Descendieron mil húmedos peldaños bajo el
tembloroso subsótano de la extraña mansión cuyo techo abuhardillado se alzaba
meditabundo dominando el más viejo de todos los barrios de Arkham, maldecida
por el tiempo. La melancólica luz de la gibosa luna no mandaba rayo alguno
hacia aquel abismo repleto de fungosidades en el que piedras ennegrecidas y
desfiguradas eran torturadas en horribles y ciclópeas geometrías que parecían
haber sido concebidas por alguna raza primigenia de abominaciones innombrables
que se revolcaron en el barro de los comienzos durante los horrorosos y
blasfemos eones que precedieron al nacimiento de la humanidad.
-Estas escaleras no han sido hechas para
pies humanos -murmuró Marcus Whateley.
-¿Qué ves? -dijo su compañero, alzando la
linterna.
La blasfema y ruinosa bóveda estaba
repleta de malignos volúmenes cubiertos de moho, volúmenes cuyas simples tapas
ya eran una amenaza para la cordura. La innombrable pestilencia del osario
saturaba aquella atmósfera nauseabunda que parecía provenir de una repugnante
exhalación de algún abominable lavabo de los mismísimos Grandes Antiguos.
Whateley, tembloroso, se detuvo para
echarle una mirada a los terribles textos.
-Santo Dios -graznó, con voz paralizada
por el espanto-. Aquí hay ejemplares del siniestro Liber Ivonis, del infame
Cultes des Ghoules del Comte d’Erlette, del infernal Unaussprechlichen Kulten
de von Juntz, y todos los De Vermis Mysteriis que saldó la editorial. Los
prohibidísimos Manuscritos Pnakóticos, el ilegible Libro de Dzyan…, y allí,
¡mira! ¡Encuadernado en piel humana, allí está nada menos que el aborrecible
Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred!
A esto siguió un silencio cargado de
terror, y un instante después la horrorosa réplica llegó a los oídos de
Whateley, que ya habían enloquecido por el miedo…
-Todos esos ya los tenemos; ¿no ves
ningún ejemplar del Astounding de abril del 43?
David
Langford
(The
Dragonshiker’s Guide to Battlefield Covenant at Dune’s Edge: Odyssey Two).
EL CÍRCULO DE INICIADOS que rodeaba el
rugiente fuego que ardía en el bar del King’s Head se había visto
lamentablemente disminuido en los últimos tiempos, pese a que la conversación
había sido tan amena como siempre. Para empezar, el rugiente fuego se había
visto sustituido por un radiador que emitía unos lúgubres tañidos, e incluso el
popular señor Jorkens había dejado de venir cuando el propietario instaló su
tercera máquina para jugar a los Invasores del Espacio. Esa noche en particular
la conversación no andaba demasiado burbujeante, y todas las burbujas que le
faltaban a la charla podían encontrarse en exceso dentro de las espumeantes
jarras de cerveza: los únicos que estaban presentes eran el mayor Godalming,
Carruthers y el viejo Hyphen-Jones, y, tras haber pasado mediante una sencilla
transición de los gases de la cerveza a la guerra química y a los recuerdos
militares en general, el mayor estaba embarcado en sus sobadas anécdotas sobre
cómo había perdido el lóbulo de una oreja cuando luchó contra Rommel, la
cicatriz de duelo que adquirió estando en Heidelberg durante un viaje
organizado, y la fea herida de kukri que había recibido en Bradford.
Hyphen-Jones y Carruthers expresaban su apreciación mediante bostezos y
engullían cerveza; excusas aún a medio formar sobre el no hacer que la mujer
les esperase levantada hasta demasiado tarde parecían temblar en la atmósfera
igual que un ectoplasma, cuando de repente una sombra cayó sobre la mesa
-Bueno, amigos, ¿pago una ronda?
