Reseña
A principios de siglo XX, favorecido con una subvención estatal, Knut Hamsun emprende un viaje a través de una porción del mundo que le era desconocida: Europa oriental y próximo Oriente. Hamsun era ya un hombre maduro, tenía un pasado en el que había rozado la vida de cowboy en Estados Unidos, y tenía en su haber, nada menos, obras como “Hambre”, “Pan” y “Victoria”. En la crónica de viaje que desarrolla “En el país de los cuentos” se aprecia, por lo tanto, una mirada sobre las costumbres, los paisajes y los fenómenos más imperceptibles muy afín a la de aquellos libros de la primera época de Hamsun.
En suma, el relato comienza en San Petesburgo, con la llegada del otoño boreal, y finaliza con la travesía del Cáucaso, en Batum, más allá de Tiflis. Si uno tomara al pie de la letra la afirmación de Mark Twain de que no hay nada mejor que un viaje para conocer de verdad a una persona, Hamsun debió haber sido no sólo un pésimo acompañante para su esposa en esta travesía, sino además un hombre difícil, capaz del gesto de compasión más entrañable hacia un carnero o un caballo hallados en el camino, como de conductas francamente antisemitas.
El trayecto que va de San Petesburgo a Moscú ocupa poco menos de la cuarta parte del libro, y se resume en los pormenores de los viajes en tren. La atención de Hamsun da bandazos entre la descripción de la conducta de los judíos que se topa en lo vagones, las campesinas que observa a través de la ventanilla, comentarios acerca de los cosacos o una mancha de cera sobre su abrigo. El relato quizás se vuelva más profundo con el acercamiento al Cáucaso, cuando el tren queda atrás y hay que emplear el carro y los caballos de un caprichoso e indescifrable guía que, dicho sea de paso, le sacará a Hamsun el verdadero cascarrabias que tenía dentro. El recorrido por las montañas y sus pequeñas poblaciones será propicio para que surja una voz que los lectores de este autor reconocen, una voz o un ánimo similares a los del discurso de “Pan” o de cualesquiera de los pasajes de la “Trilogía del vagabundo”, y que se puede ilustrar con la secuencia: una felicidad perdida, irrecuperable + un aire de estar de paso + una necesidad súbita e indomable de acercarse a los otros + (y no en poca medida) un desengaño. De otra forma: el resabio romántico es inocultable, y la descripción del ánimo tras la contemplación de las cadenas montañosas con sus anfractuosidades desoladoras está un punto por debajo de las del Wordsworth del “Preludio”, ya que estamos. Y aunque este libro es denso en su relativa brevedad y posee hasta momentos de “suspense” cuando Hamsun descubre que está siendo perseguido por un investigador de la policía, lo mejor es sin duda la forma en que el escritor logra utilizar el viaje para realizar una interpretación cultural, en este caso la de la cultura rusa previa a la Primera Guerra y a la caída del zarismo. Temas tan recurrentes como la distancia, la desmesura o la suntuosidad rusas son tocados aquí y analizados dentro del enclave europeo, desde lo cotidiano a lo literario. Las ideas que desarrolla Hamsun, en la sala de lectura de un hotel de Tiflis, acerca de escritores como Tolstói, Lermontov, Pushkin, Dostoievsky o Turgueniev y su relación con el eslavismo o con la francofilia, revelan no sólo preocupaciones que siguen hasta hoy en día (basta con leer los ensayos de Orhan Pamuk sobre Dostoievksy a partir de la crítica del influjo europeo en “Memorias del subsuelo”), sino la nada prescindible capacidad que Hamsun tenía para leer y entender el estado de una cultura, y de paso dar alguna que otra lección literaria.
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