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25 de marzo de 2024

EL TRONCO

 

 

El cordero agonizaba en el valle. Bajó el águila azulada de la sierra, y le devoró uno de los ojos, el que miraba al cielo. Limpiase el pico curvo en la lana tenue, lanzó una nota estridente y remontase de nuevo a los picachos. Otra águila le salió al encuentro, y se trabó la lucha. Algunas plumas cayeron al suelo. Luego se apartaron por distintos rumbos. En tanto, una oveja con gusano en el cerebro se acercó al cordero moribundo, y se puso a dar vueltas sin cesar ni descansar, con la cabeza airada y la colilla tiesa.

Cruza una carreta hacia el paso del arroyo tirada por ocho bueyes entre barrosos y yaguanés. El conductor viejo, montado en un cebruno flojo, va somnoliento.

El criolla de ojos negros muy vivos, arrollado en el tronco de la lanza, le grita: ¡Taita, la zanja es honda! El viejo se endereza en el recado, rezongando:

¡vuelta güey! Pero el vehículo estaba a los bordes, y cayó a la zanja pantanosa. Maniobró la picana, se alzó la voz enérgica, y después de un vaivén enojoso, la carreta arrancó con las pinas crujiendo. El criollito silbó un triste, poniendo los dos pies desnudos en la lanza y las rodillas en el rostro. El viejo arrojó un terno entre un bostezo, y dijo: ¡siempre peludeando!

En tanto se abaten los negros tordos y los pechos amarillos en el cardizal ardiente, y asoma la gama su airosa cabecita entre las altas hierbas allá en el fondo del llano, como atenta a extraño ruido, relincha con imponente brío un semental criollo y se precipita en frenética carrera a la loma del flanco, que traspone en un segundo y vuelve en el acto con la crin ondulante y el copete encrespado arremolinando una tropilla de ventrudas, reacias al esquilón de la madrina. Ora enseñando los blancos dientes o dilatando las narices, ya enarcando el cuello o dando una corveta, compele a su grey y la lleva al trazo de gramilla; se para de súbito, arroja un pequeño gruñido felino, y se pone a pastar. De pronto, una de la grey se aleja demasiado de la ronda. El potro se pone en tres saltos junto a ella, y pagó caro el delito de insubordinación… La victima se doblega; y la madrina mira aquello con aire de idiota, tal vez cansada de esos caprichos y celos formidables.

Un poco apartado, cerca de un rancho pobre, muy negro y ya de paja incolora, una menor con la pollerita levantada y las rodillas al aire, parecía recoger huevos bajo las totoras. Seguía  un mastín con paso tardo y paciente. Cuando ella se detenía mucho en sus afanes, el perro se echaba. Luego, proseguían una y otro su marcha de rodeos. Algo debía haber encontrado, aunque fuesen huevecitos de ratonas, porque de vez en cuando se detenía como a contar lo que llevaba en el ahuchado del vestido. El perro, por esta vez. se le había alejado un poco y olfateaba. De pronto delante de la niña, de una mata espesa, salió corriendo un lagarto gris verdoso. Cerca había una sombra de toro, una de tantas avanzadas del bosque contra el pampero, y a él se dirigió el reptil con su apéndice en alto. Allí estaba la cueva. La menor dejó caer toda su carga, y se lanzó tras él con pasmosa rapidez, pero no tanto que no llegara al mismo tiempo que el mastín, bulto enorme a su lado. El lagarto, en un tropiezo sin duda perdió ventaja, pues aunque ya con todo el cuerpo en el escondrijo, fue asido de la cola por la pequeña. El perro coadyuvó sin pérdida de segundo, y mordió en el tronco. La criolla se quedó con el apéndice en las manos, que se retorcía como una culebra. Fuese riendo, con las greñas en las mejillas. El mastín la siguió breves pasos; se detuvo; volvió sobre ellos, como avergonzado.

olió largo rato al pie del árbol; introdujo el hocico en la covacha, movió de uno a otro lado la cola; y al fin se acostó frente a ella. con la cabeza entre los remos y los ojos fijos en el mísero hogar de la presa mutilada y perdida.

Una banda pequeña de ñandúes cruza por el médano que está a media cuadra del paso del arroyo, y a un costado del camino. El médano es un reducido círculo amarilloso en medio de dilatadas verduras, y en su centro mismo hay algunos Aranzaes y malezas solitarias, como si la costra fecunda del subsuelo protestara contra la aridez de las arenas. Los ñandúes marchan tranquilos. Pero, de improviso, dos o tres levantan a modo de árganas los alones mostrando el abrigo interno blanco como la espuma, y emprenden a saltos la fuga. Las demás corredoras se separan del sitio por opuestas direcciones, y alguna brinca con los pies juntos, cual si el peligro no diera tiempo a desplegar los nutridos plumeros. Más de una víbora de la cruz. dormitando en la arena caliente, que empolla el huevo del yacaré, ha alzado su chata cabeza y vibrado la lengüeta, al sitio melancólico de esas aves hijas del cuma, tan similares en sus hábitos de libertad salvaje a los del primitivo gaucho vagabundo.

Se van muy lejos, y el sol se acuesta. Las sombras bajan al valle. La noche, una noche límpida, serena, de inmensos doseles azules tachonados de solos infinitos, trae con su majestad solemne el don de la calma, del silencio y del reposo que esparce en las sierras y en los llanos con sus luces y rocíos.

Los grandes rumores han cesado. Los que se perciben no perturban: bajo diapasón de patos silvestres, tertulias de gallaretas, aleteos entre el ramaje, y el armonioso acento del zorzal, que se alza como un himno a las estrellas, vibrante en los aires, llena de dulce encanto los ribazos sombríos.

 1974 Reeditado por Paya Frank @Blogger


LA HIEDRA Delfina Acosta

 


 


 lenando los vasos y las botellas de los bebedores que en torno a las mesas se miran tontamente, como suspendidos del palo mayor de un buque, gritando a la camarera, quien se escurre rápidamente con su bandeja por la puerta de la cocina. El río ya ha subido bastante, pero ellos parecen ignorarlo ocupados en la pronunciación correcta del nombre de un animal. Nunca sabré quienes son, mas sé que llegarán a sus hogares alegremente, y bien pasada la medianoche, y que no tendrán que hacer prodigios para alcanzar sus puertas, sus lechos, sus heladeras porque la hiedra no ha tocado su existencia todavía.

*

Marzo, 15: Me invade un irreprimible sentimiento de angustia. Las especies animales se defienden como pueden del avance de la hiedra, pero, he aquí que descubro un gato flotando en las aguas de mi aljibe; su blanca piel de muselina ha sido engullida por la increíble voracidad de aquella cosa. ¿Retornará al mundo mineral?

La gente sigue acudiendo a sus trabajos (los periodistas a los

sucesos, los dramaturgos a los escenarios) satisfecha con el fervoroso llamado a la actividad propalado por la radio; no entiendo el irreversible curso de los acontecimientos y acompaño con aplausos y mucho optimismo el tranquilo panorama de la ciudad todavía en pie.

Si los empujones de la hiedra me llevan a saltar dos líneas o a escribir al margen de este diario, solamente yo lo sé, y espero vivir para contárselo a un amigo prudente.

*

Marzo, 16: Porque yo no estoy loca. Tengo una réplica muy poderosa para hacer callar las razones de quien pretenda hacerme creer que confundo la realidad con las novelas y películas de terror. Me encuentro saludable y hermosa. No tengo más hábitos ni costumbres que cualquiera de las mujeres que van a los mercados a olfatear las frutas y las verduras.

Y sé tanto como aquella robusta dama que después de demorar largo rato a la fila de compradores, se dispone a pagar el precio exacto de seis cebollas engarzadas. *

Abril, 30: La consulta con el Dr. Alonso resultó sumamente provechosa. Haciendo un esfuerzo para no discutir con la enfermera que intentaba reírse de los soplidos que yo lanzaba a las hojillas de hiedra que perturbaban mi visión, él me habló sobre aquellas cosas de la vida, el amor y la muerte que dirigen el destino de los desprevenidos. Permito que me contradiga hasta donde yo puedo adelantar el engaño que, sutilmente, le voy tejiendo en cada tramo de la conversación. A veces hablamos al mismo tiempo y terminamos riendo alegremente hasta que suena el teléfono, y adiós, la cita se acabó por el momento, hasta luego o hasta siempre. Le prometo regresar siempre que la hiedra me permita hacerlo. Ambos sospechamos que sus honorarios son muy elevados, pero el temor de avergonzarnos mutuamente nos impide abordar el tema con la dulzura necesaria. A veces... (el resto es harto confuso).

*

No puedo evitar sentir piedad por las parejas de enamorados que preparan sus bodas con gran entusiasmo, y además hacen cálculos sobre el sexo de los hijos que vendrán..., como si no supieran que la hiedra no les dejará llevar a cabo tan siquiera uno de sus propósitos. ¿Venganza? Qué fiasco tremendo para los novios, sentir su virilidad empequeñecida dentro del propio apelotonamiento de la hiedra.

La muchedumbre cree sentirse estrujada por los turistas, en la calle, sin ver ni entender que hay todo un bloqueo obrando sobre sus miembros y pensamientos. Este sistema parecido al de la fuerza de luna sobre el mar, busca llevarse el corazón abierto de la gente. Y de todo cuanto gira y revolotea a su alrededor.

*

Julio, 15: Ha ocurrido lo inevitable: la hiedra se apiñó con fuerza destructora sobre la reserva viviente: hombre, arbusto y animal. Creo que solamente seguimos con vida el Dr. Alonso, la enfermera y yo. Para una complacencia que no he buscado pero que se me da, al fin de cuentas. *

Observo el rostro de mi enfermera invadida por la hiedra. Ella pasa un húmedo pañuelo por sus voluminosos libros de psiquiatría actualizada apilados en los estantes de madera; a veces tantas con la voz deformada por las corrientes de aire que sacuden las hojillas de su rostro. Quiere hablarme, pero apenas escapa de su boca un aturdido cloqueo de gallina. Yo me río. Es tan divertido observar cómo ella toda se transforma, ahora, en hiedra, abundante hiedra, y el doctor pasa a su lado con la indolencia aparente de los que tienen mucha prisa, y finge no ver nada. Clarisa (así se llama la enfermera) indica que dé dos golpes de puño a la puerta del consultorio y pase adentro. Pero Clarisa debería percatarse de que ya estoy libre (la hiedra dejó mi cuerpo para pasar al suyo). ¿No resulta evidente que estoy sana?

