obscenos, pero hoy, los animales no eran más que una
formalidad por la que había que pasar. Dejó atrás a toda prisa las jaulas de
los monos y en dos o tres ocasiones volvió la vista para asegurarse de que
Hazel Weaver lo seguía. En la última jaula de los monos, como si no pudiera
evitarlo, se detuvo.
-Fíjate en ese mono -dijo con rabia. El animal le daba la
espalda gris salvo por el pequeño parche rosado del trasero-. Si yo tendría un
culo así -comentó con gazmoñería-, me pasaría el día sentao y no iría por ahí
enseñándoselo a toa la gente que viene al parque. Vamos, no tenemos que ver los
pájaros d’ahí.
Pasó corriendo delante de las jaulas de los pájaros y llegó
al final del zoo.
-El coche no hace falta -anunció sin detenerse-, bajamos por
esa colina d’allá, entre los árboles.
Se detuvo y vio que, en lugar de seguirlo, Hazel Weaver se
había parado en la última jaula de los pájaros.
-¡Jesús mío de mi alma! -refunfuñó. Se quedó donde estaba,
agitó los brazos con desespero y gritó-: ¡Vamos!
Pero Haze no se movió y siguió mirando en el interior de la
jaula. Enoch fue corriendo hasta él y lo agarró del brazo, pero Haze lo apartó
con gesto distraído y siguió mirando el interior de la jaula. Estaba vacía.
Enoch clavó la vista en su interior.
-¡Está vacía! -gritó-. ¿Pa qué te paras a mirar una jaula
vacía? Vamos. -Se quedó allí parado, sudoroso y lívido-. ¡Está vacía! -insistió
a los gritos, y entonces se dio cuenta de que no estaba vacía.
En un rincón, en el suelo de la jaula, se veía un ojo. El
ojo estaba en el centro de algo, una especie de mata de pelo, y la mata de pelo
estaba sentada encima de un trapo viejo. Se acercó a la malla metálica,
entrecerró los ojos y vio que la mata de pelo era un búho con un ojo abierto.
Miraba a Hazel Weaver directamente.
-Pero si es un búho -gimió-. Ya los vistes otras veces.
-No soy trigo limpio -le dijo Haze al ojo.
Se lo dijo tal como se lo había dicho a la mujer en la
botella helada. El ojo se cerró con suavidad y el búho volvió la cabeza hacia
la pared.
«Éste ha asesinao a alguien», pensó Enoch.
-¡Ay, Jesús mío de mi alma, vamos! -gimió-. Tengo que
mostrart’esa cosa ara mismo.
Tiró de él, pero a pocos metros de la jaula Haze volvió a
detenerse y a mirar algo a lo lejos. Enoch era bastante corto de vista. Entornó
los ojos y al final del camino, detrás de ellos, distinguió una figura y a
ambos lados se veían otras dos figuras saltarinas más pequeñas.
Hazel Weaver se dio la vuelta de repente y le preguntó:
-¿Dónde está esa cosa? Vamos a verla ara mismo. Venga.
-Pero si yo te quiero llevar hast’ahí -murmuró Enoch.
Notó que el sudor se le secaba en la piel causándole escozor
y que se llenaba de sarpullido hasta la cabeza.
-Hay qu’ir andando -anunció.
-¿Por qué? -rezongó Haze.
-No sé -contestó Enoch.
Sabía que le iba a pasar algo. Sabía que le iba a pasar
algo. La sangre dejó de latirle. Todo el rato había estado latiendo como
tambores y ahora ya no latía. Echaron a andar colina abajo. Era una colina
empinada, repleta de árboles con los troncos pintados de blanco hasta un metro
del suelo. Era como si llevaran puestos calcetines cortos. Aferró a Hazel
Weaver del brazo.
-Está mojao según vas bajando -dijo mirando a su alrededor
vagamente.
Hazel Weaver se zafó de él. Al cabo de un instante, Enoch
volvió a agarrarlo del brazo y lo detuvo. Señaló hacia los árboles.
-Muuvseeo -dijo.
Aquella palabra rara le produjo escalofríos. Era la primera
vez que la pronunciaba en voz alta. Hacia donde señalaba se vio parte de un
edificio gris. Se fue ensanchando a medida que bajaban la colina y, cuando
llegaron al final del bosque y enfilaron el camino de grava, pareció encogerse
de golpe. Era redondo, color del hollín. Tenía columnas en el frente y entre
cada columna había una mujer sin ojos, con una vasija en la cabeza. Encima de
las columnas había una banda de cemento que llevaba grabadas las letras m v s e
o. Enoch tuvo miedo de volver a pronunciar aquella palabra.
-Tenemos que subir la escalera y entrar por la puerta
d’adelante -susurró.
Había diez peldaños hasta el porche. La puerta era ancha y
negra. Enoch la empujó con cuidado y asomó la cabeza por la rendija. Se apartó
enseguida y dijo:
-Ta bien, entra y camina despacio. No quiero despertar al
viejo ese que hace guardia. No es muy amable conmigo.
Se metieron por un corredor en penumbra. En el aire flotaba
un fuerte olor a linóleo y creosota, y, oculto debajo de éstos, había otro. El
tercero era un tufillo que Enoch no lograba nombrar, no se parecía a nada de lo
que había olido antes. En el corredor sólo había dos urnas y un anciano que
dormitaba sentado en una silla de respaldo recto, apoyada contra la pared.