Quien había hablado era un hombre alto,
apuesto y curtido por el tiempo y los viajes desde los zapatos de tacón hasta
el bolso que llevaba colgado del hombro, cada centímetro de su ser hacía pensar
en el típico caballero inglés.
-¡Smythe, mi querido amigo! -exclamó el
mayor-. ¡Le dábamos por muerto!
-No me extraña -dijo Smythe- Ya lo estuve
una vez… Quizá recuerden aquel horrible asunto de la cafetera encantada, ¿no?
Sí, entonces estuve clínicamente muerto durante un breve periodo de tiempo. No
fue nada. Hay cosas mucho peores que la muerte, sí, cosas muchísimo peores…
-¿La cerveza de barril de Murrage, por
ejemplo? -sugirió Carruthers. Smythe no pasó por alto aquella sutil indirecta.
Cogió las jarras vacías y las llevó hasta el mostrador, volviendo tan sólo
veinte minutos después con tres cervezas y una abundante ración de ginebra y
tónica para él.
-Salud -dijo el mayor- Bueno, ¿dónde ha
estado usted durante estos últimos tres meses? Supongo que liado con alguna
mujer, tal y como hizo durante medio año después de haberse cargado al fantasma
en aquel caso del «Búfalo Astral», ¿no? Ah, diablillo cachondo…
-Nada de eso -se rió Smythe- Un día por
una cosa y el otro día por otra… Bueno, el caso es que he cambiado un poco de
locales en los últimos tiempos. Pronto lo entenderán…
-Bueno, hombre, maldita sea, ¿de qué caso
se trata? -dijo el mayor con voz de trueno- ¿Qué hay más terrible que la
muerte? ¿Sabe una cosa? Le veo cambiado… La experiencia ha dejado su marca en
usted. ¡Dios santo! ¡Su cabello! ¡Acabo de darme cuenta de que se ha vuelto
blanco!
-No es más que un poco de tinte, mi
querido mayor… Tenía ganas de ver qué tal estaba de rubio. Pero dejen que les
hable del caso que debe ser considerado como uno de los más asombrosos y
siniestros de toda mi carrera…, un caso impresionante de lo que sólo puedo
calificar como posesión oculta.
-Ya tuvimos uno de ésos el año
pasado-dijo Carruthers, rascándose la cabeza-. Aquel asunto del murciélago
gigante de Sumatra…, ¿o fue un gato gigante? He acabado descubriendo que todas
las temibles influencias del otro mundo se parecen mucho entre sí.
Smythe se instaló más cómodamente en su
taburete favorito, sonrió y abrió una bolsita de patatas fritas de aquella
forma suya tan característica que le indicaba a sus amigos que iba a empezar
otra de sus fascinantes narraciones, y que se esperaba de ellos que le fueran
pagando la bebida al narrador durante el resto de la velada.
-Como saben, he conseguido ganarme cierta
reputación en los terrenos de la investigación detectivesca, lo oculto y
ciertos trucos extraños de la mente… -En ese momento Smythe, como de costumbre,
repartió unas cuantas tarjetas y mencionó el 10% de rebaja que les hacía a los
amigos-. Esa fue la razón de que la señora Pring acudiera a mí con su terrible
problema. Quien me recomendó fue una íntima amiga suya que había oído hablar de
mi anuncio en el suplemento dominical del Sunday Sport. La señora Pring…
-Ah, mujeriego incurable… -jadeó
Hyphen-Jones con voz asmática-. Y me imagino que el señor Pring le pilló in
fraganti, ¿no?
Smythe le contempló con expresión muy
seria y se comió fríamente otra patata.
