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Habréis oído a los adultos recriminar a los niños por andar
metiendo las narices donde no deberían.
Cuántos pequeños, con una honda en las manos, solían recorrer
las calles del lugar, en busca de jilgueros, tordos, gorriones, ruiseñores,
estorninos, cardenales, tarde tras tarde.
Como los chicos rápidamente se daban por satisfechos, con dos
o tres disparos certeros, buscaban después alguna empresa más osada en qué
mantener prendido el fuego de su ánimo de dragones. Es así que se largaban a
merodear alrededor de las mansiones de altas verjas, o de las casonas de
fachadas como sombras nocturnas donde hacían nidos los murciélagos.
Esas viejas construcciones eran custodiadas por horribles
mastines y alanos impacientes por acabar de una vez con las figuras distraídas.
A veces nos sentíamos prisioneros de las calles vacías y en
tren de huida planeábamos meternos en aquellas enormes casas, nunca ojivales,
por supuesto, de relucientes claraboyas y escalinatas de mármol, con salida al
viento del caracol del mar. ¡El mar!
¡Cuántas tentaciones!
Y es que imaginábamos curiosidades: ¿Quién saldría, furioso,
para ordenarnos que nos largáramos al abrirse la puerta pesada y rechinante?
¿Cómo era la gente que vivía en su interior; cómo eran las mujeres, ya que sólo
se las veía, con las mantillas sobre sus rostros, y los escapularios en el
pecho, una vez a la semana, mientras iban a misa?
En cierta oportunidad, me sentí tentado a entrar a una
casona. Tenía grandes aleros; parecía querer echarse a volar. Una curiosidad:
Después de fuertes lluvias y temporales, el techo seguía perdiendo gotas
durante mucho tiempo como si estuviera demasiado triste y no se pudiera
contentar.
Una mujer encorvada, que había perdido el brazo derecho en un
accidente y usaba un capote de color violáceo sobre los hombros, hacía
diariamente la limpieza del patio delantero, con el brazo que le quedaba.
Era ella la hora cinco de la tarde en figura.
Le gustaba conversar conmigo.
- ¿A qué vas al colegio? - me dijo un día.
- Pues a aprender - contesté.
- ¿Y qué aprendes?
- Muchas cosas. Sé la tabla del siete. Redacto cartas y
esquelas. No me salgo de las líneas. Hago en el papel castillos, árboles,
caminos, animales, nubes, arbustos y lagunas. Además dibujo arlequines y la
diosa Minerva.
- Todo eso es una enorme tontería. ¿Qué harías si una
tormenta lluviosa te sorprendiera en pleno campo? ¿Cómo regresarías a tu casa
antes del anochecer?
¿Eh?
Me quedé pensando durante un largo rato. Ponía los ojos de
quien medita con comodidad mientras se rasca la comezón de la cabeza. Al cabo
de un tiempo me rendí. Le confesé, confundido, que no sabía cómo hacer para
retornar a mi casa si una lluvia tormentosa me sorprendía en el campo.
- Ya ves. Así pues te verás en apuros, con los rayos cayendo
cada vez más y más cerca de ti, mientras en tu hogar tu desgraciada madre
elevará sus plegarias al cielo para que regreses sano y salvo.
- Ay, doña China, tiene usted razón - suspiré.
La dama continuó barriendo la hojarasca. Deseaba seguir
conversando con ella. Pero, sobre todo, entrar a su casa.
No solamente yo, sino otros niños de la vecindad hubiéramos
dado nuestra libertad por conocer el sitio donde vivía.
Doña Mercedes escribió una tiza y media de palabras en las
paredes antes de morir: “Por todas partes se me aparecen los sillones cuyos
respaldos se van abajo con la primera intención de mecerse, el ropero de tres
lunas con aliento a polvo y cucarachas cuando abro sus puertas, la hucha en la
que sólo se meten ya las arañas, los espejos sin memoria de mi rostro así como
los cuadros donde una borrosidad, una bruma y una niebla pintadas por el paso
del tiempo, cubre - para siempre - lo que fue un colorido paisaje de gran
imaginación”.
Meter los pies en su casona y otras más del lugar, se fue
convirtiendo en una perturbación y en un desafío.
¿Qué pequeño, después de todo, no se ha sentido tentado de
perderse dentro de un sitio prohibido?
Algunos chicos decían que habían visto el rostro de la dueña
de la dirección número 22. La de los terranovas ciegos. Ella jamás abrió la
puerta delantera de su casa; mucho menos salió a la calle.
“Es una mujer fea como la propia muerte, tiene la nariz
atravesada por una verruga y los ojos saltones. Le faltan los dos dientes
delanteros. Una mañana se asomó por la ventana y me acusó con el dedo”, solía
contar Pedro, malvado, gastado por la suciedad y travieso; acostumbraba, al
sentirse ocioso y desganado, disparar su honda contra las gallinas y las
guineas.
“Tiene los ojos azules y las manos largas y blancas. Cuando
desata su rodete, se le cae la cabellera. No usa maquillaje, sin embargo suele
ponerse una rosa oscura en el pozo de su pelo rubio. Parece estar siempre
distraída y pensativa. La tristeza le desarregla la cara”, decía Blanca; era
ella pecosa y su voz sonaba débil y asmática.
Así pues, como los relatos no coincidían, los demás niños
empezábamos a tramar, también, por nuestra cuenta, versiones distintas (y
exageradas) en torno a la aparición de la mujer en la ventana.
Las murmuraciones, por su vicio, se convertían en el motivo
de las sospechas; esa circunstancia nos mantenía cautelosos a todos, pues
aunque nos acusábamos de mentirosos, cada uno permanecía clavado con la
profundidad de una aguja en su propio relato.
Había casas que daban la impresión de que se desmoronarían de
un momento a otro.
Nos parecía que un ligero cambio de viento arrojaría al suelo
sus veletas echadas a perder por la herrumbre, sus rejas sin ventanas, y sus
columnas cilíndricas cubiertas por las malezas y los murciélagos.
