El invierno había llegado, con sus días aburridos y amarillos. Una delgada alfombra de nieve, gastada y llena de agujeros, recubría la tierra, que ahora era rojiza. No había bastante nieve para cubrir toda la extensión de las techumbres, que aparecían negras y mohosas. Techos de madera y arcadas que ocultaban los ámbitos oscurecidos de los graneros, catedrales carbonizadas de flancos erizados de cabriadas, carriolas y riostras, sombríos pulmones de las borrascas invernales.
Cada nueva aurora develaba nuevas chimeneas crecidas durante la noche e hinchadas por los vientos nocturnos, tuberías de órganos infernales. Los deshollinadores no podían quitarse de encima a las cornejas que, como vivientes hojas negras, se instalaban en las ramas de los árboles vecinos a la iglesia y volvían a salir un instante después batiendo sus alas para luego posarse definitivamente, cada una en su lugar habitual; y por la mañana huían en bandadas, como torbellinos de humo oscuro o copos de hollín ondulantes y fantásticos que salpicaban con sus graznidos desiguales los rayos amarillentos del alba. Los días se habían entumecido de frío y de aburrimiento, como panes del año pasado, a los que se cortaba con malos cuchillos, sin apetito, en una perezosa somnolencia....
Mi padre no salía de casa. Cuidaba las estufas, estudiaba la naturaleza eternamente insondable del fuego, degustaba el sabor metálico y salado, el olor seco de las llamas invernales, la fría caricia de las salamandras que lamían el hollín brillante en la garganta de la chimenea. Gozosamente emprendía todas las reparaciones necesarias en la parte superior de la pieza. A cualquier hora podía vérsele encaramado en el extremo de una escalera arreglando alguna cosa en el techo, en las cornisas de las altas ventanas, en los colgantes y cadenas de las lámparas suspendidas. A la manera de los pintores se servía de su escalera como de enormes zancos. Se sentía bien en ese ámbito aéreo, en la proximidad de ese cielo pintado, ese techo decorado con pájaros y arabescos.
Se apartaba cada vez más de la vida práctica. Cuando mi madre, inquieta y entristecida por su estado, se esforzaba por arrastrarlo a una conversación seria sobre nuestros negocios, sobre el pago del próximo vencimiento, él escuchaba distraído, confuso, el rostro crispado y ausente. Podía ocurrir que la interrumpiera de pronto, con un gesto perentorio, para correr a un rincón de la pieza, pegar la oreja a una grieta del piso y quedarse escuchando, mientras levantaba sus índices para hacernos comprender la importancia capital del asunto. En esa época aún no comprendíamos el triste trasfondo de esas extravagancias, el deplorable complejo que maduraba en las profundidades.
Mi madre no tenía ninguna influencia sobre él; en cambio Adela merecía todas sus atenciones y respetos. La limpieza de la habitación era para él una importante ceremonia que no podía dejar de presenciar, siguiendo todas las operaciones de la joven con una mezcla de temor y de estremecimientos voluptuosos. Atribuía a cada uno de sus movimientos una significación profunda, simbólica. Cuando Adela se entregaba, con movimientos juveniles e insolentes, a pasar el escobillón por el piso, ya no podía soportarlo: las lágrimas le acudían a los ojos, una risa silenciosa arrugaba su rostro, y su cuerpo se sacudía en un espasmo voluptuoso. Era cosquilloso hasta la locura: bastaba que Adela lo amenazara con el dedo fingiendo una cosquilla para que escapara presa de un terror pánico, yendo de pieza en pieza y golpeando las puertas a su paso. Llegado a la última habitación se arrojaba boca abajo sobre la cama y se retorcía en una risa convulsiva provocada por un imagen interior que no podía dominar. La muchacha tenía sobre él una autoridad casi sin límites.
Fue entonces cuando observamos en él, por primera vez, un apasionado interés por los animales. Al principio era tanto una pasión de artista como de cazador, aunque también, quizá, más profunda y biológicamente, existía en él la simpatía de una criatura humana por formas de vida diferentes, una especie de experimentación sobre registros inexplorados de la vida. Pero luego el asunto tomó otro cariz, extraño, complicado, esencialmente malsano y contrario a la naturaleza; un aspecto que, en verdad, más valdría no exponer en público.
Todo empezó cuando puso a empollar huevos de pájaros. Con muchos desvelos y no menos gastos hizo traer de Hamburgo, de Holanda, de ciertas estaciones zoológicas africanas, huevos que dio a empollar a enormes gallinas belgas, También para mí era apasionante ver nacer a esos pajarillos de formas y colores fantásticos. En esos monstruitos cuyos picos enormes, inverosímiles, se abrían desmesuradamente, con silbidos de glotonería que brotaban desde el fondo de las gargantas, en esas especies de reptiles de cuerpo giboso, débiles y descarnados, era imposible prever futuros pavos reales, faisanes, cóndores o simples gallos silvestres. Esta vida en germen estaba depositada en nidos de algodón, en paneras; los animalitos alargaban sus delgados cogotes, con esas cabezas de ojos ciegos, velados de blanco, y contraían sus gargantas en un mudo piar.
