Europa, 1915
El viejo continente estaba en medio de una guerra que todos habían pensado que iba a ser breve, pero que parecía haberse estancado en los campos de trincheras del norte de Francia. El editor John Lane se sentó frente a su escritorio y abrió los sobres que habían llegado aquella mañana. Era increíble la cantidad de personas que se creían grandes poetas cuando sus textos eran incomprensibles o torpes, si no las dos cosas al tiempo. Uno de los sobres venía del extranjero y eso llamó su atención.
John Lane era un editor serio que no creía ni en médiums ni en el ocultismo ni mucho menos en el más allá. Por no creer, en ocasiones tampoco creía demasiado en el más acá: la guerra en la que estaba sumida toda Europa y a la que con tanta felicidad se habían incorporado no presagiaba nada bueno, sino más sufrimiento absurdo. Suspiró. Concentrándose en su trabajo más cercano, Lane abrió aquel sobre con la curiosidad de quien intuye algo exótico.
El paquete postal, pues quizá sería mejor definirlo así, contenía varios poemas breves y una carta de presentación escrita en perfecto inglés, incluso más que perfecto: era como si fuera de otro tiempo. En cuanto Lane empezó a leer alguno de los sonetos que venían con la carta, comprendió lo que pasaba: quien había escrito aquellos textos era un ferviente apasionado del período isabelino, de la época de Shakespeare, hasta el punto de que aquellos sonetos... —y los volvía a leer una y otra vez con un ceño cada vez más profundo en su frente—, sí, aquellos sonetos parecían una continuación perfecta de los sonetos que antaño había escrito el mismísimo Shakespeare. ¿Quién los firmaba? Rebuscó la carta entre los papeles...: un tal Alexander Search. Un nombre sugerente.
No estamos seguros. Quizá Lane hasta se emocionó con aquellos poemas pero, cuando indagó sobre el autor y descubrió que en realidad se trataba de un portugués que había residido de niño, con su familia, en Durban, y luego en Ciudad del Cabo (donde cursó sus estudios universitarios), en Sudáfrica, y que allí había aprendido la lengua de Shakespeare, el editor se desinfló y retomó la lectura con otros ojos, con esa mirada que de pronto, en un instante, ha dejado de ser ingenua, natural y limpia, y se ha henchido de los prejuicios que todos arrastramos. Y los ingleses arrastran uno muy poderoso con respecto a quien puede o no puede escribir en su idioma (aunque se han tenido que tragar algunos «sapos» gordos, como el polaco Joseph Conrad o el ruso Vladimir Nabokov, que pese a sus orígenes extranjeros se estudian en todas las universidades anglosajonas como parte intrínseca de su propia tradición literaria). Pero volvamos al editor Lane. En un instante, aquel perfecto resplandor shakespeariano quedó reconsiderado en su mente como los ejercicios, eso sí, notables, de un joven extranjero por recrear al gran poeta isabelino. Por supuesto, se negó a publicarlos.
Sin embargo, el poeta rechazado era hombre de iniciativa y energía, así que se autoeditó —eso ya se hacía antes de internet y, como ahora, a veces era el único recurso que le quedaba a un escritor para abrirse camino— y envió varias copias de sus libros de poemas a diferentes críticos y medios británicos. Los sonetos llamaron la atención, pero ante el origen extranjero del autor las críticas fueron demoledoras. Todos coincidían en que aquello no pasaba de meros ejercicios, tal y como había concluido Lane, por muy curioso que pudiera ser el resultado, con esa sorprendente semejanza a la poesía isabelina de hacía ya más de trescientos años. Aquellos poemas de principios del siglo XX eran como un espejo extraño, un reflejo enigmático, pero nada más.
¿Que el autor dominaba la lengua inglesa a la perfección porque pese a haber nacido en la Europa del Sur se había criado en Sudáfrica? No, eso no cambiaba los veredictos unánimes e implacables de la crítica.
Y menos mal que el poeta no había comentado que creía en el ocultismo, en los espíritus, y que hasta había llegado a la conclusión de que podía ejercer de médium, y que en ocasiones se sentía como dominado por otras personalidades hasta el punto de volcar su poesía, sus ensayos, sus relatos en diferentes formas con diferentes estilos y bajo nombres de lo más variado. Sí: él era Alexander Search, pero también se sentía en ocasiones como Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Federico Reis, Álvaro de Campos, Claude Pasteur, Vicente Guedes, Charles James Search, Jean Seul de Méluret, Charles Robert Anon, Thomas Crosse... y así hasta más de ochenta seres diferentes que convivían de forma intensa y compleja en su cabeza. También estaba convencido de que podía ver el aura de las personas que lo rodeaban.
—Pero de esto es mejor no hablar. Tiene más desventajas que ventajas —decía a sus amigos, que seguramente lo miraban incrédulos.
Nuestro poeta se sentía escritor, ensayista, traductor francés, escritor inglés, poeta portugués, autor de relatos cortos, astrólogo, psicólogo y hasta filósofo. No: si hubiera contado eso a los británicos, su imagen no hubiera mejorado nada en absoluto. Lo habrían calificado de completo loco. Y ésa es la cuestión: ¿estaba realmente loco alguien capaz de hacer poemas como el mismísimo Shakespeare en pleno siglo XX, con una calidad y una técnica deslumbrantes, por mucho que los anglosajones lo menospreciaran (y sigan, en parte, ahora sólo ya en parte, haciéndolo)? Poco a poco. También les costó a los británicos un par de siglos reconocer el genio del propio Shakespeare.
