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16 de julio de 2019

El Otro Einstein de Marie Benedict.


En él se cuenta la historia de la primera esposa de Albert Einstein, Mileva Máric. Se conocieron estudiando en Zurich, cuando ella ya había demostrado su gran capacidad para las matemáticas. En ella, Albert encontró alguien que podía ser su igual en el nivel intelectual, ella le estimulaba a pensar de maneras novedosas y durante un tiempo, fueron felices.
Después Albert demostró ser con ella bastante egoísta, despreocupado, poco involucrado como padre y un terrible esposo. Terminarían divorciándose y cuando el ganó el Nobel tiempo después, el dinero del premio se lo dio a ella.
El libro presenta quien era ella, como debe haber sido su relación y parece que la autora está bastante segura de que la teoría de la relatividad es más suya que de Albert.
A saber cual sea la verdad. Como sea, me gustó conocerla a través de este libro.
Albert Einstein revolucionó el mundo de la ciencia a través de sus teorías. Sin embargo, no estuvo solo en ese largo itinerario. ¿Cuál fue la verdadera participación de su primera esposa? ¿Debería haber compartido con ella el Premio Nobel que le otorgaron?
Marie Benedict rescata en esta novela un debate existente entre una parte de la comunidad científica acerca del papel que la esposa de Einstein, Mileva Maric, podría haber desempeñado en el desarrollo de la Teoría de la Relatividad.
La autora narra todos los años de relación de la pareja, que van de 1896, cuando ambos estudiaban física en Zurich, hasta su divorcio en 1914. A lo largo de la novela se destaca la lucha constante de Mileva Maric por tener éxito en un campo de estudio dominado por los hombres.
En esta fascinante y poco conocida historia, la autora nos deja ver, a través de las páginas, cómo Einstein relega a Mileva al papel de un ama de casa tradicional, aunque la sigue utilizando para discutir parte de sus teorías con ella. El menosprecio llega a tal grado que, cuando uno de los artículos que escribieron juntos es nominado al Nobel, solo Einstein recibe el reconocimiento, pues únicamente lleva su firma.
Una intrigante narración que arroja una mirada hacia el trabajo y sacrificios de una científica injustamente olvidada, quien colaboró en una de las teorías más revolucionarias de la historia moderna.
Marie Benedict
Es abogada y ha trabajado en algunas de las firmas más prestigiosas de Estados Unidos. Se graduó con honores de la Universidad de Boston con especialización en Historia del Arte. Como litigante, se ha enfocado en defender los derechos de la mujer y desde esta preocupación comenzó a escribir novelas biográficas donde visibiliza el papel de las mujeres a lo largo de la historia.
Es autora de las novelas  The ChrysalisThe Map ThiefBrigid of Kildare (escritas bajo el pseudónimo Heather Terrell), El otro Einstein, Carnegie’s Maid y The Only Woman in the Room.
                               Fragmento

