Howard Fast
1
Estaban en órbita; el viaje había terminado. Cruzaron el
vacío, salvaron todos los abismos del tiempo y de la imaginación, sondearon lo
insondable, y pasaron por los siete círculos del infierno. Estaban cuerdos,
aunque conocieron las simas de la aflicción y las tentaciones del suicidio; y
estaban vivos, aunque enfrentaron las distintas muertes que aguardan en el
espacio sin límites.
Experimentaron un miedo y un terror indescriptibles y ahora
podían hablar de ese miedo y de ese terror. Eran siete, tres mujeres y cuatro
hombres, y vivieron cinco años encerrados dentro de aquella nave estelar.
Estaban a muchos años luz de la Tierra; la nave había atravesado las extrañas
curvas del espacio, alterando y deformando los cálculos y la geometría
conocidos por el hombre, llegando hasta el otro borde del espacio. Y ahora
permanecían en una órbita silenciosa y ondulante, sobre un planeta tan azul,
tan verde y tan hermoso como el que dejaron atrás.
2
-Descenderemos -dijo Briggs, el piloto-. Todos a sus
puestos. Fueron a sus puestos y la nave descendió desde el espacio por su trayectoria
electromagnética hasta que los tensores antigravitatorios flotaron a treinta
centímetros sobre la superficie del planeta. En seguida, los tripulantes
abrieron las cámaras de aire y salieron.
El aire era tan dulce como la miel, la temperatura cálida y
agradable. Descendieron sobre una ancha pradera, con un verde césped de unos
dos centímetros y medio de altura, que parecía cuidadosamente recortado. Un
arroyo cruzaba la pradera, zigzagueando perezosamente, y a lo largo de sus
orillas se disponían un millón de flores rojas, azules y amarillas. Las abejas
zumbaban y en el aire flotaba la fragancia de las flores, y en varias partes
crecían árboles cargados con frutos dorados o azules. Aguas abajo, a un
kilómetro, se alzaba un puente afiligranado.
Al principio se contentaron con mirar y respirar. Luego,
algunos se sentaron en el césped. Todos lloraron un poco; aquella belleza y
aquella paz eran casi insoportables. Lloraron y se sintieron un poco mejor.
Nadie dijo algo y nadie quería hablar. Transcurrió una media hora y al fin
Briggs dijo:
-No podemos quedarnos aquí.
-¿Por qué no? -preguntó Laura Shawn, la bióloga.
Como Briggs, todos pensaban que ese mundo era un sueño o una
ilusión, o que estaban muertos. Pensaban que ese mundo era como una burbuja que
pronto estallaría. Briggs ordenó:
-Gluckman y Philips, suban a la nave y sígannos.
Los otros cinco comenzaron a caminar, seguidos por la nave
espacial que flotaba sobre una red magnética. Se dirigieron hacia el puente
afiligranado de encaje de cristal, y cruzaron el río. Una senda de luz danzante
y color llevaba hacia una colina. Del otro lado había un jardín, y en el centro
del jardín se ubicaba un edificio, un castillo de sueño o de país de hadas,
parecido a risas de niños. Pero si el edificio se parecía a risas de niños, el
jardín era como los sueños de los niños de las ciudades, cuando sueñan con
jardines. Mientras Briggs llevaba a los tripulantes por un sendero sinuoso, el
jardín parecía abrirse en innumerables brazos de encantamiento y maravilla. Era
un jardín de fuentes; de una brotaba agua dorada, de otra agua roja, de una
tercera agua verde, de una cuarta un arco iris de colores; y había centenares
de fuentes, adornadas con niños que bailaban y reían, tallados en piedras del
color de las aguas. Era un jardín de escondrijos y rincones de secreta delicia,
con bancos hermosos y cómodos. Era un jardín de setos verdes, amarillos y
azules, de macizos de flores y maravillosos pájaros, y era un jardín de
surtidores.
La segundo piloto, Gene Ling, se inclinó para beber de un
surtidor.
