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28 de mayo de 2025

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27 de mayo de 2025

El judío errante {Cuento}

 


[Cuento - Texto completo.]
Rudyard Kipling

-Si das una vuelta al mundo en dirección al Oriente, ganas un día -le dijeron los hombres de ciencia a John Hay.
Y durante años, John Hay viajó al Este, al Oeste, al Norte y al Sur, hizo negocios, hizo el amor y procreó una familia como han hecho muchos hombres, y la información científica consignada arriba permaneció olvidada en el fondo de su mente, junto con otros mil asuntos de igual importancia.
Cuando murió un pariente rico, se vio de pronto en posesión de una fortuna mucho mayor de lo que su carrera previa hubiera podido hacer suponer razonablemente, dado que había estado plagada de contrariedades y desgracias. Es más, mucho antes de que le llegara la herencia, ya existía en el cerebro de John Hay una pequeña nube, un oscurecimiento momentáneo del pensamiento que iba y venía antes de que llegara a darse cuenta de que existía alguna solución de continuidad. Lo mismo que los murciélagos que aletean en torno al alero de una casa para mostrar que están cayendo las sombras. Entró en posesión de grandes bienes, dinero, tierra, propiedades; pero tras su alegría se irguió un fantasma que le gritaba que su disfrute de aquellos bienes no iba a ser de larga duración. Era el fantasma del pariente rico, al que se le había permitido retornar a la tierra para torturar al sobrino hasta la tumba. Por lo que, bajo el aguijón de este recuerdo constante, John Hay, manteniendo siempre la profunda imperturbabilidad del hombre de negocios que ocultaba las sombras de su mente, transformó sus inversiones, casas y tierras en soberanos¹ sólidos, redondos, rojos soberanos ingleses, cada uno equivalente a veinte chelines. Las tierras pueden perder su valor, y las casas volar al cielo en alas de llama escarlata, pero hasta el Día del Juicio un soberano será siempre un soberano, es decir, un rey de los placeres.
Poseedor de sus soberanos, John Hay hubiera querido gastarlos uno a uno en aquellos toscos placeres que su alma amaba, pero le obsesionaba el miedo a una muerte cercana; el fantasma de su pariente se erguía en el recibidor de su casa, junto al perchero, gritándole escaleras arriba que la vida era corta, que no había esperanza alguna de que los días pudieran prolongarse, y que los sepultureros habían comenzado ya a cepillar el ataúd del sobrino. Por regla general, John Hay estaba solo en casa, pero incluso cuando tenía compañía sus amigos no oían al tío vocinglero. Dentro de su cerebro, la sombra se hizo más amplia y más negra. El temor a la muerte estaba enloqueciendo a John Hay.
Y entonces, desde las profundidades de su mente, donde había almacenado toda la información no utilizada para fines inmediatos, surgió la idea del dato científico del viaje hacia Oriente. Cuando de nuevo su tío le gritó escaleras arriba que se apresurara a vivir, una voz más aguda le respondió en un grito: «Aquel que da la vuelta al mundo en dirección al Este gana un día».
Su timidez y desconfianza crecientes respecto de la Humanidad le impidieron comunicar su preciado mensaje de esperanza a sus amigos. Podían apropiarse de él y analizarlo. Estaba seguro de que era verdad, pero le hubiera dolido intensamente que manos rudas lo sometiesen a un examen demasiado minucioso. Solo a él, entre todas las generaciones sufrientes de la Humanidad, se le había revelado el secreto. Sería impío -contra los designios del Creador- poner en marcha a toda la Humanidad hacia el Este. Además, ello supondría abarrotar los barcos de vapor de forma inconveniente, y John Hay deseaba estar solo, por encima de todo. Si pudiera dar la vuelta al mundo en dos meses -había leído que alguien, cuyo nombre no recordaba, lo había hecho en ochenta días- ganaría un día entero, y si seguía haciéndolo sin parar durante treinta años, ganaría ciento ochenta días, o casi la mitad de un año. No sería mucho, pero en el transcurso del tiempo, a medida que avanzara la civilización y se abriera el ferrocarril del valle del Éufrates, podría incrementar su ritmo.
Provisto de muchos soberanos, John Hay, en el trigésimo quinto año de su vida, emprendió sus viajes; dos voces lo acompañaron mientras navegaba desde Dover hacia Calais. La fortuna le favoreció. El ferrocarril del valle del Éufrates acababa de ser inaugurado y fue el primer hombre que tomó un billete directo de París a Calcuta: trece días en tren. Trece días en tren no son buenos para los nervios, pero siguió recorriendo el mundo y volvió a Calais desde América en doce días menos de los dos meses que se había propuesto, y volvió a empezar, con veinticuatro horas de tiempo precioso en su haber. Pasaron tres años y John Hay siguió dando religiosamente la vuelta al mundo, buscando más tiempo en el que gozar del resto de sus soberanos. Llegó a ser conocido en muchas líneas transatlánticas como el hombre que siempre quería seguir adelante; cuando la gente le preguntaba qué hacía, contestaba:
-Soy la persona que tiene el firme propósito de vivir para siempre y estoy tratando de llevarlo a la práctica.
Sus días se dividían entre la observación de la blanca estela de la hélice tras la popa de los más veloces vapores y la contemplación de la tierra parda que, como un relámpago, resplandecía por las ventanas de los trenes más veloces; y en un cuaderno anotaba cada minuto que había arrancado o sustraído a la implacable eternidad.
-Esto es mejor que rezar por una larga vida -decía John Hay mientras volvía su rostro hacia Oriente.
El paso de los años le había ayudado más de lo que había imaginado; mediante la extensión de la línea del valle del Brahmaputra hasta entroncar con la recientemente creada de la China central, el billete de ferrocarril de Calais le llevaba hasta Calcuta y Hong Kong, vía Karachi. El viaje completo se podía hacer en poco más de cuarenta y siete días y, presa de una exaltación fatal, John Hay le contó el secreto de su longevidad a su única amiga, su ama de llaves, que se ocupaba de su residencia en Londres. Él habló y desapareció; pero ella era una mujer de recursos y de inmediato fue a pedir consejo a los abogados que le habían informado a John Hay acerca de su herencia de oro. Todavía quedaban muchos soberanos, y había otro Hay que deseaba gastarlos en cosas más razonables que billetes de tren o pasajes de barco.
El persecución fue larga, porque cuando un hombre está literalmente en camino, tras su preciada vida, no se detiene en la ruta. John Hay volvió de nuevo a recorrer el mundo, y en su periplo alcanzó en Madrás al cansado doctor que había sido enviado en su busca. Y fue allí donde encontró la recompensa a sus trabajos y la certidumbre de una bendita inmortalidad. En media hora, el doctor, sin dejar de observar los labios resecos, las manos temblorosas y aquella mirada que se volvía eternamente hacia el Este, convenció a John Hay de que descansara en una casita cercana a la playa de Madrás. Todo lo que tenía que hacer era colgarse del techo de la habitación mediante unas cuerdas y dejar que la tierra redonda diera vueltas en libertad, bajo su persona. Esto era mejor que el barco o el tren, porque ganaba un día al día, y se hacía así semejante al sol inmortal. El otro Hay pagaría sus gastos a lo largo de toda la eternidad.
Es cierto que todavía no podemos disponer de billetes Calais-Hong Kong, aunque podamos hacerlo dentro de quince años, pero hay hombres que dicen que si uno se pasea por la costa sur de la India, se encuentra, en un pequeño bungaló encalado y limpio, sentado en una silla colgada del techo, sobre una lámina de delgado acero que, como él sabe muy bien, destruye la atracción de la tierra, a un hombre viejo y consumido, con el rostro vuelto siempre al sol naciente, y un cronómetro en la mano, corriendo contra la eternidad. No puede beber, no fuma, y sus gastos ascienden, quizá, a unas veinticinco rupias al mes, pero es John Hay, el Inmortal. En el exterior, oye el estruendo del mundo que gira, pero con el cual él siempre explica cuidadosamente que no tiene relación alguna; pero si le dices que solo se trata del ruido de las olas, llorará con amargura, porque la sombra de su cerebro va muriendo a medida que su mente deja de funcionar, y a veces duda de que el doctor dijera la verdad.
-¿Por qué el sol no está siempre sobre mi cabeza? -pregunta John Hay.
FIN

“The Wandering Jew”,
Life’s Handicap, 1891
1. Soberano: moneda de oro emitida en Gran Bretaña.

