"No abras esa puerta", dijo:
"El corredor está lleno de sueños difíciles."
Gabriel García Márquez
Ojos de perro azul
Estaba segura de haber visto bien cuando
arrojaron por la ventana al perro azul.
Fue así: ella se había acostado sobre el
lado derecho, frente al balcón, y era cerca del mediodía. Tenía los
pensamientos algodonosos por las pastillas que había tomado la noche anterior,
pero estaba bien despierta. Si no se levantaba a correr la cortina sobre ese
rayo de Sol que le hería el ojo, era sólo por pereza. Entonces, seguía acostada
de ese lado, con la cabeza apoyada sobre el antebrazo. Los sonidos, confusos,
diciéndole cosas que ella no deseaba oír; el reloj, mudo porque hacía una
semana que no le daba cuerda.
Fue así: sin mover mucho la cabeza podía
ver las tres ventanas del edificio de enfrente, a la altura de su piso. Pero
eso no era nada, porque todos los días veía lo mismo, cuando se acostaba de ese
lado. El calor de la cara ya empezaba a humedecerle el brazo, y algunas gotas
dibujaron manchitas obscuras en la sábana cuando levantó la cabeza para ver
mejor, porque ya habían tirado al perro azul. Pobre perro azul.
Le subieron del vientre unos ruidos
líquidos, y recordó que lo último que había comido era un pedazo de pastel que
tal vez estaba rancio, porque sus entrañas lo combatían con espasmos lánguidos
y penosos. Sin embargo, ella podía comer cualquier cosa; era invulnerable. Se
lo habían dicho bien claro, muchas veces; por la noche, antes que el sueño
llegara, entre el último sorbo de agua para tragar la pastilla y las figuras de
vidrio que se ponían a dar vueltas por toda la habitación antes de desaparecer
en un túnel obscuro que succionaba todas las cosas vivas. Era única e
indestructible, le decían entre sonidos de cémbalo.
Los dolores de vientre ya pasarían, cuando
todos los segmentos exactamente iguales en que se dividía su intestino, y aun
todos sus órganos, volvieran a juntarse y a formarla. Se separaban para pensar.
Todo su cuerpo pensaba. Por eso pudo ver al perro: no cualquiera hubiera
podido.
Fue así: no supo que se estaba levantando,
que iba hacia la ventana pisando con firmeza la alfombra, aunque estaba segura
de que hubiera podido ir flotando. El perro azul no había terminado de caer; y
eso que hacía ya un rato que lo habían arrojado. Lo miró bien, y se dio cuenta
de que le habían crecido unas alas membranosas y delgadas, casi transparentes.
Ahora volaba entre las copas de los árboles, sin decidirse a bajar. Tal vez se
quedara a vivir en una de ellas. Hacía bien; nada de casas de familia, nada de
amos crueles y desagradecidos. Pobre perro. Por eso le habían crecido alas. Era
la única manera de seguir. Por eso era azul, también. Quién sabe de qué color
habría sido antes. Ahora sería siempre azul, y alado. Ojalá nadie lo
encontrase, ojalá supiese buscar un refugio y ponerse a salvo.
Ella se escondía todas las noches en el
túnel obscuro. Entonces veía las figuras de vidrio, que le hacían unas señas a
veces incomprensibles, a veces inconfundibles. Cuando las entendía se asustaba
mucho; se sentaba con las piernas encogidas y se chupaba el pulgar con fuerza,
hasta que las figuras se evaporaban y desaparecían. Se quedaba tanto tiempo así
que le dolían las rodillas; cuando dejaban de dolerle era porque se había
dormido.
El perro azul seguía volando, sin llegar al
suelo. Daba vueltas en espiral, subía, bajaba; parecía estar aprendiendo. Tuvo
ganas de gritarle: tanto se mostraba que al final lo verían todos, y eso no era
bueno cuando se tenía un par de alas tan azules y hermosas. Quiso decirle que
escondiera esas alas y ese color azul, pero el muy tonto no se daba cuenta,
creía que podía usar el mundo como un espejo. Y a ella sólo le salía un
graznido que se mezclaba con los sonidos de las palabras "ala" y
"azul". Pobre tonto. No se daba cuenta de que, cuando llegase abajo,
todos lo descubrirían; y entonces se pondrían a mirarlo, y esperarían tal vez
que él dijera cosas, y hasta le harían preguntas. Y lo que es peor, tratarían
de encerrarlo. Y al pobre tonto, al pobre perro azul, se le caerían las alas, y
ya no sería más azul. Y entonces, tarde o temprano, volverían a arrojarlo por
la ventana.
Cuando sonó el teléfono se dio cuenta de
que hacía bastante tiempo que estaba sentada en el borde de la cama, mirando el
desorden de la mesita de luz. Era un caos de pañuelos usados, frascos, tazas de
café y, en el medio de toda la mugre, el teléfono sonando con estridencia, a
punto de enmudecer. Durante el primer silencio prolongado estiró la mano y la
apoyó sobre el tubo. Después de unos minutos el teléfono volvió a sonar: las
vibraciones le hacían cosquillas en la palma de la mano; sin darse cuenta, levantó
el tubo. De la garganta le volvieron a salir los mismos graznidos, y las
palabras "azul" y "volar". Cuando calló, algunos sonidos se
abrieron paso con dificultad hasta su conciencia: era una voz conocida que
debía estar aquí, de este lado del teléfono, y que en cambio se ofrecía lejana,
vibratoria. Sólo palabras mojadas, cantos rodados que caían porque sí,
gastándose. Ella no rogaría más: sólo le salían esos ruidos afónicos que
querían decir todo y nada. Con la mirada endurecida sobre su propia sombra en
la pared, dejó el tubo en la mesita. La voz conocida chilló, y luego enmudeció.
Su sombra tenía la cabeza despeinada, y le
faltaba el cuello, y no había manera de remediar ese estado de cosas. Pobre
sombra sin cuello. Quiso recordar cuándo había tomado la última pastilla, y de
qué frasco. Todo era muy difícil, especialmente pensar; sus cansados órganos se
replegaban tratando de dormir, y la dejaban sola. Si pudiera, pensaría pobre
perro azul que vuela para no tomar pastillas. Si pudiera, pensaría algo entero.
Mientras tanto, la pastilla bajó rebotando en las paredes de la garganta, un
pasadizo habitual y estrecho que llevaba a la paz obscura de sus mares
interiores. En unos instantes las figuras de vidrio vendrían a recordarle que
era fuerte y poderosa.
Pero esta vez fue diferente. Durante dos
horas recorrió el túnel obscuro, más asustada que nunca, el pelo sudoroso
pegado a la cara, las manos convulsas. Por fin se durmió. Despertó al día
siguiente, bien avanzada la mañana. Le dolía tanto la cabeza que tuvo que
mirarse en el espejo para saber si era suya, y se vio azul. Entonces se acordó
del perro y se asomó a la ventana. Todo estaba como siempre. Apoyó el vientre
en la baranda y se inclinó un poco, los brazos colgando hacia afuera como ramas
desgajadas.
¿Dónde tendría las alas?
FIN
En Retoños, colección de relatos de Luisa
Axpe, Ediciones Minotauro S. R. L., 1986.
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