-Es agua -dijo-, agua límpida y fría.
Bebieron todos. Ya no se cuidaban. Sin duda, las defensas se
derrumbaban con demasiada rapidez. Gluckman detuvo la nave estelar y los siete
tripulantes entraron en la casa. En seguida se escuchó música y todos se
pararon, nerviosos.
-Es automática -insinuó McCaffery-. Una célula
fotoeléctrica, quizás. La música se manifestó como un río sonoro y vibrante de
bienvenida y seguridad, de encantamiento y de inocencia. Recorrieron el
edificio acompañados por ella. Entraron en una vasta sala de espectáculos con
una pantalla plateada en un extremo. Atravesaron corredores desiertos, y en las
paredes observaron unas pinturas con niños que jugaban. Encontraron
habitaciones con divanes y la música los invitó entonces al sueño; y
reconocieron comedores, salas de juego y aulas. Allí todo siempre parecía como
debía ser, y los recuerdos terrestres se volvían toscos y absurdos.
Salieron del edificio y volvieron a la nave estelar.
3
Con las miras abiertas, la nave espacial recorrió la
superficie del planeta a treinta metros de altura. Vieron jardines tan hermosos
como el primero, y todavía más hermosos. Vieron bosques de árboles viejos y
magníficos, y sendas de color entre los árboles. Vieron grandes anfiteatros
para cien mil personas y otros más pequeños. Vieron edificios de vidrio y
alabastro, de piedra rosada y de piedra violeta, de cristal verde. Vieron
grupos de edificios parecidos a la Acrópolis de la antigua Atenas; pero era
como si los atenienses hubiesen trabajado mil años más en busca de una belleza
última. Vieron lagos con barcas amarradas a los muelles, barcas pequeñas para
excursiones de recreo. Vieron pabellones, campos de juego, glorietas,
enramadas…
Pero en ninguna parte vieron un hombre, una mujer o un niño
vivientes.
4
Por la noche, después de cenar, se reunieron y conversaron.
Fue una conversación que se arrastró en dudas y especulaciones. Habían viajado
demasiado; el espacio los había envuelto y aunque la nave estaba ahora a
trescientos metros de altura, sobre un planeta tan grande como la Tierra,
compartían la impresión de haber cruzado las fronteras de la nada.
-Supongamos -dijo Carrington- que han tomado forma nuestros
sueños.
-Todos los recuerdos y deseos de nuestra infancia -dijo
Frances Rhodes.
-Han tomado la forma -repitió Carrington-. ¿Quién sabe qué
es o qué hace la fábrica del espacio?
-Hace cosas raras -dijo Gene Ling.
-¿Qué es el pensamiento? -insistió Carrington-. Un planeta
así es un país de hadas, está hecho de la materia de los sueños, de todos los
sueños que trajimos desde la Tierra; de todos los anhelos y deseos… es una
creación del pensamiento.
-¿Quién dijo: «haremos de la Tierra un jardín»?
-Yo no lo creo -declaró Briggs, quizás con demasiada
aspereza, pues advertía que estaba aceptando las absurdas teorías de los
demás-. ¡No lo creo en absoluto! La imaginación no crea planetas.
-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Laura Shawn soñadoramente.
-¿Cómo lo sé? Lo sé. Conozco la realidad y la substancia de
la materia, y son dos mundos diferentes.
-¿Y si nos hubiésemos salido de una curva del espacio
pasando del mañana al ayer, eso sería real? -preguntó Gene Ling.
-Este planeta es real -insistió Briggs.
-¿Sin habitantes? ¿Ni ciudades? ¿Ni industrias? Los palacios
no nacen del aire. ¿O cree usted que sí, Briggs? ¿Dónde están las industrias?
-¿Quién cultiva la tierra? -preguntó Carrington, el
agrónomo-. ¿Quién cuida un millón de macizos de flores? ¿Quién abona el
terreno? ¿Quién planta? ¿Quién poda los setos?
