Como novela de misterio, como novela psicológica, como retrato de personajes, como documento maestro sobre cómo escribir una novela, y no necesariamente una novela criminal, sino una novela a secas, El crimen de Orcival es un libro de diez. No es de extrañar que Émile Gaboriauesté considerado -si bien no entre los lectores de lengua española, entre los cuales es bastante desconocido- uno de los padres fundadores de la novela policíaca moderna. Pero constreñir esta obra maestra a sólo eso es hacerle una profunda injusticia. Y ahora, de la mano de dÉpoca y a su preciosa edición en tapa dura e ilustrada, lo podemos comprobar por nosotros mismos y reparar esa injusticia.
El crimen de Orcival se considera -y es- una novela de misterio, una novela de misterio intrigante, con suspense, equívocamente -y majestuosamente, gloriosamente, hermosamente- sencilla. Pero sería una pena que perdiera lectores por el encasillamiento -la mayoría de las veces, necesario- en uno u otro género. Porque El crimen de Orcival es una novela magnífica, si por novela entendemos una fábula -una mentira que sirve para contar una verdad- erigida sobre los pilares de unos personajes totalmente creíbles, totalmente humanos, totalmente multidimensionales, totalmente vivos a través de los años, las décadas y los siglos. El crimen de Orcival, es, en síntesis, una lección de escritura que versa sobre cómo deben construirse y manejarse unos personajes. Se dice que quien tiene unos personajes sólidos, verosímiles y humanos ya tiene la novela hecha, y es cierto; al leer El crimen de Orcival se comprueba con toda naturalidad.
Y eso que no estoy pensando, al escribir estos párrafos, en el inspector Lecoq, curioso y folletinesco policía en cuya elaboración, es de sospechar, Émile Gaboriau tuvo muy en cuenta los gustos de la época y los héroes que el pueblo había elegido como tales, aunque no estuvieran totalmente -ni medianamente- libres de mancha. (Quien quiera ahondar en esto lo tiene muy bien explicado en el prólogo.) No. Estoy pensando en los verdaderos protagonistas de la novela: el conde y la condesa de Trémorel, Clément Sauvresy, el padre Plantat, Jenny Fancy. No, no hace falta que se queden con estos nombres; hagan algo mejor, lean El crimen de Orcival y los recordarán fácilmente, porque serán para los amables lectores tan reales como la persona que tienen sentada al lado, o casi.
Émile Gaboriau hace magia en sus páginas. Consigue dotar de tal profundidad y veracidad psicológicas a sus personajes, que agarran al lector de las entrañas, del corazón, de la mente, y no lo sueltan. ¡Qué agudeza, qué elegancia, qué ojo clínico, qué conocimiento del alma humana demuestra nuestro buen autor! ¡Y qué oportuno su lenguaje, qué preciso, qué hermoso, y qué devastador al mismo tiempo! Por El crimen de Orcival desfilan los más bajos instintos, lo peor del alma humana, la debilidad, la cobardía, la infamia, el engaño, la traición en su forma más ruin y menos fastuosa (porque hay pecados que pueden ser fastuosos en su expresión y espectaculares en su ejecución, pero, aunque muy efectista, ese tipo de manifestación es la que menos convence al lector, precisamente por su lejanía con respecto a la realidad, mucho más prosaica y despreciable cuando de expresar la bajeza se trata), y también la pasión, la valentía, el sacrificio, la inteligencia llevada a su máxima expresión. Todo ello narrado y contado con épica pluma, desbordada de talento o, podíamos decir, incluso de genialidad; sí, digámoslo sin ninguna vergüenza: genialidad.
Genialidad que holla la cima cuando resta aún un cuarto de libro para llegar al desenlace, y no digo más para no arruinar nada, pero estoy segura de que el lector sabrá perfectamente a qué momento de la novela me refiero. A partir de ahí -todo diez humano es un diez no exento de imperfecciones-, lo que era novela de drama psicológico se convierte en thriller, en novela romántica-aventurera-folletinesca, no sin gracia, no sin encanto, no sin diversión, aunque distinta, más delgada en su portentosidad, quizá cansada ya de tanta brillantez. ¿Y qué? Bien merecido tenía nuestro buen autor un relajo después de tantas páginas tan bien escritas, y de todos modos el tramo final resulta plenamente satisfactorio y se lee con avidez y con alto sentido del disfrute.
Una novela que hay que leer, en una edición muy bonita, con ilustraciones muy oportunas e ilustradoras sobre los personajes, valga la redundancia. Y con un trastrueque de consonantes: si en un punto del libro se escribe “mayas” por “mallas”, en otra se ha redactado “rallado” por “rayado”. Pero en fin.
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