La Naturaleza de la Judeofobia
"La Naturaleza de la Judeofobia" explora las
raíces del odio antijudío y su desarrollo hasta la era actual, analizando la
imagen del judío en diferentes períodos, a través de mitos, ensayos y obras
literarias. Las clases enfocan las principales expresiones de la judeofobia, y
el modo en que se justificó en diversas épocas. Finalmente, se exponen
hipótesis varias acerca de las causas del fenómeno.
El primero de los tres paradigmas de la judeofobia moderna
fue el francés, estudiado en la última clase. Ahora pasaremos al racista, que
aunque también fue inaugurado en un libro francés, alcanzó su nadir en
Alemania. En su Ensayo acerca de la
desigualdad de las razas humanas (1853) Joseph De Gobineau sostenía que las
diferencias físicas entre las razas humanas conllevan jerarquías intelectuales
y morales. Aunque éste era el primer libro en desarrollar la teoría, el racismo
como prejuicio, empero, es tan antiguo como la civilización, y aun Platón y
Aristóteles arguyeron que los griegos habían nacido para ser libres y los
bárbaros eran esclavos naturales.
La tradición antirracista, por su parte, fue una
contribución judía que el cristianismo difundió. Su primer ejemplo es provisto
en el Talmud, cuando explica el motivo por el que Adán es el único ancestro
humano: para que nadie pueda jamás atribuir superioridad a sus antepasados.
Y aunque el prejuicio racial fue omnipresente en la historia
europea, en el siglo XVIII se formalizó a partir de los estudios
antropológicos. Linné emparejaba el color de piel con tendencias mentales y
morales, y para Buffon el hombre blanco era la norma, "el rey de la
creación", mientras los negros constituían una raza degenerada. Para
Voltaire los negros eran una especie intermedia entre el blanco y el mono. En
este contexto dieciochesco, los judíos encajaban como una nación sui generis,
pero incluida en la raza blanca.
El siglo XIX complicó las cosas debido a que las luchas
nacionales empujaron a los estudiosos a acrecentar el número de supuestas razas
y subrazas. El énfasis mayor en Alemania se debe a dos razones: 1) Hasta 1870
sus muchas divisiones políticas internas habían incrementado el fervor
nacionalista; y 2) la mayoría de los monarcas europeos eran de ascendencia
germánica (recuérdese además que la monarquía dividía a la sociedad medieval en
tres estratos: plebe, clero y nobleza, y ésta era considerada la superior, de
"sangre azul").
El filósofo Johann Fichte enseñaba que el alemán era la
lengua original de Europa (Ursprache)
y los alemanes la nación original (Urvolk).
Incluso fuera de Alemania hubo algunos partidarios del "Germanismo" o
"Teutonismo". Con todo, la visión de Fichte no se quedaba en la
superioridad alemana y reflexionaba especialmente acerca de los judíos:
"¿Darles derechos civiles? No hay otro modo de hacerlo sino cortarles una
noche todas sus cabezas y reemplazarlas por otras cabezas que no contengan un
solo pensamiento judío. ¿Cómo podemos defendernos de ellos? No veo alternativa
sino conquistar su tierra prometida y despacharlos a todos allí. Si se les
otorgan derechos civiles van a pisotear a los otros ciudadanos".
Junto a la antropología y la filososfia, otra disciplina
académica estimulaba a los racistas: la lingüística. Ya desde los
descubrimientos de William Jones en 1786 y la Ley de Grimm de 1822, se deducía de la afinidad entre el sánscrito,
griego y latín, que había un origen común de idiomas indoeuropeos (incluídos celta y gótico, supuestamente el más
antiguo de los germánicos). Se tuvo por cierto que las lenguas europeas
derivaban del sánscrito, y las naciones que las hablaban pertenecían a la raza aria (que en sánscrito significa
"noble").
