Por alguna u otra razón que nadie -jamás-
podrá descifrar, el poeta Franz Kurtz tenía un aire de desdichado al darte los
buenos días, y, cuando te cruzabas con él, en una esquina, frente al viejo
mercado municipal de las codornices o frente a la destartalada estación del
ferrocarril sureño, te decía buenos días como quien dice adiós, y cuando te
dabas vuelta, y era él, mientras tú le hacías la gracia de un simpático mono de
circo, Franz te miraba sin comprender cuál de los dos tenía la culpa, o qué
maldito bien te había hecho la vida (para pasar tanta vergüenza), y cuando tú
abusabas en el apretón de las manos, él retiraba la suya, apagando con la
frialdad cadavérica de sus dedos las castañuelas resonantes de tu calurosa
amistad y, finalmente, cuando le sorprendías pegado a una de las tantas
ventanillas del autobús, exhibiendo sombríamente su pasaje al guardia de la
empresa, te saludaba sin verte ya, como quien echa al vuelo el pañuelo de un
estornudo, nada más.
Qué desencanto la vida para Franz. Y qué
soledad la suya, sin el derecho, siquiera, de elegir, porque las novias se le
iban para la cuadra de enfrente, siempre inalcanzables con su vestido de
primavera y sus cabellos trenzados de aromas de canela.
Pienso que todos los poetas son parecidos
a Franz. Franz Kurtz. O casi todos. Por eso el gobierno inventó lo del gran
cartel del mar, como primera medida de cultura, para romper la desoladora
condición histórica de nuestra mediterraneidad y reconfortar a los
intelectuales y a los soñadores como Franz, ávidos de mar.
Gran cartel de mar, el nuestro, con
aquellas altas olas artificiales, aquellas espumas congeladas, aquellas
gaviotas perpetuadas en su vuelo hacia el norte y aquellos arrecifes de
mentira; gran cartel paisajista que los poetas contemplaban, melancólicos, sin
que los incomodara el luminoso cartel de Coca-Cola que los oficiales del
ejército levantaron como segunda medida de reconstrucción patriótica, gran
cartel de mar, que algunos poetas, afectados de sentimentalismo, observaban
desde su miserable pensión con catalejos y se echaban luego a llorar,
repitiendo que sí, que era nomás el mar, no importa cuánta peregrinación inútil
de gaviotas y retorno de loros amarillos, no importa cuantos golpes desiguales
de marea, cuanta ilusoria carabela o gabarra deshaciéndose del cascarón de la
pintura, era nomás el mar, la mar, no importa cuanta playa de arena cubierta
por el hondo sentimiento de aquellas tres valientes palabras: ¡viva la
revolución! Que viva la revolución aunque la vida siguiera su curso ordinario
dentro de un progreso y una paz sepulcral como nunca tuvimos y los poetas
recitaban sus poemas contestatarios, sin que nadie los oyera, salvo el mismo
Presidente,
quien también escribía sonetos sobre el dorso de cualquier invitación oficial,
cultivando el estilo, claro está, de Pablo Neruda: "Puedo escribir los
versos más tristes esta noche".
Que viva la revolución, porque al
civilismo se lo lleva el aire del ocio mientras que en la refriega todo el
mundo cabe en una plaza, y aún se encuentra un lugarcito de margaritas para
echarse a morir con la debida gloria; pero, era nomás el mar, no importa cuánto
silencio, cuánto caracol como huevo de perdiz, cuanta resolana, cuanto afiche y
cuanto espejismo. Por supuesto, el mar que conocíamos no era el mar de verdad
que sí rugía y que se traía y que se llevaba a la playa con cada golpe de
oleaje, nuestro mar era el mar de las enseñanzas escolares, aprendido de
memoria a través de la geografía moderna. Ay, yo daba vueltas, tú dabas
vueltas, él daba vueltas al globo terráqueo, y qué duro meterse en la cabeza
tan larga asignatura cuyo fundamental misterio era la historia del almirante
Colón y sus tres carabelas, ay, tres carabelas llegadas a América por pura
inspiración del velamen, y, luego, imaginaros, poder conocer los detalles más
curiosos de las altas corrientes marinas, los animales recogidos bajo los perdidos
cofres de los tesoros que ninguna empresa tuvo la suerte de hallar y las
embarcaciones marinas arrestadas por las plantas musgosas con el último pirata
entregado al placer de fumar su pipa, alegre en la popa, imaginaros, poder
conocer las diferentes variedades de sales que en octubre se abrían como
girasoles bajo el agua mientras el viento de la primavera se llevaba, arriba,
las sombrillas cubanas, y aquel guarapo de
los ahogados perdidos de sus madres, de
sus novias, de todo el grupo excursionista, por no saber nadar aunque pareciera
tan fácil la cosa desde la práctica sobre el taburete.