Una, en especial, apenas podía tenerse en pie. Se nos
antojaba imposible que hubiesen seres humanos viviendo dentro de aquellas
paredes que parecían sostenidas sólo por el ir y venir incesante de las
laboriosas hormigas. Pensábamos que los fantasmas moraban, furiosos, en ella.
Sin embargo, al echarse la fría tarde sobre el lugar, un
grueso y largo humo azulado, producto de la combustión de los leños, brotaba
por la chimenea, en la dirección apostada por el viento. Y a veces, ciertas
veces, se escuchaban alegres notas de una capilla musical, acompañadas por un
divertido coro de voces que cantaba letras populares. ¡Cómo giraba en la
lejanía la tonada bulliciosa salida de aquella borrachera!
Al dar la medianoche cesaba la música.
Hubiéramos podido ser felices jugando a lo que juegan los
demás niños. Y eso hacíamos, ciertamente. No había hazaña de chicos que no
intentáramos nosotros.
Y también, como los otros, íbamos a las clases, y nos
sentábamos a hacer los deberes en nuestras casas, diariamente. El reloj de
péndola de la pared se nos antojaba un dios severo hasta que su aguja quedaba
clavada en el número tres y un gong de su péndulo ponía fin a nuestra
esclavitud. Al rato ya éramos los pibes ruidosos de la cuadra.
El caso es que cuando la diversión se apagaba débil,
lánguidamente, posábamos nuestros ojos en esas mansiones sin jazmines, sin
polen, sin aves, sin aljibe, de altas verjas convertidas en hierro con espinas
de fuego bajo la luz solar, y donde la vida parecía haberse secado, perdiendo
su ventilación.
Qué no daría yo, por ejemplo, por ganarme siquiera la
confianza de un perro flaco y feroz que ponía diligencia en una casona de color
azul, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas con enormes candados.
Se decían tantas y tan descabelladas historias de la casa
aquella; yo las andaba repitiendo a mi madre día tras día, machacando su
sesera, hasta que ella, haciéndome jurar que guardaría el secreto, me contó la
verdad: “Ay, hijo mío; se ve que no conoces el sol. Dentro de esas paredes de
piedras pasa sus días una afable anciana. La viuda del capitán Avellaneda es
una mujer cuya salud se va diluyendo como un incienso asiático; se dedica sólo
a tejer y a bordar; al fallecer su esposo juró no salir nunca más a la calle,
ni siquiera para ir a misa. Dicen que borda hermosas esclavinas”.
- ¿Y cómo se puede saber si sus esclavinas son hermosas, ya
que nadie puede verlas, madre? - pregunté.
Ella hizo un gesto de agotamiento con la cabeza. Se quedó
observando durante un largo rato las gypsophilas del jardín del patio y luego
suspiró con el suspiro de quien, viendo a las hormigas ir y venir con una hoja
de ligustrina sobre sus lomos, parece perder la dirección del mundo. Se
conformó, sin embargo, con esta confesión: “Pues el caso es que dicen que las
prendas son preciosas; las historias contadas en este sitio están escondidas al
entendimiento humano.
Hijo amado, no te miento si te digo que hay mucha oscuridad
por deshilar, por sacar a luz en lo que la gente habla”.
Y a modo de broma agregó: “Acaso por esa razón las mujeres
matamos nuestro tiempo bordando”.
Se mantenían firmes a través del tiempo, ciertas casonas de
las que se hablaba con sospecha, y que aún a la gente mayor intrigaba.
Empezaré contando que en el lugar, a las siete de la mañana,
las campanas de la iglesia solían tañer, con doce golpes de badajo. Era común,
entonces, que las gentes dejaran sus ocupaciones, salieran al exterior y se
quedaran paradas frente a las puertas de sus viviendas, haciendo una reverencia
con la cabeza.
Dos casas, una muy alta y ubicada al lado del hospicio de los
albañiles, y otra, de paredes de piedra, oscura, con la forma de la sombra de
la gente pasando frente al lugar, despertaban la curiosidad de los lugareños.
Sus dueños vestían suciamente, tenían la barba crecida hasta
el pecho y el cabello sin cortar. Se los veía solamente cuando las campanas
repicaban. Apenas terminaban de hacer la señal de la cruz, subían encima de sus
escuálidos alazanes y se dirigían al galope en dirección al monte como si
intentaran huir.
Usted, lector, pensará que aquella gente era ingenua al
echarse a hacer conjeturas en torno a las dos casas citadas, en lugar de poner
bajo sospecha a los hombres de barba larga y oficio desconocido que - también -
cité. Y acaso no se equivoca. Pero no se conocía otra manera de existir ni otro
modo de pensar por esos sitios, desde que las primeras casas se levantaron
sobre sus cimientos y las gentes empezaron a tomar conciencia de que aquella
viguería, aquellas bisagras, aquellos techos, con ellos debajo, se iban
volviendo pueblo.
Por mi parte, medio sitio conocía mi casa.
Puedo jurar que los espejos estaban en regla, o sea,
relucientes y limpios, para quedar a tono con los rostros alegres que lucían
una barba recién afeitada y unos bigotes acabados de teñir.
La habitación destinada a las visitas contaba con un precioso
cuadro ubicado en el lado izquierdo de la ventana principal. Su marco estaba
recubierto de guardas y rosetas de yeso dorado. Podía contemplarse el lugar,
con sus casas ilustres agrupadas alrededor de la iglesia mayor. Las moradas
estaban pintadas con colores sepia, blanco y verde camalote.
Una foto de mi primera infancia, que descansaba sobre la
consola del comedor, me mostraba vestido con un traje de marinero confeccionado
por mi tía Consuelo.
La típica expresión de susto en mi rostro, ante el disparo
del flash del fotógrafo, anunciaba el llanto amargo y desconsolado que vendría
después.
Sobre una mesa de ébano se podía apreciar un jarrón de loza
fina, clara y lustrosa. Las pasionarias, canelas, calas y narcisos, que
diariamente se renovaban, lucían como armas hermosas en su ramo, y casi tan
eternas como las casas gemelas, con sendos pararrayos, pintadas por un artista
italiano ( Enzo Distéfano) en la pieza arquitectónica.