-La señora Pring es una viuda de cuarenta
y seis años cuyo hogar se encuentra en la pequeña y no demasiado impresionante
población costera de Dash. Alquila una habitación de su casa en las condiciones
habituales, proporcionando cama y desayuno; personalmente, creo que su negocio
tendría más éxito si no se dedicara a rellenar los colchones con cereales para
el desayuno y sirviera el antiguo contenido del colchón en cuencos cada mañana,
pero temo que me estoy adelantando a la historia. La historia que me contó la
señora Pring, hace tres meses, era extraña, terrible y única, como lo son
tantas de las historias que me han contado en mi oficina. Verán, a lo largo de
los años, mi clienta se había fijado en que la gente que se alojaba en su casa
tendía a presentar una curiosa particularidad estadística. La señora Pring
lleva una contabilidad muy detallada (de hecho, lleva dos), y no había ninguna
posibilidad de que su memoria la estuviera engañando. Seré breve: muchos
caballeros (para utilizar su expresión) habían dormido y desayunado en la casa
de la señora Pring y, por alguna razón que personalmente encuentro
inexplicable, habían vuelto a esa casa en años posteriores. Algunas mujeres
hacían lo mismo: lo extraño y lo que le llamó la atención a la señora Pring es
que las mujeres jóvenes o incluso las relativamente jóvenes tenían tendencia a
no regresar. De hecho, tenían tendencia a marcharse de repente, expresando de
forma bastante variada su disgusto o su incomodidad, después de haber pasado
tan sólo una noche en la habitación. Que a la señora Pring le hicieran falta
varios años para percatarse del fenómeno creo que puede explicarse por su
delicado estado de salud, tan precario que sólo se mantiene en pie gracias a ir
casi cada día a comprar líquidos medicinales que no se venden en las farmacias.
Que la señora Pring se sintió muy alarmada ante su descubrimiento lo demuestra
el hecho de que estuvo casi un año entero dando la tostada del desayuno con
mantequilla en vez de con margarina: todo siguió igual. Bien, ¿qué sacan
ustedes en claro de esto?
-Supongo que en aquella habitación fatal
había tenido lugar alguna terrible tragedia, ¿no? -dijo Carruthers.
Smythe puso cara de sorpresa e incluso
llegó a caérsele una patata frita.
-Bueno… Sí, la verdad es que sí. ¿Cómo lo
ha adivinado?
-Mi querido amigo, llevo más de ocho años
escuchando sus curiosas e incomparables historias.
-Bien, no importa. La señora Pring
desarrolló la teoría de que aquel durísimo colchón estaba infestado, y no por
elementales como en aquel terrible caso del Edredón Ondulante, sino por lo que
ella, en su rústico vocabulario, llamaba "incestos". Tal y como lo
expresaba ella: "Pensé que aquellos bichos del demonio podían preferir a
las jóvenes damas con la piel suave y blanca… Bueno, de todas formas, pensé que
lo mejor sería echarme un sueñecito allí yo misma y enterarme de si había algún
bicho de los que se arrastran: pulgas, piojillos, cucarachas o lo que
fuese…" Y eso es lo que hizo la señora Pring: dando muestras de un valor
nada normal, pasó una noche en su habitación para huéspedes. Lo cierto es que
su relato de lo ocurrido resulta bastante confuso, pero habló varias veces de
que había algo que se arrastraba…, pero en cuanto a la naturaleza y acciones de
tal cosa, se mostró tan incoherente como incómoda. Quizá ya hayan deducido que
daba muestras de esa misma incomodidad que impulsaba a marcharse tan
apresuradamente a sus jóvenes huéspedes del sexo femenino.
-Y supongo que a la mañana siguiente fue
a verle a usted y le pidió que hiciera algo al respecto, ¿no? -dijo el mayor.
Smythe fue estudiando por turno el rostro
de cada uno de sus amigos, hasta que Hyphen-Jones malinterpretó aquella pausa
destinada a conseguir un mayor efecto dramático y se escabulló para pedir otra
ronda de bebidas.
