Pero cuando la noche caía empezó a intuir la presencia de
otra criatura que iba a su misma altura y que, así se lo parecía, lo observaba
y lo vigilaba desde el siguiente callejón.
M. R. James, Mr. Humphreys and His Inheritance
Ésta (decía Diente de León) es una de las muchas historias
que corren sobre las aventuras de El-ahrairah y Rabscuttle durante su largo
viaje de regreso desde la madriguera de piedra del Conejo Negro de Inlé.
Avanzaban muy despacio, pues ambos estaban exhaustos y
trastornados por aquella terrible experiencia. Sin embargo, el tiempo era
agradable. Los días se sucedían cálidos y soleados. El-ahrairah solía dormir
después del mediodía, y mientras, Rabscuttle permanecía alerta por si aparecía
algún elil. Pero no hubo nada que los perturbara, ni alarmas, ni huidas
precipitadas, y poco a poco El-ahrairah empezó a recuperar su antigua energía y
su fuerza. Las alondras cantaban en las alturas, los mirlos cantaban también,
más abajo, y parecía como si el propio Frith estuviera disponiéndolo todo para
que pudieran reencontrarse con el ritmo plácido propio de la vida de los
conejos.
Una tarde clara y despejada, cuando estaba próximo el
crepúsculo, iban los dos con paso torpe por la cima de una colina, buscando un
lugar resguardado donde pasar la noche. Cuando llegaron al otro lado de la cima
se detuvieron a observar los alrededores para decidir por dónde debían bajar.
Era exactamente el terreno de cultivo al que estaban
acostumbrados. Corrían los primeros días del verano. Los campos estaban verdes
y el paisaje aparecía salpicado de pequeñas parcelas de bosque en las que las
hojas destellaban al sol. A lo lejos se veía a un hombre traqueteando en un
hrududu. Todo parecía perfectamente normal, excepto por una cosa que nunca
antes habían visto.
No muy lejos de una carretera solitaria había una casa
grande: chimeneas sin humo, ventanas sin cristales y tejados rotos. Como
cualquier conejo hubiera sabido ver, estaba abandonada, en ruinas, porque no se
veían hombres por ningún sitio. Desde donde estaban podían divisar el jardín y
los senderos, enmarañados y cubiertos de malezas. Había algunos cobertizos por
las inmediaciones y El-ahrairah estaba pensando que uno de ellos podía muy bien
servirles de refugio para pasar la noche cuando percibió algo bastante inusual.
En el lado más próximo del jardín, y separado de éste por un
muro bajo, había una parcela de terreno del tamaño de una pradera. En realidad,
hubiera podido muy bien ser una pradera, de no ser porque estaba dividida por
senderos verdes que corrían de un lado a otro y que estaban bordeados por
gruesos setos. La luz del oeste iluminaba los senderos vacíos y, aunque
El-ahrairah estuvo observándolo largo rato, no percibió allí señal alguna de la
presencia de animales o pájaros.
-¿Tú qué crees que es? -le preguntó a Rabscuttle-. Es
evidente que lo han hecho los hombres, pero no había visto nunca nada igual. ¿Y
tú?
-Yo no sé más que vos, señor -replicó Rabscuttle-. Pero no
puede ser bueno para nosotros, estoy seguro. Haríamos mejor ignorándolo.
-No, quiero verlo más de cerca. Bajemos por ese lado. No
creo que pase nada, y me gustaría averiguar para qué demonios sirve. Desde aquí
no parece que pueda ser de ninguna utilidad, ni siquiera para los hombres.
Descendieron lentamente por el lado de la colina, se
detuvieron a tomar unos bocados de hierba, pasaron junto a una pareja de erizos
y pronto se encontraron cerca de lo que El-ahrairah había decidido llamar «el
campo cómico». No vieron ninguna puerta ni entrada por ningún sitio, así es que
El-ahrairah, algo confuso, se puso a seguir el lado de aquella cosa.
-Tiene que haber una entrada -le dijo a Rabscuttle-. Si no,
¿qué sentido tendría?
Rabscuttle seguía pensando que no debían acercarse, pero lo
cierto es que le alegró ver que su amo recuperaba la ilusión y se animaba ante
la perspectiva de correr una nueva aventura o hacer alguna travesura, pues, en
los largos días transcurridos desde que dejaran al Conejo Negro, había
permanecido abatido. De modo que no dijo nada y siguió obedientemente a
El-ahrairah por el lado del seto, hasta que llegaron al extremo y volvieron la
esquina.
Lo primero que vieron al volver la esquina fue un solitario
conejo que comía en unas matas de hierba corta. Estaba de espaldas a ellos y no
los vio acercarse. Tan pronto como advirtió su presencia, pegó un bote y los
miró visiblemente alterado. Sin embargo, no escapó. Se quedó donde estaba y,
cuando lo saludó y le deseó buenos días, El-ahrairah vio que temblaba. Era muy
viejo, tenía el pelo canoso y ojos perspicaces, y sus movimientos eran lentos.
