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Yo mecía ante mis ojos, como un péndulo,
el reloj del arzobispo. Iba a venderlo, o por lo menos iba a vender la
cadenita, pero antes trataba de recordar el nombre exacto de la tal cadenita.
Era un reloj de bolsillo, de oro macizo, hecho en Suiza aunque marca
Ferrocarril de Antioquia, con unas loras o guacamayas labradas en las tapas, en
medio de una selva lujuriosa. Le había dado cuerda y después de mecerlo lo abrí
para mirar el segundero y tomarme el pulso. Íbamos al unísono, como siempre, el
reloj y mi corazón: yo sesenta pulsaciones y él sesenta segundos por minuto.
¿Cómo iba yo a vender el reloj de mi tío el arzobispo?
Hambre, lo que se dice hambre, no
estábamos pasando. Lo cierto es que la carne nos resultaba tan cara que nos
habíamos vuelto vegetarianos a la fuerza y ya no comprábamos libros ni queso
parmesano; que yo leía La Estampa en el bar (con la vergüenza de no poder pedir
siempre un expreso mientras la miraba), que no habíamos vuelto a cine y que mi
hija jugaba siempre con el mismo juguete (una finca de plástico). Mi hija tenía
casi dos años y acababa de salir de Colombia; en Colombia su pasión habían sido
las fincas porque le encantaban los animales: los perros, los caballos, las
vacas, las gallinas. Le hacía mucha falta el campo, los espacios verdes,
abiertos, despoblados, que son lo mejor de Colombia y lo más escaso en Europa,
y por eso le habíamos comprado una granja de plástico y ella jugaba todo el día
con la granja. Me parece que jugando ella volvía con la imaginación o con el
recuerdo a la finca que mi familia tenía cerca de Medellín. La finca de
plástico era para ella como el reloj de oro para mí: la muestra de que en otro
tiempo -apenas unos meses antes- habíamos sido más felices y más ricos.
Vivíamos en Borge San Paolo, el barrio
obrero de Turín, donde una amiga, Emiliana Bolfo, nos había cedido su
apartamento alquilado por la tarifa del Equo cantone, es decir, por un arriendo
baratísimo, muy inferior al del mercado. Esta amiga, una comunista fervorosa,
se había ido como trabajadora voluntaria a Cuba, la patria del socialismo, y
mientras tanto -por solidaridad con estos prófugos del Tercer Mundo- nos había
cedido su apartamento barato. Había, sin embargo, un grave riesgo de regreso:
en cada carta que llegaba de La Habana (nosotros las abríamos con terror) su
fervor comunista se veía disminuir, y en la última anunciaba que ya Fidel la
tenía hasta la coronilla, que ya no podía más de vivir sin agua corriente, sin
queso, sin aspirinas, sin frío, sin periódicos, sin todas esas cosas que en
Cuba hacían falta. Si nuestra amiga llegaba a desencantarse del todo del
socialismo real, si le daba por volver de Cuba, quedábamos en la calle. Yo
hubiera querido escribirle apelando a su conciencia revolucionaria e insistirle
en que por la causa tenía que resistir, hubiera querido invocar incluso el
glorioso recuerdo de la Resistencia italiana, decirle que los suyos eran los
sacrificios que imponía el infame bloqueo norteamericano, pero mi hipocresía no
llegaba a tanto y solo le contestaba que si tenía que volver, pues tranquila,
que volviera, qué se le iba a hacer, nosotros le entregaríamos su apartamento
barato.
Así que yo mecía el reloj del arzobispo
ante mis ojos, cogiéndolo por el gancho de la cadenita y haciéndolo mover en
forma de péndulo, como hacen los hipnotizadores y magos de los circos y la
televisión. Al frente del apartamento quedaba una joyería que tenía un letrero:
«Si compra oro e argento». En el mostrador de esa joyería ya habíamos dejado,
en semanas anteriores, las dos monedas de oro heredadas del abuelo de mi esposa
que, como un viático, nos había entregado mi suegra al salir de Medellín. También
allí había quedado una medalla milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo
Socorro, que nos había dado una tía piadosa la tarde de la fuga. El viático que
nos había dado mi mamá era el reloj de oro del arzobispo. Me hipnotizaba con el
reloj, tratando de que el vaivén me ayudara a tomar una decisión sensata.
El joyero ya me había hecho un avalúo:
«Per quest’orologio gli darei anche un milione di lire, è un bel orologio». Un
millón de liras daba para vivir cómodamente un mes. ¿Y al mes? Al mes ya
veríamos. Pero en mi casa no me habían entregado ese reloj heredado de
generación en generación para que lo vendiera; mi mamá me lo había entregado
con solemnidad, como quien entrega un estandarte y al mismo tiempo un
escapulario. Sí, era una especie de reliquia o amuleto de la buena suerte. Yo
no creo en escapularios ni en amuletos, tampoco en la buena suerte, y por eso
no había tenido reparos en vender la medallita milagrosa de la Virgen del
Perpetuo Socorro, pero no quería vender el reloj. Me parecía bonito, y latía al
mismo ritmo que mi corazón. Es verdad que cualquier otro reloj latiría al mismo
ritmo, pero para mí era distinto, su tictac se parecía hasta en el ruido al
bombeo de mis sístoles y de mis diástoles. Además, era un recuerdo de familia.
Había sido un regalo del bisabuelo al arzobispo. Mi abuela se lo había dado a
mi papá el día de la muerte del arzobispo. Y mi mamá me lo había dado a mí el
día que mataron a mi papá. Así se lo había dicho yo a mi amigo Alberto Aguirre,
un escritor que había tenido que escaparse también de los sicarios, y él me
había dicho casi con desprecio: «eso es puro animismo, no seás pendejo, vendé
ese reloj». Está bien, yo sabía que lo que él decía era verdad, pero sea por lo
que sea, me resistía a vender el reloj. Venderlo era como aceptar que ya sí
estábamos en las últimas, era tirar los restos.
¡Leontina! La palabra que estaba buscando
era leontina. La buscaba porque es una de esas palabras que me fascinan por
exactas, pero que siempre se me olvidan porque las uso poco. Palabras como
pabilo, conticinio, badajo, palabras de gran sonoridad y precisión, pero que
siempre tengo que hacer un esfuerzo mental para poder recordarlas, porque los
idiomas se vuelven cada vez más un instrumento rápido, de lenguaje televisivo,
elemental, útil, pragmático, en el que los nombres de todas las cosas son
reemplazados por la palabra cosa, y casi nadie se toma el trabajo de usar la
palabra exacta para decir la cosa exacta, pues puede señalar y decir cosa o
hacer el dibujito o mostrar la cosa en la pantalla.