¿Se puede confiar en los agentes de IA?

 

26 de mayo de 2025

Camino Equivocado {Relato}



Yo mecía ante mis ojos, como un péndulo, el reloj del arzobispo. Iba a venderlo, o por lo menos iba a vender la cadenita, pero antes trataba de recordar el nombre exacto de la tal cadenita. Era un reloj de bolsillo, de oro macizo, hecho en Suiza aunque marca Ferrocarril de Antioquia, con unas loras o guacamayas labradas en las tapas, en medio de una selva lujuriosa. Le había dado cuerda y después de mecerlo lo abrí para mirar el segundero y tomarme el pulso. Íbamos al unísono, como siempre, el reloj y mi corazón: yo sesenta pulsaciones y él sesenta segundos por minuto. ¿Cómo iba yo a vender el reloj de mi tío el arzobispo?

Hambre, lo que se dice hambre, no estábamos pasando. Lo cierto es que la carne nos resultaba tan cara que nos habíamos vuelto vegetarianos a la fuerza y ya no comprábamos libros ni queso parmesano; que yo leía La Estampa en el bar (con la vergüenza de no poder pedir siempre un expreso mientras la miraba), que no habíamos vuelto a cine y que mi hija jugaba siempre con el mismo juguete (una finca de plástico). Mi hija tenía casi dos años y acababa de salir de Colombia; en Colombia su pasión habían sido las fincas porque le encantaban los animales: los perros, los caballos, las vacas, las gallinas. Le hacía mucha falta el campo, los espacios verdes, abiertos, despoblados, que son lo mejor de Colombia y lo más escaso en Europa, y por eso le habíamos comprado una granja de plástico y ella jugaba todo el día con la granja. Me parece que jugando ella volvía con la imaginación o con el recuerdo a la finca que mi familia tenía cerca de Medellín. La finca de plástico era para ella como el reloj de oro para mí: la muestra de que en otro tiempo -apenas unos meses antes- habíamos sido más felices y más ricos.

Vivíamos en Borge San Paolo, el barrio obrero de Turín, donde una amiga, Emiliana Bolfo, nos había cedido su apartamento alquilado por la tarifa del Equo cantone, es decir, por un arriendo baratísimo, muy inferior al del mercado. Esta amiga, una comunista fervorosa, se había ido como trabajadora voluntaria a Cuba, la patria del socialismo, y mientras tanto -por solidaridad con estos prófugos del Tercer Mundo- nos había cedido su apartamento barato. Había, sin embargo, un grave riesgo de regreso: en cada carta que llegaba de La Habana (nosotros las abríamos con terror) su fervor comunista se veía disminuir, y en la última anunciaba que ya Fidel la tenía hasta la coronilla, que ya no podía más de vivir sin agua corriente, sin queso, sin aspirinas, sin frío, sin periódicos, sin todas esas cosas que en Cuba hacían falta. Si nuestra amiga llegaba a desencantarse del todo del socialismo real, si le daba por volver de Cuba, quedábamos en la calle. Yo hubiera querido escribirle apelando a su conciencia revolucionaria e insistirle en que por la causa tenía que resistir, hubiera querido invocar incluso el glorioso recuerdo de la Resistencia italiana, decirle que los suyos eran los sacrificios que imponía el infame bloqueo norteamericano, pero mi hipocresía no llegaba a tanto y solo le contestaba que si tenía que volver, pues tranquila, que volviera, qué se le iba a hacer, nosotros le entregaríamos su apartamento barato.

Así que yo mecía el reloj del arzobispo ante mis ojos, cogiéndolo por el gancho de la cadenita y haciéndolo mover en forma de péndulo, como hacen los hipnotizadores y magos de los circos y la televisión. Al frente del apartamento quedaba una joyería que tenía un letrero: «Si compra oro e argento». En el mostrador de esa joyería ya habíamos dejado, en semanas anteriores, las dos monedas de oro heredadas del abuelo de mi esposa que, como un viático, nos había entregado mi suegra al salir de Medellín. También allí había quedado una medalla milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que nos había dado una tía piadosa la tarde de la fuga. El viático que nos había dado mi mamá era el reloj de oro del arzobispo. Me hipnotizaba con el reloj, tratando de que el vaivén me ayudara a tomar una decisión sensata.

El joyero ya me había hecho un avalúo: «Per quest’orologio gli darei anche un milione di lire, è un bel orologio». Un millón de liras daba para vivir cómodamente un mes. ¿Y al mes? Al mes ya veríamos. Pero en mi casa no me habían entregado ese reloj heredado de generación en generación para que lo vendiera; mi mamá me lo había entregado con solemnidad, como quien entrega un estandarte y al mismo tiempo un escapulario. Sí, era una especie de reliquia o amuleto de la buena suerte. Yo no creo en escapularios ni en amuletos, tampoco en la buena suerte, y por eso no había tenido reparos en vender la medallita milagrosa de la Virgen del Perpetuo Socorro, pero no quería vender el reloj. Me parecía bonito, y latía al mismo ritmo que mi corazón. Es verdad que cualquier otro reloj latiría al mismo ritmo, pero para mí era distinto, su tictac se parecía hasta en el ruido al bombeo de mis sístoles y de mis diástoles. Además, era un recuerdo de familia. Había sido un regalo del bisabuelo al arzobispo. Mi abuela se lo había dado a mi papá el día de la muerte del arzobispo. Y mi mamá me lo había dado a mí el día que mataron a mi papá. Así se lo había dicho yo a mi amigo Alberto Aguirre, un escritor que había tenido que escaparse también de los sicarios, y él me había dicho casi con desprecio: «eso es puro animismo, no seás pendejo, vendé ese reloj». Está bien, yo sabía que lo que él decía era verdad, pero sea por lo que sea, me resistía a vender el reloj. Venderlo era como aceptar que ya sí estábamos en las últimas, era tirar los restos.

¡Leontina! La palabra que estaba buscando era leontina. La buscaba porque es una de esas palabras que me fascinan por exactas, pero que siempre se me olvidan porque las uso poco. Palabras como pabilo, conticinio, badajo, palabras de gran sonoridad y precisión, pero que siempre tengo que hacer un esfuerzo mental para poder recordarlas, porque los idiomas se vuelven cada vez más un instrumento rápido, de lenguaje televisivo, elemental, útil, pragmático, en el que los nombres de todas las cosas son reemplazados por la palabra cosa, y casi nadie se toma el trabajo de usar la palabra exacta para decir la cosa exacta, pues puede señalar y decir cosa o hacer el dibujito o mostrar la cosa en la pantalla.

Yo estaba buscando la palabra con el único fin de tomar una decisión definitiva sobre si vender la cadenita del reloj o no. Sabía que era fácil vender una cadenita; pero también sabía que era más difícil vender una cosa que se llamara con esa palabra exacta con que se llamaba la cadenita. No es lo mismo vender una leontina que una cadenita. Pero la palabra leontina no me pareció tampoco tan respetable, así que decidí venderla de todas maneras, y mejor sería apurarme porque era sábado por la tarde y en cualquier momento cerraban la joyería.

