José María Bravo Lineros
Negros, altos pinos,
descollaban a ambos lados de la carretera, obscura y reluciente como el lomo de
un insecto. La lluvia repicaba contra los cristales empañados del coche,
surcando su superficie como fugaces lágrimas. El mundo venía hacia él a
desmesurada velocidad, hendido por el resplandor amarillento de los faros. El
rítmico vaivén de los limpiaparabrisas resultaba casi hipnótico. No recordaba
esa carretera, tan estrecha e inhóspita. Suspiró con fastidio, pasándose una
mano por la frente. Notaba el sudor empapándole las ropas, su olor dulzón
mezclado con el que flotaba en los días lluviosos. Se sentía cansado, tan
cansado. Sólo deseaba llegar y descansar. ¿Llegar a dónde? No lo sabía. Tampoco
le importaba demasiado en esos momentos. Un extraño cansancio le invadía. Una
sensación que le enervaba, engarrotando sus músculos y encogiéndole el
estómago. Apretó con pulso firme el volante y sacudió la cabeza. El dichoso
agarrotamiento nacía en su nuca, bajando lentamente por su espinazo hacia el
resto del cuerpo, como un escalofrío. Los músculos comenzaron a crisparse
dolorosamente. Parecían no obedecer sus órdenes e ignorar a su dueño, que
apretó las mandíbulas hasta que le rechinaron los dientes y creyó que se
romperían.
Y comenzó a sentir algo bajo
su piel. Al principio fue una ligera comezón, aunque después fue creciendo en
intensidad. Sentía unas ganas enormes de rascarse. Pero no podía mover un solo
dedo para hacerlo. Lo que fuera que bullía bajo su piel se estremeció visiblemente
bajo ella, palpitando. El picor era insoportable, enloquecedor.
El escozor siguió aumentando,
inmisericorde, atormentándole. Lo que anidaba bajo su piel comenzó a rasgar
hacia fuera. Era algo vivo, que se había alimentado de él durante mucho tiempo.
Y ahora, ahíto, quería salir. Intentó gritar, pero no podía articular palabra.
Quería sacudirse, frotarse y arañarse la piel, pero estaba inmóvil. Ante sus
ojos oscilaban como ebrios los haces de luz de los faros.
Una curva apareció a lo
lejos. Se avecinaba rauda, fatídica. Tenía que girar a tiempo, o frenar…
El coche se salió de la
carretera, despeñándose. No hubo ningún grito.
Despertó bruscamente,
incorporándose en la cama. Gotas de sudor frío le resbalaban por la nuca,
mojándole la espalda de su camisa interior.
Había tenido otra de esas
pesadillas. Esta vez había sido muy vívida, aunque no menos lo habían sido las
otras. Recordaba especialmente una donde se veía a sí mismo inmóvil, yaciendo
sobre un lecho de hojas podridas y cubierto por un sudario de lechosas y
polvorientas telarañas. Las telarañas le acunaban, sorbiendo sus fuerzas,
mientras languidecía lentamente en su seno durante incontables días, semanas,
años… eternamente. Y él no podía hacer nada. Su cuerpo era un recuerdo
doloroso, algo frío y sin vida. Se estremeció al recordarlo.
Restregándose los ojos, miró
a su alrededor. El dormitorio estaba completamente obscuro, salvo la
fosforescencia vaga del despertador electrónico, que ronroneaba en la mesilla
con su zumbido apagado y monótono. Una forma obscura se arrebujaba a su lado
bajo las sábanas de la cama. Era su mujer, plácidamente dormida.
Levantándose, buscó a tientas
las zapatillas. Miró la hora en el despertador. Se había despertado minutos
antes de la hora; odiaba cuando ocurría eso. Lleno de fastidio, desconectó la
alarma. Se sentía fatal. El estómago era algo arrugado en su interior, la
espalda le dolía terriblemente y apenas podía mantener entreabiertos los ojos.
Fue al cuarto de baño
renqueando y encendió la luz. Casi no pudo reconocerse en el espejo. Cercos
obscuros rodeaban sus ojos, el pelo negro lo tenía húmedo y desordenado,
adherido a la frente; una barba incipiente pero ya hirsuta le azulaba el
rostro. Lavándose la cara con agua fría, se mojó la nuca y las sienes para
avivarse. Sacó el recado de afeitar, abriendo el grifo del agua caliente.
Empuñó la navaja y comenzó a afeitarse metódicamente, como acostumbraba:
primero las patillas, luego el mentón y por último la barbilla y el cuello.
