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10 de junio de 2025

Tomás García Merino presenta «Sentir el viento». Planeta Biblioteca 2025/06/09

 

3 de junio de 2025

Paya Frank .- Historia Moderna de Israel {versión Kindle}

 


Israel es un pueblo con más de 35 siglos de historia, vamos a centrarnos en su historia moderna, finales del XIX en adelante. Para empezar, un pequeño prólogo que nos hará entender un poco los sucesos que posteriormente acontecieron en la zona. Hasta 1914 la zona que conocemos como Oriente Medio estaba constituida por un conjunto de territorios sometidos al imperio Turco. Turquía fue aliada de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Su derrota significó perder dichos territorios que quedaron bajo el régimen de mandatos internacionales administrados por Gran Bretaña y Francia. Estos fueron desplazando a Turquía y ocupando el vacio que iba dejando al retirarse. La historia de las luchas por el control de Oriente Medio se inicia entre finales del siglo XIX y comienzos del XX

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2 de junio de 2025

Las Casas Prohibidas {Relato de Paya Frank}

 



Habréis oído a los adultos recriminar a los niños por andar metiendo las narices donde no deberían.

Cuántos pequeños, con una honda en las manos, solían recorrer las calles del lugar, en busca de jilgueros, tordos, gorriones, ruiseñores, estorninos, cardenales, tarde tras tarde.

Como los chicos rápidamente se daban por satisfechos, con dos o tres disparos certeros, buscaban después alguna empresa más osada en qué mantener prendido el fuego de su ánimo de dragones. Es así que se largaban a merodear alrededor de las mansiones de altas verjas, o de las casonas de fachadas como sombras nocturnas donde hacían nidos los murciélagos.

Esas viejas construcciones eran custodiadas por horribles mastines y alanos impacientes por acabar de una vez con las figuras distraídas.

A veces nos sentíamos prisioneros de las calles vacías y en tren de huida planeábamos meternos en aquellas enormes casas, nunca ojivales, por supuesto, de relucientes claraboyas y escalinatas de mármol, con salida al viento del caracol del mar. ¡El mar!

¡Cuántas tentaciones!

Y es que imaginábamos curiosidades: ¿Quién saldría, furioso, para ordenarnos que nos largáramos al abrirse la puerta pesada y rechinante? ¿Cómo era la gente que vivía en su interior; cómo eran las mujeres, ya que sólo se las veía, con las mantillas sobre sus rostros, y los escapularios en el pecho, una vez a la semana, mientras iban a misa?

En cierta oportunidad, me sentí tentado a entrar a una casona. Tenía grandes aleros; parecía querer echarse a volar. Una curiosidad: Después de fuertes lluvias y temporales, el techo seguía perdiendo gotas durante mucho tiempo como si estuviera demasiado triste y no se pudiera contentar.

Una mujer encorvada, que había perdido el brazo derecho en un accidente y usaba un capote de color violáceo sobre los hombros, hacía diariamente la limpieza del patio delantero, con el brazo que le quedaba.

Era ella la hora cinco de la tarde en figura.

Le gustaba conversar conmigo.

- ¿A qué vas al colegio? - me dijo un día.

- Pues a aprender - contesté.

- ¿Y qué aprendes?

- Muchas cosas. Sé la tabla del siete. Redacto cartas y esquelas. No me salgo de las líneas. Hago en el papel castillos, árboles, caminos, animales, nubes, arbustos y lagunas. Además dibujo arlequines y la diosa Minerva.

- Todo eso es una enorme tontería. ¿Qué harías si una tormenta lluviosa te sorprendiera en pleno campo? ¿Cómo regresarías a tu casa antes del anochecer?

¿Eh?

Me quedé pensando durante un largo rato. Ponía los ojos de quien medita con comodidad mientras se rasca la comezón de la cabeza. Al cabo de un tiempo me rendí. Le confesé, confundido, que no sabía cómo hacer para retornar a mi casa si una lluvia tormentosa me sorprendía en el campo.

- Ya ves. Así pues te verás en apuros, con los rayos cayendo cada vez más y más cerca de ti, mientras en tu hogar tu desgraciada madre elevará sus plegarias al cielo para que regreses sano y salvo.

- Ay, doña China, tiene usted razón - suspiré.

La dama continuó barriendo la hojarasca. Deseaba seguir conversando con ella. Pero, sobre todo, entrar a su casa.

No solamente yo, sino otros niños de la vecindad hubiéramos dado nuestra libertad por conocer el sitio donde vivía.

Doña Mercedes escribió una tiza y media de palabras en las paredes antes de morir: “Por todas partes se me aparecen los sillones cuyos respaldos se van abajo con la primera intención de mecerse, el ropero de tres lunas con aliento a polvo y cucarachas cuando abro sus puertas, la hucha en la que sólo se meten ya las arañas, los espejos sin memoria de mi rostro así como los cuadros donde una borrosidad, una bruma y una niebla pintadas por el paso del tiempo, cubre - para siempre - lo que fue un colorido paisaje de gran imaginación”.

Meter los pies en su casona y otras más del lugar, se fue convirtiendo en una perturbación y en un desafío.

¿Qué pequeño, después de todo, no se ha sentido tentado de perderse dentro de un sitio prohibido?

Algunos chicos decían que habían visto el rostro de la dueña de la dirección número 22. La de los terranovas ciegos. Ella jamás abrió la puerta delantera de su casa; mucho menos salió a la calle.

“Es una mujer fea como la propia muerte, tiene la nariz atravesada por una verruga y los ojos saltones. Le faltan los dos dientes delanteros. Una mañana se asomó por la ventana y me acusó con el dedo”, solía contar Pedro, malvado, gastado por la suciedad y travieso; acostumbraba, al sentirse ocioso y desganado, disparar su honda contra las gallinas y las guineas.

“Tiene los ojos azules y las manos largas y blancas. Cuando desata su rodete, se le cae la cabellera. No usa maquillaje, sin embargo suele ponerse una rosa oscura en el pozo de su pelo rubio. Parece estar siempre distraída y pensativa. La tristeza le desarregla la cara”, decía Blanca; era ella pecosa y su voz sonaba débil y asmática.