-¡Ya vengo! ¡Torno subito! -avisé en español. Desprendí la leontina del reloj, lo guardé en el cajón y salí con la cadena en el bolsillo.

A Bárbara, mi mujer, la enfurecía que yo vendiera las cosas. No le parecía que la situación estuviera para tanto. A ella nada, ni lo más grave, le parecía nunca demasiado grave. Una vez en Medellín yo la vi salir de la cocina de la casa caminando y, sin alzar siquiera la voz, me dijo: «Creo que la cocina se está incendiando». Yo me asomé y salían llamaradas rojas por las ventanas. Era así; nada podía alterar su serenidad. Era, y sigue siendo, una persona tranquila, parsimoniosa, mansa. Aunque no tuviera ni una moneda en el bolsillo, no se sentía mal. Sonreía, siempre sonreía. Pero yo no soportaba sentirme día tras día sin una sola lira en el bolsillo. Yo, en Colombia, no había sido nunca pobre. Rico tampoco, pero nunca pobre.

-Si la niña se enferma y hay que salir corriendo para el hospital, entonces qué, ¿con qué pagamos el taxi?

 

-Ella no se va a enfermar, tranquilo -contestaba Bárbara-, o si se enferma llamamos a algún amigo para que nos lleve, aquí el hospital es gratis, paga la mutua, ¿o si no para qué nos vinimos a vivir en un país civilizado?

Pero yo no estaba tranquilo sin un peso, sin una lira, y fui a la joyería a vender la leontina del reloj del arzobispo. La leontina, me daba cuenta al tocarla en el bolsillo, no me importaba nada. El joyero se puso duro, como siempre que el negocio se le planteaba en serio. Sin mirarme ni una vez a los ojos, pesó la cadena, la frotó contra una piedra esmerilada, luego le echó un líquido a la ralladura de oro, observó los cambios en el color, pareció satisfecho. Al fin, después de regatear un poco, me dio setenta mil liras. Fui al bar, pedí un vino blanco frío, de Custoza, y leí sin complejos y sin prisa La Estampa. Vi que estaban dando una película de Woody Allen, Zelig, que parecía buena. Volví corriendo al apartamento y dije todo contento:

-Hoy tenemos programa. Pizza y cine. Dan una nueva de Woody Allen, Zelig.

Mi mujer sonreía con todos los dientes blancos, blanquísimos, extrañamente animada. Sabía que yo había vendido algo, pero no preguntaba qué. Ella se enfurecía si yo le consultaba o le contaba que iba a vender algo. Pero una vez vendido, sabía que ya no había nada qué hacer; además, le encantaba ir a cine y llevábamos semanas sin ver una película. Tal vez por eso, solamente dijo:

-Ojalá a la niña no le dé por llorar en el cine. Si no, nos toca salirnos, como la otra vez.

Pero ella casi nunca lloraba en el cine. Le gustaban las películas casi más que a nosotros, las veía con una fijeza y una atención alucinada, aunque seguramente no entendía nada: tenía menos de dos años.

 

2

Yo había llegado a Turín en enero y sin ropa de invierno. Mi mujer y mi hija llegarían un mes más tarde. Al salir del aeropuerto, al montarme al bus, tembloroso, lleno de frío y de nervios, se me había caído, sin que me diera cuenta, un maletín de mano en el que llevaba mi pasaporte, una carpeta con proyectos y borradores de cuentos, y unos tres mil dólares en billetes -el fruto de la venta del carro y de los muebles en Colombia- que debían servirnos para sobrevivir los primeros meses, mientras yo encontraba algún trabajo. Cuando llegué al hotel la primera noche, un hotelito barato en Piazza Lagrange, en el momento en que iba a registrarme y me pidieron un documento, me di cuenta de que se me había perdido todo: pasaporte, billetes de verdes dólares, cuentos. Llevaba muchos días sin llorar, pero ahí, frente al conserje del hotel, se me salieron las lágrimas. ¿Lamentaba la pérdida del pasaporte, me preocupaba por los cuentos perdidos? No, francamente creo que lloraba por la plata. El conserje se apiadó y me dejó dormir en un sofá apartado del vestíbulo, contraviniendo la ley y sin cobrarme. Al otro día madrugué con el ánimo deshecho, y con la plata de bolsillo compré un tiquete de tranvía para ir hasta la questura de Turín a poner el denuncio.

Los funcionarios se murieron de risa. Dijeron: «È la prima volta che questo accade, non un colombiano che ruba, ma un colombiano che è stato derubato, incredibile!». Tenían mucha experiencia con los colombianos que robaban, pero nunca les había ocurrido que le robaran a un colombiano. No podían creerlo y se reían. Se reían, pero al mismo tiempo me miraban con recelo, no acababan de confiar en mi versión. Pensaban que yo ponía un denuncio falso para poder cobrar un seguro, o para engañar al banco o para algo en todo caso turbio y truculento. Tanto que me pasaban de funcionario en funcionario haciéndome interrogatorios cada vez más largos y llenos de sospechas. Eso me salvó. En la oficina del cuarto funcionario al que me llevaron, encima de su escritorio, intacto, perfecto, estaba mi maletín de mano. Me abalancé sobre él dando gritos de júbilo. Me lo arrebataron furiosos de las manos. Pero describí tan bien su contenido, papel por papel, billete por billete, hoja por hoja, letra por letra de mis cuentos, que tuvieron que aceptar que era mío. Además el tipo de la foto del pasaporte se parecía a mí y mis huellas digitales coincidieron con las del papel. Ese golpe de suerte me salvó del desastre y me dio confianza de haber llegado a un país menos tremendo. Alguien había devuelto el maletín sin tocar su contenido, sin abrirlo siquiera.

Hacía frío. Tenía los nombres de algunas personas de Amnistía Internacional, que me había mandado por carta un señor de Boston al que no conocía, Gary Emmons, y gracias a cuyos dólares, enviados también por carta, en travellers checks, pude comprar la finca de plástico de mi hija. Gracias a esos datos me puse en contacto con el grupo de Amnesty de Turín, cuyos miembros fueron muy generosos conmigo desde el primer día. Generosos en todo, hasta en la ropa de invierno.

 

Un militante de Amnistía Internacional, Edoardo Cupolo, me regaló un viejo abrigo de paño de camello, que tal vez había sido de su padre, un hombre corpulento, seguramente muy alto y muy gordo, mucho más alto que yo, eso seguro, e incluso también más gordo. El abrigo era color camello y olor de camello. Yo me acordé de un chiste de la infancia: «¿A qué huelen las gibas del camello? A culo de árabe». Seguramente había estado guardado por años en un sótano. Pero era caliente. Lo llevé a una lavandería y salió un poco más viejo, con menos pelos, pero sin olor. Me lo puse, me lo puse siempre durante cuatro inviernos, y aunque me quedaba nadando de ancho y muy muy largo, como una sotana de cura, de ahí en adelante lo llevaba siempre. Es más, seguí guardando el abrigo durante muchos más años, incluso cuando ya casi nunca me lo ponía. Era como una máscara y un recuerdo de lo que yo había sido, del disfraz que fui yo durante mucho tiempo. Anna, una amiga, cada vez que me veía llegar con el abrigo, me decía: «Sembri un esule sovietico», y se moría de risa de que yo pareciera un refugiado soviético. Creo que por ese chiste de mi amiga me ponía siempre el abrigo; me gustaba parecer un refugiado soviético. O mejor dicho: prefería parecer un exiliado soviético. Siempre había sentido repudio por los exiliados latinoamericanos, con esa mirada triste, ese aire miserable, esas ganas morbosas de ser compadecidos, esas historias interminables, desoladoras, inconsolables, sobre los milicos y los desaparecidos, esas quenas eternas en las esquinas, con el lamento perpetuo de la música andina. Toda una evocación permanente de nuestras lacras, de nuestros dolores, de nuestro destino de derrotados, de nuestros Tristes Trópicos y nuestros tristes tópicos. No, no decían mentiras y denunciaban de verdad cosas atroces, pero parecía que se les hubiera rayado el disco de la vida, siempre en la misma parte, repitiendo siempre el mismo sonsonete. Y por supuesto la misma música: Inti-Illimani, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Víctor Jara, la nueva trova cubana. Yo estaba hasta aquí. Eran, casi todos, argentinos y chilenos, llevaban decenios de exilio en Italia, y yo les sacaba el cuerpo como si fueran leprosos. Mejor dicho: yo también era leproso, y tanto como ellos. Pero no por eso me gustaba convivir con los leprosos.

