Literatura en coma
México, siglo XX
Le dijeron que su hija pequeña se moría. Fue un golpe en la línea de flotación. Por un momento, todo perdió sentido. Se hundió.
—¿Nos escucha...? —preguntó entonces a los médicos—. ¿Mi hija puede oírme si le hablo?
La hija estaba tumbada en una cama del hospital, inmóvil.
Los doctores se miraron entre sí. Al fin, uno de ellos se atrevió a aventurar una respuesta.
—Es difícil saberlo. El cerebro humano es..., aún desconocemos muchas cosas. No está claro que su hija oiga nada... —Pero vio la desesperación en los ojos de la madre y añadió unas palabras llenas de piedad—. Pero tampoco puedo decirle que no oiga nada y, desde luego, que usted le hable no va a hacerle daño alguno. Y si por lo que fuera..., si ella puede oír algo, sin duda, será gratificante para ella saber que su madre está a su lado.
Y la madre asintió. Se aferró a aquella esperanza como quien se agarra a un salvavidas en el más devastador de los naufragios.
—¿Y cuánto tiempo puede estar así? —preguntó entonces ella.
Los médicos del Hospital San José, en México, volvieron a mirarse de nuevo entre sí.
—Tampoco lo sabemos —respondió de nuevo el mismo médico—. Quizá sólo unos días; quizá... no despierte. Hay que estar preparado para todo. Hay que ver cómo evoluciona. Casi todo depende en estos casos de las ansias del paciente por retornar a la vida... Su hija es joven y los jóvenes suelen querer vivir, pero no sé qué más decirle... —Y calló; no sabía si daba consuelo o si causaba más dolor con sus explicaciones.
La madre no dijo nada, se sentó en una de las sillas de la sala de espera y cerró los ojos.
No sabe cuánto tiempo estuvo allí.
Al cabo de unas horas, una enfermera se acercó y le habló.
—Debería ir a casa e intentar descansar un poco. Vuelva mañana y podrá estar junto a su hija el tiempo que desee.
La madre aceptó la sugerencia. En parte. Era sensato ir a casa e intentar descansar y asearse. Pero sólo hizo caso a la enfermera en parte. Fue a casa, en efecto, pero no podía descansar. «Ganas de retornar a la vida.» Las palabras del médico repicaban en su cabeza como un tañido llegado desde otro mundo, ese mundo lejano de los enfermos en coma. Y ella quería recuperar a su hija y no estaba dispuesta a rendirse. Pero ¿cómo combatir allí donde la medicina moderna no podía hacer ya otra cosa sino esperar? ¿Podía sentarse allí ella, junto a su hija, y esperar en silencio?
No. Ella era, además de madre, escritora, y los escritores no combaten nunca en silencio. Las palabras son sus armas. Armas de las que muchos se ríen, sobre todo los poderosos, pero siempre se esfuerzan en silenciarlas... por si acaso. Si tanto temen las palabras es que realmente son fuertes.
Ángeles se levantó del sillón del comedor y fue a la mesa, tomó pluma y papel y empezó a escribir un relato. Una historia de la familia, de alguna de las valientes mujeres de su familia de quien quizá su hija se acordaría por las conversaciones en casa. Empezó a escribir con furia, con rabia, con pasión, con sentimientos desbordados. Luego comió algo y fue directa al hospital. Saludó a las enfermeras.
—Todo sigue igual —dijo una de ellas, la más veterana—. A veces eso es una buena señal.
Ángeles asintió. Que no haya ningún cambio es mejor que un cambio a peor.
Se sentó junto a su hija y la saludó.
No hubo respuesta. Ni un solo gesto en las facciones congeladas por el coma del rostro de su hija, pero Ángeles no se desanimó. Sacó de los bolsillos sus hojas de papel y empezó a leer la historia que había escrito:
—«La tía Leonor tenía el ombligo más perfecto que se haya visto. Un pequeño punto hundido justo en la mitad de su vientre planísimo. Tenía una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como los jarros en que tomaba agua cuando niña. Tenía los hombros suavemente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quienes las vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el vello de su pubis era un mechón rojizo y altanero, que fue imposible mirarle la cintura sin desearla entera. [...]»
Y leyó el relato de un tirón. Luego miró a su hija y volvió a hablar.
—Mañana volveré y te contaré otra historia de tu familia, de tus tías y abuelas, de toda tu familia hasta que despiertes, hasta que recuerdes lo bonito que es vivir, hija mía.
Y Ángeles retornó a su casa y volvió a escribir otro relato intenso, poderoso sobre mujeres siempre de ojos grandes que veían la vida con la lucidez del corazón. Y retornaba luego al hospital cada mañana y leía aquellas historias, una a una, cada día del coma de su hija pequeña. Un relato, dos cuentos, tres historias, cuatro, cinco, una semana de cuentos, dos semanas, tres, cuatro... Hasta que un día se le acabaron las historias de la familia. Pero alguien como Ángeles Mastretta, la magistral escritora mexicana, no tiene fronteras; y si la realidad se nos termina, entonces sigue la ficción, y ella siguió inventando relatos con tías imaginadas, familiares soñados...
—«La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota.»
Así empezaba otro de los cuentos. Un mes completo de relatos, y otro día más, y otro, y otro..., siempre conteniendo las lágrimas, envolviéndolas de amor y de pasión y de esperanza en aquellas historias diseñadas para resucitar, destinadas para devolver a la vida a quien parece haber abandonado su deseo por seguir palpitando entre los que la quieren.
Hasta que un día su hija abrió sus ojos grandes. Hasta que se recuperó.
Ahora nos quedan a nosotros 37 historias, 37 relatos escritos para salvar una vida, para salvarnos a todos, en la fascinante recopilación titulada Mujeres de ojos grandes, probablemente una de las mejores colecciones de relatos de la historia de la literatura en lengua española. Incluso hay un relato sobre un misterio desvelado bajo secreto de confesión:
—Ave María Purísima —dijo el padre español en su lengua apretujada, más parecida a la de un cantante de gitanerías que a la de un cura educado en Madrid.
—Sin pecado concebida —dijo la tía, sonriendo en la oscuridad del confesionario, como era su costumbre cada vez que afirmaba tal cosa.
—¿Usted se ríe? —preguntó el español adivinándola, como si fuera un brujo.
—No, padre —dijo la tía Charo, temiendo los resabios de la Inquisición.
Un relato sobre una confesión, sí: pero es que cuando se lucha por la vida de una hija no hay límites. Se va a por todas. Se lucha con las uñas, con los dientes, con las palabras. Y en esa lucha no hay secretos sagrados. Por una hija, hasta sacrilegio.
* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.
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