-¿Y quién pinta esos murales con niños terrestres? ¿Quién
talla esas estatuas de niños?
-¿Por qué han de ser niños terrestres? -preguntó Briggs
lenta y tenazmente-. ¿Por qué ha de ser el hombre una rareza de la Tierra, un
accidente en un planeta, entre millones de planetas? ¿ Es el Sol un accidente?
-Yo juraría -dijo Carrington- que esos macizos de flores
fueron atendidos ayer. ¿Dónde está esa gente?
-Si es que existe…
-Bueno, basta -interrumpió Briggs-. Sólo hemos visto un
rincón de este mundo. Mañana veremos más. Ocho horas de sueño no nos vendrán
nada de mal, y quizás disipen esas telarañas metafísicas.
Llegó el día siguiente, y la nave espacial recorrió el
planeta a trescientos metros de altura. Los tripulantes miraron y vieron
jardines, lagos, dorados y sinuosos ríos, palacios y todos los lugares hermosos
que el hombre imaginó alguna vez, y otros que nunca llegó a imaginar. Los
observaron hasta que no soportaron más aquella resplandeciente abundancia. Al
fin el sol se puso. Pero no vieron ser viviente alguno. Era un mundo desierto.
Esa noche volvieron a conversar, y la conversación los llevó
al borde de la locura. Briggs les ordenó callarse y los envió a dormir; él
sabía que se encontraba también muy cerca del límite.
5
El tercer día, la nave espacial se posó al borde de un lago
rodeado con casas de recreo y lugares de ensueño. No se les ocurrieron nuevos
nombres para aquellos edificios. Phillips y Gluckman permanecieron en la nave;
Briggs llevó a los otros hasta un muelle que parecía de alabastro, y todos
abordaron una barca amarrada en dicho sitio. Mientras se sentaban, la barca se
animó con la extraña y encantada música del planeta, una música que disipó
temores y preocupaciones. Briggs vio que los demás sonreían.
-Podríamos quedarnos aquí -dijo Laura Shawn perezosamente.
Briggs comprendía lo que ella quiso decir. Después de cinco años a bordo de la
nave estelar, todos conocían los secretos de todos. Laura Shawn era fruto de la
pobreza, la desdicha, y finalmente el divorcio. Sus triunfos científicos
dejaron atrás una serie de derrotas sentimentales. Nunca fue feliz hasta
entonces, y Briggs se preguntaba si alguno de ellos lo fue alguna vez. Pero
eran felices ahora, y él también, aunque hubiese querido conservar su
escepticismo y su desconfianza. La desconfianza no era posible en aquel lugar.
Briggs se sentó al timón y movió una palanca. La barca no
tenía hélice; se deslizó sobre el agua como si se moviera a sí misma, pero eso
no los asombró, pues la nave del espacio era llevada por las olas y corrientes
de magnetismo y de fuerza del Universo. Briggs pensó que lo mismo sucedía con
todos los misterios y maravillas que enfrentó alguna vez el hombre. Eran
milagros sin explicación hasta que se descubría la causa, sencilla y evidente.
El hombre se reía entonces de su temor y superstición anteriores. ¿Era aquel
planeta más maravilloso o enigmático que la trama de fuerza que sostenía y
ordenaba el Universo?
Briggs llevó la embarcación a través del lago, y luego a lo
largo de la costa, y los edificios, uno tras otro, los saludaron con una música
distinta. Finalmente, la barca entró en un canal bordeado de árboles floridos,
llegando a otro lago de aguas claras con un fondo de rocas doradas, rojas y
purpúreas, y peces dorados y plateados. Luego entraron a un río zigzagueante,
de aguas serenas, y cuando llevaban unos dos kilómetros por ese río, vieron al
hombre.
Estaba de pie en un desembarcadero de piedra rosada y
traslúcida, en medio de un círculo de bancos tallados, y los saludó casi con
indiferencia.
-¿Será también una creación del pensamiento? -preguntó
Briggs cáusticamente mientras acercaba la barca hasta el muelle.