Por algunos meses accedí a asistir a algunos actos organizados por Amnesty. Era mi manera de agradecerles su ayuda. Eran jornadas terribles en las que me sentaban al lado de un surafricano del partido de Mandela, de un exiliado rumano o soviético de verdad verdad (con su gorro de piel de oso, no como yo con mi abrigo de camello) y de algún compañero chileno o argentino que inevitablemente me abrazaba y lloraba. A mi turno yo tenía que denunciar la situación de Colombia, los grupos paramilitares, los narcotraficantes, los militares, los asesinatos de defensores de los derechos humanos, toda esa porquería colombiana que es cierta, pero de la que uno no quiere hablar todo el tiempo (en Colombia porque es peligroso, y fuera de Colombia porque quiere olvidar). Yo hablaba y me oía hablar y no me creía lo que estaba diciendo. Yo no decía ninguna mentira, contaba con detalles, por ejemplo, el asesinato de mi papá, sus luchas llenas de sentido y de valor, los asesinatos de sus amigos, los asesinatos y los asesinatos y las amenazas y el miedo y la impunidad y las masacres y todas esas palabras que uno dice y parecen sinónimas de mi país. Pero yo me veía ahí como un payaso, representando un papel trágico ante un auditorio que curaba o intentaba curar toda su mala conciencia con su atención compungida y su mirada solidaria. Al final de mis exposiciones me decían que iban a organizar colectas para enviarle plata a la guerrilla colombiana y en vano yo trataba de explicarles que los de la guerrilla también eran Fuerzas Armadas y que como tales cometían atrocidades, secuestraban gente, mataban campesinos, así que enviarles donaciones era solamente echarle más leña al fuego. Era difícil, muy difícil de explicar quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos en Colombia, donde -a diferencia de las películas de vaqueros- todos los malos tienen algo de buenos, y donde a todos los buenos, tarde o temprano, se les sale su ladito malo.

Una vez, con mi amigo Alberto Aguirre, la gente de Amnesty nos invitó a un gran concierto de rock en Turín. Ellos estaban organizando conciertos por los derechos humanos en todo el hemisferio occidental. En el de Turín cantaban Sting, Bruce Springsteen (The Boss), Peter Gabriel, Whitney Houston y un cantante italiano que servía de telonero, es decir, de abrebocas para empezar el espectáculo, Claudio Baglioni. Confieso que ni antes ni ahora he sido un apasionado de la música rock y que mi predilección iba más bien hacia los compositores soviéticos perseguidos por Stalin, como Shostakovich. Nunca recuerdo, en cambio, los nombres de todas estas estrellas de la farándula que mueven multitudes. Incluso en el instante en que escribo esto he tenido que llamar por teléfono a mi amigo Aguirre para preguntarle los nombres de los cantantes de esa noche memorable que he olvidado casi por completo, pero que él recuerda a la perfección gracias a su memoria de elefante y gracias también a que después de haber vivido más de setenta años todavía se actualiza en música y disfruta del rock con la misma intensidad de una adolescente enamorada.

En fin, todos estos cantantes ofrecían su espectáculo a favor de los perseguidos del mundo. Y como se suponía que yo estaba entre esos perseguidos, y me imagino que en cierto sentido lo estaba, entonces la rueda de prensa de los cantantes se hacía también con nosotros. Un montón de jóvenes y jovencitas enardecidas daban alaridos ahí al frente e intentaban tocarlos y medio se desnudaban delante de los cantantes como para seducirlos, pero ellos permanecían impasibles, inmutables ante tanto alboroto (seguramente acostumbrados a esas muestras de histeria colectiva en todas partes), y las muchachitas más empezaban a seducirme a mí que a los cantantes, a mí que ni me miraban, porque yo y los otros fugitivos del mundo estábamos sentados al lado de los ídolos y veíamos más el espectáculo del público que el de los cantantes. Ellos eran los ídolos y se suponía que nosotros éramos los héroes, mártires de todo el mundo y de todos los colores, jodidos, perseguidos, pobres, caritristes, con los ojos rojos, completamente desconocidos, con cara de lunáticos, como leprosos, como ositos panda a punto de extinguirse. Desde ese día comprendí que Amnesty International era una especie de WWF para los jodidos humanos del Segundo y del Tercer Mundo. Nosotros éramos los ositos panda, yo un osito panda con pelo de camello.

Era muy raro estar ahí al lado de esos cantantes por los que la multitud daba alaridos y entraba en una especie de delirio contagioso. Yo con mi abrigo de camello sobre las rodillas y mi mirada perdida, el exiliado soviético con sus ojos tristes que tenían el color del hielo de la tundra, el perseguido surafricano oscuro como la noche, y como la noche, hondo y silencioso, el compañero argentino o chileno haciendo constante alarde de sus horribles recuerdos de tortura y mostrando las cicatrices en los dedos. Me recordaban a esos mendigos de Medellín que se sientan en algunas esquinas del centro, exponiendo, exhibiendo, chantajeando con su terrible llaga fétida, entre roja y amarilla, a todo lo largo de la pierna izquierda. Yo me sentía como en una exposición canina: nosotros éramos los especímenes de todas las razas y nos exhibían ante un público al que, con razón, le interesaban mucho los cantantes y no entendían nosotros qué estábamos haciendo ahí filados, como en un aviso de Benetton. Yo tampoco entendí nunca qué estaba haciendo ahí, pero aproveché para darle la mano a Sting, para palmotear en la espalda a The Boss, para darle un besito en la mejilla a Whitney Houston y otro apretón de mano a Peter Gabriel y a Claudio Baglioni. No lo hice porque me interesaran particularmente, pero como ellos eran íconos de nuestro tiempo, según me habían dicho algunos amigos más enterados del mundo de la farándula, quería poder después, al salir, decirles a los histéricos de la barrera que yo había tocado a Sting, que le había dado la mano a Peter Gabriel, que guardaba en mi mejilla algunas moléculas de saliva de Whitney Houston.

 

 

Con lo difíciles que se han vuelto las cosas en la vida tengo que confesar aquí que esa lista de cantantes del concierto de Turín ha venido inflándose bastante con el tiempo. Los de arriba son los de verdad. Pero yo con los años fui haciendo de ese concierto el más apoteósico y multitudinario espectáculo de rock que ojos humanos vieran. En mi concierto de la imaginación hay casi tantos cantantes como público, por el sencillo motivo de que me di cuenta de que la historia podía serme muy útil para despertar el interés en algunas mujeres. Lo que he hecho es lo siguiente: al conocer a alguien le pregunto qué cantante o qué grupo de rock le gusta. Y como la gente cambia tanto y es tan veleidosa, casi nunca se repiten: unas dicen que Queen, otras que Michael Jackson; unas que Bob Dylan y otras que David Bowie… Y así. Pues yo a todas, sea el que sea el cantante, les digo que lo conocí. Les digo incluso que lo toqué con mis propias manos y que ellos también me ungieron con las suyas. La mentira sirve.