En fin, todo el conjunto (comedor, sala, pasillos, gabinete y
amplias ventanas) abría suntuosamente las alas de la armonía y de la gracia;
cuando mis tíos venían de la capital en tren de visita, se quedaban observando
emocionados la arquitectura artística de nuestra casa; sus admiraciones pasaban
por ser la rosa que faltaba para terminar de adornar el lujoso traje blanco de
la morada.
Las casas de mis amigos de la infancia también tenían su
lustre y su esplendor.
Lo común y lo corriente en mi hogar era, desde luego, honrar
las fotografías, ubicándolas en un lugar importante de la sala, de modo que el
visitante se quedara suspendido en la admiración de las facciones singulares y
los abanicos de sándalo en el momento de abrirse para echar vida en los rostros
de aquellas dos abuelas muertas hace tiempo.
Era considerado una especie de delito sentimental no mantener
diariamente renovadas las rosas de los floreros, lujosos criaderos de
mosquitos, colocados sobre las mesas de mármol.
El más distraído visitante se llevaba una impresión de
colores, aromas y hasta cierto rumor, al abandonar el recinto. Y al estar ya en
la calle se sentía como tocado por una flor, una corola, un cáliz, pues su
cuerpo despedía un grato olor.
En los comedores lucía la luz que se metía con la corriente
del aire por las ventanas abiertas hacia el patio trasero.
Cuando íbamos de travesura, mis amigos y yo, dábamos varias
vueltas por el sitio, comíamos las frutas de los árboles caídas en las aceras y
luego contábamos enredadas historias de moradas extrañas y misteriosas.
Nos frustraba no poder entrar en ellas. Si observábamos el
buen semblante de la señora María, quien solía sacar a su lebrero, con el rabo
siempre inquieto, para que aspirara un poco de calle, pensábamos que bastaría
con pedir permiso a la dama para meternos en su patio. Cuántos limones
bajaríamos de su limonero, en el caso de obtener su licencia.
Pero nadie se atrevía a hablar.
Yo, menos.
Y ella no era de conversar con la gente, aunque una
permanente sonrisa de cordialidad, subrayada con un lápiz labial de precioso
color bermejo, le daba una amigable apariencia.
Bien. Contaré ahora el caso de la casa prohibida.
Estaba edificada en lo alto de una colina. Los buitres y los
cuervos solían, al mediodía, volar encima del campo en que hallaba continuidad
la colina, en busca de carroñas.
La construcción era enorme; tenía un corredor que le ceñía la
cintura, y el blanco de su cal acentuaba el verde de los árboles (jacarandaes,
chivatos, eucaliptos, gomeros, mangales, cítricos ) que le daban sombra.
Era imposible, pensar siquiera, meterse en ella.
Una larga e infranqueable alambrada desvanecía toda tentación
de pasar al otro lado; la piel de la espalda quedaría colgada de los alambres
de púa en el intento suicida de cruzar aquella barrera.
En su interior vivían hombres que habían sido traídos de la
prisión para pasar lo que les quedaba de su vida allí. La propiedad pertenecía
a un militar adinerado que tenía amigos y algún que otro compadre en la
jefatura de la penitenciaría nacional.
Aquellos infelices hacían las tareas propias de los peones de
estancia. Solíamos verlos, desde la distancia, montados sobre sus caballos,
cuando iban a llevar a las vacas a la aguada. O cuando las traían al
estercolero, siguiendo el rastro de las boñigas. Las codornices, entonces,
levantaban un vuelo escandaloso a su paso.
Alguien echó a rodar la historia de que eran hombres sin
alma, y que al caer la noche, acostumbraban contar historias de jinetes sin
cabeza, y de un gran baúl lleno de perlas de agua dulce custodiado por un
fantasma que finalmente acabó atrapado dentro de un pequeño cofre de anillo, y
de muertos desenterrados por gatos.
Decían que así, bajo el goteo de aquellos cuentos largos,
terminaban quedándose dormidos frente a la fogata encendida.
Nadie sabía quién fue la persona que reveló cómo vivían
aquellos forajidos, pero eso a la gente no le importaba, pues era ir contra la
corriente querer saber más.
Corría la historia de que los perros, temerosos de sus
puntapiés, se esfumaban en menos de un parpadeo ante el primer movimiento de
una sombra.
Uno de los peones, empujado por una profunda exhalación del
malsano viento norte, había dado muerte a una labradora preñada, clavando su
cuchillo hasta el mango en el vientre de la bestia.
“Ya son muchos los perros en este sitio. Ellos son once y
nosotros, doce”, dicen que dijo entre maldiciones; ninguno de sus compañeros
pareció darse por enterado.
Se contaba que solían tocar la guitarra junto al fogón, al
caer el anochecer, y aparecer los primeros cocuyos. Y que mientras mateaban, al
amanecer, antes de salir en dirección al campo, juraban que no era cosa de
hombres quedarse indefensos. Y que había que matar, pues, Zoilo, el de mayor
edad, había asesinado a una mujer, para robar sus joyas (un dije, collares de
familia, pulseras y medallones de oro ). La hija de la infortunada, al
encontrarse cara a cara con el ladrón que se daba a la huida, se apoderó de un
cuchillo de mesa y alcanzó a darle un tajo profundo en la oreja y en el ojo
izquierdo. Cayó después abatida por el disparo del revólver de Zoilo.
El asesino se jactaba de tener un solo ojo. Se envanecía,
pues, en su aspecto mitológico de cíclope.
En su fealdad de gente malvada y en el limbo de sus destinos
torcidos por su arma disparada fatalmente al pecho de un hombre, aquellos
individuos hallaban motivo para estar serios, cabizbajos y pensativos. Y para
mantener el ceño enjuto.
Era humanidad que no sabía leer ni escribir. Y que bebía de
cuando en cuando, alguna caña, pero siempre se mantenía en el límite de la
conversación de los hombres que no están demasiados bebidos para ponerse
alegres e irse de risas y de tomaduras de pelo.
