José María Bravo Lineros
“Te amaré siempre” le había dicho él cuando temblaban entre las sábanas tras la pasión, mirándose con ojos húmedos y brillantes como gotas de rocío. Y ella sonrió; por un momento, quiso que el tiempo detuviera su avance, y que el fuego que ardía en su mirada y la hacía estremecerse no se extinguiera jamás.
“Te amaré siempre” murmuró ella recordando sus palabras cuando le vio partir aquella madrugada, impecable en el traje nuevo. Y entonces pensó en el tiempo que estaría sola, aguardando ansiosa a que llamara desde el hotel, desechando el temor de que estuviera tentado a engañarla, de que alguna mujer atrajera su atención y él la olvidara, y que sus palabras fueran ecos vacíos de sentido en su memoria.
Llevaban cinco años casados, y era la primera vez que él estaba alejado de ella por más de un día. Ya desde que eran novios se veían casi a diario, y cuando no podían verse él la llamaba dos y hasta tres veces. Nunca parecía cansarse de ella. Habían tenido problemas y discusiones, por supuesto, pero el enfado apenas les duraba más de un día. “Están hechos el uno para el otro” decían todos. Y tal vez fuera cierto...
Cuando llamó diciendo que había terminado los asuntos del trabajo y que regresaba aquella misma tarde, no cupo en sí de gozo. Esperó su regreso con anhelo. Las manijas del reloj se arrastraban marcando el lento paso de las horas. Preparó la cena y siguió esperando, hasta que cenó sola, frente a la silla y el plato vacíos. Le apartó la comida para calentársela por si llegaba con hambre. Se retrasaba. Aún aguardó hasta la medianoche, cuando, fatigada, se fue a dormir. Tardó más de dos horas en conciliar el sueño, mirando el espectro encarnado del reloj despertador y el avance de sus dígitos con encono.
No recordaba la hora en la que él la despertó, besándola con ternura en los labios y acariciándole la mejilla. “Aquí estoy, preciosa. ¿Me has echado de menos?” le susurró en la penumbra. Ella le abrazó, llorando de gozo. “No vuelvas a separarte de mí”, le pidió. Él rió de buena gana, estrechándola entre sus brazos con fuerza. “Te lo prometo. Siempre estaré contigo”. Y se abrazaron, besándose, y yacieron tras desnudarse él con calma, premeditada calma, hasta que ella no aguantó más y le atrajo hacia sí, entregándose a él como si fuera la última vez. Y tras el clímax cayeron entrelazados, suspirando de gozo, y el sueño llegó dulce y preñado de buenos deseos. A la mañana siguiente, despertó aún soñolienta, pero una desazón turbó de inmediato su ánimo y le hizo incorporarse. Él no estaba junto a ella. Las sábanas estaban frías en su lado de la cama, y no le oía tararear en el cuarto de baño, duchándose o afeitándose, ni el alboroto que armaba cuando él mismo hacía el desayuno. Sin saber cómo, supo que él no estaba en casa. Se obligó a levantarse, reprimiendo las lágrimas, y le buscó por el piso mientras le llamaba por su nombre con voz temblorosa, sintiendo un vacío inmenso y gélido en su alma, y no pudo reprimir lágrimas de amargura. El teléfono sonó con fuerza, sobresaltándola; su agudo estruendo rompió ominoso la quietud de la mañana. Lo escuchó sonar tres veces, hasta que rígida y envarada, se acercó a él y alargó la mano hacia el auricular, dudando en responder. Pero entonces pensó que podría ser él, y descolgó.
“¿Señora R…?” dijo una voz fría e incómoda, que hizo una pausa antes de seguir. “Lamento comunicarle que su marido ha sufrido un grave accidente de tráfico. Su coche apareció destrozado en el arcén de la carretera, hace algunas horas… Mi más sincero pésame”. Dejó caer el teléfono, mientras algo se quebraba una y otra vez en su interior en mil pedazos, como cristal lacerando su carne.
“Mamá…” susurró el joven, acariciando la mejilla de la mujer que dormía en el sofá, aún hermosa pese a que había entrado ya en la cuarentena. Besándola con ternura, despertó a su madre, que parpadeó aletargada y le sonrió. “Ah, ya estás aquí. Debo haberme quedado dormida esperándote. ¿Quieres que te prepare algo? ¿Café?” preguntó, solícita. Su hijo asintió, pero la retuvo en el sofá, complaciente. “Ya lo haré yo mismo. Te traeré una taza”.