El contraste de la llamada raza aria fue la "semita", de la que supuestamente derivaban
las naciones que habían hablado lenguas semitas en el pasado. Lassen argüía que
"los semitas no poseen el equilibrio armonioso entre todos los poderes del
intelecto, tan característico de los indogermánicos" y su colega francés
Ernest Renan condenaba "la espantosa simplicidad de la mentalidad
semita". Todas las creaciones del espíritu humano (con la posible
excepción de la religión) fueron atribuídas a los "arios" y por ello
los alemanes, los más "puros", debían eludir mezclarse con razas
inferiores. Debido a esa pretendida "pureza teutónica", los
estudiosos alemanes optaron por la denominación indogermánica.
Durante la primera mitad del siglo pasado se hicieron muchos
esfuerzos para racionalizar el odio. Bruno Bauer en Die Judenfrage (1843) denuesta el "espíritu nacional
judío" y el compositor Richard Wagner escribe en La judería en la música (1850): "Debemos explicarnos por qué
nos repele la naturaleza y personalidad de los judíos... Para compreder nuestra
repugnancia instintiva por la esencia primaria del judío, consideremos primero
cómo fue posible que el judío deviniera en músico..."
Las justificaciones científicas no provenían sólo desde lo
sociológico. Un pionero que había pasado inadvertido fue Karl Grattenauer,
quien en 1803 había ofrecido una explicación de vanguardia de por qué los
judíos tienen mal olor: hay un fedor
judaico producido por cierto amonium
pyro-oleosum.
La creencia de que los judíos constituían una raza separada,
oriental, se difundió ampliamente durante la segunda mitad del siglo pasado, y
en Alemania se tradujo también al mundo de la política. Bajo gobierno de
Bismarck, se entendió cínicamente que la judeofobia podía servir de instrumento
para completar la unificación de Alemania. Como ironizara en retrospectiva
Israel Zangwill (1920): "Si no hubiera judíos, habría que inventarlos para
uso de los políticos... son indispensables como antítesis de una panacea; causa
garantizada de todos los males". En efecto, a fines de siglo surgen en
Alemania partidos políticos abiertamente judeófobos, con tres fundamentos
ideológicos, a veces combinados: el económico, el religioso, y el voelkish (nacional-racial). Aunque al
principio no tuvieron muchos afiliados, su propaganda seducía a grandes
sectores de la población.
Podemos notar una diferencia con el modelo francés. Mientras
en Alemania, Austria y Hungría, el uso político de la judeofobia fue una
reacción inmediata al otorgamiento de Emancipación a los judíos, Francia, por
el contrario, ya había vivido ochenta años de Emancipación cuando fue plagada
por formas organizadas de judeofobia.
El primero en organizar el uso de la judeofobia como
levadura para un movimiento de masas fue Adolf Stoecker en Berlín. Su Partido de Trabajadores
Cristiano-Socialistas (1878) no atrajo votos con una plataforma de ética
social cristiana, así que la cambió por una judeofóbica, que inspiró a todo un
movimiento estudiantil antijudío a partir del Verein Deutscher Studenten de 1881. Con apoyo conservador, Stoecker
fue electo al Reichstag. Para esa época se creaba la mentada Liga de los Antisemitas de Wilhelm Marr,
dedicada ésta a temas étnicos más que a soioeconómicos. Y un famoso académico,
Heinrich von Treitschke, les otorgó respetabilidad al denominar a todo exceso
antijudío "una reacción brutal y natural del sentimiento nacional alemán
contra un elemento extranjero". Treitschke acuñó la máxima Die Juden sind unser Unglück!
("-los judíos son nuestra desgracia!") que medio siglo después se
transformó en lema de los nazis.
En 1882 se reunió en Dresden el Primer Congreso Antijudío, azuzado por un libelo de sangre en
Tisza-Eszlar. Con delegados de Alemania, Austria y Hungría, creó la Alianza Antijudía Universal. Hubo más
congresos en Chemnitz 1883, Kassel 1886 y Bochum 1889. Los racistas más
pendencieros terminaron por escindirse del partido de Stoecker y en 1886 Otto
Boeckel fue elegido al Reichstag como el primer judeófobo per se. A los pocos
a¤os fundó el Partido Popular Antisemita,
y dieciséis candidatos judeófobos fueron electos al Reichstag en 1893. En 1895,
por primera vez en la historia, un partido llegaba al poder con una plataforma
judeófoba. Fue el Partido Social
Cristiano de Viena, cuyo líder, Karl Lueger, mientras era burgomaestre de
la ciudad, recibió la visita de un joven admirador llamado Adolf Hitler.