Así pues, como los relatos no coincidían, los demás niños empezábamos a tramar, también, por nuestra cuenta, versiones distintas (y exageradas) en torno a la aparición de la mujer en la ventana.

Las murmuraciones, por su vicio, se convertían en el motivo de las sospechas; esa circunstancia nos mantenía cautelosos a todos, pues aunque nos acusábamos de mentirosos, cada uno permanecía clavado con la profundidad de una aguja en su propio relato.

Había casas que daban la impresión de que se desmoronarían de un momento a otro.

Nos parecía que un ligero cambio de viento arrojaría al suelo sus veletas echadas a perder por la herrumbre, sus rejas sin ventanas, y sus columnas cilíndricas cubiertas por las malezas y los murciélagos.

Una, en especial, apenas podía tenerse en pie. Se nos antojaba imposible que hubiesen seres humanos viviendo dentro de aquellas paredes que parecían sostenidas sólo por el ir y venir incesante de las laboriosas hormigas. Pensábamos que los fantasmas moraban, furiosos, en ella.

Sin embargo, al echarse la fría tarde sobre el lugar, un grueso y largo humo azulado, producto de la combustión de los leños, brotaba por la chimenea, en la dirección apostada por el viento. Y a veces, ciertas veces, se escuchaban alegres notas de una capilla musical, acompañadas por un divertido coro de voces que cantaba letras populares. ¡Cómo giraba en la lejanía la tonada bulliciosa salida de aquella borrachera!

Al dar la medianoche cesaba la música.

Hubiéramos podido ser felices jugando a lo que juegan los demás niños. Y eso hacíamos, ciertamente. No había hazaña de chicos que no intentáramos nosotros.

Y también, como los otros, íbamos a las clases, y nos sentábamos a hacer los deberes en nuestras casas, diariamente. El reloj de péndola de la pared se nos antojaba un dios severo hasta que su aguja quedaba clavada en el número tres y un gong de su péndulo ponía fin a nuestra esclavitud. Al rato ya éramos los pibes ruidosos de la cuadra.

El caso es que cuando la diversión se apagaba débil, lánguidamente, posábamos nuestros ojos en esas mansiones sin jazmines, sin polen, sin aves, sin aljibe, de altas verjas convertidas en hierro con espinas de fuego bajo la luz solar, y donde la vida parecía haberse secado, perdiendo su ventilación.

Qué no daría yo, por ejemplo, por ganarme siquiera la confianza de un perro flaco y feroz que ponía diligencia en una casona de color azul, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas con enormes candados.

Se decían tantas y tan descabelladas historias de la casa aquella; yo las andaba repitiendo a mi madre día tras día, machacando su sesera, hasta que ella, haciéndome jurar que guardaría el secreto, me contó la verdad: “Ay, hijo mío; se ve que no conoces el sol. Dentro de esas paredes de piedras pasa sus días una afable anciana. La viuda del capitán Avellaneda es una mujer cuya salud se va diluyendo como un incienso asiático; se dedica sólo a tejer y a bordar; al fallecer su esposo juró no salir nunca más a la calle, ni siquiera para ir a misa. Dicen que borda hermosas esclavinas”.

- ¿Y cómo se puede saber si sus esclavinas son hermosas, ya que nadie puede verlas, madre? - pregunté.

Ella hizo un gesto de agotamiento con la cabeza. Se quedó observando durante un largo rato las gypsophilas del jardín del patio y luego suspiró con el suspiro de quien, viendo a las hormigas ir y venir con una hoja de ligustrina sobre sus lomos, parece perder la dirección del mundo. Se conformó, sin embargo, con esta confesión: “Pues el caso es que dicen que las prendas son preciosas; las historias contadas en este sitio están escondidas al entendimiento humano.

Hijo amado, no te miento si te digo que hay mucha oscuridad por deshilar, por sacar a luz en lo que la gente habla”.

Y a modo de broma agregó: “Acaso por esa razón las mujeres matamos nuestro tiempo bordando”.

Se mantenían firmes a través del tiempo, ciertas casonas de las que se hablaba con sospecha, y que aún a la gente mayor intrigaba.

Empezaré contando que en el lugar, a las siete de la mañana, las campanas de la iglesia solían tañer, con doce golpes de badajo. Era común, entonces, que las gentes dejaran sus ocupaciones, salieran al exterior y se quedaran paradas frente a las puertas de sus viviendas, haciendo una reverencia con la cabeza.

Dos casas, una muy alta y ubicada al lado del hospicio de los albañiles, y otra, de paredes de piedra, oscura, con la forma de la sombra de la gente pasando frente al lugar, despertaban la curiosidad de los lugareños.

Sus dueños vestían suciamente, tenían la barba crecida hasta el pecho y el cabello sin cortar. Se los veía solamente cuando las campanas repicaban. Apenas terminaban de hacer la señal de la cruz, subían encima de sus escuálidos alazanes y se dirigían al galope en dirección al monte como si intentaran huir.

Usted, lector, pensará que aquella gente era ingenua al echarse a hacer conjeturas en torno a las dos casas citadas, en lugar de poner bajo sospecha a los hombres de barba larga y oficio desconocido que - también - cité. Y acaso no se equivoca. Pero no se conocía otra manera de existir ni otro modo de pensar por esos sitios, desde que las primeras casas se levantaron sobre sus cimientos y las gentes empezaron a tomar conciencia de que aquella viguería, aquellas bisagras, aquellos techos, con ellos debajo, se iban volviendo pueblo.

Por mi parte, medio sitio conocía mi casa.

Puedo jurar que los espejos estaban en regla, o sea, relucientes y limpios, para quedar a tono con los rostros alegres que lucían una barba recién afeitada y unos bigotes acabados de teñir.

La habitación destinada a las visitas contaba con un precioso cuadro ubicado en el lado izquierdo de la ventana principal. Su marco estaba recubierto de guardas y rosetas de yeso dorado. Podía contemplarse el lugar, con sus casas ilustres agrupadas alrededor de la iglesia mayor. Las moradas estaban pintadas con colores sepia, blanco y verde camalote.