Cuando terminaba de apurarse, le tembló el pulso y se abrió un ligero corte en
la barbilla. La sangre brotó del corte a rojos hilillos y bajó por su cuello
diluyéndose.
Soltó un reniego,
restañándose la sangre con agua fría y papel higiénico. No comenzaba muy bien
el día, se dijo. Resignado, terminó de asearse y volvió al dormitorio a
vestirse, yendo después a la cocina. En ella se sirvió algo de café del día
anterior, frío y amargo, y se preparó un frugal desayuno. Los fluorescentes que
alumbraban la cocina no funcionaban bien y parpadeaban molestamente sin cesar,
hiriéndole los ojos. Terminó de desayunar y, antes de irse, volvió a su cuarto
a por su maletín y las llaves del coche. Su mujer dormía, volviéndole la
espalda. Quiso tocarla antes de marcharse; la tenía cerca, pero le parecía que
estuviera a kilómetros de distancia. Le daba la impresión de que no había
besado sus labios, acariciado y olido su cuerpo fragante en años…
Prefirió no despertarla.
Cogió su maletín y apagó todas las luces de la casa antes de salir.
La puerta del garaje se abrió
como un bostezo; el coche le esperaba en el garaje, frío y lleno de vaho, como
una bestia de metal agazapada en las sombras. Varias cucarachas huyeron hacia
algún recoveco al oír sus pasos. Entró en el coche y dejó el maletín en el
asiento contiguo. Tras un buen rato calentando el motor, consiguió arrancar y
salió del garaje.
El día estaba encapotado y
prometía lluvia. Plomizos nubarrones se entreveraban en el cielo, asesinando el
tibio amanecer. La luz aceitosa de las farolas aún iluminaba las calles. El pueblo
estaba desierto y callado. Era frecuente que ocurriera eso, incluso de día. Sus
habitantes trabajaban en la gran ciudad, que estaba a pocos kilómetros, y
volvían para descansar. Así día tras día y semana tras semana.
Siguió la carretera y la gran
ciudad, el monstruo de cemento, cristal y metal, apareció en la brumosa
lejanía. Era sucia, blasfema. Pronto, altos edificios se perfilaron como moles
obscenas y grotescas que parecían pender del cielo furioso más surgir del suelo
y tratar de arañarlo. La gran ciudad era una alimaña, que se alimentaba a
expensas de sí misma y de las almas de sus habitantes. Entró en ella por una de
sus amplias avenidas, vacía y salpicada a trechos por árboles y césped,
manchados de un enfermizo gris. El edificio de su empresa apareció delante de
él. Aminoró la velocidad y se adentró en los aparcamientos subterráneos, donde
le esperaba su plaza. Había muchos coches ya aparcados, llenos de polvo. Salió
del coche, tomó el maletín y subió hasta su oficina en el ascensor.
La planta de su oficina tenía
interminables pasillos ocres y enmoquetados. Un leve olor a desinfectante
flotaba en el enrarecido ambiente. La luz de los fluorescentes vacilaba en el
techo. Llegó hasta su despacho y se acomodó en la mesa. No veía a ninguno de
sus compañeros. El resto de los despachos estaban solitarios y muy
desordenados, como si los hubieran dejado a toda prisa. Tanto daba.
Arrellanándose en la silla, delante del ordenador, se quitó el reloj para
escribir más cómodamente con el teclado y comenzó su monótona jornada de
trabajo.
Tenía mucho que hacer. Una
pila de carpetas y folios, montones de notas adhesivas por la mesa y la
pantalla del monitor recordándole más tareas, y mil cosas más que se le
olvidaban, sin duda.
Las horas transcurrieron
lenta y perezosamente, como una agonía. Fatigado, se restregó los ojos y se
levantó para estirar las piernas, acercándose a la máquina de café del pasillo.
Metió varias monedas y esperó a que el vaso de plástico se llenara de café. La
máquina escupió un mejunje negro a bruscos chorros que sabía fatal. Por más que
lo removía y le añadía más azúcar, no dejaba de saberle amargo. Al menos,
estaba caliente. Tiró el resto del café al tiesto de una de las plantas y
volvió a su mesa. No había venido nadie a trabajar hoy. Qué irresponsables. El
trabajo es lo primero. Debía luchar por mantener su puesto de trabajo y
ascender; él y su esposa querían tener un hijo y el sueldo ya estaba
suficientemente mermado con la hipoteca de la casa y los plazos del coche. “Ya
llegarán mejores tiempos”, le decía risueña su mujer, para alentarle. “Sí… ya
llegarán” refrendaba él. Luego se abrazaban con ardor.