FIN

 


EL EQUILIBRISTA Delfina Acosta


 


 

No se habían casado. Concepción tenía setenta años y Magdalena setenta y cuatro.

Lo que se dice noviazgo, jamás conocieron, pues cuando fueron mozas eran de tener vergüenza. De modo que Concepción, quien a los quince tenía la misma longitud de su cama y lucía una dentadura perfecta, no se dejó besar por hombre alguno. Su madre le había asegurado que después del beso llegaba el apocalipsis, el fin de los cuerpos celestes en la bóveda azulada. Esas cosas se estila contar a las niñas.

A Magdalena un hombre le respiró en la cara. Cayó confusa sobre la sombra masculina ante el olor del aguardiente, de la destilación espiritosa del vino.

El marinero le decía profecías. Magda, al escucharlo, sabía que le estaba mintiendo, pero se dejaba mentir, pues nunca nadie había faltado a la verdad, bajo juramento en nombre de Dios, por ella. Le habló de sus días en el mar, de sus noches eternas, oscuras, sumergidas en salmuera, y le recordó su soledad abrumadora, tumbado siempre sobre el espinazo, sobre la cubierta del barco, sin ver a una estrella caer.

Le juró que ella era como una estrella cayendo del cielo, pues lo dejaba así, en estado de suspenso. Y agradecido al cielo de su suerte.

Después de aquel breve romance pasaron muchos años solitarios.

Ahora ambas tejían, junto a la ventana. Y viviendo de la vida de los demás.

De vez en cuando pasaba una persona por la calle y era como si alguien se matara y el estampido del tiro de revólver sonara detrás de la misma puerta.

Se levantaban, entonces, apresuradamente, y fijaban sus ojos llenos de curiosidad y de atrevimiento en el personaje callejero.

-Pero si es Benito.

-No deberían dejarlo salir todavía.

-Tal vez fue sólo un invento de su tutora que un rayo cayó sobre su cabeza. Anastasia quiere tener encerrado al joven durante toda la vida.

-Si el pueblo llegara a saber alguna vez cuánta gente encerrada hay en su casa se indignaría grandemente.

-Nosotras mismas vivimos en una prisión. Cuarenta años tras los barrotes de la ventana, viendo al pueblo pasar.

-A paso de gente vieja.

-De gente vieja y enferma.

Mientras hablaban, un gato angora, instalado dentro de una cesta de varillas de sauce, jugaba con un carretel. Como al descuido, dejaba caer sobre ambas mujeres sus ojos relampagueantes. Dumas se llamaba y era muy mimado por Concepción, quien lo tenía por inteligente; en una ocasión se había tumbado sobre la alfombra de lana haciéndose el muerto durante tres días y tres noches. Repitió el acto en cuatro oportunidades más. Encogía las patas y adoptaba la parálisis patética de una cucaracha muerta para despertar desconsuelo; las hermanas le hacían el juego diciendo: “¡Pobre Dumas. Tan bueno que era; pobrecito; ya no vive más!”

Concepción solía comentar que, aunque el minino jugaba con las pelotas de espartos y cordones, no hacía otra cosa sino prestar atención a su conversación, guardando las historias de la gente en la picazón de su conciencia.

El viento soplaba con fuerza en la calle.

Se creería que un hombre silbaba al pasar.

Pero nadie pasaba.

Y si alguien pasaba, se cubría acaso con su propia sombra, para guarecerse de ese sol abrasador que obligaba a la gente a quedarse metida en su casa.

Ni un alma.

Solamente la vacilación de las sombras en los caminos de arena y los estorninos que a la primera cuenta del aullido de los árboles gibosos se largaban a volar en dirección al alambrado eléctrico.

Magdalena pronunció el nombre de la señora Amparo.

Era ella una mujer triste, que no hubiera querido engañar a su esposo, aunque él le llevaba veinte años y a menudo se hallaba entrando y saliendo de las posibilidades de coser un sastre a la medida del cliente, lo que le costaba cálculo y desesperación.

-Pobre Amparo, pobrecita; murió tan mal - suspiró Concepción.

-¿Qué locura es esa de decir que ha muerto? Vive. Es una mujer descocada. Se cuenta que está enamorada de un poeta. Y claro, el poeta le escribe cosas raras haciéndole sentirse hermosa. Quien confía en la palabra de un poetastro termina creyendo que es bella, así, tal cual dicen los versos del soneto con estrambote, o sea, blanca con los ojos renegridos como la noche gitana y las mejillas rozadas por los pétalos del cuarango. Tengo miedo de los poetas.

Meten la bruma en la sala, en la cocina, en el patio, en el comedor, en todas las habitaciones de la casa. Son gente enferma y diestra en disimular su tos. Comen como pájaros hambrientos. No hay que invitarlos a cenar jamás.

Yo sólo cumplo con escribir.

Concepción insistió diciendo que Amparo había muerto hace tiempo. Incluso recordó la fecha de su deceso. Esa insistencia provocó la ira de Magdalena quien dejó la bufanda de lana que estaba tejiendo sobre el sillón y se acercó violentamente a la ventana.

El viento soplaba con más fuerza en la calle.

-Pues mírala. Está allá, frente a su casa.

-Si tú lo dices. Ya sabes que tengo los ojos muertos y la memoria sin color.

-Parece lista para ir a alguna parte. Se ha puesto un traje enterizo escotado, de apariencia azul. Su sombrero está por volar lejos; una tormenta de arena ha caído sobre ella.

Amparo era de salir - siempre - bien vestida y con un abanico de sándalo. Casa adentro solía ponerse esas batas grises que usan las mujeres con catarro y fiebre. Pero apenas ponía un pie en la vereda, sorprendía a los vecinos, pues la luz envolvente del sol estallaba en su blanca espalda descubierta y el viento levantaba su pollera.

El sastre vivía rodeado de perros; eso la fastidiaba.

Se sentía enojada con aquellos animales flacos, sarnosos, con el alma afuera, que iban corriendo tras los ladridos de los demás y sabían el mandamiento:

“¡Te digo que te calles !”, aunque hacían como si no lo escucharan, pues cuanto más se los mandaba a callar más se echaban a ladrar.

Su marido hablaba con las bestias; movían las colas cual si fueran campanillas de Epifanía.

Moisés, el ovejero de los ojos atravesados por las nubes, se solía tumbar sobre el piso quedándose quieto como si estuviera muerto durante un día; había aprendido a pasar la pata bajo el entrenamiento de su amo; luego, lo de hacerse el difunto, corrió por su cuenta.

Blas mimaba por demás a los canes. A ella le daba los huesos pelados, es decir, una conversación flaca, pálida, ojerosa, aunque atenta y considerada en algunos que otros párrafos. Por ejemplo: “¿Te has dado cuenta, querida, que el clarinetista se ha calmado, pues ya deja dormir a la vecindad por las noches?”.

Amparo buscó el amor en un equilibrista. Vale decir que desde el vamos, se jugó por un romance rajado por el peligro.

Vestida con un conjunto verde de corte clásico, había ido durante varias noches al circo para reír de los payasos que jugaban a resbalarse en la niebla del talco, del silicato de magnesia.

Los artistas caían y se volvían a levantar para ese público triste, para aquellas mujeres de miradas que se prendían y se apagaban con debilidad, como un quinqué viejo, para aquel pueblo que aguardaba año tras año, con un boleto en la mano, el inicio de la función, como se espera un tren que ha de dar la vuelta entera al mundo regresando al punto de partida en sesenta minutos.

Amparo se divertía observando a los enanos disfrazados de gnomos. Pero luego, al ver al equilibrista arriba, tan arriba, caminando sobre una cuerda, sin red alguna debajo, empezó a amarlo.

Rogaba al cielo que no fuera a estrellarse contra la pista. Sus compañeros lo llevarían rápidamente a un sitio sin luz para evitar un espectáculo inesperado al público que pagaba por una noche de entretenimiento, de magia y de alegría.

Quién sabe… Tal vez devolverían las entradas.

Comiéndose las uñas, clavaba sus ojos en aquel hombre que se burlaba de la muerte en las alturas mientras abajo los tambores sonaban a tragedia, a susto, a impresión repentina, a ruidos de cascos de caballos de la milicia sobre un empedrado mojado por la noche lluviosa.

Se enteró de que al equilibrista no le importaba caer al suelo. Su existencia, en realidad, no era otra cosa sino una ficción, un número más del espectáculo circense, una atracción que llevaba seis puntos de ventaja al espectáculo del liliputiense que sacaba del bolsillo de su saco un centenar de salamandras.

Había perdido el gusto por la vida (se comentaba) desde que la gitana que echaba las cartas de amor le confesó, como a un cliente más, durante una tarde de luceros parejos, que huiría con José Velázquez, el brinquiño que se transformaba en águila cada noche.

Amparo se enamoró. Él no podía saberlo. Su amor era un amor de circo.

Iba día tras día a verlo.

En una ocasión, cuando las palomas echaron a volar ruidosamente entre el público, se acercó temblando desde la cabeza hasta los pies a él. No hizo más que clavar su mirada en Armando; aquello ya era demasiado, desde luego, pues sus ojos se llenaron de lágrimas. Él tenía la mirada apagada y las cejas pintadas con carbón. Ella era la copia de una mujer aparecida detrás de una ventana recientemente mojada por el aguacero.

Le dijo que lo amaba.

Le pidió que no se fuera a resbalar.