Yo estaba buscando la palabra con el
único fin de tomar una decisión definitiva sobre si vender la cadenita del
reloj o no. Sabía que era fácil vender una cadenita; pero también sabía que era
más difícil vender una cosa que se llamara con esa palabra exacta con que se
llamaba la cadenita. No es lo mismo vender una leontina que una cadenita. Pero
la palabra leontina no me pareció tampoco tan respetable, así que decidí
venderla de todas maneras, y mejor sería apurarme porque era sábado por la
tarde y en cualquier momento cerraban la joyería.
-¡Ya vengo! ¡Torno subito! -avisé en español. Desprendí la leontina del reloj, lo guardé en el cajón y salí con la
cadena en el bolsillo.
A Bárbara, mi mujer, la enfurecía que yo
vendiera las cosas. No le parecía que la situación estuviera para tanto. A ella
nada, ni lo más grave, le parecía nunca demasiado grave. Una vez en Medellín yo
la vi salir de la cocina de la casa caminando y, sin alzar siquiera la voz, me
dijo: «Creo que la cocina se está incendiando». Yo me asomé y salían llamaradas
rojas por las ventanas. Era así; nada podía alterar su serenidad. Era, y sigue
siendo, una persona tranquila, parsimoniosa, mansa. Aunque no tuviera ni una
moneda en el bolsillo, no se sentía mal. Sonreía, siempre sonreía. Pero yo no
soportaba sentirme día tras día sin una sola lira en el bolsillo. Yo, en
Colombia, no había sido nunca pobre. Rico tampoco, pero nunca pobre.
-Si la niña se enferma y hay que salir
corriendo para el hospital, entonces qué, ¿con qué pagamos el taxi?
-Ella no se va a enfermar, tranquilo
-contestaba Bárbara-, o si se enferma llamamos a algún amigo para que nos
lleve, aquí el hospital es gratis, paga la mutua, ¿o si no para qué nos vinimos
a vivir en un país civilizado?
Pero yo no estaba tranquilo sin un peso,
sin una lira, y fui a la joyería a vender la leontina del reloj del arzobispo.
La leontina, me daba cuenta al tocarla en el bolsillo, no me importaba nada. El
joyero se puso duro, como siempre que el negocio se le planteaba en serio. Sin
mirarme ni una vez a los ojos, pesó la cadena, la frotó contra una piedra
esmerilada, luego le echó un líquido a la ralladura de oro, observó los cambios
en el color, pareció satisfecho. Al fin, después de regatear un poco, me dio setenta
mil liras. Fui al bar, pedí un vino blanco frío, de Custoza, y leí sin
complejos y sin prisa La Estampa. Vi que estaban dando una película de Woody
Allen, Zelig, que parecía buena. Volví corriendo al apartamento y dije todo
contento:
-Hoy tenemos programa. Pizza y cine. Dan
una nueva de Woody Allen, Zelig.
Mi mujer sonreía con todos los dientes
blancos, blanquísimos, extrañamente animada. Sabía que yo había vendido algo,
pero no preguntaba qué. Ella se enfurecía si yo le consultaba o le contaba que
iba a vender algo. Pero una vez vendido, sabía que ya no había nada qué hacer;
además, le encantaba ir a cine y llevábamos semanas sin ver una película. Tal
vez por eso, solamente dijo:
-Ojalá a la niña no le dé por llorar en
el cine. Si no, nos toca salirnos, como la otra vez.
Pero ella casi nunca lloraba en el cine.
Le gustaban las películas casi más que a nosotros, las veía con una fijeza y
una atención alucinada, aunque seguramente no entendía nada: tenía menos de dos
años.
2
Yo había llegado a Turín en enero y sin
ropa de invierno. Mi mujer y mi hija llegarían un mes más tarde. Al salir del
aeropuerto, al montarme al bus, tembloroso, lleno de frío y de nervios, se me
había caído, sin que me diera cuenta, un maletín de mano en el que llevaba mi
pasaporte, una carpeta con proyectos y borradores de cuentos, y unos tres mil
dólares en billetes -el fruto de la venta del carro y de los muebles en
Colombia- que debían servirnos para sobrevivir los primeros meses, mientras yo
encontraba algún trabajo. Cuando llegué al hotel la primera noche, un hotelito
barato en Piazza Lagrange, en el momento en que iba a registrarme y me pidieron
un documento, me di cuenta de que se me había perdido todo: pasaporte, billetes
de verdes dólares, cuentos. Llevaba muchos días sin llorar, pero ahí, frente al
conserje del hotel, se me salieron las lágrimas. ¿Lamentaba la pérdida del
pasaporte, me preocupaba por los cuentos perdidos? No, francamente creo que
lloraba por la plata. El conserje se apiadó y me dejó dormir en un sofá
apartado del vestíbulo, contraviniendo la ley y sin cobrarme. Al otro día
madrugué con el ánimo deshecho, y con la plata de bolsillo compré un tiquete de
tranvía para ir hasta la questura de Turín a poner el denuncio.
Los funcionarios se murieron de risa.
Dijeron: «È la prima volta che questo accade, non un colombiano che ruba, ma un
colombiano che è stato derubato, incredibile!». Tenían mucha experiencia con
los colombianos que robaban, pero nunca les había ocurrido que le robaran a un
colombiano. No podían creerlo y se reían. Se reían, pero al mismo tiempo me
miraban con recelo, no acababan de confiar en mi versión. Pensaban que yo ponía
un denuncio falso para poder cobrar un seguro, o para engañar al banco o para algo
en todo caso turbio y truculento. Tanto que me pasaban de funcionario en
funcionario haciéndome interrogatorios cada vez más largos y llenos de
sospechas. Eso me salvó. En la oficina del cuarto funcionario al que me
llevaron, encima de su escritorio, intacto, perfecto, estaba mi maletín de
mano. Me abalancé sobre él dando gritos de júbilo. Me lo arrebataron furiosos
de las manos. Pero describí tan bien su contenido, papel por papel, billete por
billete, hoja por hoja, letra por letra de mis cuentos, que tuvieron que
aceptar que era mío. Además el tipo de la foto del pasaporte se parecía a mí y
mis huellas digitales coincidieron con las del papel. Ese golpe de suerte me
salvó del desastre y me dio confianza de haber llegado a un país menos
tremendo. Alguien había devuelto el maletín sin tocar su contenido, sin abrirlo
siquiera.
