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2 de noviembre de 2021

El proyecto secreto y una tumba perdida. Por Santiago Posteguillo.

                 




El proyecto secreto y una tumba perdida



Algún lugar del sur de Alemania, 1450








Llegó a la ciudad con un proyecto secreto y huyendo de deudas contraídas en Estrasburgo. A los que les debía dinero les prometió pagarles todo en cuanto su proyecto diera frutos por fin.


—Muy pronto —les dijo.


No estaban convencidos, pero decidieron esperar. Además, con meterlo en la cárcel no recuperarían su dinero, aunque era siempre tentador llevar a prisión a quien no devolvía un préstamo. Así aprenderían otros. No, no estaban convencidos, pero esperarían una vez más. Era la última oportunidad que le concedían.


Él era lo que hoy en día llamaríamos un emprendedor; pero, como pasa con los de hoy en día, prácticamente nadie creía en él, y mucho menos en su proyecto secreto. Aun así, el emigrante no se arredró un ápice, tomó el primer poema que había producido y fue a hablar con uno de los más adinerados prestamistas de la ciudad.


Fust lo recibió en silencio, lo escuchó y tomó con cuidado aquella hoja en la que pudo leer esos versos que el hombre esgrimía como la mejor carta de presentación posible.


—¿Y dices que esto es sólo una pequeña muestra de tu trabajo? —preguntó Fust—. ¿Y que todo es de la misma calidad?


—Sí, sí. Apenas una gota de agua. Es el principio de algo grande, como nunca antes se ha visto. Habrá un antes y un después —respondió él, y prometió que haría mucho más si Fust lo financiaba—. Sólo necesito algo de dinero y juntos cambiaremos...


—¿De la misma calidad? —insistió Fust desconfiado, interrumpiéndolo. El entusiasmo de aquel hombre era contagioso, pero con el dinero nunca se era lo bastante precavido. Había muchos charlatanes y aprovechados capaces de arriesgar la vida por unos cuantos florines.


—O de mayor calidad aún. Puedo mejorar. Sé que puedo hacerlo. Ese poema es apenas el principio.


Tras ponderarlo durante unos instantes que resultaron casi agónicos para nuestro protagonista, Fust, al fin, asintió.


—Te daré ocho mil florines, pero espero ver mucho más material y de la misma factura que este poema muy pronto.


—Por supuesto, por supuesto.


—No me defraudes o pagarás por ello.


—No os decepcionaré.


Y nuestro emprendedor se puso a trabajar de nuevo con auténtica ansia. Pero ocho mil florines era mucho dinero y Fust una persona... muy prudente. Se informó con rapidez sobre el pasado de aquel hombre recién llegado a la ciudad y al poco averiguó que su ahora deudor había dejado un largo rastro de otros préstamos sin pagar en Estrasburgo, así que lo obligó a que aceptara a Peter, futuro yerno de Fust, en el proyecto. De esta forma, Fust se aseguraba de estar bien informado de los progresos que se hicieran con su dinero, pues, de momento, sólo tenía en sus manos un poema en alemán y no veía claro que todo aquello pudiera culminar algún día en un negocio económicamente fructífero.


«¿Desde cuándo la poesía da dinero?», se quedó pensando Fust.


Y los días se sucedieron, pero los frutos de aquel préstamo no parecían dar el rédito necesario. Fust empezó a dudar de todo el proyecto y, justo en ese momento, recibió una nueva visita de su deudor.


—Necesito ochocientos florines más y todo podrá conseguirse. Ya no pediré más dinero, os lo prometo.


Fust guardó un largo silencio antes de responder.


—Peter me dice que, en efecto, has producido más material valioso, pero él no está seguro de que yo vaya a recuperar mis inversiones en ti, ni ahora ni nunca.


—No, con lo que hemos hecho no, eso es cierto; pero ahora tengo algo especial: los nuevos textos serán para la Iglesia —argumentó nuestro protagonista.


Fust se levantó y se puso muy firme mientras inspiraba aire profundamente. Estaba a punto de ordenar que detuvieran a aquel loco, pero... la Iglesia, sin duda, tenía dinero. ¿Sería capaz de embaucar al obispo, como había hecho con él? Estaba convencido de que todo el proyecto era ya un desatino, pero, si conseguía dinero de la Iglesia que le permitiera, al menos, resarcirse de sus fatales inversiones en aquella locura, quizá mereciera la pena esperar un poco más.


—Es tu última oportunidad. Si no consigues rentabilidad pronto, me quedaré con todo lo que tengas, materiales, máquinas, lo que sea, pues en el fondo es mío.


Pero el proyecto siguió progresando con más lentitud de la esperada.