-Si he de ser sincero -siguió diciendo
Smythe en voz baja-, lo primero que intentó fue investigar el fenómeno más de
cerca durmiendo en aquella habitación todas y cada una de las noches durante
los seis meses siguientes. Al parecer, durante todo ese período de tiempo no se
produjo ninguna otra manifestación, tal y como me informó ella misma teniendo
que hacer cierto esfuerzo para contener sus emociones; finalmente acabó
decidiendo olvidar la experiencia, pensando que era una alucinación, y no
volvió a pensar en ella hasta la primera semana de la nueva temporada estival…,
cuando nada menos que tres jóvenes seguidas se alojaron una noche en la
habitación y se marcharon al día siguiente sin haberse comido la margarina que
ya habían pagado. Una de ellas le murmuró a la señora Pring unas cuantas frases
incoherentes sobre un fantasma inquieto al que era preciso darle descanso. Fue
entonces cuando la señora Pring decidió que debía hacer algo al respecto; y,
tras haber comprobado que mis honorarios podían deducirse de la declaración de
impuestos, puso el asunto en mis manos.
-¿Y por qué cree usted que esa tal señora
Pring sólo vio una vez al lo-que-sea ése? -preguntó Carruthers.
-Mi teoría tenía que tomar en
consideración el hecho de que este fantasma es lo que muy bien podría llamarse
un fantasma machista, con una preferencia por las jóvenes totalmente contraria
a la Ley sobre la Discriminación Sexual. Y la deducción lógica es que la señora
Pring, siendo una dama perteneciente a lo que suele calificarse como la edad
madura, no tardó en dejarle de ser atractiva a la…, bueno, llamémosle
manifestación. Pueden imaginarse a la señora Pring como si fuera una jarra de
esa repulsiva cerveza de barril: un solo sorbo es más que suficiente para cualquier
persona dotada de cierto buen gusto.
-Estoy empezando a tener cierta vaga pero
monstruosa idea de adónde pretende ir a parar -observó el mayor, hablando lenta
y cuidadosamente.
-Es peor de lo que cree -le aseguró
Smythe-. Tengo la absoluta seguridad de que, después de haber pasado una noche
en aquella habitación, nunca volveré a ser el mismo de antes.
-Pero… -protestó Hyphen-Jones con su
temblorosa voz de costumbre, antes de que Smythe le hiciera callar con un seco
gesto cargado de carisma y dotes de mando que le derramó media pinta de cerveza
en el regazo.
-Me pareció que lo más adecuado era
realizar un exorcismo -dijo Smythe-, pero antes necesitaba saber a qué me
enfrentaba. Supongo que recordarán aquel horroroso asunto de Frewin Hall, el de
la Habitación que Crujía…, el exorcismo no tuvo el más mínimo efecto sobre los
ratones. Cuando intenté interrogarla más a fondo, la señora Pring se protegió
tras una muralla de risitas y rubores: comprendí que no me quedaba más remedio
que pasar una noche en la habitación y comprobar qué clase de impresiones
astrales podía sacar del ambiente con el soberbio entrenamiento de mi sistema
nervioso. Así pues, tomé un billete de primera clase para Dash y la señora
Pring me acompañó, aunque me alegra poder decir que ella viajó en segunda
clase. El lugar era tan deprimente como me había imaginado, y recordaba una
especie de gran penitenciaría situada junto al mar; la casa de la señora Pring
hubiera podido servir como el edificio para las celdas de máxima seguridad.
Bien, una vez allí, me preparé para enfrentarme a la impresionante Presencia
que permeaba todo aquel sitio, presencia que parecía consistir básicamente en
un terrible olor a repollo hervido, y me dispuse a pasar una noche dentro de la
habitación encantada. Le aseguré a la señora Pring que yo jamás fracasaba…,
¿les he narrado alguna vez la historia de un caso en el que hubiera fracasado?
Hyphen-Jones alzó nuevamente la mirada.
-¿Qué hay de aquella vez en que…? ¡Uf!
-Algún impulso paranormal había hecho que el resto de su cerveza acabara
cayendo sobre su regazo.