Hacía frío. Tenía los nombres de algunas
personas de Amnistía Internacional, que me había mandado por carta un señor de
Boston al que no conocía, Gary Emmons, y gracias a cuyos dólares, enviados
también por carta, en travellers checks, pude comprar la finca de plástico de
mi hija. Gracias a esos datos me puse en contacto con el grupo de Amnesty de
Turín, cuyos miembros fueron muy generosos conmigo desde el primer día.
Generosos en todo, hasta en la ropa de invierno.
Un militante de Amnistía Internacional,
Edoardo Cupolo, me regaló un viejo abrigo de paño de camello, que tal vez había
sido de su padre, un hombre corpulento, seguramente muy alto y muy gordo, mucho
más alto que yo, eso seguro, e incluso también más gordo. El abrigo era color
camello y olor de camello. Yo me acordé de un chiste de la infancia: «¿A qué
huelen las gibas del camello? A culo de árabe». Seguramente había estado
guardado por años en un sótano. Pero era caliente. Lo llevé a una lavandería y
salió un poco más viejo, con menos pelos, pero sin olor. Me lo puse, me lo puse
siempre durante cuatro inviernos, y aunque me quedaba nadando de ancho y muy
muy largo, como una sotana de cura, de ahí en adelante lo llevaba siempre. Es
más, seguí guardando el abrigo durante muchos más años, incluso cuando ya casi
nunca me lo ponía. Era como una máscara y un recuerdo de lo que yo había sido,
del disfraz que fui yo durante mucho tiempo. Anna, una amiga, cada vez que me
veía llegar con el abrigo, me decía: «Sembri un esule sovietico», y se moría de
risa de que yo pareciera un refugiado soviético. Creo que por ese chiste de mi
amiga me ponía siempre el abrigo; me gustaba parecer un refugiado soviético. O
mejor dicho: prefería parecer un exiliado soviético. Siempre había sentido
repudio por los exiliados latinoamericanos, con esa mirada triste, ese aire
miserable, esas ganas morbosas de ser compadecidos, esas historias
interminables, desoladoras, inconsolables, sobre los milicos y los
desaparecidos, esas quenas eternas en las esquinas, con el lamento perpetuo de
la música andina. Toda una evocación permanente de nuestras lacras, de nuestros
dolores, de nuestro destino de derrotados, de nuestros Tristes Trópicos y nuestros
tristes tópicos. No, no decían mentiras y denunciaban de verdad cosas atroces,
pero parecía que se les hubiera rayado el disco de la vida, siempre en la misma
parte, repitiendo siempre el mismo sonsonete. Y por supuesto la misma música:
Inti-Illimani, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Víctor Jara, la nueva trova
cubana. Yo estaba hasta aquí. Eran, casi todos, argentinos y chilenos, llevaban
decenios de exilio en Italia, y yo les sacaba el cuerpo como si fueran
leprosos. Mejor dicho: yo también era leproso, y tanto como ellos. Pero no por
eso me gustaba convivir con los leprosos.
Por algunos meses accedí a asistir a
algunos actos organizados por Amnesty. Era mi manera de agradecerles su ayuda.
Eran jornadas terribles en las que me sentaban al lado de un surafricano del
partido de Mandela, de un exiliado rumano o soviético de verdad verdad (con su
gorro de piel de oso, no como yo con mi abrigo de camello) y de algún compañero
chileno o argentino que inevitablemente me abrazaba y lloraba. A mi turno yo
tenía que denunciar la situación de Colombia, los grupos paramilitares, los narcotraficantes,
los militares, los asesinatos de defensores de los derechos humanos, toda esa
porquería colombiana que es cierta, pero de la que uno no quiere hablar todo el
tiempo (en Colombia porque es peligroso, y fuera de Colombia porque quiere
olvidar). Yo hablaba y me oía hablar y no me creía lo que estaba diciendo. Yo
no decía ninguna mentira, contaba con detalles, por ejemplo, el asesinato de mi
papá, sus luchas llenas de sentido y de valor, los asesinatos de sus amigos,
los asesinatos y los asesinatos y las amenazas y el miedo y la impunidad y las
masacres y todas esas palabras que uno dice y parecen sinónimas de mi país.
Pero yo me veía ahí como un payaso, representando un papel trágico ante un
auditorio que curaba o intentaba curar toda su mala conciencia con su atención
compungida y su mirada solidaria. Al final de mis exposiciones me decían que
iban a organizar colectas para enviarle plata a la guerrilla colombiana y en
vano yo trataba de explicarles que los de la guerrilla también eran Fuerzas Armadas
y que como tales cometían atrocidades, secuestraban gente, mataban campesinos,
así que enviarles donaciones era solamente echarle más leña al fuego. Era
difícil, muy difícil de explicar quiénes eran los buenos y quiénes eran los
malos en Colombia, donde -a diferencia de las películas de vaqueros- todos los
malos tienen algo de buenos, y donde a todos los buenos, tarde o temprano, se
les sale su ladito malo.
Una vez, con mi amigo Alberto Aguirre, la
gente de Amnesty nos invitó a un gran concierto de rock en Turín. Ellos estaban
organizando conciertos por los derechos humanos en todo el hemisferio
occidental. En el de Turín cantaban Sting, Bruce Springsteen (The Boss), Peter
Gabriel, Whitney Houston y un cantante italiano que servía de telonero, es
decir, de abrebocas para empezar el espectáculo, Claudio Baglioni. Confieso que
ni antes ni ahora he sido un apasionado de la música rock y que mi predilección
iba más bien hacia los compositores soviéticos perseguidos por Stalin, como
Shostakovich. Nunca recuerdo, en cambio, los nombres de todas estas estrellas
de la farándula que mueven multitudes. Incluso en el instante en que escribo
esto he tenido que llamar por teléfono a mi amigo Aguirre para preguntarle los
nombres de los cantantes de esa noche memorable que he olvidado casi por
completo, pero que él recuerda a la perfección gracias a su memoria de elefante
y gracias también a que después de haber vivido más de setenta años todavía se
actualiza en música y disfruta del rock con la misma intensidad de una
adolescente enamorada.
