Dalmacio Genovese, considerado unánimemente como el mayor
escritor rosarino, nació, paradójicamente, en Corral de Bustos, pequeña
localidad distante pocos kilómetros de Rosario.
En 1947 se publica su primer libro, el que lo llevaría a la
fama, titulado La plaza López. El impacto que experimenta en ese momento la
sociedad rosarina ante el éxito de Genovese obedece, más que a las virtudes del
libro -que las tenía, y en cantidad- al hecho de que hubiese sido publicado por
la editorial Resplandor de Buenos Aires.
El reconocimiento de la Capital Federal
hacia un literato del interior era en aquellos tiempos un hecho absolutamente
inusual y digno de asombro.
“Para una ciudad acomplejada, como la nuestra -explica Toribio
Lucas Mansilla, pensador y psicólogo rosarino- el espaldarazo concedido desde
la metrópoli para alguno de nuestros vecinos es, lamentablemente, argumento
suficiente como para convertir a éste en un héroe, a la altura, por ejemplo,
del Teniente Agneta”.
Realmente Genovese llega a ver impreso su trabajo inicial
debido al hecho de haber obtenido el tercer premio en un concurso literario
organizado por la revista “Leoplán” de Buenos Aires. El primer premio estaba
destinado al género novela. El segundo al cuento, y el tercero a una franja
literaria un tanto indefinida que fue calificada por el jurado como
“Escritura”.
El texto, una exhaustiva y puntillosa descripción de todos
los árboles de la plaza López, podría emparentarlo con un ensayo naturalista o
un estudio botánico, pero no deja de tener rasgos de la mejor ficción. “Yo soy
el jacarandá -dice uno de los árboles descriptos, adquiriendo repentinamente
carnadura e identidad, a poco de alcanzar el libro la página 147-, el que te
brinda sombra y perfuma el aire que respiras”. Así, al correr de las páginas,
se van presentando el ñandubay, la acacia y uno de los ejemplares que se
convertiría enseguida en personaje central, el sauce llorón, que aporta una
nota triste y melancólica en el final.
¿Qué llevó -podemos preguntarnos nosotros ahora- a un
escritor joven como Dalmacio Genovese, a elegir como tema de su ópera prima la
descripción de la plaza López?
La explicación es en parte jocosa, vista así, a la
distancia.
Cuenta el notable literato, en un reportaje que le hiciera
la revista católica “La
Hostia ”, consagrada al estudio del catecismo, que la
plaza López fue el sitio donde pasó su primera noche en Rosario, ante la
imposibilidad de hallar albergue acorde con su disponibilidad de dinero.
“Yo era un joven pletórico de sueños y ambiciones -dice
Genovese en dicha nota-. Pero no traía dinero cuando llegué desde mi pueblo de
crianza, Corral de Bustos. Durante una semana dormí en la plaza López, cobijado
por la generosidad de una añosa higuera, tendido en un banco de mármol a quien
conté mis sueños de muchacho. La calidez del verano rosarino me permitió
transitar por ese primer periodo en la ciudad durmiendo a la intemperie”.
La crítica literaria rosarina recibió la publicación de su
libro con elogios efusivos. “Al fin un escritor -apuntó el profesor de Letras,
Damián Salgado, en ‘La
Capital ’- que se atreve a describir una higuera tal cual
es, llamando a las cosas por su nombre, a la rama, rama y a la horqueta,
horqueta”. Fluctuaba sin dudas sobre esa tajante aseveración del crítico, una
velada indirecta a aquella vieja higuera de patio, descripta en algunos ensayos
de Domingo Faustino Sarmiento y que molestara tanto a los herboristas.
Sin embargo el éxito, la fama, los mil y un saraos y
copetines con que se celebró en nuestra ciudad el suceso del libro de Genovese,
no pudieron evitar algunas opiniones adversas.