-Yo no moriré en la pista, sino en una habitación con olor a cataplasmas y a mixturas emolientes. Agonizaré en un lecho, de una enfermedad que comienza por roer la columna vertebral de los seres humanos - le confesó.

-Pero es que usted se arriesga tanto. Si usara una red…

-¿Quién le mandó a amarme?

-El hecho de que no toleraría verlo morir.

La noche del domingo fue triste para el pueblo pues se asistía a la función final de aquellos seres circenses, tal vez gitanos melancólicos, que sacaban del temor a los silbidos de disgusto, del descontento de un sector, de la reprobación de una gradería del público, la excelencia artística, la puntuación perfecta.

Había gran cantidad de niños perdidos. Los había de ojos azules y cabellera rubiácea, que no recordaban sus nombres. Lloraban.

Pero los niños perdidos siempre lloran en el circo.

Un grande aplauso final coronó la actuación de los payasos, de la mujer tragallamas, del hombre encantador de pitones y demonios, del mago que guardaba debajo de su sombrero aves del paraíso y del domador de tigres de listas azules y violáceas en el lomo.

Al día siguiente amaneció nublado; la carpa ya no estaba en el parque. Y el pueblo se hallaba desolado como un solo hombre en la plaza desierta.

Amparo debía esperar un año para volver a encontrarse con aquel equilibrista que guardó su corazón, convertido en naipe, en su bolsillo.

Empezó a vagar por las calles. Se hizo parte de un viento, de una tormenta de arena, y luego, de un deslumbramiento.

Sentado debajo de un árbol de laurel lo vio.

Sobre sus cabellos caían pizcas de luz solar.

Corrió a su encuentro.

-¿Qué hace usted aquí? - dijo con una fina tira de voz.

-Pensé que te debía al menos una despedida - le tuteó Armando.

-No te vayas. Digamos que si vas a irte me llevas.

-Será difícil. Tendrás que acostumbrarte a hacer un número quizás injusto para ti.

-Deja el circo, amor mío.

-No me imagino haciendo otra cosa que no sea caminar sobre una cuerda delgada. Y tú no podrías superar el número de Ágata; ella es capaz de doblarse en varias partes hasta convertirse en una hoja sensitiva; entonces, zas, atrapa a los insectos.

-¡Eso no puede hacer nadie!

-Así pensábamos todos en el circo cuando se presentó durante una tarde de junio ante el patrón, con un frasco de vidrio donde se mezclaban cocuyos, grillos, sanjuaneros, langostas y libélulas. Dijo lo que sabía hacer; nos miramos con el descreimiento y la desconfianza propios de quienes son engañados en sus mismas narices. Cierto es que estamos acostumbrados a presenciar desde pequeños números fantásticos; total cada uno de nosotros es un genio que la humanidad desprecia; sólo tenemos cabida en los espectáculos. Pero aquello de convertirse en una hoja y atrapar insectos…

Ágata terminó de fumar un cigarrillo de menta y luego hizo su rutina frente al patrón. Era para no creer.

Y cuando hacía sus funciones, después del acto de la mujer crisálida, no creíamos en sus movimientos, en su arte divino, en su mágico poder, y el público tampoco creía hasta que todos nos fuimos acostumbrando simplemente a no creer.

Nadie estaba en la calle.

El mismo pueblo parecía un baldío.

Las lagartijas se deslizaban por las paredes de las casonas donde prendían malezas de espinas blancuzcas y frutas venenosas.

Las hermanas tejían laboriosamente.

Magdalena tenía los ojos clavados afuera.

Concepción se llenaba la boca hablando mal de Amparo. No le agradaba su manera de caminar. Decía que daba la impresión de que venía pisando mal los peldaños de una escalera, que parecía estar a punto de caer en los brazos de un caballero con quien se toparía a la vuelta de la esquina.

Amparo odiaba a los perros de su esposo. Los miraba con desagrado. Y las bestias hacían lo mismo.

-Creo que Amparo es una mujer un tanto melancólica. Y la melancolía es…, ya sabes, algo propio de las mujeres que siempre inventan dolores de cabeza - sentenció Concepción.

Yo sólo cumplo con escribir. No me puedo hacer cargo de la vida o la muerte de nadie.

La calle del pueblo estaba como siempre, lampiña.

Las hermanas tenían los rostros que se colocan las personas recién enteradas del fallecimiento de alguien conocido, quizás un vecino. Y, ciertamente, acababan de enterarse de la noticia. En sus rostros aparecía y desaparecía una expresión amarilla de sorpresa y de alegría a la vez. Los rumores de una muerte extraña hacen que la rutina se rompa en dos mitades perfectas y se busque saber cómo, cuándo y de qué manera sucedió el hecho. Por supuesto, no habiendo respuesta para el cómo, cuándo y de qué manera, la sospecha empieza a calcular por su cuenta. Y a caminar como un arácnido que tapiza con seda su vivienda.

-Pudo haber sido que buscaba morir ya, harto de la existencia, del techo, de las paredes, del olor nauseabundo del boj.

-No tenía problemas económicos..

-Amparo tal vez le dijo que deseaba dejar la casa.

-Los hombres se ponen felices cuando sus mujeres se mandan a mudar.

Se supo en el pueblo que dos individuos encapuchados entraron en la casa del sastre. Eran esa clase de sujetos acostumbrados a meterse con oficio en el domicilio ajeno y cometer el crimen atroz y horrendo de la medianoche.

Los perros no fueron a ladrar pues ya habían hecho camaradería con los asesinos. Esas cosas ocurren. Un día, y otro día, y también otro día, le silbas a la bestia. Le das un hueso. O le acaricias la cabeza y el lomo. El animal se complace grandemente, te toma confianza, cree que eres su nuevo dios y mueve, alegre, la cola al verte.

La viuda, es decir, Amparo, lloró cuanto debía llorar ante la muerte de aquel hombre que no sabía, que nunca supo que su corazón se había convertido en un nubarrón lleno de lluvia y de aire impregnado de ozono, después de la mudanza del circo.

Llorar la sanó un poco, como el llanto sana a las niñas.

Se quedó en la casa, sola, con los perros.

Hizo lo que su marido solía hacer cuando estaba vivo y el mundo le quedaba poco para su sabiduría de hombre viejo y cansado: conversar con los animales.

“Polo, si te portas bien, te voy a cubrir esta noche con mi cabriolé”. “Laika, no sigas ladrando a los gatos, total ellos están encima del tejado”. Ninguna filosofía; simple conversación.

Los animales tomaron por su cuenta aquella tristeza de la mujer, empezando, desde luego, por el aseo personal; así pues le lamían los pies fríos, largos y azulados, en un rito sacramental.

Se hubieran quedado durante las madrugadas escuchándola hablar, hablar, si no fuera porque debían ir al patio delantero, a entrar en cólera, a ladrar en balde.

La rama del árbol de agrios movida por el soplo del viento se dejó llevar, lentamente, por los astros titilantes.

Cuando la Luna llega a sacar la cabeza de entre el follaje de los árboles, los seres vivientes se convierten en actores de la noche. Es así que los felinos caminando sobre el tejado de zinc resultan ser grandes ratones que van con el ácido muriático en el vientre a morir a veinte metros de la cocina. Y las hojas no son tales sino plumas sanguinolentas de un pájaro dentirrostro atrapado por una comadreja.

Las solteronas conversaban.

Nacidas para el chisme, estampillaban con su lengua babosa los nombres y apellidos de sus prójimos.

Concepción quiso saber si Amparo vestía ropa de quebranto. Magdalena le contestó, mientras limpiaba sus anteojos, que según las vecinas, la viuda guardaba luto cerrado.

-Pues a mí no me consta - replicó Concepción.

-Mira que eres tonta. Ella sale de noche, como toda la gente del pueblo. ¿Acaso puedes pretender, hermana, distinguir una oscuridad dentro de otra oscuridad?

La mujer vivía encerrada. No se fijaba en los espejos para no reparar en su persona. El cabello se le desparramaba, cubriendo sus ojos, a veces.

Tropezaba con los perros.

Se olvidaba de sí misma.

Las flores se volvían en su contra. No importaba que ella les fuera a hablar con dulce voz y que les echara una canturía. Los jacintos perdían la compostura en su presencia, pues su figura era la de una sombra arrastrada y delgada que parecía atraer sobre sí el remate de un rayo mortal.

Y los fogonazos de un tren.

Un día de lluvia mansa se serenaron las aguas de su espíritu.

Se dejó llevar por la música de la radio, siendo ya florecida la tarde.

Pasaban “La flor de la canela”.

Escuchó noticias del circo.

La voz neutra del locutor hablaba del éxito que la compañía circense iba ganando en sus giras por España, Rusia, Francia, Italia. Ella se preguntaba cómo un circo con la carpa llena de remiendos podía despertar la admiración del público europeo.

Pensó en la morbosidad de la gente.

Ir y ver a un hombre, haciendo equilibrios sobre una cuerda, mientras abajo le aguardaba el vacío; o sea, observar a un artista ganándose la vida al filo de la muerte, bien valía un boleto de quinientos.

Amparo imaginaba los rostros sorprendidos de las gentes, que viendo que el equilibrista se salvaba de caer, parecía que ellos también se libraban de morir.

Así funcionaban la vida y la muerte en el circo “La Luciérnaga”.

Frotándose la nariz, Concepción comentó a Magdalena que Joaquín y Luz, quienes llevaban tres años de noviazgo, se habían despedido con un beso final debajo del árbol con forma de bóveda. Magda hizo un gesto de aburrimiento; sabía que muy pronto iban a estar juntos, con el humor alegre y avivado que los llevaría a contar y aprender chistes verdes el uno del otro.

Los casos de arreglos y desarreglos de los novios tenían - siempre - un final tan previsible en el pueblo: Él salía a bailar con otra mujer el merengue y el pericón ante la vista de todos, en la glorieta, o en la playa, junto al río, y ella actuaba bajo los efectos del despecho: arrojaba migas de pan desde el puente a los peces, con la cabeza inclinada sobre el pecho de un caballero.