Llegaron al embarcadero y el hombre los ayudó a salir de la
barca. Era un hombre alto y fornido, sonriente, de cabellos castaños, peinados
como los pajes de otro tiempo en la Tierra. Aparentaba una edad madura pero
indeterminada, y vestía una túnica azul liviana ceñida a la cintura.
-Acompáñenme por favor, y pónganse cómodos -dijo con voz
afectuosa y sonora y en un inglés impecable-. Lamento estos tres días de
perplejidad que ustedes pasaron, pero yo tuve algo que hacer. Siéntense;
podemos descansar un momento y hablar sobre algunos problemas que tenemos en
común.
Los cinco terrestres se quedaron sin habla. Finalmente,
Briggs pudo decir:
-¡Bueno! ¿Qué diablos es esto?
6
-Llámenme Smith -dijo el hombre-. No tengo nombre en
realidad, pero Smith les facilitará las cosas. No, no están soñando. Soy real.
Ustedes son reales. Este sitio es real. Créanme, no existe motivo para temer. Y
hagan el favor de sentarse.
Se sentaron en los bancos traslúcidos, y el hombre respondió
a lo que ellos pensaban.
-No, no soy un hombre de la Tierra, sólo soy un hombre.
-Entonces usted lee el pensamiento -dijo Frances Rhodes en
voz baja.
-Leo el pensamiento, sí. Por esa razón, entre otras, hablo
con tanta facilidad el idioma de ustedes.
-¿Y las otras razones? -pensó McCaffery.
-Hemos escuchado sus señales de radio durante muchos,
muchísimos años. Yo estudio inglés.
-Y este planeta… -murmuró Briggs-. ¿Vive usted solo aquí?
-Nadie vive aquí -dijo Smith sonriendo-, excepto los
custodios. Y cuando supimos que ustedes iban a descender, durante un tiempo les
pedimos que se fueran.
-¡En el nombre de Dios! -exclamó Carrington-. ¿Qué lugar es
este?
-Solamente lo que aparenta -Smith sonrió y sacudió la
cabeza-. No hay misterio alguno. ¿ Qué parece ser?
-Un jardín -contestó Laura Shawn-. El jardín de todos mis
sueños.
-Entonces sueña usted bien, señorita Shawn. En su planeta
ustedes tienen lugares como éste, parques, campos de deportes. Esto es un
parque, un campo de recreo para niños. Por eso nadie vive aquí. Es un lugar
para que los niños jueguen y aprendan un poco acerca de la vida y la belleza…
En nuestra cultura, la belleza no está separada de la vida.
-¿Qué niños?
-Los niños de la Galaxia -Smith sonrió y movió una mano
hacia el firmamento-. Existen muchos niños, y muchos campos de recreo y parques
similares. Nadie está aquí hoy; mañana habrá cinco millones de niños, pues
vienen y se van, como en los parques de ustedes.
-Nuestros parques -pensó Briggs amargamente.
-No, no me burlo, piloto Briggs. Trato de responder a sus
preguntas y a sus pensamientos, y de relacionar todo esto con lo que ustedes
conocen y comprenden.
-¿Quiere usted decirnos que la Galaxia está habitada por…
hombres?
-¿Por qué no? ¿ Pueden creer de veras que el hombre sea un
accidente? En todo lugar donde hay vida, con el tiempo aparece el hombre. Y
ahora vive en más de medio millón de planetas, y eso sólo en nuestra Galaxia. Y
crea lugares como éste para los niños.
-¿Y quién es usted? -preguntó Carrington-. ¿Y por qué está
aquí, solo?
-¿Qué seré yo para ustedes? -se preguntó Smith-. Yo podría
ser un administrador. Y me enviaron aquí para que los reciba y hable con
ustedes. Durante mucho tiempo los hemos observado. Sí, observamos la Tierra
desde hace mucho tiempo.