En fin, todos estos cantantes ofrecían su
espectáculo a favor de los perseguidos del mundo. Y como se suponía que yo
estaba entre esos perseguidos, y me imagino que en cierto sentido lo estaba,
entonces la rueda de prensa de los cantantes se hacía también con nosotros. Un
montón de jóvenes y jovencitas enardecidas daban alaridos ahí al frente e
intentaban tocarlos y medio se desnudaban delante de los cantantes como para
seducirlos, pero ellos permanecían impasibles, inmutables ante tanto alboroto
(seguramente acostumbrados a esas muestras de histeria colectiva en todas
partes), y las muchachitas más empezaban a seducirme a mí que a los cantantes,
a mí que ni me miraban, porque yo y los otros fugitivos del mundo estábamos
sentados al lado de los ídolos y veíamos más el espectáculo del público que el
de los cantantes. Ellos eran los ídolos y se suponía que nosotros éramos los
héroes, mártires de todo el mundo y de todos los colores, jodidos, perseguidos,
pobres, caritristes, con los ojos rojos, completamente desconocidos, con cara
de lunáticos, como leprosos, como ositos panda a punto de extinguirse. Desde
ese día comprendí que Amnesty International era una especie de WWF para los
jodidos humanos del Segundo y del Tercer Mundo. Nosotros éramos los ositos
panda, yo un osito panda con pelo de camello.
Era muy raro estar ahí al lado de esos
cantantes por los que la multitud daba alaridos y entraba en una especie de
delirio contagioso. Yo con mi abrigo de camello sobre las rodillas y mi mirada
perdida, el exiliado soviético con sus ojos tristes que tenían el color del
hielo de la tundra, el perseguido surafricano oscuro como la noche, y como la
noche, hondo y silencioso, el compañero argentino o chileno haciendo constante
alarde de sus horribles recuerdos de tortura y mostrando las cicatrices en los
dedos. Me recordaban a esos mendigos de Medellín que se sientan en algunas
esquinas del centro, exponiendo, exhibiendo, chantajeando con su terrible llaga
fétida, entre roja y amarilla, a todo lo largo de la pierna izquierda. Yo me
sentía como en una exposición canina: nosotros éramos los especímenes de todas
las razas y nos exhibían ante un público al que, con razón, le interesaban
mucho los cantantes y no entendían nosotros qué estábamos haciendo ahí filados,
como en un aviso de Benetton. Yo tampoco entendí nunca qué estaba haciendo ahí,
pero aproveché para darle la mano a Sting, para palmotear en la espalda a The
Boss, para darle un besito en la mejilla a Whitney Houston y otro apretón de
mano a Peter Gabriel y a Claudio Baglioni. No lo hice porque me interesaran
particularmente, pero como ellos eran íconos de nuestro tiempo, según me habían
dicho algunos amigos más enterados del mundo de la farándula, quería poder
después, al salir, decirles a los histéricos de la barrera que yo había tocado
a Sting, que le había dado la mano a Peter Gabriel, que guardaba en mi mejilla
algunas moléculas de saliva de Whitney Houston.
Con lo difíciles que se han vuelto las
cosas en la vida tengo que confesar aquí que esa lista de cantantes del
concierto de Turín ha venido inflándose bastante con el tiempo. Los de arriba
son los de verdad. Pero yo con los años fui haciendo de ese concierto el más
apoteósico y multitudinario espectáculo de rock que ojos humanos vieran. En mi
concierto de la imaginación hay casi tantos cantantes como público, por el
sencillo motivo de que me di cuenta de que la historia podía serme muy útil
para despertar el interés en algunas mujeres. Lo que he hecho es lo siguiente:
al conocer a alguien le pregunto qué cantante o qué grupo de rock le gusta. Y
como la gente cambia tanto y es tan veleidosa, casi nunca se repiten: unas
dicen que Queen, otras que Michael Jackson; unas que Bob Dylan y otras que
David Bowie… Y así. Pues yo a todas, sea el que sea el cantante, les digo que
lo conocí. Les digo incluso que lo toqué con mis propias manos y que ellos
también me ungieron con las suyas. La mentira sirve.
Los prófugos de medio mundo, de todos los
continentes salvo Europa occidental y Norteamérica, durante el concierto
estuvimos sentados en los puestos más caros, ahí, al lado del escenario, y
menos mal que yo me llené los bolsillos (y después los oídos) de motas de
algodón porque si no hoy estaría todavía sordo. Gracias al algodón y a los
residuos de humo de hachís que me llegaban por el aire de los alrededores, a
mitad del concierto ya estaba entre borracho y dormido. Le di un codazo a
Aguirre y le dije que me iba. Él se quedó ahí hasta la madrugada y al día
siguiente me trataba de idiota, de beato, de atrasado en el tiempo y retrasado
en la mente porque no sabía apreciar los verdaderos espectáculos populares y
juveniles del mundo contemporáneo, que eran una delicia. Aguirre, además, al
final del concierto, había tenido una conversación con uno de los
organizadores, que le había preguntado mirándolo con ojos tristes: «¿Usted qué
necesita?». Y él, que lo necesitaba casi todo, empezando por un abrigo aunque fuera
de camello, le había contestado casi con un grito: «¡NADA!».
La visita de Aguirre, que había sido
invitado por los de Amnistía para asistir al concierto, fue clave para mí. Él
dormía en la casa de un amigo español, Manuel Martín Morán (de paseo por
Asturias), y yo le había entregado, con manos temblorosas, aquellos borradores
de cuentos que se habían salvado (con los dólares) del robo que no fue, el día
de mi llegada a Italia. De alguna manera yo esperaba un veredicto, no digo
sobre mis cuentos, sino sobre mi vida. Aguirre no sabía, y quizás no lo sabe
todavía, que si él hubiera pensado que mis borradores no valían nada, lo más
probable es que yo hubiera abandonado para siempre la escritura. De unas pocas
palabras dependía el camino por el que yo iba a dedicar todos mis esfuerzos en
el futuro. Y Aguirre, al fin, me las dijo:
-Héctor, te jodiste para siempre.
-¿Por qué?
-Porque vos sos escritor. Y lo más grave
es que no servís para ninguna otra cosa.
Fue con esas palabras, declarándome
jodido para siempre, como yo me salvé. Desde entonces -no para ganarme la vida,
pero sí para salvarme del mundo y de mí mismo- no he hecho otra cosa que juntar
palabras para formar párrafos, ideas, cuentos, recuerdos, libros. Y ya sé que
lo haré hasta que me muera o hasta que mi cuerpo o mi mente no me permitan
seguir escribiendo. Un año después esos mismos borradores fueron mi primer
libro, Malos pensamientos, que otro amigo, Carlos Gaviria, me hizo publicar en
la editorial de la Universidad de Antioquia, con una nota suya de encomio. Si
hoy releo esos cuentos siento un gran desasosiego; no son muy buenos. Pero esos
dos amigos míos, en realidad amigos heredados de mi padre (porque en principio
eran amigos suyos) me metieron por este camino de la escritura que, equivocado
o no, es mi camino.