También a principios de esa década se propuso la doctrina de
la judeofobia racial. Para su iniciador, Eugen Dühring "habrá un problema
judío aún si cada judío le da la espalda a su religión y se une a una de
nuestras principales iglesias... Son precisamente los judíos bautizados los que
penetran más profundamente... los judíos deben ser definidos solamente en base
de la raza".
En 1899 Houston Chamberlain (yerno de Wagner) elaboró
cabalmente la antítesis ario-semita en Los
fundamentos del siglo XIX, voluminoso manual de los académicos judeófobos,
que explicaba cómo desde la antigüedad "...los arios cometieron el fatal
error de proteger a los judíos (bajo el rey persa Ciro) y así permitieron que
el germen de la intolerancia semítica esparciera su veneno por la Tierra
durante milenios, una maldición contra todo lo que es noble y una vergüenza
para el cristianismo". No todos los racistas coincidieron en esto. Por
ejemplo, los neopaganos como Alfred Rosenberg y Walter Darré, consideraron el
cristianismo como una ense¤anza "típicamente semítica" que socavaba
el espíritu "germánico" por medio de una mentalidad de esclavos. Esas
diferencias acerca de qué es ario y qué es semita, fue precisamente el problema
que nunca resolvieron los racistas.
Su solución fue simple: todo lo bueno era apropiado para
"los arios" y lo malo era "semita". Para Chamberlain, por
ejemplo, el ideal era el nórdico rubio y dolicocéfalo, entre los que no dudó en
incluir nada menos que a Dante Alighieri, e incluso al Rey David y a Jesús.
Pero como los gustos de los racistas variaban, algunos resultados de su método
fueron tragicómicos. Goethe por ejemplo, era para Chamberlain un "ario
perfecto y puro"; para Fritz Lentz, un "híbrido
teutónico-asiático"; para Otto Hauser, "un mestizo, puesto que en el Fausto hay centenares de versos
lastimosamente malos".
Sin duda aquí radica la paradoja de este racismo: en la
vastísima literatura acerca del "veneno judío", y a pesar de la
enorme infraestructura montada para combatirlo, no se dio jamás una definición
racial del judío. Nunca llegaron más allá de definirlo como alguien cuyos
abuelos profesaron la religión judía. Así y todo, algunos fanáticos
construyeron sistemas escatológicos muy elaborados en los que la lucha entre la
raza aria y la semita era la contrapartida de la lucha final entre Dios y
fuerzas diabólicas.
El hecho es que para 1900 la existencia de una raza aria era
tenida por la mayoría como una verdad científica, y ya había todo un enorme
aparato teórico que denunciaba la "influencia judía" en el arte, las
leyes, la medicina, filosofía, literatura, etc. Un ejemplo particularmente
escandaloso (aunque menor) fue la obra del campeón mundial de ajedrez Alexander
Alekhine, Ajedrez ario contra ajedrez
judío en la que se sostiene que los judíos juegan al ajedrez de un modo
distinto, hiperdefensivo y oportunista.
La judeofobia racial no dejó salida a los judíos, y algunos
encontraron una única reacción posible.
El Auto-Odio Judío
Miles de judíos habían dejado de lado su tradición décadas
antes de los escritos racistas. Muchos, nacidos en familias religiosas y
educados en ieshivot talmúdicas, abandonaron el judaísmo apenas se pusieron en
contacto con la cultura alemana. El hijo de uno de aquellos judíos fue el
máximo poeta Heinrich Heine, para quien "el judaísmo no es una religión
sino una desgracia" y quien se bautizó ("pero no me convertí",
aclaraba). El escritor Moritz Saphir fue aun más lejos: "el judaísmo es
una deformidad de nacimiento, corregible por cirurgía bautismal".