Una foto de mi primera infancia, que descansaba sobre la consola del comedor, me mostraba vestido con un traje de marinero confeccionado por mi tía Consuelo.

La típica expresión de susto en mi rostro, ante el disparo del flash del fotógrafo, anunciaba el llanto amargo y desconsolado que vendría después.

Sobre una mesa de ébano se podía apreciar un jarrón de loza fina, clara y lustrosa. Las pasionarias, canelas, calas y narcisos, que diariamente se renovaban, lucían como armas hermosas en su ramo, y casi tan eternas como las casas gemelas, con sendos pararrayos, pintadas por un artista italiano ( Enzo Distéfano) en la pieza arquitectónica.

En fin, todo el conjunto (comedor, sala, pasillos, gabinete y amplias ventanas) abría suntuosamente las alas de la armonía y de la gracia; cuando mis tíos venían de la capital en tren de visita, se quedaban observando emocionados la arquitectura artística de nuestra casa; sus admiraciones pasaban por ser la rosa que faltaba para terminar de adornar el lujoso traje blanco de la morada.

Las casas de mis amigos de la infancia también tenían su lustre y su esplendor.

Lo común y lo corriente en mi hogar era, desde luego, honrar las fotografías, ubicándolas en un lugar importante de la sala, de modo que el visitante se quedara suspendido en la admiración de las facciones singulares y los abanicos de sándalo en el momento de abrirse para echar vida en los rostros de aquellas dos abuelas muertas hace tiempo.

Era considerado una especie de delito sentimental no mantener diariamente renovadas las rosas de los floreros, lujosos criaderos de mosquitos, colocados sobre las mesas de mármol.

El más distraído visitante se llevaba una impresión de colores, aromas y hasta cierto rumor, al abandonar el recinto. Y al estar ya en la calle se sentía como tocado por una flor, una corola, un cáliz, pues su cuerpo despedía un grato olor.

En los comedores lucía la luz que se metía con la corriente del aire por las ventanas abiertas hacia el patio trasero.

Cuando íbamos de travesura, mis amigos y yo, dábamos varias vueltas por el sitio, comíamos las frutas de los árboles caídas en las aceras y luego contábamos enredadas historias de moradas extrañas y misteriosas.

Nos frustraba no poder entrar en ellas. Si observábamos el buen semblante de la señora María, quien solía sacar a su lebrero, con el rabo siempre inquieto, para que aspirara un poco de calle, pensábamos que bastaría con pedir permiso a la dama para meternos en su patio. Cuántos limones bajaríamos de su limonero, en el caso de obtener su licencia.

Pero nadie se atrevía a hablar.

Yo, menos.

Y ella no era de conversar con la gente, aunque una permanente sonrisa de cordialidad, subrayada con un lápiz labial de precioso color bermejo, le daba una amigable apariencia.

Bien. Contaré ahora el caso de la casa prohibida.

Estaba edificada en lo alto de una colina. Los buitres y los cuervos solían, al mediodía, volar encima del campo en que hallaba continuidad la colina, en busca de carroñas.

La construcción era enorme; tenía un corredor que le ceñía la cintura, y el blanco de su cal acentuaba el verde de los árboles (jacarandaes, chivatos, eucaliptos, gomeros, mangales, cítricos ) que le daban sombra.

Era imposible, pensar siquiera, meterse en ella.

Una larga e infranqueable alambrada desvanecía toda tentación de pasar al otro lado; la piel de la espalda quedaría colgada de los alambres de púa en el intento suicida de cruzar aquella barrera.

En su interior vivían hombres que habían sido traídos de la prisión para pasar lo que les quedaba de su vida allí. La propiedad pertenecía a un militar adinerado que tenía amigos y algún que otro compadre en la jefatura de la penitenciaría nacional.

Aquellos infelices hacían las tareas propias de los peones de estancia. Solíamos verlos, desde la distancia, montados sobre sus caballos, cuando iban a llevar a las vacas a la aguada. O cuando las traían al estercolero, siguiendo el rastro de las boñigas. Las codornices, entonces, levantaban un vuelo escandaloso a su paso.

Alguien echó a rodar la historia de que eran hombres sin alma, y que al caer la noche, acostumbraban contar historias de jinetes sin cabeza, y de un gran baúl lleno de perlas de agua dulce custodiado por un fantasma que finalmente acabó atrapado dentro de un pequeño cofre de anillo, y de muertos desenterrados por gatos.

Decían que así, bajo el goteo de aquellos cuentos largos, terminaban quedándose dormidos frente a la fogata encendida.

Nadie sabía quién fue la persona que reveló cómo vivían aquellos forajidos, pero eso a la gente no le importaba, pues era ir contra la corriente querer saber más.

Corría la historia de que los perros, temerosos de sus puntapiés, se esfumaban en menos de un parpadeo ante el primer movimiento de una sombra.

Uno de los peones, empujado por una profunda exhalación del malsano viento norte, había dado muerte a una labradora preñada, clavando su cuchillo hasta el mango en el vientre de la bestia.

“Ya son muchos los perros en este sitio. Ellos son once y nosotros, doce”, dicen que dijo entre maldiciones; ninguno de sus compañeros pareció darse por enterado.

Se contaba que solían tocar la guitarra junto al fogón, al caer el anochecer, y aparecer los primeros cocuyos. Y que mientras mateaban, al amanecer, antes de salir en dirección al campo, juraban que no era cosa de hombres quedarse indefensos. Y que había que matar, pues, Zoilo, el de mayor edad, había asesinado a una mujer, para robar sus joyas (un dije, collares de familia, pulseras y medallones de oro ). La hija de la infortunada, al encontrarse cara a cara con el ladrón que se daba a la huida, se apoderó de un cuchillo de mesa y alcanzó a darle un tajo profundo en la oreja y en el ojo izquierdo. Cayó después abatida por el disparo del revólver de Zoilo.

El asesino se jactaba de tener un solo ojo. Se envanecía, pues, en su aspecto mitológico de cíclope.