-Bien, pues, como iba diciendo, le
aseguré que nunca fracasaba (¡ah, cuán poco imaginaba yo lo que iba a
suceder!), y le dije que ya podía dar por exorcizado el lo-que-fuese que se
encontraba en aquella habitación. Y, ¿saben una cosa? Tuve la impresión de que
se entristecía, como si estuviera admitiendo que la vieja tía favorita de la
familia tenía que ser encerrada después de haber cometido varios asesinatos con
una sierra mecánica pero igual que si le costara admitir tal necesidad. Así
pues, subí uno a uno los chirriantes peldaños que llevaban hasta esa estancia
del horror. El sol poniente se asomaba por su única ventana con una oleada de
luz mugrienta pero fantasmagórica. Sin embargo, en la habitación no había nada
de siniestro salvo el papel de la pared, que se estaba despegando, un papel
cuyo dibujo verde y púrpura me hizo pensar en el desprendimiento de retina, no
sé por qué… Y ahí aguardé mientras iba cayendo la noche, con todas las luces
apagadas para eliminar las interferencias etéricas…
-Bueno, viejo amigo, ¿y qué sucedió?
-exclamó Carruthers-. ¿Qué le pasó?
-Exactamente lo que había esperado: nada
de nada. Fuera cual fuese la fuerza que encantaba aquella habitación, siguió
comportándose como un sucio cerdo machista hasta el último instante. Sólo sentí
un escalofrío pasajero cuando un lejano reloj del pueblo dio las doce de la
noche…, la hora de las brujas, el momento en que empiezo a cobrar tarifa doble.
Al final acabó amaneciendo y, dado que me encontraba en el balneario de Dash,
ni tan siquiera se trataba de un amanecer decente, con luces rosadas y todo
eso: no, era más bien como si un pastel de gelatina emergiera por el este.
Desde luego, Dash es un sitio impresionante…
»Durante el desayuno, cuando mis dientes
no estaban demasiado ocupados luchando con la famosa tostada matinal de la
señora Pring, la interrogué concienzudamente sobre la historia de la
habitación. Como ya saben, los sabuesos de lo oculto podemos sacar muchas
deducciones de las respuestas a preguntas aparentemente inofensivas; después de
algunas indagaciones rutinarias sobre asuntos tales como si acostumbraba a
celebrar Misas Negras en dicha habitación, le hice una pregunta cargada de
sutileza. "Señora Pring", le dije, "¿ha sucedido alguna tragedia
en ese horripilante cuarto?" . La señora Pring lo negó con una
considerable irritación, y me dijo: "Oiga, ¿en qué clase de pensión se
cree que está? Nunca he tenido quejas y todos mis clientes han quedado siempre
muy satisfechos de mis servicios, incluso el señor Brosnan, el que sufrió la
intoxicación, y estoy segura de que debió pillarla por culpa de haber comprado
pescado con patatas fritas, y eso que tengo estrictamente prohibido que los
huéspedes se traigan la comida… No, señor mío, le aseguro que no va a
intoxicarse comiendo mis huevos con tocino".
»Yo estaba razonablemente convencido de
ello, pues me había fijado en la cantidad de veces que la señora Pring dejaba
caer el tocino al suelo, y a partir de entonces había tomado la precaución de esconder
mi ración en la servilleta (dentro de la que descubrí los restos dejados por
algunos visitantes anteriores, cosa que me interesó notablemente). Tras un
breve silencio durante el que la señora Pring comprobó la temperatura del té
usando un dedo y, al parecer, la encontró satisfactoria, añadió: "Claro
está que no debemos olvidar al pobre señor Nicholls, aunque de eso ya hace
muchos años".
»Los sabuesos de lo oculto estamos
entrenados para captar al instante cualquier dato, por muy trivial que pueda parecer.
"¿Y qué le sucedió al pobre señor Nicholls?", pregunté, como sin
darle importancia a la cosa.