Pero cuando la Emancipación se revirtió en Alemania, y los
judíos fueron nuevamente confrontados con un odio sistemático que no les
permitía en modo alguno liberarse de la carga de su judeidad, apareció un
fenómeno muy singular: el auto-odio judío. Ese precisamente fue el título del
libro de Theodor Lessing, que en 1930, examinó las biografías de seis judíos
que odiaron su ascendencia. Algunos se suicidaron en consecuencia, incluido el
conocido psiquiatra y filósofo autríaco Otto Weininger.
Casos de autoodio judío había habido en la antigüedad, como
el del sobrino de Filón, Tiberio, que hizo masacrar a los judíos. Y también en
la Edad Media hubo casos como Petrus Alfonsi, Nicholas Donin, Pablo Christiani,
Avner de Burgos, Guglielmo Moncada y Alessandro Franceschi. Pero todos ellos
habían tenido la opción de la apostasía, y aun pudieron unirse al sector más
judeofóbico de la Iglesia a fin de perseguir a los judíos.
La novedad de la nueva etapa judeofóbica en Austria y
Alemania de este siglo, fue que no dejaba escapatoria alguna, y llevó al
auto-odio judío a los mismos abismos que la judeofobia gentil. La Organización de Judíos Nacional-Alemanes
fue creada para apoyar "el renacimiento nacional alemán" (nazismo) en
el cual esperaban cumplir un rol como judíos (eventualmente recibieron ese rol
en Auschwitz).
Uno de los casos que estudió Lessing fue el del periodista
vienés Arthur Trebitsch, quien se convirtió al cristianismo, escribió un libro
judeófobo, y ofreció sus servicios a los nazis de Austria. Cuando sintió que
todo era insuficiente, escribió: "Me fuerzo a no pensarlo, pero no lo
logro. Se piensa dentro de mí... está allí todo el tiempo, doloroso, feo,
mortal: el conocimiento de mi ascendencia. Tanto como un leproso lleva su
repulsiva enfermedad escondida bajo su ropa y sin embargo sabe de ella en cada
momento, así cargo yo la vergüenza y la desgracia, la culpa metafísica de ser
judío. ¿Qué son todos los sufrimientos e inhibiciones que vienen de afuera en
comparación con el infierno que llevo dentro? La judeidad radica en la misma
existencia. Es imposible sacudírsela de encima. Del mismo modo en que un perro
o un cerdo no pueden evitar ser lo que son, no puedo yo arrancarme de los lazos
eternos de la existencia que me mantienen en el eslabón intermedio entre el
hombre y el animal: los judíos. Siento como si yo tengo que cargar sobre mis
hombros toda la culpa acumulada de esa maldita casta de hombres cuya sangre
venenosa me contamina. Siento como si yo, yo solo, tengo que hacer penitencia
por cada crimen que esta gente está cometiendo contra la germanidad. Y a los
alemanes me gustaría gritarles: Permaneced firmes! No tengáis piedad! Ni
siquiera conmigo! Alemanes, vuestros muros deben permanecer herméticos contra
la penetración. Para que nunca se infiltre la traición por ningún orificio...
Cerrad vuestros corazones y oidos a quienes aun claman desde afuera por ser
admitidos. Todo está en juego! Permanezca fuerte y leal, Alemania, la última
peque¤a fortaleza del arianismo! Abajo con estos pobres pestilentes! Quemad
este nido de avispas! Incluso si junto con los injustos, cien justos son
destruidos. ¿Qué importan ellos? ¿Qué importamos nosotros? ¿Qué importo yo? No!
No tengan piedad! Se los ruego."
Si consideramos que los postulados judeofóbicos raciales
habían penetrado por doquier en Alemania, se entiende el meteorítico
crecimiento del nazismo, sobre todo si agregamos la simplicidad de su postura
maniquea, que seduce a las masas. De veinte mil afiliados en 1923, el Partido
Nazi recibió en 1930 dos millones y medio de votos, elevando a sus
representantes en el Reichstag de 12 a 107. Dos años después, ya eran 230.
Cuando ascendieron al poder en 1933, el dogma judeófobo era una mitología
filtrada en todos los órdenes de la vida, que sirvió para justificar el
Holocausto.