Después del concierto y de unas cuantas
mesas redondas y ruedas de prensa más, resolví no volver a las reuniones de
Amnesty, aunque dejaran de pagarme almuerzos y de regalarme abrigos de camello.
Gracias a ellos tenía incluso ollas y sillas; recuerdo que otra activista
buena, Paola Ramello, me había regalado las ollas de aluminio de su abuela y
algunos muebles viejos, ollas y muebles que Bárbara, en su austeridad
franciscana, conserva y usa todavía. Eran buenas personas, sin duda, eran todas
personas generosas y que luchaban por una causa noble, pero yo odiaba sentirme
como una pieza de museo, como un espécimen etnográfico, el joven del Tercer
Mundo perseguido injustamente en su país. No sé si logro explicarme bien. Ellos
eran un grupo de benefactores benevolentes. Ellos eran amables, encantadores.
Necesitaban de nosotros como las Damas de Caridad necesitan de sus pobres.
Incluso nosotros necesitábamos de ellos y nos aprovechábamos de ellos. Pero en
un lugar oscuro de mi mente yo no aguantaba su clemencia, no soportaba su aire
de conmiseración, su generosidad, su bondad, yo no quería que nadie me
compadeciera. Además otra ayuda que me daban era brindarme un auditorio para
que yo denunciara los atropellos de mi país. Pero a mí no me gustaba denunciar
los atropellos de mi país. No porque no creyera en ellos, sino porque lo único
que conseguía haciéndolo era confirmar en su conciencia eurocéntrica que yo
venía de un sitio bárbaro, salvaje, de alguna manera inferior, indigno,
tercermundista y capaz de producir solamente delincuentes salvajes y militares
sanguinarios, es decir, ejemplares humanos de tercera categoría. Un sitio de
esos que, de tan horrible, casi se le podía hasta negar su derecho a la
existencia. Odiaba que me tuvieran compasión, que me vieran como un infeliz.
Tal vez odiaba que todo el mundo se diera cuenta de mi miseria, de mi
desarraigo, de mi pequeña desgracia íntima. Íntima, eso, pero que por un
momento me veía obligado a hacer pública. Aprovecharme de mi desgracia para
sobrevivir, eso era lo más horrible, era lo mismo que mostrar una llaga y
mendigar en una esquina del centro de Medellín. ¿Habrá algo peor que intentar
sacar algún beneficio de la propia miseria?
Cerca de mi casa en Medellín -yo
recordaba- pedía limosna una señora a la que le faltaban las dos piernas. La
señora mendigaba en un puesto fijo, al lado de un semáforo, y algunos vecinos,
varias veces, se apiadaron de ella y le compraron piernas artificiales y silla
de ruedas. Varias veces la había visto estrenando piernas o silla, pero ella al
cabo de un tiempo, indefectiblemente, volvía a quitarse las prótesis y a
esconder la silla, pues era exhibiendo sus muñones como más limosna recibía y
no dejándose ver en la silla de ruedas. Cuando a uno lo reciben como refugiado,
cuando le dan unos muebles y un abrigo, ya tiene su silla de ruedas, su
prótesis de Primer Mundo. Seguir yendo a los actos de Amnesty era como volver a
mostrar los muñones, como seguir pidiendo limosna.
Que uno haya perdido su felicidad no
quiere decir que uno sea un infeliz. Claro que esto difícilmente puede
entenderlo la terrible banalidad de los que nunca han sufrido. Yo había perdido
la felicidad, pero no era un infeliz. Y confiaba en que algún día volvería a
reírme porque lo que me habían enseñado en la casa, lo que me había enseñado
ese mismo señor asesinado que tanto dolor me daba, era que la existencia valía
la pena de vivirse solo por la alegría, por la risa, y no por los horrores.
4
Era invierno otra vez (o todavía) y la
vida parecía haber tomado un camino equivocado. Es tan breve el calor en la
zona templada. El invierno no se acaba nunca y si se acaba vuelve a llegar ahí
mismo. Era invierno, pues, de nuevo (o todavía), y la vida parecía haber tomado
un rumbo equivocado. Un repentino mordisco de remordimiento, difundido y al
parecer sin causa, me había despertado en mitad de la noche. Con los ojos
abiertos miraba el vacío oscuro del cuarto, apenas atenuado por la claridad de
la iluminación de la calle que se filtraba a través de las persianas. No porque
tuviera ganas, sino por hacer algo que rompiera el sonsonete vacío del
insomnio, me levanté a hacer pipí. Al sentarme en la cama, sin prender la luz
para no despertar a mi mujer, estuve tanteando un rato en la mesita de noche
hasta dar con los anteojos, pero, claro, puse mis dedos en los lentes y me
imaginé con desagrado las huellas de niebla que debían haber quedado marcadas
en los vidrios. Al acercarme al baño volví a sentir, a revivir, una de las más
desagradables sensaciones de la infancia: unos pies descalzos pero con medias
que de pronto pisan algo mojado y se impregnan de un líquido frío que luego
chapotea a cada paso. Incluso en la penumbra fue fácil entender lo que pasaba
pues a poca distancia de la entrada del baño, desde hacía diez o doce meses,
caía una gotera permanente de la vieja y dañada tubería de la calefacción. La
desidia, el abandono, la falta de iniciativa, más que el poco dinero o la
difícil condición de forasteros, habían hecho que, a pesar de decir todas las
semanas «tenemos que arreglar esto», la gotera siguiera ahí, obstinada, y por
las noches, o poníamos una palangana para que el agua no se regara, o, más
probablemente, gota a gota se iba formando un charco que al día siguiente
serviría para mojar la trapeadora y fingir que se limpiaba el piso.
Al llegar al baño ya tenía algo más
urgente que hacer pipí: escurrir las medias. Encendí la luz, bajé la tapa de la
taza y me senté a quitármelas. Es fastidiosa la operación de quitarse unas
medias mojadas. Me puse a retorcerlas en el lavamanos para ponerlas a secar en
el radiador ya un poco menos empapadas y la mirada me fue a dar, naturalmente,
sobre mi misma mirada en el espejo. Para evitar los ojos, fijé mi atención en
los lentes, en busca de la huella de mis dedos sobre los cristales. Sí, allí
estaban, pero esto no era lo peor. Antes de acostarnos habíamos freído unos
pedazos de pollo y, ahora lo recordaba, al poner los trozos en la sartén se
había levantado un gran chisporroteo de aceite. Mis gafas estaban llenas de
esos pequeños punticos grasosos que deja la fritura, y lo más lamentable era
que, durante la lectura que hacía al acostarme para atraer el sueño, ni
siquiera me había dado cuenta. Era otro síntoma de la desidia, de que la vida
había tomado un camino equivocado. Ser extranjero consiste, entre otras cosas,
en que uno deja de limpiar las gafas y de arreglar las goteras.