Ella observó a su hijo mientras se dirigía a la cocina, y desperezándose, se irguió para atisbar por las ventanas del salón. Afuera, un día nuboso de principios de marzo, apacible aunque melancólico, presagiaba la primavera. Aquel mismo día, muchos años atrás, él le había pedido matrimonio. Trató de rechazar aquellos funestos recuerdos y evocar tan sólo los momentos felices, mas no pudo; su mente, perversamente, se retrotraía sin descanso hasta aquella noche, como cuando la lengua se posa una vez tras otra en una llaga de las encías.
Cuántas lágrimas había vertido desde entonces, sola, desamparada, sintiendo su interior frío, huero, muerto. Pero aún fue peor pocas semanas después… pues supo que estaba embarazada. Y lo supo con una certeza extraña, inexplicable, antes que el médico se lo confirmara. Los primeros meses del embarazo fueron terribles… por él había dejado a su familia atrás, y ahora era demasiado tarde para volver. Ellos estaban demasiado lejos... Además, tenía que buscar un trabajo para asegurarse su futuro y pagar las facturas. Antes de su muerte, su vida había sido un bonito sueño, pero tras la tragedia un rayo de dolor rasgó su alma y deshizo el velo, dejándola ante la atroz realidad, desnuda e inerme.
“Viuda… y tan joven” escuchaba murmurar a sus vecinas, cuando se cruzaba con ellas. Recibió ayuda de alguna de sus amigas, pero no podían hacer mucho por ella. Nadie podía devolverle a su esposo. Con el paso del tiempo, la vida en ciernes del niño le dio ánimos para seguir adelante. Era lo único que le quedaba de él. Criar sola a su hijo no fue fácil, mas fue sobrellevando el dolor, sorprendiéndose de su propia entereza. Pasados los primeros años de infancia, cuando su hijo comenzó a necesitar menos cuidados, pensó de forma realista el volver a casarse. Apenas tenía treinta años, y estaba en la flor de la vida. Y, a regañadientes, dejó al niño junto a extraños para salir algunos fines de semana. Consiguió entablar varias relaciones, pese a que los hombres huían espantados cuando sabían que tenía un hijo pequeño. Los pocos a los que parecía no importarle, no fueron del agrado de su hijo. Siempre se encerraba en su habitación cuando uno de aquellos hombres venía a casa, llorando y llamándola a gritos. La última vez, cuando le dijo que podría tener pronto un papá, como los otros niños del colegio, su hijo enfermó durante dos semanas. Se sentó al borde de la cama, contemplándole mientras dormía inquieto por la fiebre, y por un momento, algo cedió dentro de ella. Maldijo su suerte, y vio a su hijo como un lastre para su vida. Mas entonces, él la llamó en sueños, inquieto, y ella le abrazó llorando, culpándose interiormente por sus pensamientos. Resignándose, supo que nunca volvería a casarse. Y los años pasaron y su hijo creció; después del colegio, vino el instituto, y la universidad… hasta entonces. Pero había merecido la pena. Su padre hubiera estado orgulloso de su hijo. Siempre se había lamentado de no haber cursado Derecho, y tan sólo unas semanas atrás su hijo había acabado la carrera, siendo uno de los primeros de su promoción.