Total: ambos sufrían por dentro; sus corazones se volvían negros como papeles devorados por el fuego y les salían de los ojos largas llamas de celo volcánico.

Al rato, cuando ya creía el pueblo que sí, que esta vez la separación era definitiva, los amantes volvían a tomarse de la mano para caminar, en un tránsito desparejo, por las veredas llenas de musgo y de resolana.

Y después de un tiempo, otra vez la ruptura.

Y luego la reconciliación.

Y el adiós.

Y el volver a estar juntos.

Los pueblerinos sabían de memoria las historias de los romances. Nadie dejaba plantado a nadie por mucho tiempo. Para desencanto de las solteronas, que no encontraban novios ni sosiegos, los noviazgos más borrascosos y anunciadores de tormentas se desataban, finalmente, en una lluvia tranquila.

-Me han contado que Amparo se pone a aullar cada noche - cambió de tema Concepción.

-Venir a entristecer a la vecindad así. Ni que fuera una loba. No hay derecho.

-Es que el amor quema.

La viuda seguía a través de la radio la fama ascendente del equilibrista. Alguna vez iría a caer. Y se haría polvo en el piso.. Ni la mujer que comía flores venenosas ni el individuo que se alimentaba de cangrejos cocinados sobre el cagafierro prendido con fuego despertaban el interés de la prensa como aquel sujeto que caminaba sobre la cuerda cada vez más desatento, por cierto, a los pasos perfectos.

El equilibrista fijaba su atención en los rostros atónitos y pálidos de sus compañeros quienes, al asomarse la tardecita e iluminarse el circo con las lámparas a gas, le rogaban que abandonara de una vez por todas aquel número suicida.

El atardecer caía con la lentitud sobre el pueblo.

Ni un alma en la calle. Apenas cuchicheos:

“Sí. Desde luego.”

“No piense que olvidé lo que me dijo.”

“¡Quién lo hubiera creído!”.

Un cerval caminaba sobre el tejado de una pequeña casa pintada con color amarillo.

Alguien parecía caminar. Pero no. Aquello solamente era la sombra de la rama de un árbol agitada por el viento.

-Han dicho en la casa parroquial que el circo llegará el sábado.

-¿Estás segura?

-Las parroquianas dicen eso.

Amparo se preparó para ir al circo. Ya se sabe que una mujer que va a asistir a una función de cine se pinta el rostro con colores fuertes, casi iluminados y como tomados del cielo estrellado. Definió, pues, una línea azul sobre sus grandes ojos. Y acentuó sus formas con una pollera de cierta transparencia y una blusa de seda verde a la que se le había caído el botón de nácar del escote.

A la noche, el bullicio bajo la carpa era como de mar salido de sí mismo. O sea, de mar que ya no cabía en su sitio.

El maestro de ceremonia presentó al domador de tigres.

Después del primer número, aparecieron las gemelas contorsionistas, quienes se llevaron los aplausos de la multitud.

Yo sólo cumplo con escribir. Quién sabe; a lo mejor me dejo arrastrar por un castellano pagano y sin luces.

Al equilibrista lo tragó la tierra.

El público aguardó impaciente su aparición.

Acaso ése fue su mejor acto: desaparecer.

Un ruido de timbales y de platillos se hizo escuchar cuando un niño pecoso y vestido de etiqueta logró que un perro cruzara tres veces un aro de fuego.

Cuántas negociaciones de dulces, de golosinas y de palmadas con las bestias aseguraban el éxito de los diversos actos, aunque a veces algún elefante viejo y desmemoriado se echaba para atrás, negándose a recoger con la trompa a la hermosa, rubiácea y casi transparente odalisca.

Amparo sintió - de repente - la respiración del equilibrista en su rostro.

Su corazón sonaba como el tambor del circo cuando solía acompañar un número de riesgo.

Él acarició sus cabellos y le besó largamente en la boca.

Cesó el redoblar de tambores y el público aplaudió.

Se abrazaron con fuerza.

Es cierto que las promesas de amor que se hacen en medio de la multitud alegre y ruidosa de un circo se olvidan al acabarse la función, retirarse la gente y apagarse las candilejas.

Con la oscuridad suelen aparecer los duendes, las visiones quiméricas y los fantasmas recordando sus actuaciones más celebradas.

“Iba yo a lanzarme al espacio, cuando apareció el enano Matías, quien hizo una pirueta, una cabriola, arrastrándome consigo por el suelo. Aquel número jamás calculado fue, sin embargo, el más aplaudido. No pude soportar verme liado, mezclado, enredado con la caída de ese enano vestido de globo terráqueo.

El público reía. Yo era un artista de prestigio y de presencia, el quinto de la generación Smith - Ulke. Hice el ridículo. Protagonicé lo inadmisible, lo lamentable. Por esa razón me pegué un tiro en la sien, un domingo a la tarde, en una estación ferroviaria de Buenos Aires ”, comentó el fantasma Francisco Umbral desde la bruma de su cigarrillo parpadeante, al fantasma de un caballero vestido de frac.

Mientras las apariciones, los gnomos y los fantasmas hablaban, Amparo y el equilibrista conversaban mirándose a los ojos.

Las hermanas Concepción y Magdalena aseguran que fueron felices.

Tuvieron un hijo. El pequeño hacía las mejores cabriolas y volteretas que jamás se vieron en el pueblo.

Nació para el aire, de hecho.

 

FIN

 

22 de marzo de 2024

LA FIESTA… EMPEZÓ {Relato}

 


¿Le ha ocurrido alguna vez despertar de repente y encontrarse parado en la baranda de un puente gigantesco o en la cornisa de algún edificio de cien pisos, oscilando ante el espacio, preguntándose qué es lo que lo tiene allí listo para saltar? ¿Y en respuesta no recibe una descarga cerrada de razones que lo acosan: la guerra aquí, el odio allá y la destrucción mutua al otro lado de la calle, y lo único que importa es el maldito dinero, y todos los prados están convertidos en basurales, y los ríos son pura escoria, y a nadie le interesa que triunfe la justicia en vez de la injusticia o el bien en vez del mal, o la amabilidad en vez de la ira, y es muy posible que haya un error en alguna parte y éste no sea el mundo en el que le correspondía nacer ni éste el planeta que usted solicitó y que la única manera de cambiarlo es saltar de algún sitio elevado con el deseo de que el suelo sea el umbral de otra vida mejor, estimulante y con alegría, en la que exista la posibilidad de realizar algo que valga la pena?

Bueno, espere un segundo antes de saltar porque tengo que contarle una historia. Se trata de una pareja que está tan loca como dos personas sanas en un manicomio, y que a lo mejor son amigos suyos. Ellos decidieron que en vez de saltar iban a coger el mundo, darle un par de golpes y hacerlo girar como ellos querían.

El hombre se llama James Kramer y es piloto. Ella es Eleanor Frieda, directora de una editorial. Lo que le hicieron al mundo fue formar una línea aérea.

Se fundó East Island Airways porque Jim Kramer vio un Cessna T-50 Bamboa Bombee 1941, bimotor, que se deterioraba en un aeropuerto y quiso rescatarlo, quiso salvarlo.

Se fundó East Island Airways porque Eleanor Frieda necesitaba una manera de llegar desde Nueva York a su casa de la playa en Long Island, que no le significara morir literalmente sofocada después de cuatro horas de viajar entre los parachoques de dos vehículos en medio del calor del verano.

Se fundó East Island Airways porque la señora Frieda conoció al señor Kramer cuando ella aprendió a volar y porque al poco tiempo él entró corriendo en la casa de ella gritando que había encontrado un Bombee que había que salvar y que si ella ponía una mitad del dinero él pondría la otra y que podrían hacer algo con él para recuperar lo invertido, pero por favor apaga la cocina y ven a ver el avión y dime si no es la cosa más bonita que has visto y quizás no hagamos mucho dinero pero debe de haber muchas otras personas que también detesten el tráfico y con lo que ganemos con los billetes por lo menos habrá suficiente para los gastos y ¡podremos salvar el Bombee!

Así fue cómo Eleanor Frieda vio el viejo y enorme bimotor esperando allí bajo el sol y pensó que era hermoso y le gustó tanto como a Jim Kramer, por su majestuosidad, su encanto y su estilo. Tenía todas esas cosas y costaba siete mil dólares, cuando había otros que se vendían por cuatro o cinco mil. Pero los otros no necesitaban ser rescatados de dueños que no los amaban y siete mil dólares entre dos eran tres mil quinientos por cada uno. Allí y en ese momento nació East Island Airways.

Ya existían taxis aéreos que volaban entre el aeropuerto de La Guardia y East Hampton, Long Island. Pero, ¿y qué?

Los taxis eran aviones modernos y cada compañía tenía varios. Vaya, vaya.

El Bombee tendría que ser revisado completamente y probablemente reconstruido, y eso sería caro, eso podría agotar gran parte de los ahorros de sus vidas. Interesante.

Les exigirían una serie de papeles y habría que trabajar para formar la compañía, cumplir los requisitos para obtener los certificados de explotación, calcular y hacer seguros. En efecto.

Las estadísticas indican, la lógica señala, el sentido común dice, sin una sombra de duda, que difícilmente habría un céntimo de ganancia y probablemente más de algún dólar de pérdida. Notable.

El señor Kramer era el presidente y el piloto jefe.

La señora Frieda era la directora del consejo, secretaria y tesorera.

Pues bien, a este mundo en que vivimos, que de vez en cuando nos empuja hacia las barandas de los puentes, no le gustó especialmente este suceso. Tampoco le disgustó, pero reaccionó en la forma fría y despreocupada que generalmente acostumbra, y comenzó a apretar los tornillos a East Island Airways con una cierta ciega curiosidad para ver cuándo iba a reventar.

-El avión fue lo que menos nos costó -dice la señora Frieda-, casi nada. Le mostraré los libros si quiere verlos. Yo no los escondo.