Capítulo 1
Mañana
20 de octubre, 1896
Zúrich, Suiza
Alisé las arrugas de mi blusa recién planchada, arreglé el lazo alrededor de mi cuello y acomodé un mechón de cabello en el moño firmemente apretado. La húmeda caminata por las calles brumosas hacia el campus del Politécnico Federal Suizo había descompuesto mi cuidadoso arreglo. Me frustraba que mi oscuro y pesado cabello se negaba a mantenerse en su lugar. Quería que cada detalle de aquel día fuera perfecto.
Enderecé los hombros intentando verme más alta y coloqué una mano sobre la enorme perilla de latón del salón de clases. Grabada con patrones griegos, gastados por el paso de las generaciones, la perilla hizo ver aún más pequeña mi mano de tamaño infantil. Hice una pausa. Gira la perilla y empuja la puerta, me dije. Puedes hacerlo. Cruzar el umbral no es nada nuevo. Has pasado antes sobre la supuesta división insuperable entre hombres y mujeres en innumerables salones. Y siempre has tenido éxito.
Aun así, dudé. Sabía muy bien que, mientras el primer paso es el más difícil, el segundo no resulta más fácil. En aquel momento casi podía escuchar a papá apremiándome. «Sé valiente», susurraría papá en nuestra nativa y poco usada lengua serbia. «Eres mudra glava. Una sabia. En tu corazón late la sangre de bandidos, nuestros ancestros eslavos que recurrían a cualquier medio para cumplir su cometido. Cumple tu cometido, Mitza. Cumple tu cometido».
No podría decepcionarlo.
Giré la perilla y la puerta se abrió de par en par. Seis rostros me miraron: cinco estudiantes con trajes negros y un profesor con levita negra. Detecté impresión y desdén en sus caras pálidas. Nada —ni siquiera los rumores— había preparado a estos hombres para ver a una mujer entre sus filas. Casi se veían tontos con sus ojos saltones y mandíbulas desencajadas, pero sabía que no me podía atrever a reír. Me propuse no poner atención a sus expresiones, ignorar las caras pastosas de mis compañeros estudiantes, quienes estaban desesperados por parecer mayores de dieciocho años con sus bigotes exageradamente encerados.
El amor por aprender física y matemáticas fue lo que me hizo venir al Politécnico, no el deseo de hacer amigos o complacer a los demás. Me recordé a mí misma este simple hecho mientras me preparaba para encarar a mi instructor.
El profesor Heinrich Martin Weber y yo nos miramos. Su larga nariz, sus espesas cejas y su barba meticulosamente recortada hacían justicia a su amplia reputación de profesor de física.
Esperé a que hablara. Hacer cualquier otra cosa habría parecido una insolencia y no podía permitirme una marca semejante, ya que mi mera presencia en el Politécnico era considerada por muchos como un desafío. Caminaba sobre una delgada línea entre mi insistencia por seguir este sendero nunca antes andado y el conformismo que se esperaba de mí.
—¿Y tú eres…? —preguntó como si no me estuviera esperando, como si nunca hubiera oído de mí.
—Señorita Mileva Marić, señor —Rogué que mi voz no temblara. Lentamente, Weber consultó la lista de la clase. Por supuesto, sabía perfectamente quién era yo. Debido a que él era el director del programa de física y matemáticas, y dado a que sólo cuatro mujeres habían sido admitidas antes de mí, tuve que hacer una petición directamente a él para entrar al primer año del programa de cuatro años, conocido como Sección Seis. ¡Él personalmente había aprobado mi entrada! La consulta de la lista de clase era un descarado y calculador movimiento, telegrafiando su opinión sobre mí al resto de la clase. Les dio licencia para seguir el ejemplo.
—¿La señorita Marić de Serbia o algún país austrohúngaro de ese estilo? —preguntó sin levantar la mirada, como si fuera posible que hubiese otra señorita Marić en la Sección Seis, una que proviniera de un lugar más respetable. Con su pregunta, Weber dejó perfectamente clara su visión respecto al este eslavo de Europa, que nosotros, como oscuros foráneos, éramos de algún modo inferiores a las personas alemanas de Suiza. Era otra preconcepción que tendría que refutar si quería tener éxito. Como si ser la única mujer en la Sección Seis (tan sólo la quinta en haber sido alguna vez admitida en el programa de física y matemáticas) no fuese suficiente.
—Sí, señor. —Puedes tomar tu asiento —dijo finalmente e hizo un gesto hacia la silla vacía. Y fue mi suerte que la única vacía era la más lejana a su podio—. Ya hemos empezado. ¿Empezado? La clase no empezaba sino hasta dentro de otros quince minutos. ¿Le habían dicho a mis compañeros algo que a mí no? ¿Habían conspirado para encontrarse antes? Quería preguntar, pero no lo hice. Discutir sólo habría alimentado el fuego contra mí. De cualquier manera, no importaba. Simplemente llegaría quince minutos antes al día siguiente. Y cada vez más temprano de ser necesario. No me perdería una sola palabra de las lecciones de Weber. Estaba equivocado si él pensaba que un inicio prematuro me disuadiría. Era la hija de mi padre.
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Albert Einstein revolucionó el mundo de la ciencia a través de sus teorías. Sin embargo, no estuvo solo en ese largo itinerario. ¿Cuál fue la verdadera participación de su primera esposa? ¿Debería haber compartido con ella el Premio Nobel que le otorgaron?
Marie Benedict rescata en esta novela un debate existente entre una parte de la comunidad científica acerca del papel que la esposa de Einstein, Mileva Maric, podría haber desempeñado en el desarrollo de la Teoría de la Relatividad.
La autora narra todos los años de relación de la pareja, que van de 1896, cuando ambos estudiaban física en Zurich, hasta su divorcio en 1914. A lo largo de la novela se destaca la lucha constante de Mileva Maric por tener éxito en un campo de estudio dominado por los hombres.
En esta fascinante y poco conocida historia, la autora nos deja ver, a través de las páginas, cómo Einstein relega a Mileva al papel de un ama de casa tradicional, aunque la sigue utilizando para discutir parte de sus teorías con ella. El menosprecio llega a tal grado que, cuando uno de los artículos que escribieron juntos es nominado al Nobel, solo Einstein recibe el reconocimiento, pues únicamente lleva su firma.
Una intrigante narración que arroja una mirada hacia el trabajo y sacrificios de una científica injustamente olvidada, quien colaboró en una de las teorías más revolucionarias de la historia moderna.
Marie Benedict
Es abogada y ha trabajado en algunas de las firmas más prestigiosas de Estados Unidos. Se graduó con honores de la Universidad de Boston con especialización en Historia del Arte. Como litigante, se ha enfocado en defender los derechos de la mujer y desde esta preocupación comenzó a escribir novelas biográficas donde visibiliza el papel de las mujeres a lo largo de la historia.
Es autora de las novelas  The ChrysalisThe Map ThiefBrigid of Kildare (escritas bajo el pseudónimo Heather Terrell), El otro Einstein, Carnegie’s Maid y The Only Woman in the Room.
                               Fragmento