Solía mirar la casa prohibida con admiración. Y no porque en
su interior vivían asesinos. La admiración salía de mis adentros pues aquellos
seres humanos nunca obtendrían su libertad. Jamás llegarían a conocer la
existencia, ocupada y despreocupada, de cuantos vivíamos en el otro lado de la
alambrada.
Sólo para nuestras almas sonaban las campanas.
Me inspiraban respeto esos individuos de quienes tenía
solamente la visión lejana de un sombrero llevado por el viento.
A las cinco de la tarde iban, montados sobre sus caballos, a
traer las vacas de la loma verde en pastura para meterlas en el corral.
Eran de lanzar gritos al aire como si fueran disparos.
Hubiera dado todas mis piedras (algunas como granizo grueso)
de colección, y mis esculturas diseñadas en yeso de Guillermo Tell y de Moisés
salvado de las aguas, por oír su conversación. Mi morada misma por observar sus
ojos y hacerles un guiño, una apuesta, un desafío. A decir verdad, trabar
amistad con un asesino me convertiría ante mis amigos en dios.
Rosa, una niña pecosa de trece años, se enamoró de uno de
esos hombres. El muchacho que encandiló su corazón tenía dieciocho años y
montaba un caballo chusco, brioso, renegrido, de cerdas y crines espejeantes.
Acostumbraba acercarse a un árbol de tamarindo, plantado a sólo diez metros de
la alambrada.
Nadie podía estar enterado de su rostro. Tampoco Rosa. Sin
embargo, ella crecía para él. Calzaba sandalias blancas y su figura llamaba la
atención de las gentes pues tenía el cabello del color del trigo rubión, liso y
largo, a la medida de su vestido de tafeta que cubría sus rodillas.
Solía caminar con el cuidado de quien no quiere alzar arena
con sus zapatos, a pasos de aquellos alambres de púa. A las cuatro de la tarde,
Rosa era la imagen del viento agitando la cabellera de una mujer.
El joven, dicen, sabía de aquel querer. Vestía camisa blanca,
un pañuelo rojo al cuello, y pantalones de los que habitualmente visten los
peones. Montado sobre su caballo negro, despejaba de codornices el pastizal,
pues le gustaba galopar enfurecido. La niña le contagió la pasión, la
vehemencia, la perturbación, cuando aun lloviendo, o cayendo una garúa
impertinente, o desmoronándose un sol de fuego sobre la tarde, se acercaba a la
alambrada.
Rosa estaba todos los días de su vida, a la hora en que las
campanas de la iglesia daban las cuatro de la tarde, en el sitio. Jugaba al
“cierra tu casa” con las hojas sensitivas.
El diablo perdía su paz deseando saber qué pensaban del
idilio los asesinos. ¡Quién pudiera conocer cuantas cosas decían o callaban,
mientras arrojaban leños de árboles de paraísos y de gomeros al fogón
encendido!
Hubo contagio de espina con sangre. Él venía a todo galope,
sin aparejo, dando latigazos al caballo, que relinchaba, enojado, hasta el
tamarindo. Se quedaba durante un largo tiempo contemplando a la niña. No podía
saber, desde luego, de qué color eran sus ojos, cómo eran sus formas, hasta
dónde le llegaba la cabellera, qué especie de flor iba deshojando.
Cuentan que una tarde de octubre ella le dejó una carta. Y en
la carta le pedía, por amor a su madre, que se escaparan. Ya se sabe que a las
mujeres, así como a los caballeros, cuando se enamoran, les viene la idea de
fugarse, y son de poner cruz a la fecha de la fuga pasando las noches en vela
pues en el sacrificio se apasionan.
“Fugarse es lo mejor que tiene el amor”, solía repetir,
melancólicamente, mi madre a sus amigas, mientras tomaba un té de un misterioso
color verde botella, muy bueno para combatir la litiasis.
Un día desapareció del lugar. Nadie supo nada de la
chiquilla. Ni sus padres, siquiera.
Dos versiones corrieron al tercer día de su desaparición,
pero ninguna de ellas parece acercarse a la verdad. La una sostenía que cruzó
la alambrada, una noche oscura, de ocultación del satélite lunar tras la
mampara del Sol. Es posible.
La otra cuenta que desapareció y nada más.
Cierto es que algunas mujeres contaban que solían divisar a
la niña montada sobre un zaino, con un niño pequeño en los brazos, en los
alrededores de la colina.
Sin embargo, los hombres suelen comentar que a las mujeres no
hay que prestar oídos pues acostumbran narrar las historias del modo y de la
manera que querrían que ocurriese, porque quieren envanecerse de los finales
felices.
Quien dijo verla en ese pueblo donde la gente tiene el mal
hábito de decir “Dicen que …”, miente, miente, miente.
Jamás se supo nada.
Pero pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado.
La casa permanece en su sitio. Tiene el aspecto de una casona
por cuyos cimientos sube, lo mismo que la hiedra, la lepra de la humedad.
Hace pocos días, se vino abajo un eucalipto, que saneaba una
zona pantanosa, desmoronándose sobre su enclenque tejado.
Buscaban a un médico para salvar la vida de Zoilo; tenía la
cabeza rota; un gajo del árbol cayó sobre él.
Paré la sangre del accidentado. Los asesinos, mientras me
observaban pasar una mixtura de desinfectante y cicatrizante sobre su cráneo y
cubrir con un esparadrapo la herida, parecían sofocados por el paso tan
cuidadoso, tan lento, tan solícito, de mi auxilio.
No veían la hora de que me marchara del sitio. A los
desconocidos se desprecia, aun cuando vengan a ofrecer sus mejores servicios y
atenciones.
Creí ver a una mujer. Estaba de espaldas. Habría dado mi
existencia porque aquella figura volviera el rostro hacia mí. Distinguiría el
rostro de Rosa, a pesar de los años que ya han pasado desde su desaparición.
Pero aquella mujer, de ser quien creía que era, no se
mostraría a un intruso.
Pertenecía a la fila peligrosa de quienes son tachados
después de haberse perdido su paradero.
Cuando regresé me invadió la tristeza.
Ahora se me hace hábito echar una mirada, cada atardecer, al
sitio. Cierto es que la morada ya no es la misma. Y que los asesinos han
envejecido, como yo, como la gente del lugar.