Los prófugos de medio mundo, de todos los continentes salvo Europa occidental y Norteamérica, durante el concierto estuvimos sentados en los puestos más caros, ahí, al lado del escenario, y menos mal que yo me llené los bolsillos (y después los oídos) de motas de algodón porque si no hoy estaría todavía sordo. Gracias al algodón y a los residuos de humo de hachís que me llegaban por el aire de los alrededores, a mitad del concierto ya estaba entre borracho y dormido. Le di un codazo a Aguirre y le dije que me iba. Él se quedó ahí hasta la madrugada y al día siguiente me trataba de idiota, de beato, de atrasado en el tiempo y retrasado en la mente porque no sabía apreciar los verdaderos espectáculos populares y juveniles del mundo contemporáneo, que eran una delicia. Aguirre, además, al final del concierto, había tenido una conversación con uno de los organizadores, que le había preguntado mirándolo con ojos tristes: «¿Usted qué necesita?». Y él, que lo necesitaba casi todo, empezando por un abrigo aunque fuera de camello, le había contestado casi con un grito: «¡NADA!».

La visita de Aguirre, que había sido invitado por los de Amnistía para asistir al concierto, fue clave para mí. Él dormía en la casa de un amigo español, Manuel Martín Morán (de paseo por Asturias), y yo le había entregado, con manos temblorosas, aquellos borradores de cuentos que se habían salvado (con los dólares) del robo que no fue, el día de mi llegada a Italia. De alguna manera yo esperaba un veredicto, no digo sobre mis cuentos, sino sobre mi vida. Aguirre no sabía, y quizás no lo sabe todavía, que si él hubiera pensado que mis borradores no valían nada, lo más probable es que yo hubiera abandonado para siempre la escritura. De unas pocas palabras dependía el camino por el que yo iba a dedicar todos mis esfuerzos en el futuro. Y Aguirre, al fin, me las dijo:

-Héctor, te jodiste para siempre.

-¿Por qué?

-Porque vos sos escritor. Y lo más grave es que no servís para ninguna otra cosa.

Fue con esas palabras, declarándome jodido para siempre, como yo me salvé. Desde entonces -no para ganarme la vida, pero sí para salvarme del mundo y de mí mismo- no he hecho otra cosa que juntar palabras para formar párrafos, ideas, cuentos, recuerdos, libros. Y ya sé que lo haré hasta que me muera o hasta que mi cuerpo o mi mente no me permitan seguir escribiendo. Un año después esos mismos borradores fueron mi primer libro, Malos pensamientos, que otro amigo, Carlos Gaviria, me hizo publicar en la editorial de la Universidad de Antioquia, con una nota suya de encomio. Si hoy releo esos cuentos siento un gran desasosiego; no son muy buenos. Pero esos dos amigos míos, en realidad amigos heredados de mi padre (porque en principio eran amigos suyos) me metieron por este camino de la escritura que, equivocado o no, es mi camino.

 


Después del concierto y de unas cuantas mesas redondas y ruedas de prensa más, resolví no volver a las reuniones de Amnesty, aunque dejaran de pagarme almuerzos y de regalarme abrigos de camello. Gracias a ellos tenía incluso ollas y sillas; recuerdo que otra activista buena, Paola Ramello, me había regalado las ollas de aluminio de su abuela y algunos muebles viejos, ollas y muebles que Bárbara, en su austeridad franciscana, conserva y usa todavía. Eran buenas personas, sin duda, eran todas personas generosas y que luchaban por una causa noble, pero yo odiaba sentirme como una pieza de museo, como un espécimen etnográfico, el joven del Tercer Mundo perseguido injustamente en su país. No sé si logro explicarme bien. Ellos eran un grupo de benefactores benevolentes. Ellos eran amables, encantadores. Necesitaban de nosotros como las Damas de Caridad necesitan de sus pobres. Incluso nosotros necesitábamos de ellos y nos aprovechábamos de ellos. Pero en un lugar oscuro de mi mente yo no aguantaba su clemencia, no soportaba su aire de conmiseración, su generosidad, su bondad, yo no quería que nadie me compadeciera. Además otra ayuda que me daban era brindarme un auditorio para que yo denunciara los atropellos de mi país. Pero a mí no me gustaba denunciar los atropellos de mi país. No porque no creyera en ellos, sino porque lo único que conseguía haciéndolo era confirmar en su conciencia eurocéntrica que yo venía de un sitio bárbaro, salvaje, de alguna manera inferior, indigno, tercermundista y capaz de producir solamente delincuentes salvajes y militares sanguinarios, es decir, ejemplares humanos de tercera categoría. Un sitio de esos que, de tan horrible, casi se le podía hasta negar su derecho a la existencia. Odiaba que me tuvieran compasión, que me vieran como un infeliz. Tal vez odiaba que todo el mundo se diera cuenta de mi miseria, de mi desarraigo, de mi pequeña desgracia íntima. Íntima, eso, pero que por un momento me veía obligado a hacer pública. Aprovecharme de mi desgracia para sobrevivir, eso era lo más horrible, era lo mismo que mostrar una llaga y mendigar en una esquina del centro de Medellín. ¿Habrá algo peor que intentar sacar algún beneficio de la propia miseria?

Cerca de mi casa en Medellín -yo recordaba- pedía limosna una señora a la que le faltaban las dos piernas. La señora mendigaba en un puesto fijo, al lado de un semáforo, y algunos vecinos, varias veces, se apiadaron de ella y le compraron piernas artificiales y silla de ruedas. Varias veces la había visto estrenando piernas o silla, pero ella al cabo de un tiempo, indefectiblemente, volvía a quitarse las prótesis y a esconder la silla, pues era exhibiendo sus muñones como más limosna recibía y no dejándose ver en la silla de ruedas. Cuando a uno lo reciben como refugiado, cuando le dan unos muebles y un abrigo, ya tiene su silla de ruedas, su prótesis de Primer Mundo. Seguir yendo a los actos de Amnesty era como volver a mostrar los muñones, como seguir pidiendo limosna.

Que uno haya perdido su felicidad no quiere decir que uno sea un infeliz. Claro que esto difícilmente puede entenderlo la terrible banalidad de los que nunca han sufrido. Yo había perdido la felicidad, pero no era un infeliz. Y confiaba en que algún día volvería a reírme porque lo que me habían enseñado en la casa, lo que me había enseñado ese mismo señor asesinado que tanto dolor me daba, era que la existencia valía la pena de vivirse solo por la alegría, por la risa, y no por los horrores.