De alguna manera, el aspecto de aquel conejo le resultaba desagradable, pero
eso, pensó, se debía seguramente a alguno de esos raros y confusos arrebatos
que le daban de vez en cuando desde su encuentro con el Conejo Negro. Sabía que
todavía no era del todo él, y se había acostumbrado a prestar poca atención a
aquellos sentimientos intermitentes.
El viejo conejo dijo que se llamaba Hierba Verde. Llevaba
mucho tiempo viviendo en aquel lugar, y no había ningún otro conejo con él,
estaba solo. El-ahrairah le preguntó si no tenía miedo de los elil viviendo
solo, pero él respondió que los elil no le molestaban. «Supongo que soy
demasiado viejo y duro -dijo-. No les gustaría mi carne.» Y El-ahrairah no supo
decidir si lo había dicho en broma o en serio.
Después de la puesta de sol, cuando se preparaban para la
noche, El-ahrairah preguntó a Hierba Verde por la gran casa en ruinas, si se
acordaba de cuando los hombres vivían allí.
-Por supuesto que me acuerdo -replicó Hierba Verde-. En otra
época había muchos hombres aquí.
-Y ¿por qué se fueron? -preguntó El-ahrairah.
-No sabría decirlo -dijo él-. Por lo que recuerdo, no se
fueron todos a la vez. Se fueron yendo poco a poco, hasta que no quedó ninguno.
-Y ese lugar tan extraño, ese campo tan cómico de senderos
verdes, ¿sabes para qué servía? ¿Qué utilidad podía tener?
-No tenía ninguna utilidad práctica -respondió Hierba
Verde-. Los hombres entraban e iban dando vueltas de un lado a otro hasta que
llegaban al centro. Y entonces intentaban encontrar la salida otra vez. Lo
hacían para divertirse. Era una especie de juego. Ya que estáis aquí, tal vez
os gustaría visitarlo.
El-ahrairah parecía desconcertado.
-¿Un juego? Qué tontería.
-Bueno -replicó Hierba Verde-. No más que las otras cosas
que suelen hacer los hombres para entretenerse. Si hubieras vivido tan cerca de
ellos como yo, lo sabrías. De todos modos, vale la pena entrar.
-¿Tú has entrado alguna vez? -preguntó El-ahrairah.
-Oh, sí, muchas veces. Cuando era joven. Pero no tiene
ningún sentido para un conejo.
-Bueno -dijo El-ahrairah-, tal vez mañana le echemos una
ojeada antes de irnos, siempre y cuando haga buen tiempo y no llueva.
El día siguiente amaneció hermoso como nunca y El-ahrairah y
Rabscuttle empezaron la jornada comiendo en el huerto desierto y lleno de malas
hierbas. Tenían la esperanza de encontrar algo bueno que comer, pero nada
hallaron que fuera apetecible, ni siquiera en el huerto.
-Parece como si hubiera pasado por aquí un montón de conejos
antes que nosotros -dijo Rabscuttle-. Para lo que queda, bien podemos dejarlo
para los ratones y los pájaros.
-Sí. Volvamos, a ver qué encontramos en ese campo cómico.
-No acaba de gustarme ese lugar -dijo Rabscuttle-, aunque no
sabría decir por qué.
-Es algo desconocido -respondió El-ahrairah-. Y es natural
que desconfíes. De todos modos, no estaremos mucho. Tenemos que seguir nuestro
camino.
Hierba Verde les esperaba. Les mostró dónde estaba la
entrada al campo cómico y los acompañó unos metros.
-¿Tenemos que seguir algún camino en particular para llegar
al centro? -preguntó El-ahrairah.
-No que yo sepa -respondió Hierba Verde-. Por lo que pude
entender, eso era lo que los hombres encontraban divertido. Tenían que buscar
el camino para entrar y el camino para salir. Perderse era parte del juego.
Después de que Hierba Verde los dejara, permanecieron
sentados un rato, sin saber muy bien qué camino tomar. Finalmente decidieron
que tanto daba el camino que eligieran, así es que empezaron a caminar por uno
de los muchos senderos que corrían entre los setos. Estuvieron un buen rato
dando vueltas de un lado a otro, hasta que empezaron a aburrirse, y casi
estaban por volverse atrás cuando, de pronto, se encontraron en el centro. En
medio de un cuadrado de hierba había una piedra grande puesta en pie, y a un
lado había un banco de madera.
-Supongo que esto es el centro -dijo El-ahrairah-, porque no
hay más que una entrada. Podemos tumbarnos al sol un rato antes de volver.
Durante un rato pacieron entre la hierba y entonces se
pusieron a dormir al sol. Todo estaba tranquilo y callado y, aunque El-ahrairah
despertó una o dos veces, pronto volvió a dormirse.
Cuando por fin se levantaron, el sol ya se había ocultado.
Estaba atardeciendo y empezaba a refrescar.
-Será mejor que volvamos cuanto antes -dijo El-ahrairah-.
Ese Hierba Verde debe de estar preguntándose dónde nos hemos metido. Pasaremos
la noche con él y nos iremos mañana.