No hay mayor dicha en los últimos días de mi existencia, que
ver caer el sol sobre la copa de sus árboles donde asoman las flores rojas y
blancas, al clarear el día. Y sentir el crepúsculo vagar entre sus plantas
gramíneas.
Hasta el ladrido de sus perros inquieta alegremente mi
corazón.
Una señal de vida de la casa prohibida me recuerda,
diariamente, que sigo vivo.
FIN
Relato de Paya Frank @ 2025 Blogger
Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría el
refrigerio
de conocer el mundo por un solo
hemisferio.
Tendría entre corceles y aperos de
labranza,
a Ella, como octava bienaventuranza.
Quizá tuviera dos hijos, y los tendría
sin un remordimiento ni una cobardía.
Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,
el niño iría de luto, pero la niña no.
RAMÓN LÓPEZ VELARDE
Siempre he pensado que la pasión
literaria, el gusto por imaginar historias, por sumergirnos en ellas y encarnar
en personajes que no somos nosotros, tiene un parentesco estrecho con la
esquizofrenia, con la demencia de desdoblarse en otro o en otra que no somos, y
oír sus voces y sentir su olor y ver su cara, que tal vez no existen. Escribir
ficciones tiene algo de locura controlada. La frase más famosa de esta
despersonalización se cita siempre y es muy hermosa si se la oímos decir a un
hombre gordo, enfermo y ojeroso: «madame Bovary, c’est moi». Aunque autor y
personaje no son la misma cosa, todos sabemos o al menos sospechamos que muchas
bondades humanas de don Quijote eran también bonhomía de Miguel de Cervantes, y
que muchos embelesos de madame Bovary eran cursilerías amorosas que el solterón
Flaubert no se permitía del todo sentir. Escribir es despersonalizarse, dejar
de ser lo que somos y pasar a ser lo que podríamos ser, lo que casi fuimos, o
lo que podríamos haber sido. Al fin y al cabo, como en alguna parte dijo una
Ofelia desquiciada, «we know what we are, but know not what we may be»,
«sabemos lo que somos, pero no lo que seremos».
Creo que el primer requisito para poder
escribir una historia ficticia (y también la primera condición para leerla con
gusto) consiste en la capacidad de desdoblarse, de salirse del soso yo que nos
habita. Voy a recordar una de las frases más populares de la cultura literaria
hispanoamericana. No es más que un breve y triste cuento de Borges: «Yo, que
tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía
Matilde Urbach». No he sido el que quise ser, el amado, el que abrazó su
cuerpo, pero algo me queda y entonces me vuelco a la escritura, ese consuelo
miserable, pero consuelo al fin, cuyos «instrumentos de trabajo son la
humillación y la angustia». Reemplazar el nombre de Matilde Urbach por otro
nombre que solamente nosotros conocemos, es reconocer que también la
humillación y la angustia pueden ser los instrumentos de trabajo de un lector.
Muchas veces, quizá siempre, para un
escritor es mucho más deseable ser otros que ser él mismo. Eso es lo que me
gusta de este trabajo: que en los personajes podemos poner todos nuestros
temores y nadie puede estar seguro de que son nuestros. Es delicioso poder
trasladarle a una máscara toda nuestra ira, nuestra envidia, nuestra cobardía,
nuestra sed de venganza, pero también, quizá, toda la bondad, toda la fuerza y
toda la valentía que no tenemos. Concentrar en alguna adúltera imaginaria la
infinita cursilería que es capaz de destilar nuestro pensamiento, o en algún
solterón empedernido todas nuestras quisquillosas manías de quien no tolera el
menor desajuste doméstico; darle al de más allá la inteligencia o la agudeza
mental que nosotros nunca fuimos capaces de manifestar en el momento oportuno.
Una cosa distinta a la anterior es querer
ser otra persona por completo, otra persona que ya existe en el mundo real.
Este es un ejercicio mental inane y sin interés, por imposible. Borges examinó
una vez, con maravillosa ironía, esta posibilidad. Su burla está recogida en
uno de los textos recobrados después de su muerte, pero fue publicado por
primera vez en 1932 en una oscura revista de Santa Fe. El ensayo se titula «El
querer ser otro», y en su parte central se ríe de la frase «Quisiera ser
Alvear», que traducida al presente es lo mismo que decir «Quisiera ser Uribe»,
en Colombia, o «Quisiera ser Berlusconi», en Italia. Analiza Borges: «Quisiera
ser Alvear no significa Quisiera ser Alvear. Significa Quisiera ser quien soy,
pero con las oportunidades que tiene Alvear y que no aprovecha, porque sólo es
Alvear. Significa, en último análisis: Alvear quisiera ser yo… Quisiera ser
Joan Crawford [que trasladado a hoy es como decir Quisiera ser Angelina Jolie],
en cambio, puede significar Yo quisiera habitar ese glorioso cuerpo de Joan y
cobrar sus espléndidos honorarios de adoración y de oro y de competentes
fotógrafos, pero puede querer decir también Quisiera ser, cuerpo y alma, Joan
Crawford. Este deseo es el que más me interesa en verdad: que B quiera ser N».
Y concluye Borges: «Nada me impide suponer que esos secretos cambios están
aconteciendo continuamente y que un modesto Dios se complace con estos
pudorosos milagros. La desconcertante falta de asombro en el segundo preciso de
la transformación, es una prueba de la perfección del ajuste. Arribo a esta
conclusión melancólica: B no puede llegar a ser N, porque si llega a serlo, no
se darán cuenta ni N ni B».[2]
La despersonalización que ocurre en el
ejercicio de la literatura es muy distinta a la anterior. En la fantasía
literaria no hay una sustitución de A por B, sino un traslado, un experimento
mental por el que, provisionalmente, nos convertimos en otro que no es de carne
y hueso sino de palabras e imaginación. Y ese otro, para que pueda funcionar
bien en un libro, para que sea creíble y convincente, tiene que habitar ya
dentro de nosotros mismos; tiene que ser una parte nuestra. Si Borges escribió
«Funes, el memorioso» fue porque de algún modo él mismo tenía una memoria
prodigiosa, que bastaba solamente llevar un poco más allá, hasta sus últimas
consecuencias, para toparse de frente con el absurdo terrenal y metafísico de
la memoria infalible.