 

4

Era invierno otra vez (o todavía) y la vida parecía haber tomado un camino equivocado. Es tan breve el calor en la zona templada. El invierno no se acaba nunca y si se acaba vuelve a llegar ahí mismo. Era invierno, pues, de nuevo (o todavía), y la vida parecía haber tomado un rumbo equivocado. Un repentino mordisco de remordimiento, difundido y al parecer sin causa, me había despertado en mitad de la noche. Con los ojos abiertos miraba el vacío oscuro del cuarto, apenas atenuado por la claridad de la iluminación de la calle que se filtraba a través de las persianas. No porque tuviera ganas, sino por hacer algo que rompiera el sonsonete vacío del insomnio, me levanté a hacer pipí. Al sentarme en la cama, sin prender la luz para no despertar a mi mujer, estuve tanteando un rato en la mesita de noche hasta dar con los anteojos, pero, claro, puse mis dedos en los lentes y me imaginé con desagrado las huellas de niebla que debían haber quedado marcadas en los vidrios. Al acercarme al baño volví a sentir, a revivir, una de las más desagradables sensaciones de la infancia: unos pies descalzos pero con medias que de pronto pisan algo mojado y se impregnan de un líquido frío que luego chapotea a cada paso. Incluso en la penumbra fue fácil entender lo que pasaba pues a poca distancia de la entrada del baño, desde hacía diez o doce meses, caía una gotera permanente de la vieja y dañada tubería de la calefacción. La desidia, el abandono, la falta de iniciativa, más que el poco dinero o la difícil condición de forasteros, habían hecho que, a pesar de decir todas las semanas «tenemos que arreglar esto», la gotera siguiera ahí, obstinada, y por las noches, o poníamos una palangana para que el agua no se regara, o, más probablemente, gota a gota se iba formando un charco que al día siguiente serviría para mojar la trapeadora y fingir que se limpiaba el piso.

Al llegar al baño ya tenía algo más urgente que hacer pipí: escurrir las medias. Encendí la luz, bajé la tapa de la taza y me senté a quitármelas. Es fastidiosa la operación de quitarse unas medias mojadas. Me puse a retorcerlas en el lavamanos para ponerlas a secar en el radiador ya un poco menos empapadas y la mirada me fue a dar, naturalmente, sobre mi misma mirada en el espejo. Para evitar los ojos, fijé mi atención en los lentes, en busca de la huella de mis dedos sobre los cristales. Sí, allí estaban, pero esto no era lo peor. Antes de acostarnos habíamos freído unos pedazos de pollo y, ahora lo recordaba, al poner los trozos en la sartén se había levantado un gran chisporroteo de aceite. Mis gafas estaban llenas de esos pequeños punticos grasosos que deja la fritura, y lo más lamentable era que, durante la lectura que hacía al acostarme para atraer el sueño, ni siquiera me había dado cuenta. Era otro síntoma de la desidia, de que la vida había tomado un camino equivocado. Ser extranjero consiste, entre otras cosas, en que uno deja de limpiar las gafas y de arreglar las goteras.

Fue entonces cuando uno a uno fueron saliendo, nítidos, los temas del remordimiento, del mordisco que me había despertado y que, salvo la prodigiosa intervención química de algún somnífero, me tendría ya desvelado hasta el amanecer. Sí, tal vez la vida había tomado un rumbo equivocado.

Hice un recuento mental de las diligencias postergadas: por supuesto la gotera, pero también el permiso de residencia, vencido hacía dos meses, y no porque fuera imposible conseguirlo sino por pereza, sí, por pereza de comprar en una tal oficina tres pares de estampillas. Una pila de sobres rasgados, cartas sin contestar a todos esos amigos a los que en las despedidas les había jurado recuerdo, noticias, cartas muy frecuentes. Y el problema del trabajo. Que era el problema de la plata. Había vendido la cadena, habíamos visto Zelig y esa madrugada de domingo parecía ser mejor que las anteriores. Pero era igual, dolorosamente igual a todas las anteriores.

Zelig valió la pena. Me dio la clave de lo que debía hacer. Yo no podía dar clases de español. Mejor dicho, sí podía, podía perfectamente, pero los italianos no confiaban en mí. Yo no era español. Yo era colombiano, y los suramericanos hablamos, según ellos, un castellano espurio, feo, inculto, subdesarrollado. Yo ponía todas las semanas avisos en La Stampa: «Lezioni private di spagnolo. Insegnante di madrelingua». Y el teléfono. Llamaban algunas personas, estudiantes, amas de casa desocupadas o hartas de su oficio, comerciantes de corbatas… Todo iba bien, el precio les parecía correcto, el horario adecuado, hasta que preguntaban: «Ma Lei, di dov’è?». Sono colombiano. «Columbiano? Davvero columbiano?». Preguntaban aterrorizados, y hasta ahí llegaban las clases; en pocos segundos ya habían sacado una disculpa y cancelado la primera lección. Algunos llegaban a la primera clase sin hacer la pregunta fatídica, pero en cuanto se enteraban de mi origen suspendían las clases de español. «No, mi spiace, ma io devo imparare uno spagnolo vero, autentico.» Buscaban en mi español el certificado doc, como en los vinos.

Fue en ese momento cuando resolví volverme Zelig. Resolví dejar de ser colombiano y me convertí en español. Incluso, por seguridad, me inventé una biografía. Como sabía que el primer Abad llegado a Colombia, allá por 1780, había sido un pastor de cabras nacido en Palencia, me pareció bien inventar que yo había nacido en Palencia, Castilla la Vieja. Tenía que solucionar también el problema del acento, pero esto no era tan difícil gracias a que en el colegio donde yo había estudiado había sido rector un psicólogo español, don Miguel Briñón, y mi pasatiempo favorito en los primeros años de bachillerato (pasatiempo que una vez casi me cuesta la expulsión) había sido imitar su voz y su manera de hablar. Así que me declaré nacido en Palencia y empecé a hablar como Miguel Briñón.

Vosotros bien sabéis que en las Indias occidentales no solemos usar la segunda persona del plural. Sabéis también que es necesario redondear un poco la pronunciación de la ese y, lo que es más difícil, que se requiere escupir un poco con los dientes al pronunciar las zetas y las ces. Pues vale, si eso es lo que queréis, os daré todas las zetas que queráis, y no diré nunca más muchacho sino chaval, y no manejaré carros sino que conduciré coches, y en vez de medias me pondré calcetines, y no habrá malparidos entre mis conocidos sino solo jilipollas, y la vista del escote de la mujer del prójimo ya no me pondrá arrecho sino cachondo. Era difícil, pero no imposible. Y el efecto fue inmediato, mis alumnos se multiplicaron como por arte de magia. Bastaba dejar de ser colombiano para poder empezar a ganar algo más de dinero en Italia, con un tipo de astucia (el fingimiento) que es una argucia de raíz latina, es decir italiana, cuyos latidos llegaron hasta Colombia por el mismo camino de nuestra lengua.

Aquí debo aclarar que tuve la suerte, la azarosa casualidad, de haber salido con un aspecto más de blanco que de mestizo. Y digo casualidad porque si mi hermana Clara, que es bastante oscura, se hubiera visto en la misma situación que yo, a causa de su pelo negrísimo y su piel cobriza habría tenido más dificultades para hacerse pasar como súbdita española nacida en Palencia. Por azares de la genética de mi tierra y de mi mezcladísima familia yo salí con aspecto blancuzco, el cual jamás me ha enorgullecido, pero que tampoco dejé de aprovechar cuando me tocó disfrazarme de europeo. Tuve la suerte de poder engañarlos y gracias a mi disfraz de español, al poco tiempo ya tenía, en las colinas de Turín, alumnas de las más selectas y acaudaladas familias piamontesas. Llegué incluso a no tener que volver a leer La Stampa en el bar pues una de mis estudiantes privadas era la hija del presidente del periódico, y cuando iba a su casa a darle clases me podía quedar con un ejemplar gratis.