»"Oh, el pobre tuvo un accidente
terrible, vaya que sí. Oh, sí, fue algo horrible. Por suerte no estaba casado…
Verá, el caso es que tuvo un problema con la puerta y consiguió pillarse con
ella. Es comprensible, claro, teniendo en cuenta lo torpe que era y lo grande
que tenía la… Bueno, por suerte no estaba casado, es lo que yo he dicho
siempre, y naturalmente después de aquello no podía ni soñar en casarse, claro
está. Después oí decir que se había hecho funcionario. Oooh, señor. ¿no creerá
usted que…?"
»"Pues eso es justamente lo que yo
creo, señora Pring", le dije solemnemente. Ya podrán imaginarse que los
sabuesos de lo oculto estamos más que acostumbrados a fenómenos como las manos
sin cuerpo o las cabezas que se aparecen en lugares de mala fama, e incluso he
llegado a encontrarme con un pie sin cuerpo. Supongo que recordarán el caso del
«Juanete Aullante», el que mandó a tres arzobispos al asilo… Bueno, pues deduje
que el desgraciado señor Nicholls, aunque pareciera que en su mayor parte aún
seguía vivo, sentía que le faltaba alguna de sus partes, y esas partes
merodeaban aún por la habitación de la señora Pring. Tras haber oído mi teoría,
la dueña de la pensión pareció algo menos asombrada y horrorizada de lo que yo
me había esperado. "Caray", dijo, con una expresión peculiarmente
absorta, y luego añadió: "Claro, tendría que haberle reconocido".
Decidí que lo mejor sería no llevar más lejos mi interrogatorio.
-Qué historia tan espantosa -dijo
Carruthers con un estremecimiento-. Pensar en ese pobre señor Nicholls, incapaz
de conocer nunca más el deleite de estar con una mujer…
-En eso comparto su destino -dijo Smythe
con una voz bastante rara. Después de sus palabras hubo un silencio cargado de
aprensión. Smythe se lamió los labios e irguió los hombros.
-Tengo que ir a soltar el chorrito
-observó, saliendo de la habitación entre una oleada de comentarios y
especulaciones sobre si había o no algo raro en su forma de caminar.
-Mi estrategia -siguió diciendo Smythe en
cuanto hubo regresado-, era atraer a la manifestación y hacerla salir a terreno
descubierto para poder exorcizarla mediante el Ritual de la Liga Astral. Para
llevar a cabo ese ritual hace falta poseer una endiablada agilidad física pero
tiene un gran poder sobre los elementales, las manifestaciones del más allá y
los parquímetros. Pero, ¿cómo atraer a esa entidad inhumana y hacer que se
mostrara de forma visible? La señora Pring había dejado de resultarle
atractiva, lo cual era comprensible, y lo cierto es que no podía pedirle a una
joven inocente que se expusiera a lo que yo sospechaba ahora que estaba
acechando dentro de aquella habitación.
»Al final me di cuenta de que sólo podía
hacer una cosa. Durante el día hice ciertas adquisiciones francamente fuera de
lo corriente en la más bien repugnante ciudad de Dash, y además visité al
peluquero local. Mi querido mayor, ¿fue usted quien dijo algo sobre que el
miedo me había dejado el pelo color rubio ceniza? Después quité los muebles de
aquella habitación e hice mis preparativos…, no sin previamente haberle dado
instrucciones a la señora Pring de que se quedara en el piso de abajo,
ofreciéndole una botella de su medicina favorita para asegurarme de que así lo
haría. Tenía la sospecha de que el agua de aquel pueblo no era demasiado pura;
por lo que bendije una cierta cantidad de cerveza y dibujé con ella mi habitual
pentáculo protector. Era un pentáculo Carnacki modelo Mark IX, garantizado para
resultarle impenetrable a cualquier fenómeno ectoplásmico materializado según
los patrones que se especifican en el Reglamento de Pesas y Medidas Británico.