Dejemos por un momento la literatura y
vengamos a la vida diaria. Hay un tipo de gusto y de tormento mental que
consiste en pensarnos a nosotros mismos, no como somos, sino como podríamos
haber sido. En este ejercicio podemos ver un yo parecido al yo que somos, pero
con cambios en las decisiones y en las circunstancias, las cuales, en mayor o
menor medida, producirían una radical o leve transformación de lo que somos. No
es necesario imaginar el cambio brutal que significa crecer en otra familia o
irnos a otro país; basta pensar en un cambio de casa, de barrio, y los
encuentros que ganamos y perdimos con esa mudanza.
Como casi nadie tiene una copia genética
de sí mismo, un clon, o un gemelo idéntico, este experimento mental -aunque
mucho más imperfecto- lo podemos hacer, o se produce espontáneamente, cuando
nos volvemos a ver después de mucho tiempo con un viejo amigo que siguió en la
vida por un camino distinto, por un camino que alguna vez fue el nuestro y del
que nos desviamos en una encrucijada. Un encuentro así nos pone de frente con
eso que se ha llamado «los yos ex futuros», es decir, con los yos que pudimos llegar
a ser y que no fuimos. Le debo al mismo amigo, Manuel Martín, con quien pasé
algunos días después de años de no vernos, tanto el enfrentamiento personal con
uno de mis yos ex futuros (los buenos amigos tienen algo de espejo) como el
concepto y la feliz expresión de «ex futuros» esbozada por don Miguel de
Unamuno en alguno de sus escritos, pero nunca desarrollada a cabalidad. La idea
quedó plasmada también en uno de sus poemas:
¿A dónde fue mi ensueño peregrino,
a dónde aquel mi porvenir de antaño?
¿A dónde fue a parar el dulce engaño
que hacía llevadero mi camino?
«Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya
serías catedrático», me dijo Manuel una noche, después de la copita de grapa
con que siempre terminamos nuestras comidas: «Si te hubieras quedado en Turín,
hoy ya serías catedrático». Si aprieto los párpados y me miro con los ojos de
la imaginación me puedo ver, si no como catedrático, al menos sí como
Ricercatore (investigador) o como Professore Associato en una universidad del
sur de Italia. Haría talleres sobre el romancero, sobre la poesía del Siglo de
Oro, estudiaría la estructura de las vocales en Quevedo, las aliteraciones en
Lope y los quiasmos en Góngora, en fin, cosas que sabía hacer y que luego
olvidé.
Ese fue uno de los muchos caminos que se
me abrieron y que no tomé en la vida, a pesar de que alguna vez, hace más de
dos decenios, harto de la barbarie colombiana, yo había resuelto cancelar mi
pasado, borrar del afecto y de la memoria a mi infame país, y volverme
italiano. Intenté conseguirlo durante años, hasta que tuve que rendirme ante la
evidencia de mi terco tropicalismo, del irremediable troquel cultural de haber
pasado en las montañas del trópico los primeros veintidós años de mi vida. Pero
no quiero hablar de mi ex futuro de italiano, al que nunca hubiera podido
acceder realmente.
Es la noción general de ex futuro la que
me interesa. Veámosla en la descripción original de Unamuno: «Siempre me ha
preocupado el problema de lo que llamaría mis “yos ex futuros”, lo que pude
haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de
mi vida. Sobre ello he de escribir un ensayo, acaso un libro. Es el fondo del
problema del libre albedrío. Proponerse un hombre el asunto de qué es lo que
hubiese sido de él si en tal momento de su pasado hubiera tomado otra
determinación de la que tomó, es cosa de loco. Tiemblo de tener que ponerme a
pensar en el que pude haber sido, en el ex futuro llamado Unamuno, que dejé
hace años desamparado y solo…». Y en otra parte sostiene la sugestiva tesis de
que uno de los Goethes posibles fue Werther. Lo dice así: «Werther es el ex
futuro suicida de Goethe».
Yo me pregunto si buena parte de la
literatura no será en últimas, entonces, una manera de lidiar con nuestros ex
futuros: con eso que no somos, pero que podríamos llegar a ser o que pudimos
haber sido. Aunque en mis brazos nunca desfalleciera Matilde Urbach, ¿no puedo
al menos hacer que desfallezca en los brazos de otro que se parece mucho a mí
salvo en la infelicidad?
Quizá uno de los tantos motivos por el
que nos fascina el juego del ajedrez -tan parecido a la vida- tiene que ver con
que después de jugada la partida (una vez ya ganada, perdida o dejada en
tablas) nos podemos devolver a analizar las variantes: si hubiéramos
retrocedido ese caballo, al final de la apertura, postergado uno o dos
movimientos el enroque, si al mover el alfil nos hubiéramos apoderado de cierta
posición en el centro del tablero, quizá nuestra suerte no habría sido tan
aciaga y sería el negro quien se hubiera visto condenado ineluctablemente a la
derrota. El análisis de las variantes es un ejercicio interminable y lleno de
encanto porque el rumbo del juego se modifica siempre, por poco que cambien
nuestras decisiones, pues una variación tan leve como mover el peón uno o dos
escaques puede significar la muerte o el empate. En una partida de ajedrez,
como en la vida, no se puede rectificar; pero una vez jugada la partida, se
pueden analizar las variantes. La literatura analiza las variantes de la vida.