En su fealdad de gente malvada y en el limbo de sus destinos torcidos por su arma disparada fatalmente al pecho de un hombre, aquellos individuos hallaban motivo para estar serios, cabizbajos y pensativos. Y para mantener el ceño enjuto.

Era humanidad que no sabía leer ni escribir. Y que bebía de cuando en cuando, alguna caña, pero siempre se mantenía en el límite de la conversación de los hombres que no están demasiados bebidos para ponerse alegres e irse de risas y de tomaduras de pelo.

Solía mirar la casa prohibida con admiración. Y no porque en su interior vivían asesinos. La admiración salía de mis adentros pues aquellos seres humanos nunca obtendrían su libertad. Jamás llegarían a conocer la existencia, ocupada y despreocupada, de cuantos vivíamos en el otro lado de la alambrada.

Sólo para nuestras almas sonaban las campanas.

Me inspiraban respeto esos individuos de quienes tenía solamente la visión lejana de un sombrero llevado por el viento.

A las cinco de la tarde iban, montados sobre sus caballos, a traer las vacas de la loma verde en pastura para meterlas en el corral.

Eran de lanzar gritos al aire como si fueran disparos.

Hubiera dado todas mis piedras (algunas como granizo grueso) de colección, y mis esculturas diseñadas en yeso de Guillermo Tell y de Moisés salvado de las aguas, por oír su conversación. Mi morada misma por observar sus ojos y hacerles un guiño, una apuesta, un desafío. A decir verdad, trabar amistad con un asesino me convertiría ante mis amigos en dios.

Rosa, una niña pecosa de trece años, se enamoró de uno de esos hombres. El muchacho que encandiló su corazón tenía dieciocho años y montaba un caballo chusco, brioso, renegrido, de cerdas y crines espejeantes. Acostumbraba acercarse a un árbol de tamarindo, plantado a sólo diez metros de la alambrada.

Nadie podía estar enterado de su rostro. Tampoco Rosa. Sin embargo, ella crecía para él. Calzaba sandalias blancas y su figura llamaba la atención de las gentes pues tenía el cabello del color del trigo rubión, liso y largo, a la medida de su vestido de tafeta que cubría sus rodillas.

Solía caminar con el cuidado de quien no quiere alzar arena con sus zapatos, a pasos de aquellos alambres de púa. A las cuatro de la tarde, Rosa era la imagen del viento agitando la cabellera de una mujer.

El joven, dicen, sabía de aquel querer. Vestía camisa blanca, un pañuelo rojo al cuello, y pantalones de los que habitualmente visten los peones. Montado sobre su caballo negro, despejaba de codornices el pastizal, pues le gustaba galopar enfurecido. La niña le contagió la pasión, la vehemencia, la perturbación, cuando aun lloviendo, o cayendo una garúa impertinente, o desmoronándose un sol de fuego sobre la tarde, se acercaba a la alambrada.

Rosa estaba todos los días de su vida, a la hora en que las campanas de la iglesia daban las cuatro de la tarde, en el sitio. Jugaba al “cierra tu casa” con las hojas sensitivas.

El diablo perdía su paz deseando saber qué pensaban del idilio los asesinos. ¡Quién pudiera conocer cuantas cosas decían o callaban, mientras arrojaban leños de árboles de paraísos y de gomeros al fogón encendido!

Hubo contagio de espina con sangre. Él venía a todo galope, sin aparejo, dando latigazos al caballo, que relinchaba, enojado, hasta el tamarindo. Se quedaba durante un largo tiempo contemplando a la niña. No podía saber, desde luego, de qué color eran sus ojos, cómo eran sus formas, hasta dónde le llegaba la cabellera, qué especie de flor iba deshojando.

Cuentan que una tarde de octubre ella le dejó una carta. Y en la carta le pedía, por amor a su madre, que se escaparan. Ya se sabe que a las mujeres, así como a los caballeros, cuando se enamoran, les viene la idea de fugarse, y son de poner cruz a la fecha de la fuga pasando las noches en vela pues en el sacrificio se apasionan.

“Fugarse es lo mejor que tiene el amor”, solía repetir, melancólicamente, mi madre a sus amigas, mientras tomaba un té de un misterioso color verde botella, muy bueno para combatir la litiasis.

Un día desapareció del lugar. Nadie supo nada de la chiquilla. Ni sus padres, siquiera.

Dos versiones corrieron al tercer día de su desaparición, pero ninguna de ellas parece acercarse a la verdad. La una sostenía que cruzó la alambrada, una noche oscura, de ocultación del satélite lunar tras la mampara del Sol. Es posible.

La otra cuenta que desapareció y nada más.

Cierto es que algunas mujeres contaban que solían divisar a la niña montada sobre un zaino, con un niño pequeño en los brazos, en los alrededores de la colina.

Sin embargo, los hombres suelen comentar que a las mujeres no hay que prestar oídos pues acostumbran narrar las historias del modo y de la manera que querrían que ocurriese, porque quieren envanecerse de los finales felices.

Quien dijo verla en ese pueblo donde la gente tiene el mal hábito de decir “Dicen que …”, miente, miente, miente.

Jamás se supo nada.

Pero pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado.

La casa permanece en su sitio. Tiene el aspecto de una casona por cuyos cimientos sube, lo mismo que la hiedra, la lepra de la humedad.

Hace pocos días, se vino abajo un eucalipto, que saneaba una zona pantanosa, desmoronándose sobre su enclenque tejado.

Buscaban a un médico para salvar la vida de Zoilo; tenía la cabeza rota; un gajo del árbol cayó sobre él.

Paré la sangre del accidentado. Los asesinos, mientras me observaban pasar una mixtura de desinfectante y cicatrizante sobre su cráneo y cubrir con un esparadrapo la herida, parecían sofocados por el paso tan cuidadoso, tan lento, tan solícito, de mi auxilio.

No veían la hora de que me marchara del sitio. A los desconocidos se desprecia, aun cuando vengan a ofrecer sus mejores servicios y atenciones.