»A primera hora de la tarde llevé a cabo
las últimas etapas de mi plan. Me desnudé y me puse las ropas que había
comprado, compras que me resultaron un tanto embarazosas. Disponía de un
delicioso vestido negro ceñido con un tajo en la falda, tajo que llegaba casi
hasta la cadera; y, aparte de ese vestido, me las ingenié para prepararme unos
senos soberbios utilizando ciertas estratagemas bien conocidas de cuantos
tratan con lo oculto. No pienso aburrirles con los pequeños detalles, como el
perfume altamente sensual que haría sufrir una taquicardia instantánea a
cualquier varón normal, por no mencionar al infortunado señor Nicholls, o el
lápiz de labios color pastel que complementaba de forma tan hermosa el color de
mis ojos, o las medias de seda negra con que enfundé mis piernas después de
habérmelas depilado cuidadosamente, o…
-Está bien, está bien -dijo el mayor, engullendo
apresuradamente su cerveza- Creo que ya hemos captado la idea.
-Bueno, como quieran. Esperé en el
interior del enorme pentáculo, con la habitación iluminada tan sólo por el
vacilante resplandor de las velas que había adquirido en el departamento de
artículos místicos de la sucursal Woolworth de Dash. Mientras esperaba pude
verme en el espejo atornillado a una pared (seguramente porque la señora Pring
pensaba que sus huéspedes eran capaces de llevarse cualquier espejo de metro
veinte por ochenta centímetros que no estuviera adecuadamente clavado a la
pared): les aseguro que estaba magnífico, que era toda una visión de… Oh,
bueno, ya que insisten…
»Aguardé en silencio, sintiendo crecer la
tensión, esperando sentir en cualquier momento el chorro de una presencia
sobrenatural, y las velas se fueron consumiendo. La atmósfera de la habitación
se fue cargando con el presagio de alguna abominación que se aproximaba, igual
que ocurre en la sala de espera de un dentista. De repente me di cuenta de que
estaba rodeado por una extraña claridad, una neblina luminosa muy pálida que
llenaba el aire, igual que si la señora Pring estuviera hirviendo inmensas
cantidades de pintura luminosa en su cocina, situada justo debajo del cuarto.
La luz se fue coagulando con una temible lentitud, condensándose y
contrayéndose hacia un punto del aire situado a unos cincuenta y cinco
centímetros del suelo; de repente cobró forma, y vi la palpitante silueta
ectoplásmica de la cosa que llevaba tanto tiempo apareciéndose en aquella habitación.
Su tamaño era mayor de lo que había esperado, y puede que de un extremo a otro
tuviera unos treinta centímetros; empezó a moverse de un lado para otro,
suspendida en el aire, igual que si estuviera buscando algo: se movía de una
forma muy curiosa, entiéndanme, como un ojo que… Bueno, tuve la idea de que se
había formado encima de la cama y justo en el centro de ella, o que eso habría
hecho si yo no hubiera quitado la cama antes de empezar con mis preparativos. Y
justo cuando esa idea iluminaba mi mente igual que una bombilla encendiéndose,
la Cosa pareció darse cuenta de que no había nada que la sostuviera, y cayó al
suelo con un golpe apagado pero totalmente sólido y audible.
-¿Audible? -dijo Hyphen-Jones con voz
temblorosa-. Pero, ¿cómo? ¿Con un plaf, con un clong o con un…?
Smythe le miró con impaciencia.