Caramba, aquello de nadar era toda una
ciencia, algo de hacer o no hacer en un arrebato de extremo heroísmo. Lo que se
dice nadar, nadar, todos lo hacían pero nosotros no, mas le dábamos pataleos al
aire tendidos sobre las sillas y a grandes manotazos avanzábamos, o como que
avanzábamos, hasta que toda la tripulación se venía abajo en el preciso
instante en que un vértigo de fondo, un salpicón de corales y unas explosiones
herbáceas tiraban de las patas de las sillas. Aquí y así como nos ven, tenemos
espíritu de mar, tal vez porque sobrevivimos, aun sin crédito extranjero, y nos
pasamos noches sin dormir, soplando fogatas frente al gran cartel del mar, y
viene cayendo gente a la peña entre el alboroto de los niños y de los perros, y
vienen resbalándose las muchachas hasta la peña, entre el apuro y la didáctica
por fritar cebollas en el fuego, cebollas que todos comemos, brindando por los
buenos tiempos, éstos, los tiempos de las noches estrelladas, de las buenas
cosechas, de la gran bendición de los maizales que se arraigan aún en los
cementerios, y de la prosperidad de los cafetales, y alguien ya ha traído su
piano al oír la buena noticia de que la fiesta es frente al gran cartel del
mar, de modo que la humilde vendedora de azahares baila, el usurero italiano
baila, y un tercero les hace compás, no hay caso, nadie sabe quien es, pero
baila tan bien, tanto para el costado como para el revés, para su pareja como
para las demás parejas, baila tan bien el tercero, escondido celosamente dentro
de su gran mascarilla de cambá, que todas queremos comprometerlo para que baile
conmigo la próxima pieza, algún cielito, tal vez un merequetengue, los pasitos
que me enseñaron la tardecita de las azaleas florecidas, cuando mi abuela se
reclinaba en su mecedora de mimbre, pero, mira qué gran susto, el viento
se llevó tu mascarilla, Franz Kurtz; quién hubiera sospechado, con ese aire de
desdicha que siempre tenías al decir adiós, y con esa prudencia de los tristes
con que te acercabas a los bailes para ver a las mulatas mover la calabaza;
quién hubiera creído, ahora tú eres el que levanta el polvo con el zapateo,
sintiendo que te sofocas con el giro de la comparsa, y sabes que ya es tarde,
que la cristalería de tu fama de poeta triste se rompió en mil añicos, de modo
que no te queda más remedio que ensoparte en todos los pedidos musicales que la
orquesta complazca. Y ahora todos nos metemos en el baile, olvidando las
tristes horas que pasamos enjaulados en esta patria miserable, sin mar, sin
ejército de marina, sin atardeceres de salitre que golpeen levemente los
jazmines de los balcones, todo el mundo metido en el último furgón de la casa,
respirando el vaho creciente de los muebles viejos, de los armarios de madera
de caoba y del centenario arcón familiar, todo el mundo en la cocina, ordeñando
la vaca que si ponemos acá no nos permite caber ahí, que si la ponemos donde
sea no nos deja pasar, porque el recinto se ha quedado tan chico después de la
última remodelación de la ordeñadora automática.
Y ahora el baile nos queda tan pequeño,
tan como encimado porque también han venido los revolucionarios, imagínense, y
los poetas de las odas a
1977 Relato de Paya Frank @Blogger
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