Fue entonces cuando uno a uno fueron
saliendo, nítidos, los temas del remordimiento, del mordisco que me había
despertado y que, salvo la prodigiosa intervención química de algún somnífero,
me tendría ya desvelado hasta el amanecer. Sí, tal vez la vida había tomado un
rumbo equivocado.
Hice un recuento mental de las
diligencias postergadas: por supuesto la gotera, pero también el permiso de
residencia, vencido hacía dos meses, y no porque fuera imposible conseguirlo
sino por pereza, sí, por pereza de comprar en una tal oficina tres pares de
estampillas. Una pila de sobres rasgados, cartas sin contestar a todos esos
amigos a los que en las despedidas les había jurado recuerdo, noticias, cartas
muy frecuentes. Y el problema del trabajo. Que era el problema de la plata.
Había vendido la cadena, habíamos visto Zelig y esa madrugada de domingo
parecía ser mejor que las anteriores. Pero era igual, dolorosamente igual a
todas las anteriores.
Zelig valió la pena. Me dio la clave de
lo que debía hacer. Yo no podía dar clases de español. Mejor dicho, sí podía,
podía perfectamente, pero los italianos no confiaban en mí. Yo no era español.
Yo era colombiano, y los suramericanos hablamos, según ellos, un castellano
espurio, feo, inculto, subdesarrollado. Yo ponía todas las semanas avisos en La
Stampa: «Lezioni private di spagnolo. Insegnante di madrelingua». Y el
teléfono. Llamaban algunas personas, estudiantes, amas de casa desocupadas o
hartas de su oficio, comerciantes de corbatas… Todo iba bien, el precio les
parecía correcto, el horario adecuado, hasta que preguntaban: «Ma Lei, di
dov’è?». Sono colombiano. «Columbiano? Davvero columbiano?». Preguntaban
aterrorizados, y hasta ahí llegaban las clases; en pocos segundos ya habían
sacado una disculpa y cancelado la primera lección. Algunos llegaban a la
primera clase sin hacer la pregunta fatídica, pero en cuanto se enteraban de mi
origen suspendían las clases de español. «No, mi spiace, ma io devo imparare
uno spagnolo vero, autentico.» Buscaban en mi español el certificado doc, como
en los vinos.
Fue en ese momento cuando resolví
volverme Zelig. Resolví dejar de ser colombiano y me convertí en español.
Incluso, por seguridad, me inventé una biografía. Como sabía que el primer Abad
llegado a Colombia, allá por 1780, había sido un pastor de cabras nacido en
Palencia, me pareció bien inventar que yo había nacido en Palencia, Castilla la
Vieja. Tenía que solucionar también el problema del acento, pero esto no era
tan difícil gracias a que en el colegio donde yo había estudiado había sido
rector un psicólogo español, don Miguel Briñón, y mi pasatiempo favorito en los
primeros años de bachillerato (pasatiempo que una vez casi me cuesta la
expulsión) había sido imitar su voz y su manera de hablar. Así que me declaré
nacido en Palencia y empecé a hablar como Miguel Briñón.
Vosotros bien sabéis que en las Indias
occidentales no solemos usar la segunda persona del plural. Sabéis también que
es necesario redondear un poco la pronunciación de la ese y, lo que es más
difícil, que se requiere escupir un poco con los dientes al pronunciar las
zetas y las ces. Pues vale, si eso es lo que queréis, os daré todas las zetas
que queráis, y no diré nunca más muchacho sino chaval, y no manejaré carros
sino que conduciré coches, y en vez de medias me pondré calcetines, y no habrá
malparidos entre mis conocidos sino solo jilipollas, y la vista del escote de
la mujer del prójimo ya no me pondrá arrecho sino cachondo. Era difícil, pero
no imposible. Y el efecto fue inmediato, mis alumnos se multiplicaron como por
arte de magia. Bastaba dejar de ser colombiano para poder empezar a ganar algo
más de dinero en Italia, con un tipo de astucia (el fingimiento) que es una
argucia de raíz latina, es decir italiana, cuyos latidos llegaron hasta
Colombia por el mismo camino de nuestra lengua.
Aquí debo aclarar que tuve la suerte, la
azarosa casualidad, de haber salido con un aspecto más de blanco que de
mestizo. Y digo casualidad porque si mi hermana Clara, que es bastante oscura,
se hubiera visto en la misma situación que yo, a causa de su pelo negrísimo y
su piel cobriza habría tenido más dificultades para hacerse pasar como súbdita
española nacida en Palencia. Por azares de la genética de mi tierra y de mi
mezcladísima familia yo salí con aspecto blancuzco, el cual jamás me ha
enorgullecido, pero que tampoco dejé de aprovechar cuando me tocó disfrazarme
de europeo. Tuve la suerte de poder engañarlos y gracias a mi disfraz de
español, al poco tiempo ya tenía, en las colinas de Turín, alumnas de las más
selectas y acaudaladas familias piamontesas. Llegué incluso a no tener que
volver a leer La Stampa en el bar pues una de mis estudiantes privadas era la
hija del presidente del periódico, y cuando iba a su casa a darle clases me
podía quedar con un ejemplar gratis.
Me resulta difícil pensar en ese período
en el que fui español. En realidad, creo que en el fondo yo tampoco quería ser
colombiano. Yo odiaba mi país y tenía motivos para no perdonar lo que el
régimen que allí dominaba me había hecho a mí y a las personas que yo más
quería. Tenía hasta intenciones de volverme italiano y de hacer valer el hecho,
muy dudoso, de que un tal Jacopo Faciolince hubiera nacido en Génova hacia
1750, antes de emigrar a la provincia de Antioquia. Pero también me indignaba
que por el hecho de ser colombiano (por el azaroso hecho de ser un Homo sapiens
nacido en ese caótico país tropical) yo tuviera todas las puertas cerradas. Yo
me daba cuenta de que podía fingirme con éxito lo que me diera la gana (español
o italiano), y que mientras fuera español o italiano las puertas se me abrían,
pero en cuanto admitía que era lo que era por origen (sin que cambiara mi cara,
ni lo que sabía, ni mis manos, ni mi cultura, ni la conformación de mi cerebro,
ni mi sangre ni nada), aparecía en los otros otra mirada, una sonrisa de
condescendencia, unas mal disimuladas palabras de desprecio que venían
envueltas en conmiseración. Creo que por esto se me despertó un remoto
pundonor. No el orgullo de ser colombiano, porque todos los nacionalismos son
idiotas, pero sí la rabia de que a alguien se lo despreciara o rechazara por el
solo hecho de su nacionalidad. ¿Qué importa si uno ha nacido en un hueco de la
tierra? Es cierto y banal: nadie elige dónde ni de quién nace. ¿Qué importa,
más aún, ser hijo de puta? ¿Eligió uno la profesión de su madre o la
civilización de su país? Yo odiaba mi país, a mí me parecía salvaje lo que
ocurría en mi país, pero también era salvaje que a mí se me juzgara solamente
por el hecho de haber nacido en ese país.