Kramer trabajó cinco meses en el avión, con una compañía de reparaciones de Long Island. Recubrió el fuselaje, instaló radios, quitó el forro interior e instaló uno nuevo.

-¿Conoce la expresión: “Guarde su dinero si ya ha hecho una mala inversión”? -dice-. Pues bien, nosotros tenemos otra parecida: “Gaste su dinero si ya ha hecho una mala inversión”. Habíamos planeado invertir algún dinero para dejar al Bombee en condiciones, pero cuando recibimos la cuenta, decía ¡nueve mil dólares! 9.300 dólares. No podíamos creerlo. A veces nos sentábamos en una mesa estupefactos, preguntándonos… sabe… hum… -Su voz se silenció poco a poco pensando en todo eso; la directora del consejo continúa:

-Todo el mundo, todo el mundo nos advirtió que no teníamos suficiente capital y que contar con un solo avión era un desastre para cualquier línea aérea y que eso no daría resultado. Agregaban que podían probarlo. Claro que no era necesario; nosotros ya lo sabíamos. Pero ninguno de los dos nos estábamos ganando la vida con el avión y eso ya era algo. Y si hubiésemos estado utilizando dinero que necesitábamos para pagar nuestras cuentas o algo así… eh… bueno, de hecho estábamos metiendo dinero que necesitábamos para pagar cuentas… pero las cuentas esperaban y de algún modo no nos morimos de hambre.

Cuando finalmente el Bombee estuvo listo para volar, con las letras EIA escritas tranquilamente sobre el timón de dirección, había costado a los socios 16.500 dólares. Entre dos eran sólo 8.250 cada uno. Pero no se había perdido el dinero ni habían desaparecido los ahorros. ¡East Island Airways tenía un avión!

 

Un avión salón que hace el servicio a los Hampton,

pero sólo para algunos.

Le invitamos a hacerse socio de

 

EAST ISLAND AIR WA YS

East Island Airways es un hermoso y amplio Cessna bimotor forrado en cuero. No es nuevo ni demasiado esplendoroso. Pero totalmente aprobado por la AFA y cuidado con esmero. Cómodo. Con todo el espacio interior que usted necesita y que hace pensar en una limusina Packard bien conservada con todos esos kilómetros de alfombras. Partimos de La Guardia y viajamos a East Hampton en 45 minutos, a 220 kilómetros por hora…

 

La cuota de socio era de cien dólares y el billete costaba quince dólares por viaje, un recorrido de 160 kilómetros.

No dio resultado. Nadie ingresó. El mundo ejercía curiosamente su presión, atento para escuchar los crujidos.

-Estoy seguro de que muchas de las amigas de Eleanor esperaban viajar en el avión de forma gratuita. Creo que cuando la gente recibe un anuncio se imagina que la organización tiene mucho dinero, y después de todo, ¿Qué es un pasajero más? Al comienzo no nos importaba, sólo queríamos hacerles saber que existíamos.

No se escuchaban crujidos y eso le pareció extraño a un mundo competitivo que se destruye mutuamente. No son muchas las líneas aéreas que llevan pasajeros en forma gratuita sólo para que se enteren de que existe.

-Las cosas anduvieron muy despacio hasta el 4 de julio, y luego de pronto comenzamos a transportar muchos pasajeros. La gente nos llamaba y alquilábamos el avión. En realidad eso funcionó muy bien porque nos habíamos hecho de muchos amigos al comienzo y conseguíamos tener unos tres o cuatro días muy ocupados en la semana. Hicimos vuelos a New England y Maine y muchas otras partes. Estuvimos bastante atareados.

Curioso. Este mundo de ojos de acero, práctico y exigente, había hecho presión y la única reacción sonaba extrañamente como si el mundo crujiera un poco.

-La gente estaba siempre esperando que se estrellara y querían que no funcionara. No puede ser, es demasiado viejo, decían, pero era, y seguía volando y después de un tiempo ya no sabían qué pensar. Estaban desconcertados. Se preguntaban si después de todo las cosas viejas no serán mejores que las nuevas.

-Un avión de madera no se fatiga. Tendrán dificultades con Beches bimotores, tendrán dificultades con los 310 y todos terminarán en un montón de chatarra a causa de los problemas que origina el metal, y dentro de veinte años cuando el tipo les diga: “Le va a costar cien mil dólares arreglar su avión”, habrá un Bombee junto a él y casi con una risita contenida dirá: ¿No le gustaría haber tenido largueros de madera?

-Conseguíamos hacer suficiente dinero. La gente solía decirnos: “Vaya, es fabuloso, ustedes deben estar ganando millones”. Y yo respondía: “Claro, claro”, porque en realidad no podía ponerme a explicarle a la gente que de hecho no estábamos haciendo mucho dinero. No lo habrían entendido.

-Era el tipo de cosa en la que uno empieza a derrotar al sistema. Todas las compañías trataban de proporcionar a sus pasajeros aviones rápidos, con una tremenda capacidad, y todo lo que ellos recibían eran apretones y encontronazos, el equipaje en las narices y ese tipo de cosas. A nadie más se le ocurriría trabajar con un avión tan viejo y nadie pensó que duraría más de una semana.

-Después de un tiempo ya lo conocían en La Guardia. Al comienzo no lograban descubrir qué era. Siempre me decían: Repita por favor, ¿Qué tipo de aeroplano? Si estábamos haciendo una aproximación por instrumentos, descendiendo hacia el localizador a noventa nudos, solían decirme: “¿Qué hace un Cessna bimotor a tan poca velocidad? ¡Puede ir mucho más rápido!”. Y yo contestaba: “Bueno, podría, pero si lo hago no lograré bajar las ruedas”. No se podían imaginar que se trataba de un Cessna antiguo, no… ellos creían que era un viejo Cessna 310. “No -corregía yo-, es un Cessna más antiguo”, y ellos exclamaban: “¡Ah, uno de ésos!”.

-¿Te acuerdas, Jimmy -preguntó la directora del consejo-, cuando estábamos aterrizando y la torre nos preguntó: “Cessna en aproximación final, es ése un aeroplano de alas metálicas?” Y tú contestaste: “Negativo. Alas de tela”. Y el tipo exclamó: “¡Vaya, ésas sí que brillan!”

-Sí, a veces hablábamos con un controlador y nos decía: Oigan, yo tuve un tío que voló en uno de esos durante la guerra, y luego agregaba: Vaya, vaya… y en ese momento interrumpía Untad  para preguntar a qué hora podía despegar y el tipo volvía violentamente a la realidad.

Pero el dinero, el dinero es el martillo más poderoso que tiene el mundo para destruir una compañía. Uno tiene que someterse, uno tiene que ser duro y un poco cruel si quiere competir, y muy cruel y duro si quiere llegar a la cumbre. East Island Airways decidió no ser ni lo uno ni lo otro. El primer verano la compañía ganó 2.148 dólares en la venta de pasajes y pagó 6.529 en gastos de operación. Perdió entonces 4.381 dólares.

Esto es un desastre y un motivo de desesperación sólo si el propósito principal de la compañía es hacer dinero. Pero todo el mundo exterior, todos esos postulados del mundo de los negocios tuvieron que rechinar los dientes, impotentes; porque East Island Airways no opera según los términos del mundo, funciona según sus propios términos.

-Hablé con Maury, mi abogado, acerca de eso -cuenta la señora Frieda-. Él me dijo: “Esta inversión es una locura y espero que no te metas en ella para obtener ganancias”. Luego agregó: “Mira, tú no gastas dinero en clubs nocturnos, pero tú sabes, todo el mundo necesita algo que lo exprese, y si es un aeroplano, muy bien. Tu situación te permite gastar cierta cantidad en divertirte, y si esto es lo que tú quieres, entonces adelante. Tienes mi bendición y toda mi envidia”. -En su rostro se dibuja una sonrisa perfecta, tranquila, que desafía al mundo-. Las ganancias no fueron nunca el motivo, gracias a Dios, pero sí, quería disfrutar, y en eso ha sido un gran éxito. Realmente me encanta ese Bombee.

Disfrutar. Cuando el primer motivo es disfrutar y el dinero es el segundo o el tercero, es bastante difícil que el mundo pueda derrotarte. Cuando la destrucción a través del dinero no dio ningún resultado, el mundo echó mano de los problemas operacionales: el clima, el mantenimiento, los retrasos.

-Recuerdo una vez que estaba retrasado -dijo Kramer-. Había habido una tormenta y el aeropuerto La Guardia estaba a punto de cerrar, y todos los demás suspendieron los vuelos de los taxis por esa noche. Me encontraba en República Field, en Long Island, y Eleanor y los pasajeros me esperaban en  . Yo llamaba al aeropuerto cada hora e intentaba convencer al controlador de que me dijera que no habría una hora de retraso para aterrizar en La Guardia. Durante la espera sólo me había comido una galleta. Finalmente conseguí aterrizar en La Guardia y ¡me encontré con que habían organizado una fiesta! Uno de los pasajeros había ido a un supermercado, comprado toda clase de cosas y se las había llevado al aeropuerto en una caja. Entré y el tipo me dijo: ¿Quiere un trozo de roas befa? Me dio un pedazo y se lo agradecí porque hasta ese momento sólo había comido una galleta. Nos vamos, dije; despegaremos dentro de un momento. Cogieron su equipaje y se dirigieron al avión. Pero la fiesta continuó. Dije: Silencio, por favor, y di a Eleanor una mirada malévola y todo el mundo se quedó tranquilo.

-De vez en cuando me daba una mirada malévola -continuó la señora Frieda-, pero yo sabía cuáles eran en serio. Soportaba el ruido y las tonterías en la cabina de atrás siempre que no interfirieran con el vuelo. Pero si un pasajero se descuidaba con un cigarrillo, bueno, le hacíamos una advertencia y terminábamos con el regocijo.

En cierto modo, el mundo duro y extraño ganó finalmente. Cuando los seguros para los taxis aéreos se duplicaron de mil quinientos dólares por un verano a tres mil, resultó demasiado. Pero los socios no parecen en absoluto derrotados.