Llevaba el mismo uniforme que Enoch y era como una araña disecada, atrapada en
aquella silla. Enoch miró a Hazel Weaver para saber si él también olía el
tufillo. Le pareció que sí; a Enoch volvió a palpitarle la sangre, y esta vez,
el sonido estaba más cerca, como si los tambores hubiesen avanzado medio
kilómetro. Agarró a Haze del brazo y recorrió el corredor de puntillas hasta
otra puerta negra que había al final. La entreabrió un poco y asomó la cabeza
por la rendija. Al cabo de nada, volvió a apartarla y con el índice le hizo a
Haze una seña para que lo siguiera. Entraron en otro corredor igual al anterior
pero dispuesto de través.
-Está por esa primera puerta d’allá -dijo Enoch con un hilo
de voz.
Entraron en una sala en penumbra, llena de vitrinas de
cristal. Las vitrinas de cristal tapizaban las paredes y, justo en el centro,
había tres con forma de ataúd. Las arrimadas contra las paredes estaban llenas
de aves puestas sobre bastones barnizados, se inclinaban hacia abajo y miraban
con expresiones cáusticas, resecas.
-Vamos -musitó Enoch.
El sonido de tambores que notaba en la sangre se fue
acercando más y más. Pasó delante de las dos vitrinas del centro y fue hacia la
tercera. Se colocó en el extremo más alejado y se detuvo. Se quedó mirando
hacia abajo, con el cuello estirado y las manos entrelazadas; Hazel Weaver se
le acercó.
Los dos se quedaron allí de pie; Enoch tieso. Hazel Weaver
ligeramente inclinado hacia delante. En la vitrina había tres recipientes, una
fila de armas desafiladas y un hombre. Enoch miraba al hombre. Medía menos de
un metro. Estaba desnudo, tenía la piel reseca y amarillenta y los ojos
cerrados con fuerza, como si un bloque gigantesco de acero le presionara la
cabeza.
-Mira’l cartel -dijo Enoch en un susurro de iglesia, al
tiempo que señalaba un tarjetón mecanografiado, a los pies del hombre-, pone
que antes era alto como nosotros. Unos sárabes lo dejaron así en seis meses.
Volvió la cabeza con mucha prudencia para ver a Hazel
Weaver. Lo único que pudo adivinar era que Hazel Weaver tenía los ojos clavados
en el hombre reducido. Estaba inclinado hacia delante, de modo que la cara se
le reflejaba en el cristal superior de la vitrina. El reflejo era pálido, y los
ojos, como dos agujeros de bala perfectos. Enoch esperó, tieso. Oyó pasos en el
corredor. «¡Ay, Jesús mío, ay, Jesús mío de mi alma -rogó-, que se dé prisa y
haga lo que sea que tenga que hacer!». Los pasos se oyeron en la puerta. Vio a
la mujer con los dos niños. Los llevaba de la mano, uno a cada lado, y sonreía.
Hazel Weaver seguía con la vista clavada en el hombre reducido. La mujer fue
hacia ellos. Se detuvo en el otro extremo de la vitrina y miró dentro; el
reflejo de su cara apareció sonriente en el cristal, encima del de Hazel
Weaver. Se rió por lo bajo y se tapó los dientes con dos dedos. Las caras de
los niños eran como dos platillos dispuestos a ambos lados para recoger las
sonrisas que ella dejaba escapar a raudales. Haze echó la cabeza hacia atrás e
hizo un ruido. Era un ruido que Enoch oía por primera vez. Podía muy bien haber
salido del hombre de la vitrina. En un instante Enoch supo que era de ahí de
donde había salido.
-¡Espera! -gritó, y salió disparado de la sala, detrás de
Hazel Weaver.
Adelantó a Hazel cuando ya se encontraba en mitad de la
colina. Lo agarró del brazo, le dio la vuelta y se quedó inmóvil,
repentinamente débil, ligero como un globo, con la mirada perdida. Hazel Weaver
lo aferró por los hombros y lo sacudió.
-¿Cuál es la dirección? -gritó-. ¡Dame esa dirección!
Aunque Enoch hubiese sabido la dirección, le habría sido
imposible pensar en ella en ese momento. Ni siquiera era capaz de tenerse en
pie. En cuanto Hazel Weaver lo soltó, cayó de espaldas y fue a dar contra uno
de los árboles de los calcetines blancos. Se dio la vuelta y se quedó tendido
en el suelo, con cara de exaltado. Creyó estar flotando. Lejos, muy lejos, vio
la silueta azul pegar un salto y coger una piedra, y vio la cara enloquecida
volverse, y vio la piedra que volaba hacia él; sonrió y cerró los ojos. Cuando
los abrió otra vez, Hazel Weaver ya no estaba. Se pasó los dedos por la frente
y los puso delante de los ojos. Estaban manchados de rojo. Se volvió y vio una
gota de sangre en el suelo y, mientras la miraba, tuvo la impresión de que se
ensanchaba como un arroyuelo. Se incorporó, aterido de frío, la tocó con el
dedo y, muy débil, le llegó el latido de su sangre, de su sangre secreta, en el
centro de la ciudad.
FIN
* El corazón del parque. Partisan Review, vol. 16, febrero
de 1949. Reescrito y revisado del Ingles
Traducido al Español por @PayaFrank
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