En 1455, la paciencia de Fust llegó a su límite. Las deudas del proyecto secreto ascendían ya a veinte mil florines y los resultados, aunque espectaculares en algunos casos, no permitían aún rentabilizar las inversiones. Así que Fust decidió, al fin, reclamar en los juzgados todo el dinero que se le debía. No estaba dispuesto a perder más tiempo. Además empezaba a pensar, curiosamente, que el proyecto sí que podría ser útil, pero conducido por manos más prácticas que las de aquel iluminado emigrante: en sus propias manos quizá aún podría sacar rentabilidad a aquel dinero invertido, sin duda, demasiado a la ligera.


Nuestro emprendedor lo perdió todo. Los jueces fallaron que se debía devolver el dinero de la deuda de forma íntegra a Fust, y para ello nuestro protagonista tuvo que entregar todos los ingenios mecánicos con los que trabajaba y gran parte de lo creado.


Era el final.


Cualquier otro se habría rendido.


Él no.


Nuestro hombre se refugió entonces en la pequeña Bamberg, donde intentó repetir todo el proceso sin apoyo financiero de ningún tipo. Con esfuerzo y dedicación, consiguió algún módico éxito, pero nada con lo que competir con Fust y su yerno Peter, quienes, una vez que se quedaron con todo lo que había diseñado él, crearon un productivo negocio que al poco tiempo —ese poco tiempo que no le concedieron al creador— sí daba, al fin, pingües beneficios, y por el que muy pronto fueron conocidos en toda Europa. Eso sí: Fust y Peter se preocuparon de borrar el nombre de nuestro querido emprendedor de la memoria de todos los habitantes de la ciudad.


Pero la historia siguió su curso: Diether von Isenburg y Adolph II von Nassau tuvieron discrepancias serias que se tornaron en un conflicto bélico. Ambos se enfrentaron por controlar aquella región del sur de Alemania. Diether estaba respaldado por los ciudadanos; Adolph II, por el papa. Nuestro emprendedor nunca acertó en política y también erró en esta ocasión clave: apostó por Diether, que fue derrotado, y tuvo que exiliarse a otra pequeña población, quizá Eltville, aunque no lo sabemos con exactitud. Una vez más, intentó reiniciar el proyecto secreto del que se habían apropiado Johann Fust y Peter Schöffer; pero una vez más, por falta de crédito, apenas pudo crear pequeños trabajos que pasaron desapercibidos.


En 1468 falleció. Era prácticamente un completo desconocido para todos sus conciudadanos. Sólo un monasterio franciscano se apiadó lo suficiente de él como para aceptar albergar sus restos y que de esa forma su cuerpo mortal descansara en un cementerio cristiano. La guerra, no obstante, pasado el conflicto entre Diether y Adolph II, regresó a la región, y el monasterio y el cementerio y la tumba de nuestro protagonista desaparecieron para siempre, destrozados por la locura desatada del ser humano. Pero ¿qué importancia podía tener aquel desconocido que siempre se empeñaba en poner en marcha un misterioso proyecto secreto? ¿Era éste acaso de alguna trascendencia?


La historia, terca ella, nos pone al fin a todos en nuestro sitio: resulta que aquel emprendedor olvidado había diseñado un ingenio mecánico que es reconocido por muchos investigadores y científicos como el invento más importante e influyente de todo el segundo milenio de nuestra era. Algo que supuso el impulso definitivo para la distribución del conocimiento a gran escala en medio del bullicioso Renacimiento. Un invento que hemos estado usando y seguimos usando sin parar, pero para el que algunos pronostican, quinientos cincuenta años después de su creación, una desaparición próxima. Quizá sea así y, por fin, la imprenta que inventó el testarudo de Johannes Gutenberg termine en el olvido absoluto de todos, como el cementerio donde él fue enterrado.


De su tumba seguimos sin saber nada. Otra tumba perdida. Después de todo, no sólo los españoles somos descuidados con la memoria de nuestros grandes hombres (aún andamos buscando la de Cervantes).


Los que le dieron el crédito para su proyecto se quedaron con todo, y él sin nada. Pero Gutenberg nos regaló la posibilidad de que, de pronto, la literatura del mundo estuviera al alcance de muchos, y no sólo de aquellos que podían pagar las costosas copias manuscritas de los libros. Su invento es tan importante en el devenir del conocimiento humano como posiblemente lo sea internet, pero a él le negaron el reconocimiento en vida. No nos olvidemos de Gutenberg ahora que quizá estemos dando un paso más, probablemente un gran salto con la informática y la electrónica. Cada avance humano se construye sobre los hombros de aquellos seres geniales que nos precedieron. Incluso los informáticos del proyecto ARPANET, que luego generó internet, leyeron muchos libros impresos. Sin leer esos libros no habrían creado la red.






* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.

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