-Creo que este verano no operaré el Bombee en el traslado de pasajeros -dijo Kramer-. Quizás tenga que buscar trabajo en otra parte. Pero de vez en cuando llegaré volando a La Guardia produciendo ese ruido que es como un gruñido cuando rueda por la pista y que los muchachos de los hangares reconocen de inmediato. Cuando llego de noche se me acercan y me dicen cosas como: “¡Caramba, sabe, hay unas llamas que salen de los tubos de escape!” Y ese ruido… rugiendo y todo y dicen: “¡Vaya, qué bien!” Y parece que hace feliz a todo el mundo dondequiera que vaya.

“¿Y el futuro? Creo que no le haría ningún mal a la Cessna promover uno de los aviones realmente estupendos que construyó. No les vendría nada de mal decir por ejemplo: Éste es un Bamboa Bombee que tiene treinta años y que acaba de dar la vuelta al mundo. Me gustaría llevarlo a dar la vuelta al mundo, porque el avión se lo merece.

Uno tiene la extraña sensación de que, de algún modo, Kramer va a hacer lo que dice, aunque la línea aérea no gane un centavo con el vuelo e incluso pueda perderlo.

Pero ésa es la historia de la East Island Airways. Ahora puede saltar de la cornisa si quiere. Sólo pensé que debería saber que estas dos personas descubrieron que había una alternativa: una risa y la decisión de vivir según sus propios valores y no los del mundo. Construyeron su propia realidad en vez de sufrir una realidad impuesta. Según East Island Airways, la Tierra no se hizo para saltar sobre ella sino para volar a su alrededor.

Y ese ruido que oye usted en la noche y que es como un gruñido es el Bamboa Bombee, de treinta años, que se dirige por la pista a despegar hacia nuevas aventuras, lanzando llamas azules por los tubos de escape, sofocando una risa, y sin importarle especialmente si el mundo está de acuerdo o no.

 

FIN

 

1998 Reeditado por Paya Frank @Blogger

20 de marzo de 2024

El Cuervo Bradbury {Relato}

 


 

Cuando el señor Bradbury llegó poco después de que cayera la tormenta ofreciéndonos una aspiradora americana, ni mi madre ni yo podíamos saber cuánta influencia llegaría a tener aquel anciano hombre en nuestras vidas. Era tan increíblemente anciano. Y tan frágil y enfermizo en apariencia. Por donde quiera que se lo mirase tenía mucho más de cien años. El señor Bradbury vestía un sobretodo de color azul eléctrico, cuyas mangas, ensanchadas y extremadamente largas, le llegaban casi hasta las rodillas. A decir verdad, no se desenvolvía con gracia como suelen desenvolverse los viejos a esa edad, pero sabía llevar con distinción su hermoso bastón de caoba.

Aquel bastón de caoba con punta de oro debía valer muchísimo dinero. Me animaba, a veces, el tonto deseo de preguntarle cuántos dólares había pagado por él, pero de inmediato desechaba la idea pues ese tipo de interrogatorio no se hace a un hombre mayor de edad. ¡Y que además vendía aspiradoras americanas!

Con rapidez nos explicaba las múltiples y apasionantes funciones de los botones mientras limpiaba el aparador inglés y la vieja alfombra de la sala. Quedamos encantadísimas con los resultados y decidimos comprar el producto en el instante. Ciento noventa dólares. Trato hecho. El señor Bradbury, en señal de profundo agradecimiento, prometió visitarnos a la tarde para tomar con nosotras el té.

No sabría cómo explicarlo, pero llegó a la cita convenida con un traje verde claro de estupendo corte y un aspecto casi juvenil. No parecía el mismo señor Bradbury que había aparecido durante la gran tormenta. En ciertos momentos de afectuosidad se lo veía hasta seductor. De hecho, sobrepasaba largamente los cien años. Misterio. Conversamos sobre tantas cosas. Las pinturas de Miguel Ángel, los cuentos de Borges, la promoción de nuevas invenciones lingüísticas que aumentaba el tiraje de las novelas breves, la naturaleza, las flores... Mi madre, que apenas intervenía en la conversación con un sí o con un no, tuvo la buena idea de dejarnos solos yéndose a la cocina para preparar el segundo servicio del té.

Me encantaba oír hablar al señor Bradbury. Él me explicaba, sin sonrojarse, misteriosas prácticas sexuales de los pájaros. (Mi madre hubiera pegado un grito de escándalo de haberlo estado oyendo). Precisamente, una pareja de palomas había bajado sobre las ramas del duraznero del patio cuando sentí que toda yo me había transformado en una paloma. El señor Bradbury, en cambio, era un cuervo. Un arrogante y hermoso cuervo. Dando breves aleteos conseguimos subir sobre el aparador inglés. Sin embargo nuestros picos no conseguían sujetarse el uno del otro por lo que caímos violentamente en el piso. Aún intentábamos besarnos. Yo sentía que amaba a aquel hombre; lo amaba mucho antes de que viniera a golpear nuestra puerta ofreciéndonos la aspiradora americana. Me seducía su cultísima charla, la ligera aspereza, como de nueces, de sus manos, el misterio de sus ciento cinco años, sus largas uñas, más propias de una mujer, con las que se rascaba el mentón. Oh, yo lo amaba. Sin embargo, nuestros picos no conseguían amoldarse al beso. Podía sentir su aliento de cuervo en mi rostro, pero eso no me bastaba. ¡Qué difíciles son los caminos del amor!

Cuando mi madre apareció con el segundo servicio de té, levantamos vuelo, huyendo por las ventanas abiertas. La bandeja y las tazas de porcelana cayeron al suelo con una explosión. Nunca olvidaré el rostro asustado de mi madre mientras lanzaba un grito de horror.

 

FIN

 

1970 Relato corregido por Paya Frank  @Blogger

14 de marzo de 2024

La Mansión Fantasmal {Relatos}

 


 

Habréis oído a los adultos recriminar a los niños por andar metiendo las narices donde no deberían.

Cuántos pequeños, con una honda en las manos, solían recorrer las calles del lugar, en busca de jilgueros, tordos, gorriones, ruiseñores, estorninos, cardenales, tarde tras tarde.

Como los chicos rápidamente se daban por satisfechos, con dos o tres disparos certeros, buscaban después alguna empresa más osada en qué mantener prendido el fuego de su ánimo de dragones. Es así que se largaban a merodear alrededor de las mansiones de altas verjas, o de las casonas de fachadas como sombras nocturnas donde hacían nidos los murciélagos.

Esas viejas construcciones eran custodiadas por horribles mastines y alanos impacientes por acabar de una vez con las figuras distraídas.

A veces nos sentíamos prisioneros de las calles vacías y en tren de huida planeábamos meternos en aquellas enormes casas, nunca ojivales, por supuesto, de relucientes claraboyas y escalinatas de mármol, con salida al viento del caracol del mar. ¡El mar!

¡Cuántas tentaciones!

Y es que imaginábamos curiosidades: ¿Quién saldría, furioso, para ordenarnos que nos largáramos al abrirse la puerta pesada y rechinante? ¿Cómo era la gente que vivía en su interior; cómo eran las mujeres, ya que sólo se las veía, con las mantillas sobre sus rostros, y los escapularios en el pecho, una vez a la semana, mientras iban a misa?

En cierta oportunidad, me sentí tentado a entrar a una casona. Tenía grandes aleros; parecía querer echarse a volar. Una curiosidad: Después de fuertes lluvias y temporales, el techo seguía perdiendo gotas durante mucho tiempo como si estuviera demasiado triste y no se pudiera contentar.

Una mujer encorvada, que había perdido el brazo derecho en un accidente y usaba un capote de color violáceo sobre los hombros, hacía diariamente la limpieza del patio delantero, con el brazo que le quedaba.

Era ella la hora cinco de la tarde en figura.

Le gustaba conversar conmigo.

- ¿A qué vas al colegio? - me dijo un día.

- Pues a aprender - contesté.

- ¿Y qué aprendes?

- Muchas cosas. Sé la tabla del siete. Redacto cartas y esquelas. No me salgo de las líneas. Hago en el papel castillos, árboles, caminos, animales, nubes, arbustos y lagunas. Además dibujo arlequines y la diosa Minerva.

- Todo eso es una enorme tontería. ¿Qué harías si una tormenta lluviosa te sorprendiera en pleno campo? ¿Cómo regresarías a tu casa antes del anochecer?

¿Eh?

Me quedé pensando durante un largo rato. Ponía los ojos de quien medita con comodidad mientras se rasca la comezón de la cabeza. Al cabo de un tiempo me rendí. Le confesé, confundido, que no sabía cómo hacer para retornar a mi casa si una lluvia tormentosa me sorprendía en el campo.

- Ya ves. Así pues te verás en apuros, con los rayos cayendo cada vez más y más cerca de ti, mientras en tu hogar tu desgraciada madre elevará sus plegarias al cielo para que regreses sano y salvo.

- Ay, doña China, tiene usted razón - suspiré.

La dama continuó barriendo la hojarasca. Deseaba seguir conversando con ella. Pero, sobre todo, entrar a su casa.

No solamente yo, sino otros niños de la vecindad hubiéramos dado nuestra libertad por conocer el sitio donde vivía.

Doña Mercedes escribió una tiza y media de palabras en las paredes antes de morir: “Por todas partes se me aparecen los sillones cuyos respaldos se van abajo con la primera intención de mecerse, el ropero de tres lunas con aliento a polvo y cucarachas cuando abro sus puertas, la hucha en la que sólo se meten ya las arañas, los espejos sin memoria de mi rostro así como los cuadros donde una borrosidad, una bruma y una niebla pintadas por el paso del tiempo, cubre - para siempre - lo que fue un colorido paisaje de gran imaginación”.

Meter los pies en su casona y otras más del lugar, se fue convirtiendo en una perturbación y en un desafío.