“Sabrán ustedes -se solazó el escritor costumbrista Alcides
Geromini, en una de sus habituales charlas en los salones del Jockey Club- que
el título original del libro de Genovese era La plaza López de Rosario. Y que
debió cambiarlo, quitándole las palabras ‘de Rosario’, por exigencia de los
editores. Estos buenos señores porteños calcularon que con esa definición
geográfica en la tapa del volumen, muy pocos serían los lectores que se
interesaran en él, dado que describía paisajes ajenos a la Capital. Así es
muy fácil arribar al éxito, mis amigos -concluía sus peroratas, irónico,
Alcides Geromini-: haciendo concesiones, cediendo ante las presiones de los
poderosos, transigiendo con los que mandan, arrastrándose como una rata de
albañal ante la conveniencia económica y los dioses del mercado. ¡Cuán distinta
es la conducta de algunos otros escritores de nuestra ciudad, como la de
Esteban Murrieta, aquí presente, que nunca ha accedido a publicar su libro en
Buenos Aires porque le exigen el pago íntegro del estampillado en el envío
postal de sus originales!”
Tampoco fue caritativo con Genovese el libelo anarquista
“Alborada”, del combativo barrio rosarino de Refinería. “Mucha descripción de
palos borrachos y jacarandaes -se enfada Damián Rabasa en su columna ‘Si se me
antoja’-, mucha pintura de acacias y paraísos, pero ni una palabra para el
drama de los crotos que pernoctan y viven entre la maleza de la plaza López.
Docenas de compañeros ferroviarios que han ido a parar allí, expulsados de sus
trabajos, que deben vivir la ignominia de la mendicidad y la convivencia con
felinos y roedores, y que no han recibido siquiera una mísera mención de parte
de este cagatintas títere de las clases dominantes”.
Genovese, parco, atildado, de permanente traje gris topo y
moñito, no entró nunca en la polémica ni en la controversia. Elegante, sabio
tal vez, prefirió omitir las ofensas y disfrutar su sorprendente popularidad.
Hay que consignar que no tenía más de 22 años cuando recibió tamaño impacto de
celebridad y reconocimiento. Sólo se dignó a consignar, como al pasar, durante
un reportaje en LT3, radio Cerealista, que “…el valor del relato, precisamente,
reside en lo que se omite, en lo que se deja de decir. La narración es como un
iceberg que sólo permite ver su pequeña cúspide, pero nos impulsa a imaginar un
enorme volumen oculto bajo las aguas. O como el camote, que asoma mínimamente
de la tierra mientras bajo ella perviven kilómetros de raíces y filamentos
nutrientes”.
Por aquel entonces, Genovese estaba muy influenciado por los
narradores norteamericanos, con sus lineales relatos que no abundaban en
explicaciones psicológicas, y abominaba de la línea sustentada, por ejemplo,
por Ilhan Desmond en su novela La granja de 1789 páginas de las cuales sólo
cuatro esbozan, superficialmente, el tema central de la obra.
Los casi 523 ejemplares vendidos en menos de un lustro le
abrieron al joven escritor corralense las puertas de salones y banquetes, de
reuniones y de homenajes.
Dos décadas debieron pasar para que el mundo de la
literatura recibiera su segundo y definitivo aporte, titulado El doctor
Elisaga. Durante esos veinte años se mantuvo aceptando invitaciones a cenar, a
almorzar, en oportunidades a desayunar o merendar, o bien escribiendo cortos
textos para tarjetas de casamiento o comunión, trabajos a los que accedía
debido a su constante contacto con las clases acomodadas.
Se dedicó asimismo a viajar, antiguo anhelo que lo perseguía
desde su infancia corralense y que lo trajera, justamente, a la segunda ciudad
de la república.
Viajó a Casilda, a Serodino, a Soldini, a Cañada del Ucle y,
en 1957, a
Monte Hermoso, a conocer el mar. “Me llevo en mis oídos -garrapateó sobre su
cuaderno Gloria, en aquella oportunidad, volviendo en tren desde la ciudad
balnearia- una infección notable producto del agua salada. Se me introdujo en
el tímpano de forma tal, que por mucho tiempo guardaré en mi cabeza el
acompasado rumor de las olas”.
En tanto, según sus declaraciones a la revista “Ecos” de
Rosita Angelócola de Menchaca, tomó apuntes, anotó ideas y fue elaborando la
consumación del nuevo libro.
