Desde la caída de los oméyas, el centro del califato musulmán se había desplazado hacia la Mesopotamia y el Irán, de donde sacaban sus fuerzas los nuevos señores, que por su fundador, Abul Abas, se llamaría abasidas. Al cabo de algún tiempo los nuevos califatos emprendieron la fundación de una nueva ciudad que debía ser la capital del vasto imperio, Bagdad, a orillas del Río Tigris. La organización del califato se calcó sobre las viejas costumbres persas. Contribuyeron a ello, especialmente, los funcionarios de la nueva burocracia, provenientes de las viejas familias iraníes, que llegaron a crear castas hereditarias, especialmente una en cuyo beneficio se hizo el cargo de visir, con lo que buena parte del poder volvió al pueblo antiguamente sometido.
En España, el emirato de Córdoba alcanzó su mayor desarrollo en la época de Abderramán III (912-961). Hasta entonces los oméyas españoles se habían resistido a quebrar definitivamente la unidad del califato, acaso porque esperaban conquistarlo apoyándose en su legitimidad. La declinación del califato de Bagdad comenzó a fines del siglo IX, por la creciente influencia que alcanzaron las fuerzas mercenarias que constituían el principal apoyo de los califas. La pérdida de algunos lugares estratégicos contribuyó a acelerar la declinación de los emiratos musulmanes, que constituyeron fácil presa para un conquistador de envergadura, Saladino, de origen kurdo, que se apoderó del Egipto usurpando el poder de quienes lo habían llamado para que los sirviera. La España musulmana iba a convertirse en el país más importante de Occidente y también de todo el mundo musulmán: en cierta medida un segundo polo de su civilización. Esto lo debió evidentemente a la mayor diversidad de su población y a sus recursos relativamente considerables.
La población era conocida por al-Andalus que comprendía toda la España musulmana, estaba compuesta por árabes, establecidos sobre todo en las ciudades; por beréberes, por lo general campesinos en las zonas montañosas y por autóctonos, a los que hay que añadir los esclavos importados. Los autóctonos eran evidentemente los que componían la mayoría de la población, no distinguiéndose entre ellos a los visigodos o suevos de los ibero-romanos con los que aquéllos se habían unido. Una gran parte de ellos se convirtió con rapidez: que entonces eran conocidos como muwallad, nacidos a menudo de matrimonios mixtos y que en el siglo X ya no se distinguían de los musulmanes de origen árabe puro.
Muchos en torno a la antigua metrópoli de Toledo, siguieron abrazando al cristianismo y viviendo en unas condiciones que indicaban una tolerancia mucho más marcada que en Oriente. Muchos de los españoles que seguían siendo cristianos eran biculturales y a éstos se los conocía con el nombre de mozárabes, cuyo papel de intermediarios culturales sería de gran importancia para la Europa.
Los judíos que, maltratados por el régimen visigodo, habían acogido favorablemente la conquista árabe completaban este mosaico cultural.
Esta civilización se caracteriza por tener una indudable personalidad y, a la vez, por la importancia fundamental que en ella tienen las referencias al Oriente. No hay duda que la agricultura, aún sin haber sufrido una revolución de su pasado romano, se benefició de la introducción de especies nuevas, del desarrollo de las obras de irrigación, de la clientela de las ciudades; datan principalmente de la época musulmana las huertas andaluzas y las norias de los grandes ríos, además de la originalidad de su literatura agronómica hispanoárabe.
Eran famosas las minas de plata (había algo de oro), de plomo, de hierro, de estaño, de mercurio, así como algunas canteras de piedra noble y las pesquerías de coral y de ámbar. Las ciudades se engrandecieron y entre éstas Córdoba -la nueva capital que reemplaza a Toledo- llegó a ser una auténtica metrópoli, afirmada por un palacio y una mezquita famosos, y donde una población heterodoxa aprendió a combinar las modas orientales con las tradiciones y encantos de la vida del al – Andalus.
A la cabeza de todo esto figuraba un soberano que hasta entrado el siglo X, tuvo el título de emir, comendador, que sin reconocer de hecho al Califato abbasí, evitaba proclamar la escisión de la comunidad y agudizar los posibles conflictos.
A consecuencia de la desintegración del Imperio Romano y del surgimiento de Bizancio, el centro espiritual de Eretz Israel se trasladó al cercano Oriente, evitando en esta forma las fricciones. Es así como surge una vigorosa comunidad judía en Babilonia y también como se crean cuatro nuevos centros espirituales: El Cairo, el Norte de África, el tercer centro fue establecido en Narbona (Germania) para el judaísmo ashkenasita y por último el cuarto fue el centro espiritual judío más famoso de España: Córdoba.
El alto nivel cultural del centro espiritual judío en Córdoba era a la vez paralelo al de la ciudad. Córdoba que contaba en aquella época con más de un millón de habitantes y sesenta mil edificios, ochenta colegios y tres universidades, una biblioteca con setecientos mil volúmenes manuscritos. Todo esto fue fundamental para el máximo esplendor de la época.
(Esefarad.com)
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