-Con el mismo ruido que haría una gran
salchicha de frankfurt cayendo desde cincuenta y cinco centímetros de altura
encima de unos tablones de madera, si es que desea saberlo con precisión. ¡Ah,
el horror! Esas manifestaciones sólidas son los más terribles de los peligros
astrales, aquellos con los que menos se puede discutir… Sí, desde luego es
mucho más sencillo vérselas con una entidad astral que no puede responder
golpeándote de repente en el plexo solar ¡Y lo peor de todo, algo que habría
podido volver blanco mi cabello si no me lo hubiera teñido ya con este color
-que, por cierto, me queda muy bien-, es que la Cosa había caído dentro del
pentáculo, y que ahora estaba conmigo! Les ruego una vez más que se imaginen
todo el horror de aquella situación, la impresión de haber sufrido una
violación espiritual: mis defensas exteriores ya habían sido penetradas.
Aquella encarnación inhumana se irguió moviéndose de un lado para otro igual
que una cobra preparándose para el ataque…, y un instante después empezó a
venir hacia mí. Me niego rotundamente a describir de qué forma se movía pero
creo que hay orugas capaces de hacer lo mismo que ella. Si es así, no tienen ni
la más mínima vergüenza. Sabía que un horrible peligro se aproximaba para
atacarme…, cuando algo se materializa dentro de tus defensas la situación
siempre resulta horriblemente peligrosa, aunque quizá esto no fuera tan malo
como en el caso del Trompeteo Fantasma. Supongo que lo recuerdan, ¿no? Sí,
cuando el espectro del elefante cobró forma sólida dentro de mi pentáculo, que
era indiscutiblemente pequeño para él. Pero por lo menos en este caso creía
estar a salvo de lo peor.
-¿Y por qué estaba a salvo de lo peor?
-le preguntó un perplejo Hyphen-Jones.
-Una mera cuestión de anatomía -dijo
Smythe evasivamente, dejando que Hyphen-Jones se aclarara por sí solo-. Lo
cierto es que mi confianza era excesiva. Lo más seguro era salir de aquel
cuarto, y quizá después me fuese posible cargarme a la manifestación con un
exorcismo de largo alcance efectuado desde el rellano… Pero lo que hice fue
experimentar con un poco de la cerveza bendita que me había quedado después de
dibujar el pentáculo. Le arrojé un poco a la Cosa que se arrastraba hacia mí
igual que una serpiente y…, bueno, supongo que la Cosa poseía una sensibilidad
muy considerable. Lo cierto es que lanzó un escupitajo de rabia y se desvaneció
con un estallido de ectoplasma.
»Creí que la Cosa se había encogido
definitivamente, al menos para el resto de la noche, abandonando su forma
rígida y volviendo a las innombrables Esferas Exteriores… Había vuelto a caer
en la trampa del exceso de confianza. Seguía inmóvil, con mi conjunto
fatalmente atractivo, cuando de repente la niebla luminosa llenó el aire a mi
alrededor y… No, no puedo describir lo que ocurrió entonces. Algunos de los
grimorios más antiguos recomiendan que los practicantes de las artes mágicas,
ya sean blancas o negras, se tapen cada uno de los nueve orificios del cuerpo
como parte de los preliminares al ritual. Creo que ahora sé por qué lo
recomiendan.
-Dios mío, ¿no querrá decir que…?
-exclamó Carruthers, pero dio la impresión de que le faltaba el vocabulario o
el deseo de completar la frase. Hyphen-Jones parecía estar contando en voz baja.
-Caray, caray -murmuró el mayor.
Y, con pocas palabras, Smythe les explicó
cómo se había marchado de Dash, tomándose el tiempo justo para recibir sus
honorarios y recomendarle a la señora Pring que a partir de entonces durmiera
en la habitación maldita mientras alquilaba la suya. De hecho, se fue tan
deprisa que ni tan siquiera tuvo tiempo para cambiarse de ropa.
-Así que ya ven: la Cosa en la Habitación
transformó mi vida -concluyó con voz alegre-. Y ahora, dejen que les hable de
mi último caso, un caso que antes no había tenido muchas ganas de investigar…,
el asunto de la habitación encantada del Café Royal, donde se dice que camina
la sombra de Oscar Wilde. Bueno, dicen que como mínimo camina, a lo mejor…
FIN
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