Varias horas más tarde, se
desperezó soñoliento, retrepándose en la silla. La pila de carpetas había
bajado bastante, pero no lo suficiente. Se obligó a terminar lo poco que le
quedaba de uno de los informes, apagó el ordenador y recogió sus cosas. Antes
de tomar el ascensor atisbó el cielo por entre las rendijas de la persiana
metálica del pasillo. Llovía con fuerza. Un relámpago zigzagueó como una vena
azul del cielo, palpitó un instante con vivo resplandor y murió después. El
trueno retumbó en la distancia, rezagado.
El trabajo le había tenido
tan absorto que no había escuchado la tormenta. Suspiró con aire cansino,
bajando el ascensor hacia el garaje del sótano. Se dirigió a su coche con pasos
huecos, entró en él y arrancó. Poco después emergía a la calle, donde la lluvia
caía con intensidad, lamiendo las fachadas de cemento y arrancando regueros de
suciedad. Pequeños riachuelos bajaban por las calles, chapoteando al
precipitarse en los desagües.
Tenía muchas ganas de volver
a casa y abrazar a su esposa, besarla, perder sus dedos entre los rizos
obscuros de su pelo. Aguijoneó su mente con tales deseos y siguió la avenida
que llevaba fuera de la gran ciudad.
Varios kilómetros tras el
primer cruce vio luces amarillentas al fondo de la carretera. Cuando se acercó
lo suficiente como para poder ver de qué se trataba, vio varias señales de
desvío, con barreras pintadas de negro y amarillo cortando la carretera. Detuvo
el coche a pocos metros. Según leyó en un cartel, habían cortado la carretera
por culpa de un descalce de la vía, provocado por las fuertes lluvias. Estaba
obligado a dar un buen rodeo para llegar a casa.
Renegó en voz baja,
maniobrando para tomar el desvío. La carretera era mucho más estrecha y todavía
más solitaria. El cielo se ennegrecía cada vez más. La lluvia seguía cayendo,
tabaleando incesantemente sobre los cristales. Sólo podía discernir una franja
húmeda y negra de carretera al frente, iluminada por los faros del coche. Un
relámpago encendió el firmamento, seguido por el restallar de un fuerte trueno.
En la claridad del relámpago, columbró que a ambos lados de la carretera había
un bosque de pinos. Sus copas estaban desnudas y únicamente podían verse sus
fustes, altos y negros. Recordó que un incendio, hace unos cinco años, había
devastado el bosque.
Calculó cuánto tiempo le
faltaba para llegar. El anhelo de llegar a su hogar y ver a su mujer se hizo
tan fuerte que casi le dolía. La carretera culebreaba con frecuencia, a veces
muy bruscamente. Volvió a reparar en los pinos, y, de súbito, le parecieron
familiares. ¿Dónde los había visto antes? Por muy extraño que le resultara, él
recordaba haber pasado antes por esa carretera. ¿Antes? ¿Cuándo? No lo
recordaba con exactitud. Luego fue consciente de que tampoco recordaba bien la
fecha actual. Y no sólo eso: no recordaba su nombre, ni el de su mujer. Tan
sólo su rostro, sus labios, su pelo rizado y negro.
Una nota de inquietud le recorrió
el cuerpo. Si no se sintiera tan cansado… Le costaba mucho mantener abiertos
los ojos. Los párpados caían como cortinas de plomo, sin que pudiera evitarlo.
Le fallaba el pulso. Los dedos resbalaron varios centímetros sobre el volante.
“¡No!”, se dijo, obligándose a abrir los ojos y coger con firmeza el volante.
Debía luchar contra el sopor que le invadía. Era una sensación dulce y extraña,
como dejarse caer por un túnel de seda.
Cabeceó bruscamente para
recuperarse. Giró el volante sin querer, y el coche viró un tanto, dando un
ligero coletazo. Los neumáticos perdieron agarre en el húmedo asfalto y
comenzaron a derrapar. Trató desesperadamente por hacerse con el control del
coche. Una curva apareció de la nada, sin aviso. El coche se salió de la curva
y comenzó a despeñarse por un terraplén rocoso. El mundo comenzó a girar y
tambalearse y se llenó de estruendo: el metal gritando de dolor, los cristales
rompiéndose y el bramido frenético del motor. Un pino grueso frenó el descenso
del coche, que reculó un par de metros tras el impacto y se detuvo al fin,
volcado, con los neumáticos girando, como una tortuga panza arriba.