Creí ver a una mujer. Estaba de espaldas. Habría dado mi existencia porque aquella figura volviera el rostro hacia mí. Distinguiría el rostro de Rosa, a pesar de los años que ya han pasado desde su desaparición.

Pero aquella mujer, de ser quien creía que era, no se mostraría a un intruso.

Pertenecía a la fila peligrosa de quienes son tachados después de haberse perdido su paradero.

Cuando regresé me invadió la tristeza.

Ahora se me hace hábito echar una mirada, cada atardecer, al sitio. Cierto es que la morada ya no es la misma. Y que los asesinos han envejecido, como yo, como la gente del lugar.

No hay mayor dicha en los últimos días de mi existencia, que ver caer el sol sobre la copa de sus árboles donde asoman las flores rojas y blancas, al clarear el día. Y sentir el crepúsculo vagar entre sus plantas gramíneas.

Hasta el ladrido de sus perros inquieta alegremente mi corazón.

Una señal de vida de la casa prohibida me recuerda, diariamente, que sigo vivo.

 

FIN

Relato de Paya Frank  @ 2025 Blogger

 


1 de junio de 2025

EX FUTUROS .- Héctor Abad Faciolince

 



 

Si yo jamás hubiera salido de mi villa,

con una santa esposa tendría el refrigerio

de conocer el mundo por un solo hemisferio.

Tendría entre corceles y aperos de labranza,

a Ella, como octava bienaventuranza.

Quizá tuviera dos hijos, y los tendría

sin un remordimiento ni una cobardía.

Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,

el niño iría de luto, pero la niña no.

RAMÓN LÓPEZ VELARDE

 

Siempre he pensado que la pasión literaria, el gusto por imaginar historias, por sumergirnos en ellas y encarnar en personajes que no somos nosotros, tiene un parentesco estrecho con la esquizofrenia, con la demencia de desdoblarse en otro o en otra que no somos, y oír sus voces y sentir su olor y ver su cara, que tal vez no existen. Escribir ficciones tiene algo de locura controlada. La frase más famosa de esta despersonalización se cita siempre y es muy hermosa si se la oímos decir a un hombre gordo, enfermo y ojeroso: «madame Bovary, c’est moi». Aunque autor y personaje no son la misma cosa, todos sabemos o al menos sospechamos que muchas bondades humanas de don Quijote eran también bonhomía de Miguel de Cervantes, y que muchos embelesos de madame Bovary eran cursilerías amorosas que el solterón Flaubert no se permitía del todo sentir. Escribir es despersonalizarse, dejar de ser lo que somos y pasar a ser lo que podríamos ser, lo que casi fuimos, o lo que podríamos haber sido. Al fin y al cabo, como en alguna parte dijo una Ofelia desquiciada, «we know what we are, but know not what we may be», «sabemos lo que somos, pero no lo que seremos».

 

Creo que el primer requisito para poder escribir una historia ficticia (y también la primera condición para leerla con gusto) consiste en la capacidad de desdoblarse, de salirse del soso yo que nos habita. Voy a recordar una de las frases más populares de la cultura literaria hispanoamericana. No es más que un breve y triste cuento de Borges: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach». No he sido el que quise ser, el amado, el que abrazó su cuerpo, pero algo me queda y entonces me vuelco a la escritura, ese consuelo miserable, pero consuelo al fin, cuyos «instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia». Reemplazar el nombre de Matilde Urbach por otro nombre que solamente nosotros conocemos, es reconocer que también la humillación y la angustia pueden ser los instrumentos de trabajo de un lector.

Muchas veces, quizá siempre, para un escritor es mucho más deseable ser otros que ser él mismo. Eso es lo que me gusta de este trabajo: que en los personajes podemos poner todos nuestros temores y nadie puede estar seguro de que son nuestros. Es delicioso poder trasladarle a una máscara toda nuestra ira, nuestra envidia, nuestra cobardía, nuestra sed de venganza, pero también, quizá, toda la bondad, toda la fuerza y toda la valentía que no tenemos. Concentrar en alguna adúltera imaginaria la infinita cursilería que es capaz de destilar nuestro pensamiento, o en algún solterón empedernido todas nuestras quisquillosas manías de quien no tolera el menor desajuste doméstico; darle al de más allá la inteligencia o la agudeza mental que nosotros nunca fuimos capaces de manifestar en el momento oportuno.

Una cosa distinta a la anterior es querer ser otra persona por completo, otra persona que ya existe en el mundo real. Este es un ejercicio mental inane y sin interés, por imposible. Borges examinó una vez, con maravillosa ironía, esta posibilidad. Su burla está recogida en uno de los textos recobrados después de su muerte, pero fue publicado por primera vez en 1932 en una oscura revista de Santa Fe. El ensayo se titula «El querer ser otro», y en su parte central se ríe de la frase «Quisiera ser Alvear», que traducida al presente es lo mismo que decir «Quisiera ser Uribe», en Colombia, o «Quisiera ser Berlusconi», en Italia. Analiza Borges: «Quisiera ser Alvear no significa Quisiera ser Alvear. Significa Quisiera ser quien soy, pero con las oportunidades que tiene Alvear y que no aprovecha, porque sólo es Alvear. Significa, en último análisis: Alvear quisiera ser yo… Quisiera ser Joan Crawford [que trasladado a hoy es como decir Quisiera ser Angelina Jolie], en cambio, puede significar Yo quisiera habitar ese glorioso cuerpo de Joan y cobrar sus espléndidos honorarios de adoración y de oro y de competentes fotógrafos, pero puede querer decir también Quisiera ser, cuerpo y alma, Joan Crawford. Este deseo es el que más me interesa en verdad: que B quiera ser N». Y concluye Borges: «Nada me impide suponer que esos secretos cambios están aconteciendo continuamente y que un modesto Dios se complace con estos pudorosos milagros. La desconcertante falta de asombro en el segundo preciso de la transformación, es una prueba de la perfección del ajuste. Arribo a esta conclusión melancólica: B no puede llegar a ser N, porque si llega a serlo, no se darán cuenta ni N ni B».[2]

 

La despersonalización que ocurre en el ejercicio de la literatura es muy distinta a la anterior. En la fantasía literaria no hay una sustitución de A por B, sino un traslado, un experimento mental por el que, provisionalmente, nos convertimos en otro que no es de carne y hueso sino de palabras e imaginación. Y ese otro, para que pueda funcionar bien en un libro, para que sea creíble y convincente, tiene que habitar ya dentro de nosotros mismos; tiene que ser una parte nuestra. Si Borges escribió «Funes, el memorioso» fue porque de algún modo él mismo tenía una memoria prodigiosa, que bastaba solamente llevar un poco más allá, hasta sus últimas consecuencias, para toparse de frente con el absurdo terrenal y metafísico de la memoria infalible.