Volvamos al problema de no ser lo que
pudimos haber sido. Todos nos preguntamos lo que hubiera sido de nuestra vida
si aquella vez hubiéramos aceptado ese trabajo, si hubiéramos seguido el
impulso de aquel primer beso que no llegó a la cama ni mucho menos al altar. Si
en el ajedrez todo parece obedecer al cálculo y a la voluntad, en la vida
tenemos la sensación de que también intervienen el destino y el azar. En
nuestra manera de entender cómo se construyen o desarrollan nuestras vidas creo
que hay tres actitudes diferentes que hablan mucho de nuestro talante y del
peso que le damos a la libertad:
La primera actitud es la de los
deterministas, que creen en el destino, en el hado, en la predestinación (o en
la genética inflexible de nuestras más hondas inclinaciones, esa especie de
psicología protestante que ahora se impone en los países anglosajones). La
segunda es la de los azarosos, que creen que todo aquello que nos pasa al cabo
de los años no está gobernado por nuestra elección, sino por el azar, por esa
serie de muy improbables casualidades que llamamos la vida. Y la tercera es la
de los voluntariosos, es decir, la de aquellos que creen en la Voluntad con
mayúsculas, y en nuestra capacidad de dirigir nuestras vidas como Palinuro
dirigía el barco de Eneas por entre las olas del Mediterráneo, a puerto seguro
contra viento y marea, salvo alguna tormenta fatídica.
El destino (genético o divino), el azar o
la voluntad. Cuando se tiene la sensación de destino, no podemos admitir otros
ex futuros, pues todo en la vida estaría dirigido a ser lo que somos, y no
habría otro camino ni otro resultado posible. Las personas exitosas (lo mismo
que sus biógrafos), en especial, suelen creer que su presente había sido
anunciado de un modo premonitorio en cada acto, palabra y omisión de sus vidas.
El garabato infantil anunciaba al gran pintor, el balbuceo en el colegio era el
prólogo obvio del escritor, el juego de médico para tocar a la prima anunciaba
sin dudas al eminente cirujano. Con el azar, nuestros yos futuros dependen de
la mera casualidad. Hay quienes se ven como veletas empujadas en cierta
dirección solamente por el capricho de los vientos. Soy escritor porque un día
me encontré en un café con el editor Equis; sin ese encuentro seguiría siendo
ganadero. Con la fe en la voluntad, al contrario, la que prefieren los manuales
de autoayuda, creemos que al menos en parte gobernamos nuestro destino, que
querer es poder, que nos ponemos metas incluso inalcanzables y las conseguimos,
y también que al elegir, cerramos consciente y deliberadamente otras vidas y
nos metemos por una única posible.
En las relaciones sentimentales esto se
manifiesta con mucha claridad. Las novias, los amoríos, las esposas o amantes
que hemos tenido, ¿nos escogieron o las escogimos por una misteriosa fuerza
irresistible, fueron fruto del azar, o nos las impusimos como un acto de
voluntad? Quién no ha pensado que bastaría no haber ido a tal fiesta, a tal
paseo, a tal restaurante (como en algún momento pensamos hacer) para no haber
conocido jamás a la persona que nos arregló o nos arruinó la vida. Eso es creer
que el azar construye un futuro y destruye varios ex futuros. Hay quienes
piensan que existe la mitad perdida de la que habla Platón en su diálogo sobre
el amor, que alguien o algo nos la pone en el camino, y que solo a esa otra
mitad estábamos destinados. Como en el poema de López Velarde: «¿Existirá?
¡Quién sabe!/ Mi instinto la presiente;/ dejad que yo la alabe/ previamente».
Quien no la encuentra errará por el mundo hasta la muerte, como un alma en pena
e incompleta. Otros más consideran que creemos elegir, pero que la economía, la
biografía, las experiencias infantiles o los mismos genes nos llevan a escoger,
si no a una persona en particular, sí al menos a una persona de determinadas
características. Que somos fanáticos comunistas o fanáticos fascistas, fanáticos
ateos o fanáticos teístas, porque nacimos con genes de fanáticos. Los que se
creen dueños de su voluntad dirán que ellos escogieron exactamente lo que
querían, lo que estaba en sus planes encontrar, que uno es «el arquitecto de su
propio destino», como en el verso cursi de Amado Nervo.
No tengo sobre esto ninguna conclusión,
sino una hipótesis que, por mi talante conciliador, sigue un camino intermedio.
Yo creo que escojo, según las cartas que me reparte el azar, siguiendo un
programa genético (mi carácter) y cultural (mis experiencias), con una aparente
decisión de la voluntad, que en realidad no es más que la justificación, a
posteriori, de lo que no decidió solo mi cabeza, sino sobre todo mi intuición.
Al elegir (elegir es descartar), sin embargo, veo pasar los despojos de los yos
que pude haber sido, unos yos que eran tan reales y tan probables como el yo
que soy. Soy este, pero tengo la firme convicción de que pude haber sido otro,
otros.
Los personajes de novela, como los ex
futuros, llevan una curiosa existencia de fantasmas. Estos no son lo que son ni
lo que fueron los escritores, sino lo que podrían haber llegado a ser. «Werther
es el ex futuro suicida de Goethe.» Conjuro este fantasma y sigo vivo,
provisionalmente, postergo el yo muerto suicida que por un instante pude ser.
Postergo el fantasma.
También los demás son presencias
fantasmagóricas que se van precisando con la observación y con el tiempo. Hasta
la persona amada, sobre todo la persona amada, es un jeroglífico que no acaba
de despejarse nunca del todo. Por como se tarda Fulano en contar el dinero para
pagar la cuenta, le atribuimos una personalidad, un fantasma de avaro; por cómo
nos mira o no nos mira Zutana, le damos su fantasma de coqueta, de santurrona,
de madre, de puta, de pura, de calculadora, de buena, de falsa buena, de rica,
de tonta, de peligrosa, etc. ¿Y en últimas quién es esta mujer, cualquier
mujer, es ella o sus fantasmas y cuál de todos sus posibles futuros llegará a
ser? Puede ser humilde y puede ser arrogante; puede ser modesto y, peor, falso
modesto. La fantasía simula las encarnaciones que parirá el porvenir de esa
persona, hace predicciones, y comprueba si es así o no es así, si corresponde a
eso que nos imaginábamos. ¿Llegará a ser Mónica como la madre de Mónica? En eso
se nos va la vida, en tratar de entender y de conocer a los otros, a esa
inmensa cantidad de gente con su ejército de fantasmas. He encontrado mujeres
en la vida que me gustan, pero a las que he dejado a un lado porque sé que
aunque me gustan ahora, después no me gustarán.