¿Qué pequeño, después de todo, no se ha sentido tentado de perderse dentro de un sitio prohibido?

Algunos chicos decían que habían visto el rostro de la dueña de la dirección número 22. La de los terranovas ciegos. Ella jamás abrió la puerta delantera de su casa; mucho menos salió a la calle.

“Es una mujer fea como la propia muerte, tiene la nariz atravesada por una verruga y los ojos saltones. Le faltan los dos dientes delanteros. Una mañana se asomó por la ventana y me acusó con el dedo”, solía contar Pedro, malvado, gastado por la suciedad y travieso; acostumbraba, al sentirse ocioso y desganado, disparar su honda contra las gallinas y las guineas.

“Tiene los ojos azules y las manos largas y blancas. Cuando desata su rodete, se le cae la cabellera. No usa maquillaje, sin embargo suele ponerse una rosa oscura en el pozo de su pelo rubio. Parece estar siempre distraída y pensativa. La tristeza le desarregla la cara”, decía Blanca; era ella pecosa y su voz sonaba débil y asmática.

Así pues, como los relatos no coincidían, los demás niños empezábamos a tramar, también, por nuestra cuenta, versiones distintas (y exageradas) en torno a la aparición de la mujer en la ventana.

Las murmuraciones, por su vicio, se convertían en el motivo de las sospechas; esa circunstancia nos mantenía cautelosos a todos, pues aunque nos acusábamos de mentirosos, cada uno permanecía clavado con la profundidad de una aguja en su propio relato.

Había casas que daban la impresión de que se desmoronarían de un momento a otro.

Nos parecía que un ligero cambio de viento arrojaría al suelo sus veletas echadas a perder por la herrumbre, sus rejas sin ventanas, y sus columnas cilíndricas cubiertas por las malezas y los murciélagos.

Una, en especial, apenas podía tenerse en pie. Se nos antojaba imposible que hubiesen seres humanos viviendo dentro de aquellas paredes que parecían sostenidas sólo por el ir y venir incesante de las laboriosas hormigas. Pensábamos que los fantasmas moraban, furiosos, en ella.

Sin embargo, al echarse la fría tarde sobre el lugar, un grueso y largo humo azulado, producto de la combustión de los leños, brotaba por la chimenea, en la dirección apostada por el viento. Y a veces, ciertas veces, se escuchaban alegres notas de una capilla musical, acompañadas por un divertido coro de voces que cantaba letras populares. ¡Cómo giraba en la lejanía la tonada bulliciosa salida de aquella borrachera!

Al dar la medianoche cesaba la música.

Hubiéramos podido ser felices jugando a lo que juegan los demás niños. Y eso hacíamos, ciertamente. No había hazaña de chicos que no intentáramos nosotros.

Y también, como los otros, íbamos a las clases, y nos sentábamos a hacer los deberes en nuestras casas, diariamente. El reloj de péndola de la pared se nos antojaba un dios severo hasta que su aguja quedaba clavada en el número tres y un gong de su péndulo ponía fin a nuestra esclavitud. Al rato ya éramos los pibes ruidosos de la cuadra.

El caso es que cuando la diversión se apagaba débil, lánguidamente, posábamos nuestros ojos en esas mansiones sin jazmines, sin polen, sin aves, sin aljibe, de altas verjas convertidas en hierro con espinas de fuego bajo la luz solar, y donde la vida parecía haberse secado, perdiendo su ventilación.

Qué no daría yo, por ejemplo, por ganarme siquiera la confianza de un perro flaco y feroz que ponía diligencia en una casona de color azul, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas con enormes candados.

Se decían tantas y tan descabelladas historias de la casa aquella; yo las andaba repitiendo a mi madre día tras día, machacando su sesera, hasta que ella, haciéndome jurar que guardaría el secreto, me contó la verdad: “Ay, hijo mío; se ve que no conoces el sol. Dentro de esas paredes de piedras pasa sus días una afable anciana. La viuda del capitán Avellaneda es una mujer cuya salud se va diluyendo como un incienso asiático; se dedica sólo a tejer y a bordar; al fallecer su esposo juró no salir nunca más a la calle, ni siquiera para ir a misa. Dicen que borda hermosas esclavinas”.

- ¿Y cómo se puede saber si sus esclavinas son hermosas, ya que nadie puede verlas, madre? - pregunté.

Ella hizo un gesto de agotamiento con la cabeza. Se quedó observando durante un largo rato las gypsophilas del jardín del patio y luego suspiró con el suspiro de quien, viendo a las hormigas ir y venir con una hoja de ligustrina sobre sus lomos, parece perder la dirección del mundo. Se conformó, sin embargo, con esta confesión: “Pues el caso es que dicen que las prendas son preciosas; las historias contadas en este sitio están escondidas al entendimiento humano.

Hijo amado, no te miento si te digo que hay mucha oscuridad por deshilar, por sacar a luz en lo que la gente habla”.

Y a modo de broma agregó: “Acaso por esa razón las mujeres matamos nuestro tiempo bordando”.

Se mantenían firmes a través del tiempo, ciertas casonas de las que se hablaba con sospecha, y que aún a la gente mayor intrigaba.

Empezaré contando que en el lugar, a las siete de la mañana, las campanas de la iglesia solían tañer, con doce golpes de badajo. Era común, entonces, que las gentes dejaran sus ocupaciones, salieran al exterior y se quedaran paradas frente a las puertas de sus viviendas, haciendo una reverencia con la cabeza.

Dos casas, una muy alta y ubicada al lado del hospicio de los albañiles, y otra, de paredes de piedra, oscura, con la forma de la sombra de la gente pasando frente al lugar, despertaban la curiosidad de los lugareños.

Sus dueños vestían suciamente, tenían la barba crecida hasta el pecho y el cabello sin cortar. Se los veía solamente cuando las campanas repicaban. Apenas terminaban de hacer la señal de la cruz, subían encima de sus escuálidos alazanes y se dirigían al galope en dirección al monte como si intentaran huir.

Usted, lector, pensará que aquella gente era ingenua al echarse a hacer conjeturas en torno a las dos casas citadas, en lugar de poner bajo sospecha a los hombres de barba larga y oficio desconocido que - también - cité. Y acaso no se equivoca. Pero no se conocía otra manera de existir ni otro modo de pensar por esos sitios, desde que las primeras casas se levantaron sobre sus cimientos y las gentes empezaron a tomar conciencia de que aquella viguería, aquellas bisagras, aquellos techos, con ellos debajo, se iban volviendo pueblo.

Por mi parte, medio sitio conocía mi casa.

Puedo jurar que los espejos estaban en regla, o sea, relucientes y limpios, para quedar a tono con los rostros alegres que lucían una barba recién afeitada y unos bigotes acabados de teñir.

La habitación destinada a las visitas contaba con un precioso cuadro ubicado en el lado izquierdo de la ventana principal. Su marco estaba recubierto de guardas y rosetas de yeso dorado. Podía contemplarse el lugar, con sus casas ilustres agrupadas alrededor de la iglesia mayor. Las moradas estaban pintadas con colores sepia, blanco y verde camalote.

Una foto de mi primera infancia, que descansaba sobre la consola del comedor, me mostraba vestido con un traje de marinero confeccionado por mi tía Consuelo.

La típica expresión de susto en mi rostro, ante el disparo del flash del fotógrafo, anunciaba el llanto amargo y desconsolado que vendría después.

Sobre una mesa de ébano se podía apreciar un jarrón de loza fina, clara y lustrosa. Las pasionarias, canelas, calas y narcisos, que diariamente se renovaban, lucían como armas hermosas en su ramo, y casi tan eternas como las casas gemelas, con sendos pararrayos, pintadas por un artista italiano ( Enzo Distéfano) en la pieza arquitectónica.

En fin, todo el conjunto (comedor, sala, pasillos, gabinete y amplias ventanas) abría suntuosamente las alas de la armonía y de la gracia; cuando mis tíos venían de la capital en tren de visita, se quedaban observando emocionados la arquitectura artística de nuestra casa; sus admiraciones pasaban por ser la rosa que faltaba para terminar de adornar el lujoso traje blanco de la morada.

Las casas de mis amigos de la infancia también tenían su lustre y su esplendor.

Lo común y lo corriente en mi hogar era, desde luego, honrar las fotografías, ubicándolas en un lugar importante de la sala, de modo que el visitante se quedara suspendido en la admiración de las facciones singulares y los abanicos de sándalo en el momento de abrirse para echar vida en los rostros de aquellas dos abuelas muertas hace tiempo.

Era considerado una especie de delito sentimental no mantener diariamente renovadas las rosas de los floreros, lujosos criaderos de mosquitos, colocados sobre las mesas de mármol.

El más distraído visitante se llevaba una impresión de colores, aromas y hasta cierto rumor, al abandonar el recinto. Y al estar ya en la calle se sentía como tocado por una flor, una corola, un cáliz, pues su cuerpo despedía un grato olor.

En los comedores lucía la luz que se metía con la corriente del aire por las ventanas abiertas hacia el patio trasero.

Cuando íbamos de travesura, mis amigos y yo, dábamos varias vueltas por el sitio, comíamos las frutas de los árboles caídas en las aceras y luego contábamos enredadas historias de moradas extrañas y misteriosas.

Nos frustraba no poder entrar en ellas. Si observábamos el buen semblante de la señora María, quien solía sacar a su lebrero, con el rabo siempre inquieto, para que aspirara un poco de calle, pensábamos que bastaría con pedir permiso a la dama para meternos en su patio. Cuántos limones bajaríamos de su limonero, en el caso de obtener su licencia.

Pero nadie se atrevía a hablar.

Yo, menos.

Y ella no era de conversar con la gente, aunque una permanente sonrisa de cordialidad, subrayada con un lápiz labial de precioso color bermejo, le daba una amigable apariencia.

Bien. Contaré ahora el caso de la casa prohibida.

Estaba edificada en lo alto de una colina. Los buitres y los cuervos solían, al mediodía, volar encima del campo en que hallaba continuidad la colina, en busca de carroñas.