Parpadeó aturdido. Todo había
ocurrido en pocos segundos. No podía abrir bien los ojos. Lo único que podía
ver era su cuerpo en posición invertida y el rojo de su sangre salpicándolo
todo. Debería sentir un gran dolor, pero no sentía su cuerpo. Era mejor así.
Quiso gritar, moverse, pero no podía. Se quedó allí, en silencio, paralizado y
enloqueciendo.
Marta se sobresaltó
súbitamente. Tenía en sus manos una navaja con la que afeitaba a un hombre
tendido en la cama de una de las habitaciones frías y asépticas del hospital.
Un pitido chillaba a intervalos, como un reloj. Le había hecho un corte pequeño
en la barbilla, al sobresaltarse. Mordiéndose el labio, restañó la sangre con
la toalla, afligida. Se dijo que él, sin duda, no había notado nada. ¿Por qué
se había sobresaltado así? No lo sabía.
Sí, lo sabía. No quería
admitirlo. Había sentido algo agitándose dentro de él. Algo clamando, pidiendo
ayuda. Dentro de ese cuerpo paralizado y de miembros yertos en el que le
costaba reconocer al hombre que había amado, algo se había debatido.
Estaba loca. Sí, era eso. No
pudo aguantarlo más y rompió a llorar. ¿Cuántas lágrimas había vertido en
silencio al pie de esa cama? Muchas, sin duda… Siete años de un Infierno en
vida, de zozobra, desconsuelo, esperando que la mente de él volviera a la
realidad. Deseó la muerte. Estaba harta de vivir así, sin apenas esperanzas,
sin atenderse a sí misma. No podría resistirlo mucho tiempo más.
Tomó la navaja y la limpió
con la toalla. Contempló su reflejo en la hoja pulida. Aún era guapa. Tenía la
cara pálida y algo demacrada, sin maquillar, pero aún era atractiva. Si él
pudiera verla… Apretó el puño sobre las cachas de la navaja, reprimiendo los
sollozos. Por un momento, le odió con inusitada fuerza. ¿Cómo podría haber
dejado que le sucediera eso? ¡Él debía estar allí, junto a ella!
Luego se sintió muy culpable
por pensar aquello. Sin reparar en lo que hacía, apoyó la afilada hoja de la
navaja contra su muñeca. Estaba fría y su tacto era inquietante, ávido. Apretó
un poco. Dolía. Pero más dolorosa era la existencia que llevaba. Apretó algo
más, volviendo la vista y apretando los dientes. Del corte comenzó a brotar la sangre,
resbalando perezosamente hacia abajo. Debía cortar más profundamente.
Detuvo su mano y, furiosa,
arrojó lejos de sí la navaja. Se miró la muñeca y la cubrió con la toalla. Él
jamás le hubiera perdonado que hiciera eso. Jamás. De cualquier forma, tenía
que vivir. Hundió su rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos.
Varias horas después, una
enfermera entró en la habitación. Marta estaba dormida en una de las sillas,
con un chaleco encima a modo de manta.
Le tocó el hombro con
delicadeza y ella movió la cabeza, despertándose.
–Señora M… –le susurró–. Se
ha quedado dormida. El médico quiere verla. Le espera en la sala.
Marta asintió y fue al
encuentro del médico. Era un hombre joven, delgado y con gafas doradas, con
cierto aire de suficiencia.
–Hola –le saludó–. Siéntese,
por favor. He revisado el historial de su marido. Lesión de la columna y varias
vértebras rotas, además de daños cerebrales de cierta gravedad. Usted sabe que
había pocas esperanzas de que regresara del coma. Y, de hacerlo, seguiría
tetrapléjico. Debo serle franco –prosiguió–. El estado de su marido no ofrece
esperanzas. Le hemos desahuciado. Si usted da su consentimiento, le
desconectaremos de las máquinas que le mantienen vivo.
Marta cerró los ojos y bajó
la cabeza. Asintió con voz quebrada y se marchó en silencio. Volvió a la
habitación del hospital que tanto conocía. Su marido reposaba entre las sábanas
blancas. No había cambios. Nunca los había. Se acercó a la cama, tomó su mano
pálida y exangüe y la apretó cariñosamente en la suya. Antes de irse, le besó
la mejilla una última vez, despidiéndose.
FIN
© 2000 by José María Bravo
Lineros. Publicado en Nexus zine 1 en 2000.
Edición digital de J.M.B.L.
Revisión de urijenny
(odoniano@yahoo.com.ar)
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