Y fuera de todo lo anterior, para añadir
caos y fantasmas a esta explosión de fantasmagoría que es la vida, el ser
humano se inventó ese juguete fantástico de la literatura. ¿Habrá una persona
más real que Celestina, aunque nunca haya existido? Y madame Bovary, y Ana
Karenina, y Ulises y Aureliano Buendía y Joseph K., Adán y Eva, el Comendador
de Fuenteovejuna, Macbeth, Funes el memorioso, Juvencio Nava, o los infinitos,
inagotables personajes de Bolaño que brotan como hongos de sus libros,
profesores, poetas, escritores, fanáticos, torturadores, asesinos… ¿Para qué
seguir? Hay más personajes en la literatura que personas en la China. Los seres
humanos somos insaciables: queremos presencias, presencias, buscamos evadir
nuestra definitiva soledad, no hacemos otra cosa que luchar por no estar solos,
y como los vivos no nos dan abasto, entonces vivimos en perpetua conversación
con los fantasmas, con el niño que fuimos y hasta con el hombre que ya no
seremos. Por ese gusto de conversar con lo inexistente -o que existe en otra
dimensión- leemos novelas y para eso vemos películas y telenovelas.
Creo que es bastante común que todos,
hombres y mujeres, nos entreguemos a veces a una misma fantasía, a un mismo
ejercicio de memoria. En una noche solitaria o aburrida, en una espera inútil
en la sala del dentista o en un aeropuerto, nos entregamos a hacer el recuento
de los amantes o las amantes del pasado. Listas mentales, nombres en una
libreta. Volvemos a verlas y a abrazarlas en la memoria, repetimos los gestos,
los besos, las palabras. De algunos fantasmas, a veces, no nos queda nada:
basura, cenizas, polvo, asco. Otras veces esos fantasmas resucitan e incluso
-como dicen los padres de la Iglesia- son capaces de nuevo de encendernos la
carne. Y es una maravilla, es como si uno recordara un plato insuperable que se
comió hace quince años en Barcelona y de repente las papilas volvieran a sentir
ese favor del buen sabor del vino, la precisa consistencia y sensación del
bogavante. Pero no; los fantasmas culinarios son lábiles. Los fantasmas
eróticos, en cambio, si no encienden la carne, no cabe duda de que encienden la
imaginación. Son, sí, fugaces, evanescentes, difíciles de abrazar, pero a veces
se encarnan en la fantasía, como en los sueños, y parecen tan reales como la
realidad, e incluso mejores en ocasiones, con la piel más tersa, sin las
humillaciones del envejecimiento, con el aliento de los mejores días, con menos
inconvenientes prácticos (no hay que cuidarse mucho por el papiloma, no hay que
levantarse a acompañarla a la casa a las tres de la madrugada).
Los diferentes hombres presentes que
hemos sido, esos otros que fuimos y que también se llamaban con nuestro mismo
nombre; los futuros que seremos o los ex futuros que día a día dejamos
abandonados a la vera del camino, todos, todos, tarde o temprano no seremos
otra cosa que fantasmas. Lo realizado y lo no realizado será lo mismo:
fantasmas. Quizá para no espantarnos, y como un homenaje a los fantasmas que
seremos, nos gusta pensar en los fantasmas que no fuimos. Si no me equivoco,
este es, en parte, el gran encanto de la literatura.
«Nuestros yos ex futuros son los demás»,
dice Unamuno. Yo digo que los demás son demasiados, y más bien que lo que más
se parece a nuestros yos ex futuros (si no tenemos un hermano gemelo) son
nuestros amigos. Hablando con este amigo que no cambió de camino, Manuel
Martín, que hoy sigue viviendo su destino en Turín (una ciudad que fue mía),
que persistió en ese camino que yo también estuve a punto de tomar (el
académico), y viéndolo al lado de su esposa, con sus hermosos hijos, con una
carrera buena y una vida feliz, me pregunto si no habría podido también yo ser
ese buen profesor, especializado hasta el fondo en unos pocos temas de
investigación, ese buen marido y ese mejor partido. No es que me queje del yo
que soy (que no sé si dependa del azar, del hado o de la voluntad), pero ese ex
yo que veo en el espejo de mi amigo no me molesta para nada y a ratos casi lo
envidio. Yo me pregunto si a él a ratos no le pasa lo mismo, mirándome a mí,
con lo maduros y rojos que parecen casi siempre los frutos del cercado ajeno, y
con mayor razón si alguna vez tuvo veleidades literarias (que no es su caso) y
las abandonó.
En una novela reciente, de Mark Sarvas,
Harry Revised, hay un episodio que podría ayudar a aclarar lo que muchos hemos
sentido algunas veces. En su difícil vida conyugal, una vida en la que Anna, su
esposa, se avergüenza un poco de él, a Harry se le ha permitido tener un cuarto
arrinconado en el sótano, donde van a parar las cosas de él que a la mujer no
le gustan, que no soporta ni siquiera ver. Estas cosas enviadas al exilio por
su esposa (una guitarra, unos afiches, un tablero de ajedrez, cierto estilo de
camisas y zapatos) son los distintos sí mismos (selves) que él hubiera querido
ser o que soñó en algún momento con ser. Cuántos deseos truncados, cuántas
vocaciones relegadas al sótano, por complacer o al menos por no contrariar a
nuestra pareja, a nuestros familiares, a nuestros padres o a las costumbres de
nuestro tiempo y de nuestro país.
Todos esos que no soy y que pude haber
sido están en alguna parte que tal vez no quede mucho más allá de las paredes
de mi cráneo. Porque no todos los ex futuros están muertos, según Unamuno: «No
creo -es decir, no quiero creer- en la muerte definitiva e irrevocable de
ninguno de nuestros yos posibles». En alguna otra dimensión, así sea la de la
fantasía o la del sueño, yo soy ahora profesor de literatura española,
especialista hasta en la pierna coja de Quevedo, y estoy casado con una bonita
ex muchacha de nombre Lorenza (con la que ese ex futuro yo mío tuvo un niño y
una niña), a la que alguna vez, hace veinte años, no fui capaz de dirigirle la
palabra.
FIN