Dejemos por un momento la literatura y vengamos a la vida diaria. Hay un tipo de gusto y de tormento mental que consiste en pensarnos a nosotros mismos, no como somos, sino como podríamos haber sido. En este ejercicio podemos ver un yo parecido al yo que somos, pero con cambios en las decisiones y en las circunstancias, las cuales, en mayor o menor medida, producirían una radical o leve transformación de lo que somos. No es necesario imaginar el cambio brutal que significa crecer en otra familia o irnos a otro país; basta pensar en un cambio de casa, de barrio, y los encuentros que ganamos y perdimos con esa mudanza.

Como casi nadie tiene una copia genética de sí mismo, un clon, o un gemelo idéntico, este experimento mental -aunque mucho más imperfecto- lo podemos hacer, o se produce espontáneamente, cuando nos volvemos a ver después de mucho tiempo con un viejo amigo que siguió en la vida por un camino distinto, por un camino que alguna vez fue el nuestro y del que nos desviamos en una encrucijada. Un encuentro así nos pone de frente con eso que se ha llamado «los yos ex futuros», es decir, con los yos que pudimos llegar a ser y que no fuimos. Le debo al mismo amigo, Manuel Martín, con quien pasé algunos días después de años de no vernos, tanto el enfrentamiento personal con uno de mis yos ex futuros (los buenos amigos tienen algo de espejo) como el concepto y la feliz expresión de «ex futuros» esbozada por don Miguel de Unamuno en alguno de sus escritos, pero nunca desarrollada a cabalidad. La idea quedó plasmada también en uno de sus poemas:

 

¿A dónde fue mi ensueño peregrino,

a dónde aquel mi porvenir de antaño?

¿A dónde fue a parar el dulce engaño

que hacía llevadero mi camino?

 

«Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya serías catedrático», me dijo Manuel una noche, después de la copita de grapa con que siempre terminamos nuestras comidas: «Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya serías catedrático». Si aprieto los párpados y me miro con los ojos de la imaginación me puedo ver, si no como catedrático, al menos sí como Ricercatore (investigador) o como Professore Associato en una universidad del sur de Italia. Haría talleres sobre el romancero, sobre la poesía del Siglo de Oro, estudiaría la estructura de las vocales en Quevedo, las aliteraciones en Lope y los quiasmos en Góngora, en fin, cosas que sabía hacer y que luego olvidé.

Ese fue uno de los muchos caminos que se me abrieron y que no tomé en la vida, a pesar de que alguna vez, hace más de dos decenios, harto de la barbarie colombiana, yo había resuelto cancelar mi pasado, borrar del afecto y de la memoria a mi infame país, y volverme italiano. Intenté conseguirlo durante años, hasta que tuve que rendirme ante la evidencia de mi terco tropicalismo, del irremediable troquel cultural de haber pasado en las montañas del trópico los primeros veintidós años de mi vida. Pero no quiero hablar de mi ex futuro de italiano, al que nunca hubiera podido acceder realmente.

Es la noción general de ex futuro la que me interesa. Veámosla en la descripción original de Unamuno: «Siempre me ha preocupado el problema de lo que llamaría mis “yos ex futuros”, lo que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida. Sobre ello he de escribir un ensayo, acaso un libro. Es el fondo del problema del libre albedrío. Proponerse un hombre el asunto de qué es lo que hubiese sido de él si en tal momento de su pasado hubiera tomado otra determinación de la que tomó, es cosa de loco. Tiemblo de tener que ponerme a pensar en el que pude haber sido, en el ex futuro llamado Unamuno, que dejé hace años desamparado y solo…». Y en otra parte sostiene la sugestiva tesis de que uno de los Goethes posibles fue Werther. Lo dice así: «Werther es el ex futuro suicida de Goethe».

Yo me pregunto si buena parte de la literatura no será en últimas, entonces, una manera de lidiar con nuestros ex futuros: con eso que no somos, pero que podríamos llegar a ser o que pudimos haber sido. Aunque en mis brazos nunca desfalleciera Matilde Urbach, ¿no puedo al menos hacer que desfallezca en los brazos de otro que se parece mucho a mí salvo en la infelicidad?

Quizá uno de los tantos motivos por el que nos fascina el juego del ajedrez -tan parecido a la vida- tiene que ver con que después de jugada la partida (una vez ya ganada, perdida o dejada en tablas) nos podemos devolver a analizar las variantes: si hubiéramos retrocedido ese caballo, al final de la apertura, postergado uno o dos movimientos el enroque, si al mover el alfil nos hubiéramos apoderado de cierta posición en el centro del tablero, quizá nuestra suerte no habría sido tan aciaga y sería el negro quien se hubiera visto condenado ineluctablemente a la derrota. El análisis de las variantes es un ejercicio interminable y lleno de encanto porque el rumbo del juego se modifica siempre, por poco que cambien nuestras decisiones, pues una variación tan leve como mover el peón uno o dos escaques puede significar la muerte o el empate. En una partida de ajedrez, como en la vida, no se puede rectificar; pero una vez jugada la partida, se pueden analizar las variantes. La literatura analiza las variantes de la vida.