El insulto a los judíos servía para enseñar a la juventud
alemana el rechazo del pacifismo sentimental. Los maestros lo hacían en clase
reprimiendo "debilidades" de otros niños. Siglos de odio acumulado se
descargaron contra una población indefensa atrapada en Europa. El judío ya no
era el chivo emisario, ni siquiera un miembro de una raza inferior. Era el
culpable de todo mal: la derrota alemana en la Gran Guerra (tal acusación era
llamada "la teoría de la puñalada en la espalda"), la inflación, el
crimen, todo. El judío era el destructor inherente, el envenenador de la
pureza. Y era incorregible. Sólo restaba una "Solución Final", que el
slogan nazi explicitó claramente: Juda
Verrecke! (judería, pereced!).
Al comienzo se fingió legalidad, se simuló autodefensa
nacional. Luego el programa se aceleró: aislamiento, pauperización, expulsión,
exterminio. Pero incluso antes de que el gobierno actuase, las tropas de asalto
nazis, la policía y los afiliados del partido tomaron la acción en sus propias
manos. Las golpizas, los boycots económicos, y los asesinatos de judíos fueron
experiencias cotidianas. Se condenó al ostracismo a los judíos que ejercían
como abogados, médicos, maestros, periodistas, académicos y artistas. Los niños judíos eran insultados en las escuelas, por compañeros y por maestros, y
regresaban a sus casas golpeados, pálidos y temblorosos. Una estrella amarilla
debia exhibirse en la ropa, los libros de judíos eran incendiados en público.
Antes de que concluyera 1933, los judíos alemanes eran
hombres desesperados, mujeres sollozantes y niños aterrorizados. En septiembre
de 1935 las Leyes de Nürenberg cancelaron la ciudadanía de todos los judíos,
quienes pasaron a ser "huéspedes". La única salida era la emigración
o el suicidio. Se limitó la salida de bienes del país, y para 1938 no podía
sacarse ni siquiera un marco. Esta medida enriquecía al gobierno con cada
partida, y también hacía del judío un inmigrante aun más indeseable en los
países a los que presentaba su solicitud.
La Noche de los
Cristales (10/11/1938) fue el horror: ultrajes, asesinatos, saqueos y
violaciones. Los judíos corrían presas del pánico mientras hordas de nazis los
perseguían. Más de cien judíos fueron asesinados, treinta y cinco mil
arrestados (y eventualmente enviados a los campos de muerte), siete mil
quinientos negocios saqueados y seiscientas sinagogas incendiadas, mientras los
altoparlantes anunciaban: "se requiere de todo judío que decida colgarse,
que tenga la amabilidad de colocar en su boca un papel con su nombre, para que
sea identificado". El Holocausto había comenzado.
La historia del Holocausto excedería el marco de este
curso. En síntesis, una nación entera se trasformó en el brazo ejecutor de la
judeofobia más brutal. Y era la nación más civilizada del planeta. Se aplicó la
"ideología" nazi, o sea la remoción de los judíos de la sociedad
humana, por medio de etiquetarlos como parásitos, como un virus infeccioso que
amenazaba al mundo. La mitología judeofóbica llevó así a la pérdida de seis
millones de vidas de judíos (un tercio del total) y Adolf Hitler despojaba la
judeofobia de todos sus disfraces y desnudaba su esencia. Instintos sádicos
descontrolados fueron protegidos por la ley, por el estado, por el silencio del
mundo. Tanto la conferencia internacional de Evian (1938) como la de Bermuda
(1943) no pudieron proveer a los judíos de un solo sitio en el que refugiarse.
Y las puertas de la Tierra de Israel permanecieron selladas por los británicos
que devolvían a Europa los barcos cargados de refugiados judíos, o los hundían
y así condenaban a miles de judíos fugitivos a ahogarse en el mar.
Millones de judíos que habían rechazado o postergado las
propuestas sionistas de emigración, y confiaban que la seguridad del pueblo
judío sería defendida por los ideales liberales de Europa, por una legislación
justa, y por democrátas por doquier, descubrieron con estupor que incluso sus
vecinos y amigos no-judíos no se levantaron a protegerlos, ni incluso a
esconderlos. Hubo, sí, miles de "justos entre los gentiles" que expresaron
solidaridad con los judíos, algunos incluso arriesgando así sus propias vidas.