La construcción era enorme; tenía un corredor que le ceñía la cintura, y el blanco de su cal acentuaba el verde de los árboles (jacarandaes, chivatos, eucaliptos, gomeros, mangales, cítricos ) que le daban sombra.

Era imposible, pensar siquiera, meterse en ella.

Una larga e infranqueable alambrada desvanecía toda tentación de pasar al otro lado; la piel de la espalda quedaría colgada de los alambres de púa en el intento suicida de cruzar aquella barrera.

En su interior vivían hombres que habían sido traídos de la prisión para pasar lo que les quedaba de su vida allí. La propiedad pertenecía a un militar adinerado que tenía amigos y algún que otro compadre en la jefatura de la penitenciaría nacional.

Aquellos infelices hacían las tareas propias de los peones de estancia. Solíamos verlos, desde la distancia, montados sobre sus caballos, cuando iban a llevar a las vacas a la aguada. O cuando las traían al estercolero, siguiendo el rastro de las boñigas. Las codornices, entonces, levantaban un vuelo escandaloso a su paso.

Alguien echó a rodar la historia de que eran hombres sin alma, y que al caer la noche, acostumbraban contar historias de jinetes sin cabeza, y de un gran baúl lleno de perlas de agua dulce custodiado por un fantasma que finalmente acabó atrapado dentro de un pequeño cofre de anillo, y de muertos desenterrados por gatos.

Decían que así, bajo el goteo de aquellos cuentos largos, terminaban quedándose dormidos frente a la fogata encendida.

Nadie sabía quién fue la persona que reveló cómo vivían aquellos forajidos, pero eso a la gente no le importaba, pues era ir contra la corriente querer saber más.

Corría la historia de que los perros, temerosos de sus puntapiés, se esfumaban en menos de un parpadeo ante el primer movimiento de una sombra.

Uno de los peones, empujado por una profunda exhalación del malsano viento norte, había dado muerte a una labradora preñada, clavando su cuchillo hasta el mango en el vientre de la bestia.

“Ya son muchos los perros en este sitio. Ellos son once y nosotros, doce”, dicen que dijo entre maldiciones; ninguno de sus compañeros pareció darse por enterado.

Se contaba que solían tocar la guitarra junto al fogón, al caer el anochecer, y aparecer los primeros cocuyos. Y que mientras mateaban, al amanecer, antes de salir en dirección al campo, juraban que no era cosa de hombres quedarse indefensos. Y que había que matar, pues, Zoilo, el de mayor edad, había asesinado a una mujer, para robar sus joyas (un dije, collares de familia, pulseras y medallones de oro ). La hija de la infortunada, al encontrarse cara a cara con el ladrón que se daba a la huida, se apoderó de un cuchillo de mesa y alcanzó a darle un tajo profundo en la oreja y en el ojo izquierdo. Cayó después abatida por el disparo del revólver de Zoilo.

El asesino se jactaba de tener un solo ojo. Se envanecía, pues, en su aspecto mitológico de cíclope.

En su fealdad de gente malvada y en el limbo de sus destinos torcidos por su arma disparada fatalmente al pecho de un hombre, aquellos individuos hallaban motivo para estar serios, cabizbajos y pensativos. Y para mantener el ceño enjuto.

Era humanidad que no sabía leer ni escribir. Y que bebía de cuando en cuando, alguna caña, pero siempre se mantenía en el límite de la conversación de los hombres que no están demasiados bebidos para ponerse alegres e irse de risas y de tomaduras de pelo.

Solía mirar la casa prohibida con admiración. Y no porque en su interior vivían asesinos. La admiración salía de mis adentros pues aquellos seres humanos nunca obtendrían su libertad. Jamás llegarían a conocer la existencia, ocupada y despreocupada, de cuantos vivíamos en el otro lado de la alambrada.

Sólo para nuestras almas sonaban las campanas.

Me inspiraban respeto esos individuos de quienes tenía solamente la visión lejana de un sombrero llevado por el viento.

A las cinco de la tarde iban, montados sobre sus caballos, a traer las vacas de la loma verde en pastura para meterlas en el corral.

Eran de lanzar gritos al aire como si fueran disparos.

Hubiera dado todas mis piedras (algunas como granizo grueso) de colección, y mis esculturas diseñadas en yeso de Guillermo Tell y de Moisés salvado de las aguas, por oír su conversación. Mi morada misma por observar sus ojos y hacerles un guiño, una apuesta, un desafío. A decir verdad, trabar amistad con un asesino me convertiría ante mis amigos en dios.

Rosa, una niña pecosa de trece años, se enamoró de uno de esos hombres. El muchacho que encandiló su corazón tenía dieciocho años y montaba un caballo chusco, brioso, renegrido, de cerdas y crines espumeantes. Acostumbraba acercarse a un árbol de tamarindo, plantado a sólo diez metros de la alambrada.

Nadie podía estar enterado de su rostro. Tampoco Rosa. Sin embargo, ella crecía para él. Calzaba sandalias blancas y su figura llamaba la atención de las gentes pues tenía el cabello del color del trigo rubión, liso y largo, a la medida de su vestido de tafeta que cubría sus rodillas.

Solía caminar con el cuidado de quien no quiere alzar arena con sus zapatos, a pasos de aquellos alambres de púa. A las cuatro de la tarde, Rosa era la imagen del viento agitando la cabellera de una mujer.

El joven, dicen, sabía de aquel querer. Vestía camisa blanca, un pañuelo rojo al cuello, y pantalones de los que habitualmente visten los peones. Montado sobre su caballo negro, despejaba de codornices el pastizal, pues le gustaba galopar enfurecido. La niña le contagió la pasión, la vehemencia, la perturbación, cuando aun lloviendo, o cayendo una garúa impertinente, o desmoronándose un sol de fuego sobre la tarde, se acercaba a la alambrada.

Rosa estaba todos los días de su vida, a la hora en que las campanas de la iglesia daban las cuatro de la tarde, en el sitio. Jugaba al “cierra tu casa” con las hojas sensitivas.

El diablo perdía su paz deseando saber qué pensaban del idilio los asesinos. ¡Quién pudiera conocer cuantas cosas decían o callaban, mientras arrojaban leños de árboles de paraísos y de gomeros al fogón encendido!

Hubo contagio de espina con sangre. Él venía a todo galope, sin aparejo, dando latigazos al caballo, que relinchaba, enojado, hasta el tamarindo. Se quedaba durante un largo tiempo contemplando a la niña. No podía saber, desde luego, de qué color eran sus ojos, cómo eran sus formas, hasta dónde le llegaba la cabellera, qué especie de flor iba deshojando.

Cuentan que una tarde de octubre ella le dejó una carta. Y en la carta le pedía, por amor a su madre, que se escaparan. Ya se sabe que a las mujeres, así como a los caballeros, cuando se enamoran, les viene la idea de fugarse, y son de poner cruz a la fecha de la fuga pasando las noches en vela pues en el sacrificio se apasionan.

“Fugarse es lo mejor que tiene el amor”, solía repetir, melancólicamente, mi madre a sus amigas, mientras tomaba un té de un misterioso color verde botella, muy bueno para combatir la litiasis.

Un día desapareció del lugar. Nadie supo nada de la chiquilla. Ni sus padres, siquiera.

Dos versiones corrieron al tercer día de su desaparición, pero ninguna de ellas parece acercarse a la verdad. La una sostenía que cruzó la alambrada, una noche oscura, de ocultación del satélite lunar tras la mampara del Sol. Es posible.

La otra cuenta que desapareció y nada más.

Cierto es que algunas mujeres contaban que solían divisar a la niña montada sobre un zaino, con un niño pequeño en los brazos, en los alrededores de la colina.

Sin embargo, los hombres suelen comentar que a las mujeres no hay que prestar oídos pues acostumbran narrar las historias del modo y de la manera que querrían que ocurriese, porque quieren envanecerse de los finales felices.

Quien dijo verla en ese pueblo donde la gente tiene el mal hábito de decir “Dicen que …”, miente, miente, miente.

Jamás se supo nada.

Pero pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado.

La casa permanece en su sitio. Tiene el aspecto de una casona por cuyos cimientos sube, lo mismo que la hiedra, la lepra de la humedad.

Hace pocos días, se vino abajo un eucalipto, que saneaba una zona pantanosa, desmoronándose sobre su enclenque tejado.

Buscaban a un médico para salvar la vida de Zoilo; tenía la cabeza rota; un gajo del árbol cayó sobre él.

Paré la sangre del accidentado. Los asesinos, mientras me observaban pasar una mixtura de desinfectante y cicatrizante sobre su cráneo y cubrir con un esparadrapo la herida, parecían sofocados por el paso tan cuidadoso, tan lento, tan solícito, de mi auxilio.

No veían la hora de que me marchara del sitio. A los desconocidos se desprecia, aun cuando vengan a ofrecer sus mejores servicios y atenciones.

Creí ver a una mujer. Estaba de espaldas. Habría dado mi existencia porque aquella figura volviera el rostro hacia mí. Distinguiría el rostro de Rosa, a pesar de los años que ya han pasado desde su desaparición.

Pero aquella mujer, de ser quien creía que era, no se mostraría a un intruso.

Pertenecía a la fila peligrosa de quienes son tachados después de haberse perdido su paradero.

Cuando regresé me invadió la tristeza.

Ahora se me hace hábito echar una mirada, cada atardecer, al sitio. Cierto es que la morada ya no es la misma. Y que los asesinos han envejecido, como yo, como la gente del lugar.

No hay mayor dicha en los últimos días de mi existencia, que ver caer el sol sobre la copa de sus árboles donde asoman las flores rojas y blancas, al clarear el día. Y sentir el crepúsculo vagar entre sus plantas gramíneas.

Hasta el ladrido de sus perros inquieta alegremente mi corazón.

Una señal de vida de la casa prohibida me recuerda, diariamente, que sigo vivo.

 

FIN

2000 Editado por Paya Frank @ Blogger