Se equivocó, tal vez, al pensar, que la memoria de los
editores porteños era eterna. Cuando en 1964 viajó a la Capital con la
intención de entregar a la editorial Resplandor su flamante obra, halló que don
Benigno Cátulo Hernández, el gerente general que le publicara La plaza López,
había muerto hacía ocho años. Que su lugar lo ocupaba un petulante joven
catamarqueño con ínfulas de intelectual. Que la colección “Autores ignotos”
-donde él fuera incluido- ya no se editaba. Y que el señorial edificio de la
editorial había sido derribado, pasando ahora por ese predio, caro a sus
sentimientos, una ancha avenida surcada por cientos de vehículos propulsados a
nafta. Algo acongojado, derivó entonces por distintas editoriales presentando
su trabajo, comprobando, con creciente amargura, que nadie lo recordaba.
Adjuntaba a su carpeta, para certificar su prestigio, una foto suya junto al
célebre escritor español Álvaro de la Serna , tomada en
un ágape en el Centro Navarro de Rosario.
Incluso fue recibido en editoriales como “El Estadio” -que publicaba la revista deportiva
“Pelota”-, donde no sólo desconocieron al literato hispano sino que, además, lo
confundieron con el jockey uruguayo Simbad Isidro Marini.
“El resplandor de la fama -escribiría entonces Genovese en
una encendida carta a su tía Aurelia, y haciendo un interesante juego de
palabras con el nombre de la editorial que lo catapultara- dura lo que perdura
la luz de un fósforo de cera”. Cabría consignar, para ubicarnos en el tiempo,
que se vivían épocas de asombrosos cambios tecnológicos y que el fósforo de
madera, por ejemplo, estaba siendo reemplazado por el de cera.
Decepcionado, amargo, Genovese retornó a su ciudad.
Era enero de 1966. Pero Rosario, en cambio, no lo había
olvidado.
“Solo, sin compañía alguna -se asombraría por esos días
Genovese, en otra carta a su tía Aurelia- el doctor Elisaga se aventuró en mi
laberinto auditivo, sin saber dónde lo conduciría, sin conocer a ciencia cierta
cómo saldría de él. Cuatro horas tardó en hacerme el último estudio y, aunque
el doctor Elisaga se negó luego a reconocérmelo, apostaría a que estuvo
extraviado por largo tiempo en mi sinuoso conducto”.
Elisaga, sin embargo, conocía mucho de laberintos y
vericuetos, ya que pasaba sus descansos veraniegos en la cordobesa localidad de
Los Cocos, famosa por su laberinto de ligustrina.
También esos descansos se reflejarían en el libro de
Genovese, quien no sólo se explayó sobre los logros médicos y sociales del gran
profesional en el arte de curar, sino que también abundó en la búsqueda de sus
costados más humanos y terrenales.
El mismo Elisaga, vale puntualizar, fue enormemente amplio y
generoso ante el entusiasmo del joven escritor, abriendo su casa, su
consultorio y su quirófano a la curiosidad inquisitoria del muchacho.
En más de una oportunidad, Genovese, de impecable traje gris
topo y moñito, cuaderno Gloria en mano, asistió a complejísimas cirugías del
corazón o el bazo, con la intención de tomar apuntes.
En dos ocasiones -confesaría años más tarde a su amigo
Marcial Velázquez, en el bar Eret- no pudo evitar desmayarse ante lo cruento
del espectáculo. En una de ellas, debieron suturarle de urgencia un profundo
tajo que había sufrido en la frente al caerse redondo sobre la camilla de
operaciones, sin sentido.
“Heridas de guerra -banalizó Genovese, amable, a la prensa-
casi obligatorias si uno se compromete con el trabajo que ha emprendido”.
El libro Doctor Álvaro Elisaga Condarco. Una vida dedicada a
la ciencia se presentó el día 25 de marzo de 1967 en los altos del Club del Buen
Pastor Alemán, de Servando Bayo al 2000, ante una verdadera multitud.
Y fue el principio del fin para Dalmacio Genovese. En el
capítulo XII, dedicado a los hobbies, amores y pasiones del facultativo, donde
se hace mención a su cariño por la filatelia, la cría de palomas mensajeras, la
lectura de viejos textos en latín y la pasión por las óperas de Giacomo
Puccini, Genovese no hace omisión de la particular amistad que unía a Elisaga
con Elena Acosta, una madura y eficiente enfermera del Hospital Italiano.