Si volvemos a nuestro autor del siglo XX, él dijo de los poetas:
He oído a cierta gente preguntar: «¿Qué es un poeta normal?». La respuesta es sencilla: un poeta normal no tiene sentido. El mismo hecho de ser poeta excluye la normalidad. Ningún hombre normal, ningún hombre «ordinario» es un poeta. [...] El genio no puede coexistir con un intelecto común. Es imposible. El genio consiste en una asociación de ideas anormalmente.
¿Se consideraba nuestro poeta un genio? No lo sabemos con certeza. Desde luego se consideraba diferente, escribía en diferentes idiomas y con 82 personalidades distintas que él dio en llamar heterónimos. Un heterónimo es algo más allá del seudónimo. El seudónimo busca ocultar la identidad, por diferentes motivos, para que no se identifique el texto con el autor; pero el heterónimo consiste en crear toda una personalidad distinta para cada autor que surge de una misma mente. Y eso hacía Pessoa todo el tiempo: crear poesía, crear literatura bajo diferentes formas, como si esa literatura proviniera de autores que fueran, en realidad, personas diferentes.
Pessoa triunfó en lengua portuguesa hasta ser reconocido como uno de los más grandes autores lusos de todos los tiempos; hoy día, ya de todos los tiempos y de todas las lenguas. Cuando los ingleses comprendieron que aquellos sonetos en lengua inglesa que emulaban a Shakespeare habían sido escritos por uno de los mejores poetas del siglo XX, los empezaron a mirar con otros ojos, pero aún no han dado su brazo a torcer. No ceden. Eso sí: ahora ya los publican en inglés y se pueden encontrar en todas las universidades británicas, pero aún no se atreven a considerarlo un autor suyo. Con Conrad o Nabokov fue más fácil, porque el mayor peso de la obra de estos autores recaía en la lengua inglesa; pero es que Pessoa, además de su origen portugués, se partía, se desdoblaba en tantas personas literarias diferentes, en especial entre el inglés y el portugués, que aún les cuesta reconocer que un luso, un europeo del sur pudiera escribir como su gran autor eterno, como el mismísimo Shakespeare. No: hasta ahí no pueden llegar. ¿O sí? La crítica anglosajona, como he comentado anteriormente, tardó un par de siglos en llegar al consenso de que Shakespeare era un autor irrepetible, genial, quizá el mejor en su lengua. Con Pessoa sólo llevan un siglo reflexionando. Hay que darles tiempo. Las grandes decisiones requieren años, sobre todo cuando las han de tomar aquellos que no son precisamente genios. Y como hice con Emily Dickinson, aquí va uno de esos poemas, uno de esos sonetos de Pessoa, en su perfecto inglés shakespeariano y en mi torpe reformulación en español, donde, no obstante, se puede apreciar la profundidad de los pensamientos del poeta. Para mantener más próximo el contenido de las palabras del gran genio luso, he desestimado conservar la rima (mi capacidad no llega a tanto):
Whether we write or speak or do but look
We are ever unapparent. What we are
Cannot be transfused into word or book.
Our soul from us is infinitely far.
However much we give our thoughts the will
To be our soul and gesture it abroad,
Our hearts are incommunicable still.
In what we show ourselves we are ignored.
The abyss from soul to soul cannot be bridged
By any skill of thought or trick of seeming.
Unto our very selves we are abridged
When we would utter to our thought our being.
We are our dreams of ourselves, souls by gleams,
And each to each other dreams of others’ dreams.
Si escribimos o hablamos o hacemos algo más que mirar
somos siempre sin apariencia. Lo que somos
no puede traducirse en palabras o libros.
Nuestra alma de nosotros está inmensamente lejos.
No importa la voluntad que pongamos en que nuestros pensamientos
sean nuestra alma y la gesticulen hacia el exterior
Nuestros corazones, aun así, son incomunicables.
En lo que nosotros mostramos de nosotros mismos, somos ignorados.
El abismo de alma a alma no puede ser puenteado
por ninguna destreza del pensamiento o truco de apariencia.
Para nosotros mismos somos sino resúmenes
cuando intentamos pronunciar en nuestro pensamiento nuestro ser.
Somos sueños de nosotros mismos, almas en destellos,
Y uno para el otro sueños de sueños de otros.
A mí me encanta poner este soneto en mi clase de Introducción a la literatura británica —porque, quieran o no los británicos, Pessoa es parte de su literatura— y ver cómo mis estudiantes no notan diferencia alguna entre ese poema de Pessoa y uno de Shakespeare. Muchos dirán que, por supuesto, mis estudiantes carecen de la capacidad para detectar las diferencias entre los sonetos ingleses de Shakespeare y los de Pessoa. Yo digo, sin embargo, que de lo que carecen mis estudiantes es de prejuicios. Todavía hay esperanza.
* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.
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