Me puse muchas máscaras para no ser
despreciado y para no ver jamás, en los otros, los ojos de la lástima. Si te
tienen lástima te vuelves lastimoso. Una vez ofrecían un puesto en una fábrica
de zapatos, la De Fonseca, lo recuerdo bien. Allí me presenté como colombiano,
pero de familia judía; soy un marrano, dije, mis padres llegaron a Suramérica
huyendo de Hitler, pero eran sefarditas de la Europa oriental. Era mentira,
pero gracias a esto accedieron a hacerme el test de ingreso y después de
superado me ofrecieron el cargo. El mismo día en que este judío que no soy iba
a empezar a vender zapatos, ocurrió un milagro: me dijeron que tal vez, a pesar
de ser colombiano, podría tener -provisionalmente y por tres meses- un puesto
como Lector de Español en la Universidad de Verona. Esa misma posibilidad se
había abierto y cerrado en Pisa, en Milán, en Cagliari, en Roma… A pesar de los
diplomas y cum laudes, pese a las bobadas académicas que yo me había esforzado
por obtener, la colombianidad de mi español era una especie de abracadabra al
revés que no abría sino que cerraba todas las puertas. Yo solo quería que me
dejaran probar un tiempo, ya después decidirían si sabía hablar español o no.
Que me dejaran probar si podía enseñar o no el castellano.
La catedrática de Verona resultó tener
menos prejuicios que la mayoría de los hispanistas regados por Italia. Algunos
de sus colegas se opusieron, los mismos estudiantes no estaban de acuerdo, pero
yo le demostré a voz en cuello que era capaz, si me daba la gana, de imitar a
un español, le juré que conjugaría los verbos en vosotros, que usaría un léxico
puramente peninsular, que olvidaría mi seseo andino, la fauna de América, los
platos de nuestra cocina, que me aprendería la genealogía de los reyes peninsulares,
que les inventaría a mis padres un glorioso pasado en la Guerra Civil (del
bando bueno o del malo, como gustéis), lo que fuera con tal de no tener que
vender zapatos para ganarme la vida. Logré convencerla y me contrataron de modo
condicional, hasta que demostrara que no enseñaría el español horrendo de los
Andes a los estudiantes veroneses.
En Europa fui informado de que yo no
sabía hablar español. Lo único que yo creía dominar, lo que me había esforzado
en pulir desde el uso de razón, mi propia lengua, fue declarado ilegítimo,
incorrecto, espurio. Todavía hoy, cuando voy a Italia, si me toca hablar en
español lo hablo con cautela, como con miedo de que descubran que no soy
español. Tengo que controlarme para no volver a la ridícula despersonalización
de pronunciar las zetas al modo peninsular, tengo que pensar para no reemplazar
el ustedes por el vosotros. Como me tocó hacer, en clase, durante varios años.
Me sembraron la duda de que yo hablaba mi propia lengua sin propiedad, como si
fuera un extranjero. Era como vivir en un cuerpo prestado, hablar en una lengua
que no es la propia, y hablar la lengua propia como si fuera ajena, era como
salirse del propio cuerpo. Uno puede dominar los idiomas extranjeros; lo que
pasa con la lengua materna es que ella, la lengua, es la que lo domina a uno.
Uno puede moverse en esa lengua como en una feliz inconsciencia. Es horrible
tener conciencia de la propia manera en que se habla. Como esas personas que
llevan a la televisión o se encuentran con alguien que consideran muy culto y
empiezan a cambiar su manera correcta y espontánea de hablar por una fingida e
irremediablemente incorrecta.
Ser colombiano en Colombia es un riesgo
casi suicida. Y ser colombiano fuera de Colombia es de una dificultad tal que a
veces le toca a uno fingirse otra cosa para sobrevivir. Ser colombiano no es un
acto de fe, como decía Borges. Ser colombiano es algo tan notorio, algo que
evoca tantas cosas horrendas, que es igual a tener una cicatriz en la cara.
Serlo fuera de Colombia puede ser una maldición porque hasta a los que nos da
lo mismo ser colombianos que del Perú, de Italia, de Kenia o de Mongolia, nos recuerdan
que lo somos, nos lo refriegan en la cara, nos lo señalan como si fuera una
marca de identidad, no sólo indeleble sino también maligna y quizás contagiosa.
Y entonces la única solución no es esconder la cicatriz, sino tratar de hacer
ver que uno es una persona común y corriente a pesar de la cicatriz. Yo intenté
hacer ver esto, disfrazándome, antes, de otra cosa. No tuve otro camino y
escogí ese, tal vez no equivocado, pero sí muy largo. Una larga desviación para
mostrar que lo único sensato, siempre, es superar la enfermedad mental de los
nacionalismos y el terrible prejuicio de juzgar a la gente según ese ridículo
criterio geográfico que reparte la bondad o la maldad, la aprobación o el
rechazo, por el indiferente sitio de la tierra en donde uno dio el primer
grito.
5
Se llamaba Lorenza D’Este y la tenía sin
cuidado el español. También le importaba un comino que su profesor de
castellano no fuera español, aunque yo, con mi suspicacia, al principio, se lo
ocultara. La fui conociendo mejor, me di cuenta de que era una mujer libre, sin
prejuicios, y una tarde se entusiasmó sin medida cuando yo le confesé mi
mentira de meses, su motivo, mi imitación de Zelig y la palabra infame con que
se delataba mi verdadera nacionalidad. «¿Davvero colombiano? Non ci posso
credere. A me gli spagnoli, in realtà, non piacciono. Parlano così forte, sono
così enfatici… Ma tu mi sembravi più dolce, più simpatico. Pensa, io non ho mai
avuto un amante colombiano. Spagnoli tanti, anche troppi. Saresti tu, il primo
colombiano.» Hasta ese día a mí no se me había pasado por la mente que
pudiéramos ser amantes de verdad. Ella era de una belleza tan apabullante que
de antemano había descartado cualquier remota posibilidad de acercamiento.