“Mamá… aquí tienes” dijo él sacándola de su ensimismamiento, tendiéndole una taza humeante. Ella aceptó el café y volvió a contemplarle. Se le parecía tanto, cuando era joven… era ya todo un hombre, listo, vigoroso, con una sonrisa que traía de cabeza a muchas mujeres. Pronto, pensó, la dejaría para establecerse junto a una mujer y fundar una familia, felizmente completa. Y ella sería algo accesorio, relegada a un honroso segundo plano. Ley de vida, como decía su padre. Su hijo apuró el café y le devolvió la mirada a su madre, risueño. “Podría apostar a que sé lo que estás pensando: te preguntas cuándo te dejaré para casarme”, le dijo. Ella no dejaba de sorprenderse de la facilidad con la que su hijo le adivinaba el pensamiento, habilidad que no compartían, pues aunque le conocía, y bien, como su propia madre que era, siempre había algo que se le escapaba, algo lejano e inaccesible. “Noelia llamó cuando estabas fuera, preguntando por ti”. “Ajá. Bien, ya la llamaré”, respondió su hijo. “Es guapa...”, siguió ella “y habéis acabado la carrera juntos. Tal vez podríais poner un bufete entre los dos... y también, quizá...”. La risa de su hijo, vital y pícara, la interrumpió. Levantándose, se sentó en el sofá junto a ella, abrazándola. “¿Cuándo desistirás de tus intentos de casarme con cualquier chica que conozca?”. Su madre se libró de su abrazo y se levantó, enojada. “Es normal que me preocupe. Cualquier madre quiere que su hijo se case. Pronto te casarás, créeme; tan sólo necesitas la mujer adecuada. Te irás para formar tu propia familia, y me harás abuela”. “No, mamá... no me iré. Sin ti no”.
Y la volvió a estrechar en sus brazos, haciendo que se volviera; buscando en sus bolsillos, le entregó una caja pequeña, cuadrada; “Toma. Espero que te guste...”. Su madre tomó la caja y la examinó. Antes de abrirla, le miró con suspicacia, preocupada por aquella reticencia a casarse de su hijo. Tal vez se interesaba demasiado por aquel asunto. Era joven, alocado; ya sentaría la cabeza. Intrigada, volvió su atención a la cajita, y la abrió. Un gesto de dolor transfiguró su semblante. En la caja estaba su viejo anillo de compromiso. Creía haberlo perdido de vista, pero no, ahí estaba, reluciente, aún punzante su figura de desgraciada remembranza. Encaró a su hijo, embargada por una dolorosa mezcla de perplejidad y enojo. “¿Qué significa esto?” inquirió, arrojándole la caja con furia. Entonces su hijo sonrió de forma extraña, durante un tenso instante, y le hizo un guiño de complicidad, antes de preguntarle con una mueca maliciosa y un tono de voz indulgente, como si la estuviera regañando... “¿Ya has olvidado qué día es hoy?”.
Retrocediendo, ella le miró perpleja. En los ojos de su hijo destelló un matiz desconocido... aunque acabó recordándole otro, que antaño le fue tan familiar. “Dios…” susurró ella, temblando. Gritó y se alejó corriendo del salón, mientras él la perseguía riendo, acorralándola en la cocina. Cuando se acercaba para abrazarla ella le empujó con brusquedad, aterrada. Su mano halló un cuchillo y lo sostuvo con pulso trémulo ante él, como una advertencia demasiado horrible para ser pronunciada. “¡Basta! No te acerques...”. Y él levantó las manos, mirándola con tristeza, añoranza... y con deseo, un deseo imposible, maldito; su voz sonó lejana, anhelosa. “He esperado tanto tiempo... ven, por favor”. Ella soltó el cuchillo, llevándose las manos a la cabeza mientras procuraba no enloquecer, llorando. Se estremeció al sentir su fuerte abrazo y ante el cálido y húmedo roce de sus labios y lengua besándola con afán.
Llovía con fuerza. Las gotas huían presurosas, resbalaban sobre los cristales del coche. Sentada en el asiento, a su lado, perdida en sus pensamientos, creyéndose la protagonista de un sueño, tal vez una pesadilla, apartó su vista de la obscura carretera iluminada por el resplandor de los faros y le miró, temerosa. Él conducía risueño, decidido, asiendo con suavidad y firmeza el volante, como si fuera su talle. Ahora el parecido era sencillamente aterrador, un ascua que ardía en su recuerdo con dolorosa intensidad. Y él la miró, apartando por un momento sus ojos de la carretera. Cruzaron las miradas, interrogantes los ojos de ella sobre el futuro, brillando en los de él un amor capaz de desafiar cualquier barrera. Sus labios se curvaron en una tierna sonrisa, y escuchó su voz tratando de calmar su inquietud, como un suave arrullo. “Iremos lejos, donde nadie pueda importunarnos. No te preocupes mientras yo esté a tu lado. Te amaré siempre.”
FIN
© 1999 by José María Bravo Lineros.
Edición digital de J.M.B.L.
Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)
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