-¿Para que hable con nosotros? -preguntó Frances Rhodes en
voz baja.
-Sí.
-¿Respecto a qué? -preguntó a su vez Briggs.
-Acerca de la enfermedad de ustedes -contestó Smith con
tristeza.
7
Transcurrió una hora. Estaban sentados en silencio,
mirándose, y finalmente Briggs dijo:
-Por favor no nos compadezca. No pedimos compasión, ni de
usted ni de ninguno de sus superhombres.
-No es compasión -replicó Smith-. Nosotros no sentimos
compasión. Pena es una palabra más exacta.
-Evítenos también eso -dijo Gene Ling.
Carrington se resistía a que la ira o la impaciencia
perturbasen sus razonamientos. Deseaba demostrarle a Smith que podía razonar
desapasionadamente, y dijo con calma y firmeza:
-Usted, Smith, nos pide que confesemos nuestra locura, y
pide mucho. Usted indicó, muy correctamente en mi opinión, que éramos ególatras
y anticientíficos. Creíamos que la naturaleza limitaba al hombre a un obscuro
rincón, un planeta en el borde de la Galaxia. Y yo le digo: es igualmente
anticientífico pretender que entre todas las razas humanas de todos los
planetas, sólo los habitantes de la Tierra son mentalmente enfermos, sentimentalmente
inestables, sí, dementes, aunque ésta fue la única palabra que usted tuvo la
amabilidad de no utilizar.
-Carrington, es inútil -dijo Briggs acremente-. Smith lee el
pensamiento.
-Lo que no cambia mis razones -dijo Carrington dirigiéndose
a Smith-. Usted menciona nuestras guerras, nuestras matanzas en gran escala,
nuestras armas atómicas, nuestra crónica de asesinatos y destrucciones. Pero
esos son los errores particulares y despilfarradores de nuestra evolución.
-Son peculiares de su evolución -dijo Smith de mala gana-.
Me desagrada repetir que ninguna otra raza humana en todo el Universo tiene
como principal ocupación el homicidio. Sin embargo, así es. Sólo en la Tierra…
-Pero no todos somos asesinos -protestó Frances Rhodes-. Yo
practico la medicina. Si usted conoce tan bien la Tierra, conocerá la historia
de la medicina…
-Practica la medicina y lleva un arma de fuego -dijo Smith,
encogiéndose de hombros.
-Únicamente para protegerme.
-¿Para protegerse? ¿Contra quién, señorita Rhodes?
-Nosotros no sabíamos…
-Lo siento -suspiró Smith-. Lo siento.
-Ya dije que era inútil -intervino Briggs-. Lee el
pensamiento.
-Lo sabe. ¡Que Dios nos ayude, lo sabe!
-Sí, lo sé -convino Smith.
-Entonces, debe usted saber que nosotros no somos asesinos
-insistió Carrington, con la voz todavía tranquila-. Somos hombres de ciencia,
personas civilizadas. Dice usted que somos supersticiosos, mentirosos,
aficionados a lo monstruoso y lo obsceno. Habla usted de quinientos millones de
seres terrestres que profesan el cristianismo, pero que no lo practican. Habla
de los millones de personas que hemos matado en nombre de la libertad, de la
fraternidad y de Dios. Habla de nuestra codicia, nuestra mezquindad, del modo
como hemos pervertido el amor, el sexo y la belleza. ¿No comprende que somos
seres conscientes, que los mejores y más valientes de nosotros han luchado
contra eso durante siglos?
-Lo comprendo -contestó Smith.
-Lee el pensamiento -repitió Briggs tercamente.
-Somos hombres de ciencia -continuó Carrington-. Construimos
la nave estelar que nos trajo hasta aquí. Vivimos encerrados durante
interminables cinco años, para conquistar las fronteras del espacio. Y ahora,
cuando descubrimos un Universo de hombres, de hombres extraordinariamente
capaces y admirables, usted nos dice que esto no es para nosotros, que hemos de
vivir y morir en nuestro propio mundo.