Describe, casi con sorprendente ingenuidad, escenas de
trabajo donde el doctor y su asistente aprovechan para entrelazar sus manos
dentro del vientre de los pacientes durante las cirugías, con la excusa de las
exploraciones intestinales. Comenta como al pasar largos encuentros de Elisaga
y la Acosta ,
dentro del cuarto oscuro de revelación de radiografías.
Y revela, precisamente, cómo la enfermera correntina
reemplazó a último momento, como compañera de viaje, a un notorio nefrólogo
rosarino que debía secundar a Elisaga en un congreso en San Pablo.
También aclara Genovese que el congreso no había durado dos
semanas sino dos días y que Elisaga y su acompañante no habían permanecido en
San Pablo sino que se habían trasladado a Angra dos Reis.
La ciudad estalló de furia. Ajena a la evaluación de las
virtudes narrativas del libro, se quedó sólo en el rumor pequeño y la
maledicencia pasajera.
No prestó atención a la formidable acumulación de datos
sobre los méritos de Elisaga y sus notables logros profesionales. Rosario,
provinciana, rural, pareció sólo reparar en la anécdota minúscula y la
comidilla vana. O exageró un irrelevante error de Genovese, quien confunde el
gentilicio de Elisaga, nacido en Funes, y en lugar de denominarlo “funesino”,
pone “funesto”.
Hubo gente, incluso, que sólo leyó las tres páginas
destinadas a la amistad profesional de Elisaga con la Acosta y creyó
que con eso le bastaba para edificar una diatriba.
Como Nora Tasisto de Elisaga, esposa del facultativo. “Jamás
un libro me ha dañado tanto -aseveró, dolida, ante una amiga del alma en el
paddock del hipódromo del Parque Independencia en ocasión de un Gran Premio
Ortiz de Guinea- ni me ha herido tanto el corazón, como este libelo publicado
por Genovese”.
El escritor, confundido un tanto por las críticas que se
elevaban por doquier, creyó en un primer momento que las palabras de la señora
de Elisaga podían implicar un elogio encubierto, un reconocimiento a un texto
incisivo y emocional.
Supo que no era así cuando le fueron cerradas las puertas de
la mansión del médico, las del quirófano e incluso las de las más respetables
casas de la ciudad.
“Me he convertido en un escritor maldito, Aurelita
-escribiría nuevamente a su tía, a comienzos de un desolador 1968-. Ahora sé lo
que habrán sentido Rimbaud, Céline, Quevedo, Baroja y otros tantos colegas
repudiados por sus contemporáneos. Soy un paria, Aurelita, que pago las culpas
de no callar la verdad y de desenmascarar la mala praxis del sistema”.
A mediados de 1977, Genovese hace un último intento de publicación,
cuando presenta a la editorial Clarete -empresa cautiva de la afamadas Bodegas
El Globo- su libro de poemas arrítmicos titulado Vergel. Es rechazado, no sólo
allí sino en todas partes donde se apersona.
Es más, comprueba que su residencia en la ciudad está
tocando a su fin, cuando no halla médico alguno que lo trate de su problema en
el oído. El agua salada que invadiera su tímpano derecho en Monte Hermoso, con
el tiempo y las compresas calientes se ha evaporado, pero dejando una formación
salitrosa, una excrecencia, lo que los otorrinolaringólogos denominan “salar
medio”, que termina con el escaso nivel de audición con el que Genovese contaba
en ese órgano.
Genovese tiene 48 años y está parcialmente sordo. Es más,
comienzan a llamarlo con sorna, el Sordo Genovese. A esas chanzas él casi no
las escucha. “Pero puedo oír mis voces interiores -admite, dolido, en charlas
con amigos íntimos, los pocos que le quedan- y esas voces me dicen que debo
irme de la ciudad”.
Decide, entonces, retornar a Corral de Bustos. Se siente
viejo, derrotado y enfermo. El maltratado laberinto auditivo presenta ya el
temido “Síndrome de Ménière”, que le hace perder en más de una ocasión el
equilibrio y el sentido de la orientación. Tres veces procura volver a Corral
de Bustos y termina en Santa Rosa de Calamuchita. Por último, en junio del
1982, atina a retornar a su ciudad de crianza, sumido en la pobreza y el
anonimato.
Muere en 1984, muy lejos de los fastos y el boato que lo
rodearan en sus momentos de gloria. O tal vez haya sido en 1985.
FIN
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