Me resulta difícil pensar en ese período en el que fui español. En realidad, creo que en el fondo yo tampoco quería ser colombiano. Yo odiaba mi país y tenía motivos para no perdonar lo que el régimen que allí dominaba me había hecho a mí y a las personas que yo más quería. Tenía hasta intenciones de volverme italiano y de hacer valer el hecho, muy dudoso, de que un tal Jacopo Faciolince hubiera nacido en Génova hacia 1750, antes de emigrar a la provincia de Antioquia. Pero también me indignaba que por el hecho de ser colombiano (por el azaroso hecho de ser un Homo sapiens nacido en ese caótico país tropical) yo tuviera todas las puertas cerradas. Yo me daba cuenta de que podía fingirme con éxito lo que me diera la gana (español o italiano), y que mientras fuera español o italiano las puertas se me abrían, pero en cuanto admitía que era lo que era por origen (sin que cambiara mi cara, ni lo que sabía, ni mis manos, ni mi cultura, ni la conformación de mi cerebro, ni mi sangre ni nada), aparecía en los otros otra mirada, una sonrisa de condescendencia, unas mal disimuladas palabras de desprecio que venían envueltas en conmiseración. Creo que por esto se me despertó un remoto pundonor. No el orgullo de ser colombiano, porque todos los nacionalismos son idiotas, pero sí la rabia de que a alguien se lo despreciara o rechazara por el solo hecho de su nacionalidad. ¿Qué importa si uno ha nacido en un hueco de la tierra? Es cierto y banal: nadie elige dónde ni de quién nace. ¿Qué importa, más aún, ser hijo de puta? ¿Eligió uno la profesión de su madre o la civilización de su país? Yo odiaba mi país, a mí me parecía salvaje lo que ocurría en mi país, pero también era salvaje que a mí se me juzgara solamente por el hecho de haber nacido en ese país.

Me puse muchas máscaras para no ser despreciado y para no ver jamás, en los otros, los ojos de la lástima. Si te tienen lástima te vuelves lastimoso. Una vez ofrecían un puesto en una fábrica de zapatos, la De Fonseca, lo recuerdo bien. Allí me presenté como colombiano, pero de familia judía; soy un marrano, dije, mis padres llegaron a Suramérica huyendo de Hitler, pero eran sefarditas de la Europa oriental. Era mentira, pero gracias a esto accedieron a hacerme el test de ingreso y después de superado me ofrecieron el cargo. El mismo día en que este judío que no soy iba a empezar a vender zapatos, ocurrió un milagro: me dijeron que tal vez, a pesar de ser colombiano, podría tener -provisionalmente y por tres meses- un puesto como Lector de Español en la Universidad de Verona. Esa misma posibilidad se había abierto y cerrado en Pisa, en Milán, en Cagliari, en Roma… A pesar de los diplomas y cum laudes, pese a las bobadas académicas que yo me había esforzado por obtener, la colombianidad de mi español era una especie de abracadabra al revés que no abría sino que cerraba todas las puertas. Yo solo quería que me dejaran probar un tiempo, ya después decidirían si sabía hablar español o no. Que me dejaran probar si podía enseñar o no el castellano.

La catedrática de Verona resultó tener menos prejuicios que la mayoría de los hispanistas regados por Italia. Algunos de sus colegas se opusieron, los mismos estudiantes no estaban de acuerdo, pero yo le demostré a voz en cuello que era capaz, si me daba la gana, de imitar a un español, le juré que conjugaría los verbos en vosotros, que usaría un léxico puramente peninsular, que olvidaría mi seseo andino, la fauna de América, los platos de nuestra cocina, que me aprendería la genealogía de los reyes peninsulares, que les inventaría a mis padres un glorioso pasado en la Guerra Civil (del bando bueno o del malo, como gustéis), lo que fuera con tal de no tener que vender zapatos para ganarme la vida. Logré convencerla y me contrataron de modo condicional, hasta que demostrara que no enseñaría el español horrendo de los Andes a los estudiantes veroneses.

En Europa fui informado de que yo no sabía hablar español. Lo único que yo creía dominar, lo que me había esforzado en pulir desde el uso de razón, mi propia lengua, fue declarado ilegítimo, incorrecto, espurio. Todavía hoy, cuando voy a Italia, si me toca hablar en español lo hablo con cautela, como con miedo de que descubran que no soy español. Tengo que controlarme para no volver a la ridícula despersonalización de pronunciar las zetas al modo peninsular, tengo que pensar para no reemplazar el ustedes por el vosotros. Como me tocó hacer, en clase, durante varios años. Me sembraron la duda de que yo hablaba mi propia lengua sin propiedad, como si fuera un extranjero. Era como vivir en un cuerpo prestado, hablar en una lengua que no es la propia, y hablar la lengua propia como si fuera ajena, era como salirse del propio cuerpo. Uno puede dominar los idiomas extranjeros; lo que pasa con la lengua materna es que ella, la lengua, es la que lo domina a uno. Uno puede moverse en esa lengua como en una feliz inconsciencia. Es horrible tener conciencia de la propia manera en que se habla. Como esas personas que llevan a la televisión o se encuentran con alguien que consideran muy culto y empiezan a cambiar su manera correcta y espontánea de hablar por una fingida e irremediablemente incorrecta.

Ser colombiano en Colombia es un riesgo casi suicida. Y ser colombiano fuera de Colombia es de una dificultad tal que a veces le toca a uno fingirse otra cosa para sobrevivir. Ser colombiano no es un acto de fe, como decía Borges. Ser colombiano es algo tan notorio, algo que evoca tantas cosas horrendas, que es igual a tener una cicatriz en la cara. Serlo fuera de Colombia puede ser una maldición porque hasta a los que nos da lo mismo ser colombianos que del Perú, de Italia, de Kenia o de Mongolia, nos recuerdan que lo somos, nos lo refriegan en la cara, nos lo señalan como si fuera una marca de identidad, no sólo indeleble sino también maligna y quizás contagiosa. Y entonces la única solución no es esconder la cicatriz, sino tratar de hacer ver que uno es una persona común y corriente a pesar de la cicatriz. Yo intenté hacer ver esto, disfrazándome, antes, de otra cosa. No tuve otro camino y escogí ese, tal vez no equivocado, pero sí muy largo. Una larga desviación para mostrar que lo único sensato, siempre, es superar la enfermedad mental de los nacionalismos y el terrible prejuicio de juzgar a la gente según ese ridículo criterio geográfico que reparte la bondad o la maldad, la aprobación o el rechazo, por el indiferente sitio de la tierra en donde uno dio el primer grito.

 

5

Se llamaba Lorenza D’Este y la tenía sin cuidado el español. También le importaba un comino que su profesor de castellano no fuera español, aunque yo, con mi suspicacia, al principio, se lo ocultara. La fui conociendo mejor, me di cuenta de que era una mujer libre, sin prejuicios, y una tarde se entusiasmó sin medida cuando yo le confesé mi mentira de meses, su motivo, mi imitación de Zelig y la palabra infame con que se delataba mi verdadera nacionalidad. «¿Davvero colombiano? Non ci posso credere. A me gli spagnoli, in realtà, non piacciono. Parlano così forte, sono così enfatici… Ma tu mi sembravi più dolce, più simpatico. Pensa, io non ho mai avuto un amante colombiano. Spagnoli tanti, anche troppi. Saresti tu, il primo colombiano.» Hasta ese día a mí no se me había pasado por la mente que pudiéramos ser amantes de verdad. Ella era de una belleza tan apabullante que de antemano había descartado cualquier remota posibilidad de acercamiento. Mujeres como Lorenza, en general, entran en la categoría de lo imposible, es más, de lo inavvicinabile. Pero ella tenía sus diversiones, y entre ellas estaba ser coleccionista de amores del mundo entero, me parece, por lo que tuve la inmensa suerte de que en su colección faltara un colombiano. Yo era una laminita que todavía no estaba en su álbum de recuerdos. Lorenza tenía una especie de fantasía sobre algo que podría llamarse la fogosidad del trópico, algo así, y esa misma noche la nacionalidad que tantas puertas me había cerrado me abrió uno de los cuerpos más increíbles que mi cuerpo haya conocido nunca.