Pero a pesar de ellos, el panorama global fue de tétrica desilusión para los
que creyeron que la judeofobia estaba por superarse.
La opresión de los judíos caía en niveles cada vez peores.
Desde legislación discriminatoria hasta exclusión de empleos de los que
subsistir, desde actos de violencia contra individuos en las calles hasta campañas contra negocios de judíos, desde deportaciones y degradación, hasta el
exterminio, y la mayoría de los gentiles cubrieron sus ojos, cerraron sus
puertas a los que buscaban refugio y, con demasiada frecuencia, fueron
partícipes del asesinato de judíos, arrebatándoles sus pertenencias y delatando
sus escondrijos. Aun más que durante las matanzas medievales, los alemanes
tuvieron éxito en el genocidio debido a la abrumadora cooperación que
recibieron de los ciudadanos de los países ocupados.
Todos los pedidos de los judíos fueron virtualmente
desoídos, incluída la solicitud de que se bombardearan los hornos crematorios
de Auschwitz, donde un millón y medio de judíos fueron asesinados después de
inenarrables sufrimientos. Los ejércitos aliados se negaron a bombardear el
campo de muerte, por temor de que sus propios ciudadanos sintieran que habían
sido arrastados a una "guerra judía".
Llamar racismo a
la "ideología" nazi es otro empeño por desjudaizar el Holocausto.
Sólo en lo que concernía a los judíos fueron los nazis consistentemente
"racistas". Sus principales aliados fueron pueblos latinos y asiáticos,
Italia y Japón, y flirtearon con otro pueblo supuestamente "semita",
los árabes. Es sabido que cuando el líder de los árabes-palestinos, Hajj Amin
Al-Husseini, visitó a Alfred Rosenberg en mayo de 1943, se le prometió que se
daría instrucciones a la prensa para que limitara el uso de la voz
"anti-semitismo" porque sonaba al oído como si incluyera el mundo
árabe, que era mayormente germanófilo. Husseini participó del golpe pronazi en
Irak en 1941, y residió en Alemania por el resto de la guerra. Recrutó a los
voluntarios musulmanes para el ejército alemán y exhortaba al Reich a extender
la "solución final" a Palestina.
El hecho es que el odio nazi se focalizó en los judíos con
la virtual exclusión de toda otra "raza" (incluídos los gitanos que,
aunque fueron muertos en masa, a diferencia de los judíos, en la visión de los
nazis no pasaron de ser marginales).
No fue debido al racismo que los nazis odiaban a los
judíos, sino al revés: para ejercer su honda judeofobia utilizaron argumentos
racistas. No fue para adquirir poder que los nazis atacaron al "chivo
expiatorio" judío, sino al revés, o como Hitler escribiera, ya derrotado,
en su diario, en abril de 1945: "Por encima de todo encargo al gobierno y
al pueblo a resistir sin misericordia al envenenador de todas las naciones, el
judío internacional".
Así resumen Prager y Telushkin la judeofobia nazi:
"Casi toda ideología y nacionalidad europea había estado saturada con odio
contra el judío cuando los nazis consumaron la "solución final". En
las décadas y siglos que la precedieron, elementos esenciales del pensar
cristiano, socialista, nacionalista, iluminista y post-iluminista habían
considerado intolerable la existencia de los judíos. En un análisis final,
todos se habrían opuesto a lo que Hitler hizo pero, sin ellos, Hitler no podría
haberlo hecho".
En cuanto al rol específico de la Iglesia, fue objeto este
mes de un simposio vaticano bajo el título de "Raíces de antijudaísmo en
círculos cristianos". Allí tanto el teologo Georges Cottier como la
autoridad vaticana, el padre Remi Hoeckman, convocaron a un "histórico
examen de conciencia por parte de los cristianos, a fin de que el fin del
milenio coincida con el fin del antisemitismo, del desprecio que los cristianos
han tenido por el judaísmo y los judíos".
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