Mi padre se paseaba por el criadero, vestido con un guardapolvo verde, tal como lo haría un jardinero por un invernadero de cactus, y extraía del vacío esas vejigas cerradas en las que palpitaba la vida, esos vientres impotentes que solo percibían el mundo exterior bajo forma de alimento, esas proliferaciones que iban a tientas hacia la luz. Unas semanas más tarde, cuando esos embriones ciegos estallaban a la luz del día, los nuevos habitantes llenaban las habitaciones con plumas cosquilleantes y gorjeos inacabables. Ocupaban las varillas de las cortinas, los rebordes de los armarios, anidaban en los arabescos abigarrados y en el ramaje de estaño de las grandes arañas.
Cuando mi padre estudiaba en los gruesos manuales de ornitología y hojeaba sus láminas coloreadas, esos fantasmas parecían escapar de las páginas para animar la pieza con aleteos pintarrajeados, jirones de púrpura, fragmentos de zafiro, de plata y de cobre envejecido. Para recibir la comida formaban en el piso una banda ondulante y coloreada, un viviente tapiz que, si alguien entraba sin tomar precauciones, se dislocaba, se dispersaba en flores volantes y finalmente se depositaba a una altura respetable.
Me ha quedado notablemente grabado en la memoria cierto cóndor, enorme ave de cuello desplumado y cara arrugada cubierta de excrecencias. Era como un asceta delgado, un lama budista que conservaba en su comportamiento una dignidad imperturbable y observaba el rígido protocolo de su noble raza. Frente a mi padre, petrificado en la actitud escultural de una divinidad egipcia, con su ojo alterado por una catarata blancuzca que desplazaba para cubrir su pupila y encerrarse en la contemplación de su augusta soledad, me parecía, con su perfil pétreo, el hermano mayor de mi padre: cuerpo, tendones, piel dura y arrugada, eran el mismo rostro huesudo y reseco, las mismas órbitas profundas, de gruesa córnea. Hasta las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, de uñas muy curvadas, se parecían un poco a las garras del cóndor. Me daba la impresión, al mirar al ave adormecida, de hallarme ante la momia de mi padre, reducida por la desecación. Creo que esta extraordinaria semejanza no había escapado tampoco a la observación de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es notable, además, que el cóndor y mi padre utilizaban la misma taza de noche.
En tanto ponía a empollar nuevos especímenes, mi padre organizaba en el granero bodas de pájaros; traía pretendientes, colocaba en los rincones y en las grietas novias amables y languidecientes; finalmente, el techo de la casa, un vasto techo a dos aguas, se convirtió en un verdadero albergue de volátiles, un arca de Noé que reunía toda clase de pájaros de países lejanos. Aún mucho después de la liquidación de este criadero, permaneció entre las aves migratorias, grullas, pavos reales, pelícanos, la tradición de posarse sobre esa techumbre.
Después de un deslumbrante pero corto período, esta hermosa empresa tomó un giro enfadoso. Fue necesario transferir a mi padre dos mansardas que servían de desvanes. Desde el amanecer se escuchaban allí los chillidos conjugados de los pájaros. Como cajas de resonancia amplificadas por la vasta extensión de los aleros, esas piezas estaban colmadas de aleteos, llamados amorosos y gorjeos.
Durante varias semanas mi padre permaneció casi invisible. De vez en vez bajaba a nuestras habitaciones y entonces comprobábamos que estaba más delgado y como empequeñecido. Perdía el control de sí mismo y se ponía de pie súbitamente, agitando los brazos como si fueran alas y emitía un canto prolongado, con los ojos ausentes; luego, confundido, reía con nosotros tratando de hacer pasar la cosa como una broma.
Un día, durante una época de limpieza general, Adela apareció inopinadamente en su imperio alado. Plantada en el umbral, se retorcía las manos horrorizada por la fetidez de los montones de excrementos que cubrían el piso, las mesas y todos los muebles. Sin vacilar, abrió la ventana y, con ayuda de un escobillón, se puso a espantar a los volátiles. Un terrible torbellino de plumas y alas se elevó en medio de una tempestad de chillidos. Como una ménade furiosa, detrás de los molinetes de su tirso, Adela bailaba la danza de la destrucción. Tan espantado como los pájaros, mi padre, agitando los brazos, trataba de volar también él. El torbellino alado se despejó poco a poco y sobre el campo de batalla solo quedaron Adela, jadeante y agotada, y mi padre, afligido y avergonzado, pronto a todas las capitulaciones.
Un instante después, mi padre bajaba de sus dominios, destrozado como un rey en el exilio que ha perdido su trono y su reino...
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