Después de su comentario de que yo sería el primero, aunque con un mal pensamiento en la cabeza, yo seguí mi clase sobre los verbos de la segunda conjugación, que en imperfecto tienen la terminación ía, ías, ía, íamos, íais, ían. Mi mal pensamiento (que ella hubiera hablado en serio) yo lo combatía con una respuesta resignada (fue una broma solamente, no te hagas ilusiones, bobito). Pero al final de la hora reglamentaria ella me preguntó si no podía quedarme a cenar. Sí, bastaría una llamada a mi mujer, le dije, y llamé a Bárbara para decirle que no iría a comer. Bárbara me sonrió con sus palabras, como siempre.

Lorenza vivía in collina, que en la lengua de la ciudad quería decir el sitio más elegante de Turín. Yo iba hasta su casa en bicicleta, atravesando el río Po por Piazza Vittorio (la de los cuadros metafísicos de De Chirico) y empezaba a trepar por detrás de la iglesia de la Gran Madre. Trataba de llegar con tiempo, para descansar un rato antes de timbrar, de modo que al entrar ya se me hubiera secado el sudor de la subida. No muy lejos de su casa quedaba la villa de Agnelli, el dueño de la Fiat, y muchas otras ville de no sé cuántos más potentados de la ciudad. Lorenza vivía en una casita apartada, que había sido la residencia de los mayordomos de la villa de sus padres, a la entrada del parque. Ella la había acondicionado para su vida de soltera, aunque a veces dormía también en la casa principal. De hecho esa noche caminamos por el sendero arborizado hasta la casa de sus padres. Estaba solo la madre, donna Giovanna, y cenamos con ella algo que yo no sabía qué era porque lo comía por primera vez: ensalada de pulpo. Me supo delicioso y muchas veces volvimos a llenar las copas con un buen spumante. Era también la primera vez que lo probaba. Yo nunca podía permitirme esos lujos y creo que comí y bebí mucho más de la cuenta, olvidando ese viejo consejo de mi madre que dice: «Cómete todo en la casa de los pobres, pero come muy poco en la casa de los ricos». No. Comí como lo que era en aquel tiempo, un pobre más. Pero donna Giovanna celebró mi apetito con una frase que desde entonces no olvido: «Svogliati a tavola, svogliati a letto». Con lo cual, mediante una fácil permutación silogística, resultaba que los comelones resultábamos también golosos en la cama.

 

Después de la comida, Lorenza me llevó de vuelta a su casita apartada, para una última grapa. Fue ahí, sentados en el sofá blanco que daba la espalda a la ventana, que yo me atreví, con el pretexto de oler su perfume, a acercar mi nariz a su cuello, mi boca a su clavícula, mi mano a su brazo izquierdo y a su axila. La champaña, el pulpo, la grapa, la luz tenue de su casa en esa tarde de finales de la primavera, la frase de Lorenza sobre los colombianos, la clase de gramática, todo conspiraba para que yo esa noche me hundiera ahí, en su cuerpo. Cuando empezamos a besarnos, Lorenza hizo por primera vez ese gesto que en adelante, todas las veces que nos acostamos, siempre hizo: se encaramó a horcajadas sobre mi muslo y empezó a presionar allí con su entrepierna, con una caricia lenta, con un frotar cada instante más intenso. La falda por supuesto se le trepaba siempre casi hasta la pelvis, y dejaba descubierto su par de piernas estupendas, bronceadas, fuertes, sin medias.

No todas las mujeres te buscan con la mano. Ella sí. Ella quería probar qué había allí. Y en adelante siempre fue parecido: una larga caricia por encima de los pantalones, luego una mano hábil que abre el botón y baja la bragueta. Yo mientras tanto, con mis manos, de las axilas pasaba al pecho. Las tetas de Lorenza. Durante algunos años, con el recuerdo, las describí en mis novelas, y a casi todas las mujeres que allí aparecen haciendo el amor les puse siempre las tetas de Lorenza, aunque no las tuvieran. No se usaba todavía la silicona en ese tiempo y sin embargo su firmeza y su tamaño podrían hacer pensar, hoy, que ella estaba operada. Eran perfectas. De un tamaño ideal que apenas rebasaba la palma abierta y cóncava de mi mano, con una areola rosada y suave, muy sensible al tacto, de perfecta textura cuando las lamía, mullidas y duras al mismo tiempo, blandas y firmes, aptas para la caricia y el mordisco leve. Lorenza desnuda era una aparición; algo tan perfecto que me quedé pasmado, mirándola un rato, sin poder reaccionar, mi miembro estupefacto apuntando con su único ojo hacia el techo, con una tensión de fruta madura a punto de estallar. Cuando mis dedos la tocaron debajo del vello, y hallé esa viscosidad tan abundante que una tirita de baba se enredó y colgó de mis dedos como un largo espagueti, no pude contenerme. Quedé como el peor amante tropical que ojos humanos vieran. Me vine allí, afuera, sin haber siquiera insinuado el ademán de penetrarla. Ella se murió de risa, y recogió mi semen con la mano para untárselo alrededor del ombligo. «Fa bene alla pelle», decía, «fa bene alla pelle», mientras se embadurnaba entre carcajadas de burla y de contento. «Mi dispiace, non ce l’ho fatta, sei talmente bella…», intenté disculparme. Tuvimos que esperar un buen rato, pues no soy rápido para segundos asaltos. Tomamos otra grapa, conversamos desnudos tendidos en su cama. Al fin, ya cerca de la medianoche, envueltos en las sábanas y en risas, estuvimos media hora confundidos en ese abrazo y esa sensación que son una de las pocas cosas que justifican todo el dolor de la existencia.

No es fácil volver a la casa de la esposa, de la hija, después de haber hecho el amor con otra mujer, y prefiero evitar un comentario, una nota que si fuera de culpa sonaría de burla, después de haberme acostado tantas veces y sin remordimiento con Lorenza D’Este. Bárbara, dormida, me parecía dulce y triste, metida en su bata blanca, sonriente y segura al saludarme, con una inocencia pura que me enternecía, idéntica casi a la inocencia de la niña que dormía en su colchón, al lado de nuestra cama. Desde ese día, durante varios meses, todos los miércoles traicioné a Bárbara con Lorenza. Mis clases de español se convirtieron en una simple y alegre complicidad erótica, ausente ya de verbos y modo subjuntivo, sin zetas españolas ni yeísmos andinos. Lorenza, sin embargo, siempre me pagaba; ella misma ponía, en un sobre, las diez mil liras de mi hora de español. Yo hubiera pagado lo que no tenía solo por poder ver a Lorenza desnuda, y ella me pagaba porque yo me hundiera en su cuerpo todas las semanas. El curso intensivo duró hasta principios de septiembre, cuando Lorenza se fue a hacer un máster en una universidad americana de la Ivy League. Se habrá quedado o habrá vuelto. No importa. Nunca nos escribimos, y yo jamás he vuelto a verla. La recuerdo con una nitidez perfecta, y no quisiera verla ahora, veinte años después, con otra cara, otra piel y otro cuerpo. Tampoco yo soy el mismo, y espero que en los dos se quede ese recuerdo. Ella vuelve hacia mí, a mi memoria, cada siempre, y la abrazo con estos brazos que ya no se parecen a mis brazos de entonces, pero tomo su cuerpo que sigue igual, idéntico a sí mismo, todavía, en nuestros miércoles furtivos que terminaron mucho antes de gastarse. Su nombre es uno de los pocos que en este libro he cambiado, para no tener nunca la tonta tentación de volver a verla.

 

FIN

 

Relato anónimo "Relato de la Stampa" Periódico  Italiano

Traducido al Castellano 

Paya Frank