Volvamos al problema de no ser lo que pudimos haber sido. Todos nos preguntamos lo que hubiera sido de nuestra vida si aquella vez hubiéramos aceptado ese trabajo, si hubiéramos seguido el impulso de aquel primer beso que no llegó a la cama ni mucho menos al altar. Si en el ajedrez todo parece obedecer al cálculo y a la voluntad, en la vida tenemos la sensación de que también intervienen el destino y el azar. En nuestra manera de entender cómo se construyen o desarrollan nuestras vidas creo que hay tres actitudes diferentes que hablan mucho de nuestro talante y del peso que le damos a la libertad:

La primera actitud es la de los deterministas, que creen en el destino, en el hado, en la predestinación (o en la genética inflexible de nuestras más hondas inclinaciones, esa especie de psicología protestante que ahora se impone en los países anglosajones). La segunda es la de los azarosos, que creen que todo aquello que nos pasa al cabo de los años no está gobernado por nuestra elección, sino por el azar, por esa serie de muy improbables casualidades que llamamos la vida. Y la tercera es la de los voluntariosos, es decir, la de aquellos que creen en la Voluntad con mayúsculas, y en nuestra capacidad de dirigir nuestras vidas como Palinuro dirigía el barco de Eneas por entre las olas del Mediterráneo, a puerto seguro contra viento y marea, salvo alguna tormenta fatídica.

El destino (genético o divino), el azar o la voluntad. Cuando se tiene la sensación de destino, no podemos admitir otros ex futuros, pues todo en la vida estaría dirigido a ser lo que somos, y no habría otro camino ni otro resultado posible. Las personas exitosas (lo mismo que sus biógrafos), en especial, suelen creer que su presente había sido anunciado de un modo premonitorio en cada acto, palabra y omisión de sus vidas. El garabato infantil anunciaba al gran pintor, el balbuceo en el colegio era el prólogo obvio del escritor, el juego de médico para tocar a la prima anunciaba sin dudas al eminente cirujano. Con el azar, nuestros yos futuros dependen de la mera casualidad. Hay quienes se ven como veletas empujadas en cierta dirección solamente por el capricho de los vientos. Soy escritor porque un día me encontré en un café con el editor Equis; sin ese encuentro seguiría siendo ganadero. Con la fe en la voluntad, al contrario, la que prefieren los manuales de autoayuda, creemos que al menos en parte gobernamos nuestro destino, que querer es poder, que nos ponemos metas incluso inalcanzables y las conseguimos, y también que al elegir, cerramos consciente y deliberadamente otras vidas y nos metemos por una única posible.

En las relaciones sentimentales esto se manifiesta con mucha claridad. Las novias, los amoríos, las esposas o amantes que hemos tenido, ¿nos escogieron o las escogimos por una misteriosa fuerza irresistible, fueron fruto del azar, o nos las impusimos como un acto de voluntad? Quién no ha pensado que bastaría no haber ido a tal fiesta, a tal paseo, a tal restaurante (como en algún momento pensamos hacer) para no haber conocido jamás a la persona que nos arregló o nos arruinó la vida. Eso es creer que el azar construye un futuro y destruye varios ex futuros. Hay quienes piensan que existe la mitad perdida de la que habla Platón en su diálogo sobre el amor, que alguien o algo nos la pone en el camino, y que solo a esa otra mitad estábamos destinados. Como en el poema de López Velarde: «¿Existirá? ¡Quién sabe!/ Mi instinto la presiente;/ dejad que yo la alabe/ previamente». Quien no la encuentra errará por el mundo hasta la muerte, como un alma en pena e incompleta. Otros más consideran que creemos elegir, pero que la economía, la biografía, las experiencias infantiles o los mismos genes nos llevan a escoger, si no a una persona en particular, sí al menos a una persona de determinadas características. Que somos fanáticos comunistas o fanáticos fascistas, fanáticos ateos o fanáticos teístas, porque nacimos con genes de fanáticos. Los que se creen dueños de su voluntad dirán que ellos escogieron exactamente lo que querían, lo que estaba en sus planes encontrar, que uno es «el arquitecto de su propio destino», como en el verso cursi de Amado Nervo.

No tengo sobre esto ninguna conclusión, sino una hipótesis que, por mi talante conciliador, sigue un camino intermedio. Yo creo que escojo, según las cartas que me reparte el azar, siguiendo un programa genético (mi carácter) y cultural (mis experiencias), con una aparente decisión de la voluntad, que en realidad no es más que la justificación, a posteriori, de lo que no decidió solo mi cabeza, sino sobre todo mi intuición. Al elegir (elegir es descartar), sin embargo, veo pasar los despojos de los yos que pude haber sido, unos yos que eran tan reales y tan probables como el yo que soy. Soy este, pero tengo la firme convicción de que pude haber sido otro, otros.

 

Los personajes de novela, como los ex futuros, llevan una curiosa existencia de fantasmas. Estos no son lo que son ni lo que fueron los escritores, sino lo que podrían haber llegado a ser. «Werther es el ex futuro suicida de Goethe.» Conjuro este fantasma y sigo vivo, provisionalmente, postergo el yo muerto suicida que por un instante pude ser. Postergo el fantasma.

También los demás son presencias fantasmagóricas que se van precisando con la observación y con el tiempo. Hasta la persona amada, sobre todo la persona amada, es un jeroglífico que no acaba de despejarse nunca del todo. Por como se tarda Fulano en contar el dinero para pagar la cuenta, le atribuimos una personalidad, un fantasma de avaro; por cómo nos mira o no nos mira Zutana, le damos su fantasma de coqueta, de santurrona, de madre, de puta, de pura, de calculadora, de buena, de falsa buena, de rica, de tonta, de peligrosa, etc. ¿Y en últimas quién es esta mujer, cualquier mujer, es ella o sus fantasmas y cuál de todos sus posibles futuros llegará a ser? Puede ser humilde y puede ser arrogante; puede ser modesto y, peor, falso modesto. La fantasía simula las encarnaciones que parirá el porvenir de esa persona, hace predicciones, y comprueba si es así o no es así, si corresponde a eso que nos imaginábamos. ¿Llegará a ser Mónica como la madre de Mónica? En eso se nos va la vida, en tratar de entender y de conocer a los otros, a esa inmensa cantidad de gente con su ejército de fantasmas. He encontrado mujeres en la vida que me gustan, pero a las que he dejado a un lado porque sé que aunque me gustan ahora, después no me gustarán.