Habían supuesto que sería fácil salir, pero pronto
comprendieron que se equivocaban. No tenían idea del camino que debían seguir y
estuvieron dando vueltas y más vueltas por los senderos verdes, completamente
desorientados.
Fue en una de las ocasiones en que se detuvieron sin saber
por dónde ir, cuando El-ahrairah supo con certeza algo que llevaba presintiendo
desde mucho antes. Había otra criatura en el campo cómico… alguien que les
seguía los pasos. Podía oírla, no muy lejos. Aquello lo perturbó, pues los
conejos, como todos sabéis, tienden por naturaleza a asustarse de cualquier
cosa desconocida, sobre todo si se trata de una criatura extraña que anda cerca
pero a la que no pueden ver ni oler claramente. Él y Rabscuttle se quedaron
completamente inmóviles, mirándose el uno al otro. Los dos estaban espantados.
-¿Crees que debemos ir a su encuentro? -preguntó El-ahrairah
al cabo-. Tal vez pueda indicarnos la salida.
-No os equivoquéis, señor -replicó Rabscuttle-. No sé quién
o qué es, pero nos está buscando a nosotros, y tiene intención de matarnos si
nos encuentra. Nos está persiguiendo.
Entonces, los dos echaron a correr presas del pánico, de un
lado a otro, sin saber adónde iban. Era como una pesadilla, una huida sin
sentido, sin una dirección concreta, contraria a la naturaleza del conejo.
Porque es lo normal que el conejo sepa dónde está el peligro o el enemigo, y
corra en la dirección contraria. Pero allí, en los senderos del campo cómico,
no sabían dónde estaba el peligro, no podían escapar de su enemigo, porque cada
sendero se retorcía y se perdía en otro sendero, o terminaba en un punto
muerto. Podría muy bien suceder que estuvieran corriendo directamente hacia ese
enemigo desconocido, y el miedo se agarraba a sus corazones con más fiereza a
cada minuto que pasaba. Corrían y corrían. Arriba, abajo, abajo, arriba. Y no
sólo se sentían indefensos y aterrorizados, sino que cada vez estaban más
cansados.
Al final, cuando las sombras empezaban a extenderse, se
dejaron caer el uno junto al otro en un lugar donde uno de los setos terminaba
y daba paso al siguiente sendero.
-No puedo seguir -jadeó Rabscuttle-. Estoy agotado. Y mirad,
no dejamos de correr en círculos. Hemos pasado antes por aquí. Ahí está la
hraka que hice antes.
Mientras escuchaba a su fiel Rabscuttle, El-ahrairah
comprendió la futilidad de su huida. Volvió la cabeza para mirar el camino por
donde habían venido y fue entonces cuando por vez primera pudo ver a su
perseguidor.
En los años que siguieron, El-ahrairah no quiso describir
nunca lo que vio y sólo habló de ello en una ocasión. Fue una vez que un conejo
le dijo: «Pero si vos visteis al Conejo Negro y hablasteis con él. ¿Cómo es
posible que aquello fuera peor?
-El Conejo Negro -replicó El-ahrairah- inspiraba reverencia,
una sensación terrible de indefensión, y el miedo a la perpetua oscuridad. Pero
no es perverso, ni cruel. -Y no quiso decir una palabra más.
Cuando la criatura espantosa y maligna apareció por el
sendero y los vio, El-ahrairah se lanzó al siguiente sendero, y Rabscuttle
corrió detrás. La salida estaba allí. Sin duda no la habían visto cuando
pasaron antes por aquel lugar.
-Estoy convencido de que esa salida cambiaba de sitio -solía
decir Rabscuttle-. Creería cualquier cosa de aquel lugar.
Una vez fuera, corrieron por la hierba, pero instintivamente
sabían que ya no los perseguirían más.
-No saldrá del lugar al que pertenece -dijo El-ahrairah.
No tardaron en ver a Hierba Verde silflay solo bajo las
últimas luces del día. Cuando los vio acercarse, pegó un salto y les lanzó una
mirada de incredulidad y de horror. Intentó escapar, pero El-ahrairah lo
atrapó.
-Así que por una vez no ha funcionado, ¿eh? -dijo-. Criatura
despreciable y mentirosa. Ahora lo entiendo. Ese ser perverso te ha permitido
vivir y te ha protegido de los elil para su propio provecho. Tú tenías que
mostrarte amistoso con cualquier conejo que pasara por aquí y animarlo a que
entrara en ese sitio, «para divertirse». Y entonces, cuando entraban, se lo
decías a tu amo.
El miserable de Hierba Verde no dijo una palabra. A todas
luces, pensaba que El-ahrairah iba a matarlo.
-Ya no podrás volver a hacerlo nunca más -dijo El-ahrairah
al cabo del rato-. Mañana te llevaremos con nosotros y buscaremos un lugar
donde puedas pasar el resto de tu vida como un conejo decente.
Hierba Verde partió con ellos al día siguiente, y lo dejaron
en la primera madriguera que encontraron. El-ahrairah nada dijo al conejo jefe
de la despreciable actuación de Hierba Verde, dijo simplemente que era
demasiado viejo para viajar con ellos. Nunca volvieron a saber de él.
FIN
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