Capítulo 1
Mañana
20 de octubre, 1896
Zúrich, Suiza
Alisé las arrugas de mi blusa recién planchada, arreglé el lazo alrededor de mi cuello y acomodé un mechón de cabello en el moño firmemente apretado. La húmeda caminata por las calles brumosas hacia el campus del Politécnico Federal Suizo había descompuesto mi cuidadoso arreglo. Me frustraba que mi oscuro y pesado cabello se negaba a mantenerse en su lugar. Quería que cada detalle de aquel día fuera perfecto.
Enderecé los hombros intentando verme más alta y coloqué una mano sobre la enorme perilla de latón del salón de clases. Grabada con patrones griegos, gastados por el paso de las generaciones, la perilla hizo ver aún más pequeña mi mano de tamaño infantil. Hice una pausa. Gira la perilla y empuja la puerta, me dije. Puedes hacerlo. Cruzar el umbral no es nada nuevo. Has pasado antes sobre la supuesta división insuperable entre hombres y mujeres en innumerables salones. Y siempre has tenido éxito.
Aun así, dudé. Sabía muy bien que, mientras el primer paso es el más difícil, el segundo no resulta más fácil. En aquel momento casi podía escuchar a papá apremiándome. «Sé valiente», susurraría papá en nuestra nativa y poco usada lengua serbia. «Eres mudra glava. Una sabia. En tu corazón late la sangre de bandidos, nuestros ancestros eslavos que recurrían a cualquier medio para cumplir su cometido. Cumple tu cometido, Mitza. Cumple tu cometido».
No podría decepcionarlo.
Giré la perilla y la puerta se abrió de par en par. Seis rostros me miraron: cinco estudiantes con trajes negros y un profesor con levita negra. Detecté impresión y desdén en sus caras pálidas. Nada —ni siquiera los rumores— había preparado a estos hombres para ver a una mujer entre sus filas. Casi se veían tontos con sus ojos saltones y mandíbulas desencajadas, pero sabía que no me podía atrever a reír. Me propuse no poner atención a sus expresiones, ignorar las caras pastosas de mis compañeros estudiantes, quienes estaban desesperados por parecer mayores de dieciocho años con sus bigotes exageradamente encerados.
El amor por aprender física y matemáticas fue lo que me hizo venir al Politécnico, no el deseo de hacer amigos o complacer a los demás. Me recordé a mí misma este simple hecho mientras me preparaba para encarar a mi instructor.
El profesor Heinrich Martin Weber y yo nos miramos. Su larga nariz, sus espesas cejas y su barba meticulosamente recortada hacían justicia a su amplia reputación de profesor de física.
Esperé a que hablara. Hacer cualquier otra cosa habría parecido una insolencia y no podía permitirme una marca semejante, ya que mi mera presencia en el Politécnico era considerada por muchos como un desafío. Caminaba sobre una delgada línea entre mi insistencia por seguir este sendero nunca antes andado y el conformismo que se esperaba de mí.
—¿Y tú eres…? —preguntó como si no me estuviera esperando, como si nunca hubiera oído de mí.
—Señorita Mileva Marić, señor —Rogué que mi voz no temblara. Lentamente, Weber consultó la lista de la clase. Por supuesto, sabía perfectamente quién era yo. Debido a que él era el director del programa de física y matemáticas, y dado a que sólo cuatro mujeres habían sido admitidas antes de mí, tuve que hacer una petición directamente a él para entrar al primer año del programa de cuatro años, conocido como Sección Seis. ¡Él personalmente había aprobado mi entrada! La consulta de la lista de clase era un descarado y calculador movimiento, telegrafiando su opinión sobre mí al resto de la clase. Les dio licencia para seguir el ejemplo.
—¿La señorita Marić de Serbia o algún país austro húngaro de ese estilo? —preguntó sin levantar la mirada, como si fuera posible que hubiese otra señorita Marić en la Sección Seis, una que proviniera de un lugar más respetable. Con su pregunta, Weber dejó perfectamente clara su visión respecto al este eslavo de Europa, que nosotros, como oscuros foráneos, éramos de algún modo inferiores a las personas alemanas de Suiza. Era otra preconcepción que tendría que refutar si quería tener éxito. Como si ser la única mujer en la Sección Seis (tan sólo la quinta en haber sido alguna vez admitida en el programa de física y matemáticas) no fuese suficiente.
—Sí, señor. —Puedes tomar tu asiento —dijo finalmente e hizo un gesto hacia la silla vacía. Y fue mi suerte que la única vacía era la más lejana a su podio—. Ya hemos empezado. ¿Empezado? La clase no empezaba sino hasta dentro de otros quince minutos. ¿Le habían dicho a mis compañeros algo que a mí no? ¿Habían conspirado para encontrarse antes? Quería preguntar, pero no lo hice. Discutir sólo habría alimentado el fuego contra mí. De cualquier manera, no importaba. Simplemente llegaría quince minutos antes al día siguiente. Y cada vez más temprano de ser necesario. No me perdería una sola palabra de las lecciones de Weber. Estaba equivocado si él pensaba que un inicio prematuro me disuadiría. Era la hija de mi padre.

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