Y fuera de todo lo anterior, para añadir caos y fantasmas a esta explosión de fantasmagoría que es la vida, el ser humano se inventó ese juguete fantástico de la literatura. ¿Habrá una persona más real que Celestina, aunque nunca haya existido? Y madame Bovary, y Ana Karenina, y Ulises y Aureliano Buendía y Joseph K., Adán y Eva, el Comendador de Fuenteovejuna, Macbeth, Funes el memorioso, Juvencio Nava, o los infinitos, inagotables personajes de Bolaño que brotan como hongos de sus libros, profesores, poetas, escritores, fanáticos, torturadores, asesinos… ¿Para qué seguir? Hay más personajes en la literatura que personas en la China. Los seres humanos somos insaciables: queremos presencias, presencias, buscamos evadir nuestra definitiva soledad, no hacemos otra cosa que luchar por no estar solos, y como los vivos no nos dan abasto, entonces vivimos en perpetua conversación con los fantasmas, con el niño que fuimos y hasta con el hombre que ya no seremos. Por ese gusto de conversar con lo inexistente -o que existe en otra dimensión- leemos novelas y para eso vemos películas y telenovelas.

Creo que es bastante común que todos, hombres y mujeres, nos entreguemos a veces a una misma fantasía, a un mismo ejercicio de memoria. En una noche solitaria o aburrida, en una espera inútil en la sala del dentista o en un aeropuerto, nos entregamos a hacer el recuento de los amantes o las amantes del pasado. Listas mentales, nombres en una libreta. Volvemos a verlas y a abrazarlas en la memoria, repetimos los gestos, los besos, las palabras. De algunos fantasmas, a veces, no nos queda nada: basura, cenizas, polvo, asco. Otras veces esos fantasmas resucitan e incluso -como dicen los padres de la Iglesia- son capaces de nuevo de encendernos la carne. Y es una maravilla, es como si uno recordara un plato insuperable que se comió hace quince años en Barcelona y de repente las papilas volvieran a sentir ese favor del buen sabor del vino, la precisa consistencia y sensación del bogavante. Pero no; los fantasmas culinarios son lábiles. Los fantasmas eróticos, en cambio, si no encienden la carne, no cabe duda de que encienden la imaginación. Son, sí, fugaces, evanescentes, difíciles de abrazar, pero a veces se encarnan en la fantasía, como en los sueños, y parecen tan reales como la realidad, e incluso mejores en ocasiones, con la piel más tersa, sin las humillaciones del envejecimiento, con el aliento de los mejores días, con menos inconvenientes prácticos (no hay que cuidarse mucho por el papiloma, no hay que levantarse a acompañarla a la casa a las tres de la madrugada).

Los diferentes hombres presentes que hemos sido, esos otros que fuimos y que también se llamaban con nuestro mismo nombre; los futuros que seremos o los ex futuros que día a día dejamos abandonados a la vera del camino, todos, todos, tarde o temprano no seremos otra cosa que fantasmas. Lo realizado y lo no realizado será lo mismo: fantasmas. Quizá para no espantarnos, y como un homenaje a los fantasmas que seremos, nos gusta pensar en los fantasmas que no fuimos. Si no me equivoco, este es, en parte, el gran encanto de la literatura.

 

«Nuestros yos ex futuros son los demás», dice Unamuno. Yo digo que los demás son demasiados, y más bien que lo que más se parece a nuestros yos ex futuros (si no tenemos un hermano gemelo) son nuestros amigos. Hablando con este amigo que no cambió de camino, Manuel Martín, que hoy sigue viviendo su destino en Turín (una ciudad que fue mía), que persistió en ese camino que yo también estuve a punto de tomar (el académico), y viéndolo al lado de su esposa, con sus hermosos hijos, con una carrera buena y una vida feliz, me pregunto si no habría podido también yo ser ese buen profesor, especializado hasta el fondo en unos pocos temas de investigación, ese buen marido y ese mejor partido. No es que me queje del yo que soy (que no sé si dependa del azar, del hado o de la voluntad), pero ese ex yo que veo en el espejo de mi amigo no me molesta para nada y a ratos casi lo envidio. Yo me pregunto si a él a ratos no le pasa lo mismo, mirándome a mí, con lo maduros y rojos que parecen casi siempre los frutos del cercado ajeno, y con mayor razón si alguna vez tuvo veleidades literarias (que no es su caso) y las abandonó.

En una novela reciente, de Mark Sarvas, Harry Revised, hay un episodio que podría ayudar a aclarar lo que muchos hemos sentido algunas veces. En su difícil vida conyugal, una vida en la que Anna, su esposa, se avergüenza un poco de él, a Harry se le ha permitido tener un cuarto arrinconado en el sótano, donde van a parar las cosas de él que a la mujer no le gustan, que no soporta ni siquiera ver. Estas cosas enviadas al exilio por su esposa (una guitarra, unos afiches, un tablero de ajedrez, cierto estilo de camisas y zapatos) son los distintos sí mismos (selves) que él hubiera querido ser o que soñó en algún momento con ser. Cuántos deseos truncados, cuántas vocaciones relegadas al sótano, por complacer o al menos por no contrariar a nuestra pareja, a nuestros familiares, a nuestros padres o a las costumbres de nuestro tiempo y de nuestro país.

Todos esos que no soy y que pude haber sido están en alguna parte que tal vez no quede mucho más allá de las paredes de mi cráneo. Porque no todos los ex futuros están muertos, según Unamuno: «No creo -es decir, no quiero creer- en la muerte definitiva e irrevocable de ninguno de nuestros yos posibles». En alguna otra dimensión, así sea la de la fantasía o la del sueño, yo soy ahora profesor de literatura española, especialista hasta en la pierna coja de Quevedo, y estoy casado con una bonita ex muchacha de nombre Lorenza (con la que ese ex futuro yo mío tuvo un niño y una niña), a la que alguna vez, hace veinte años, no fui capaz de dirigirle la palabra.

 

FIN