-Sí, me temo que así será.
-Todo menos compasión -dijo Laura Shawn.
Smith se puso de pie, abrió la túnica, dejó que se deslizara
del cuerpo al suelo, y quedó desnudo ante ellos. Por instinto, las mujeres
apartaron los ojos. Los hombres mostraron una incredulidad escandalizada. Smith
recogió la túnica y se la puso.
-Ya ven ustedes -dijo.
Los cinco terrestres quedaron mirándolo, comprendiendo quizás
por vez primera.
-En todo el Universo -dijo Smith- sólo existe una raza de
hombres que se avergüenza de su propio cuerpo, y lo desprecia. Todos los demás
andan desnudos, con orgullo y sin avergonzarse. Sólo la Tierra hizo de la
imagen del hombre una ignominia. ¿Qué más puedo decir?
-¿Se proponen ustedes destruirnos? -preguntó Briggs.
Smith lo miró con tristeza.
-Nosotros no destruimos, Briggs, no matamos.
-¿Entonces?
-Ustedes poseen algo que nosotros no tenemos -dijo Smith
lenta y amablemente-. Nosotros no la necesitamos, pero ustedes tuvieron que
inventarla pues, de otro modo, la enfermedad hubiese acabado con ustedes.
-La consciencia -murmuró Gene Ling.
-Sí, la consciencia. Ella los ayudará. Vuelvan a su nave
espacial y regresen hasta la Tierra. Y luego decidan olvidar. Cuando lo hayan
decidido, nosotros los ayudaremos.
-Si decidimos olvidar -dijo Briggs.
-Si deciden olvidar -convino Smith.
-Denos alguna esperanza -suplicó Laura Shawn-. No nos
despida así, por favor. Somos los primeros viajeros…
-No son los primeros -replicó Smith, con una tristeza casi
insoportable en su voz-. Han llegado otros desde la Tierra, pero se destruyeron
mutuamente, destruyendo también lo que aprendieron. No son ustedes los
primeros, ni serán los últimos.
-¿Podemos esperar? -preguntó Laura Shawn.
-Todos los hombres esperan -dijo Smith-. Más que eso… no sé.
8
La nave espacial circundó el hermoso planeta, y los siete
tripulantes se reunieron en la sala de oficiales. Gluckman y Phillips fueron
informados, y ahora todos discutían interminablemente el asunto. Sólo Briggs
callaba, pero finalmente preguntó:
-¿Por qué no podemos recordar que Smith lee el pensamiento?
Smith sabía.
-Yo soy egoísta -murmuró Laura Shawn entre lágrimas-. Es más
fácil renunciar a un futuro mejor para la humanidad que a mis propios
recuerdos.
-¿Recuerdos de tres días de infancia?
-¡Que se vaya al diablo! ¡Que se vaya al diablo esa maldita
utopía! ¡Que se vayan al diablo las estrellas! ¡Crearemos una atmósfera en
Marte y le sacaremos el gas tóxico a Venus! ¡Que se vayan al diablo Smith y sus
jardines! ¡Tenemos mucho por hacer! ¡En rumbo hacia la Tierra, McCaffery, y los
demás a la cama! ¡Mañana será otro día!
Más que cualesquiera de los otros, Briggs sabía cuanta razón
tenía Smith y, durante horas, humedeció la almohada con sus lágrimas antes de
dormirse. Por la mañana se sintió mejor. La nave espacial ya había recorrido
cien millones de kilómetros, en dirección a la Tierra, y Briggs se sentía más
animado.
Como los otros, sólo recordaba un desierto de soles ardientes
y ningún otro planeta, en toda la Galaxia, que los del Sistema Solar. Como los
otros, también sabía que regresaba a un lugar extraño y de una inestimable
singularidad: la Tierra, única morada del hombre.
FIN
The Sight of Eden © 1960. Traducción de ? en ?.
Edición Electrónica de Arácnido
Revisión de odoniano@yahoo.com.ar
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