Mujeres como Lorenza, en general, entran en la categoría de lo imposible, es
más, de lo inavvicinabile. Pero ella tenía sus diversiones, y entre ellas
estaba ser coleccionista de amores del mundo entero, me parece, por lo que tuve
la inmensa suerte de que en su colección faltara un colombiano. Yo era una
laminita que todavía no estaba en su álbum de recuerdos. Lorenza tenía una
especie de fantasía sobre algo que podría llamarse la fogosidad del trópico,
algo así, y esa misma noche la nacionalidad que tantas puertas me había cerrado
me abrió uno de los cuerpos más increíbles que mi cuerpo haya conocido nunca.
Después de su comentario de que yo sería
el primero, aunque con un mal pensamiento en la cabeza, yo seguí mi clase sobre
los verbos de la segunda conjugación, que en imperfecto tienen la terminación
ía, ías, ía, íamos, íais, ían. Mi mal pensamiento (que ella hubiera hablado en
serio) yo lo combatía con una respuesta resignada (fue una broma solamente, no
te hagas ilusiones, bobito). Pero al final de la hora reglamentaria ella me
preguntó si no podía quedarme a cenar. Sí, bastaría una llamada a mi mujer, le dije,
y llamé a Bárbara para decirle que no iría a comer. Bárbara me sonrió con sus
palabras, como siempre.
Lorenza vivía in collina, que en la
lengua de la ciudad quería decir el sitio más elegante de Turín. Yo iba hasta
su casa en bicicleta, atravesando el río Po por Piazza Vittorio (la de los
cuadros metafísicos de De Chirico) y empezaba a trepar por detrás de la iglesia
de la Gran Madre. Trataba de llegar con tiempo, para descansar un rato antes de
timbrar, de modo que al entrar ya se me hubiera secado el sudor de la subida.
No muy lejos de su casa quedaba la villa de Agnelli, el dueño de la Fiat, y
muchas otras ville de no sé cuántos más potentados de la ciudad. Lorenza vivía
en una casita apartada, que había sido la residencia de los mayordomos de la
villa de sus padres, a la entrada del parque. Ella la había acondicionado para
su vida de soltera, aunque a veces dormía también en la casa principal. De
hecho esa noche caminamos por el sendero arborizado hasta la casa de sus
padres. Estaba solo la madre, donna Giovanna, y cenamos con ella algo que yo no
sabía qué era porque lo comía por primera vez: ensalada de pulpo. Me supo
delicioso y muchas veces volvimos a llenar las copas con un buen spumante. Era
también la primera vez que lo probaba. Yo nunca podía permitirme esos lujos y
creo que comí y bebí mucho más de la cuenta, olvidando ese viejo consejo de mi
madre que dice: «Cómete todo en la casa de los pobres, pero come muy poco en la
casa de los ricos». No. Comí como lo que era en aquel tiempo, un pobre más.
Pero donna Giovanna celebró mi apetito con una frase que desde entonces no
olvido: «Svogliati a tavola, svogliati a letto». Con lo cual, mediante una
fácil permutación silogística, resultaba que los comelones resultábamos también
golosos en la cama.
Después de la comida, Lorenza me llevó de
vuelta a su casita apartada, para una última grapa. Fue ahí, sentados en el
sofá blanco que daba la espalda a la ventana, que yo me atreví, con el pretexto
de oler su perfume, a acercar mi nariz a su cuello, mi boca a su clavícula, mi
mano a su brazo izquierdo y a su axila. La champaña, el pulpo, la grapa, la luz
tenue de su casa en esa tarde de finales de la primavera, la frase de Lorenza
sobre los colombianos, la clase de gramática, todo conspiraba para que yo esa
noche me hundiera ahí, en su cuerpo. Cuando empezamos a besarnos, Lorenza hizo
por primera vez ese gesto que en adelante, todas las veces que nos acostamos,
siempre hizo: se encaramó a horcajadas sobre mi muslo y empezó a presionar allí
con su entrepierna, con una caricia lenta, con un frotar cada instante más
intenso. La falda por supuesto se le trepaba siempre casi hasta la pelvis, y
dejaba descubierto su par de piernas estupendas, bronceadas, fuertes, sin
medias.
No todas las mujeres te buscan con la
mano. Ella sí. Ella quería probar qué había allí. Y en adelante siempre fue
parecido: una larga caricia por encima de los pantalones, luego una mano hábil
que abre el botón y baja la bragueta. Yo mientras tanto, con mis manos, de las
axilas pasaba al pecho. Las tetas de Lorenza. Durante algunos años, con el
recuerdo, las describí en mis novelas, y a casi todas las mujeres que allí
aparecen haciendo el amor les puse siempre las tetas de Lorenza, aunque no las
tuvieran. No se usaba todavía la silicona en ese tiempo y sin embargo su
firmeza y su tamaño podrían hacer pensar, hoy, que ella estaba operada. Eran
perfectas. De un tamaño ideal que apenas rebasaba la palma abierta y cóncava de
mi mano, con una areola rosada y suave, muy sensible al tacto, de perfecta
textura cuando las lamía, mullidas y duras al mismo tiempo, blandas y firmes,
aptas para la caricia y el mordisco leve. Lorenza desnuda era una aparición;
algo tan perfecto que me quedé pasmado, mirándola un rato, sin poder
reaccionar, mi miembro estupefacto apuntando con su único ojo hacia el techo,
con una tensión de fruta madura a punto de estallar. Cuando mis dedos la
tocaron debajo del vello, y hallé esa viscosidad tan abundante que una tirita
de baba se enredó y colgó de mis dedos como un largo espagueti, no pude
contenerme. Quedé como el peor amante tropical que ojos humanos vieran. Me vine
allí, afuera, sin haber siquiera insinuado el ademán de penetrarla. Ella se
murió de risa, y recogió mi semen con la mano para untárselo alrededor del
ombligo. «Fa bene alla pelle», decía, «fa bene alla pelle», mientras se
embadurnaba entre carcajadas de burla y de contento. «Mi dispiace, non ce l’ho
fatta, sei talmente bella…», intenté disculparme. Tuvimos que esperar un buen
rato, pues no soy rápido para segundos asaltos. Tomamos otra grapa, conversamos
desnudos tendidos en su cama. Al fin, ya cerca de la medianoche, envueltos en
las sábanas y en risas, estuvimos media hora confundidos en ese abrazo y esa
sensación que son una de las pocas cosas que justifican todo el dolor de la
existencia.
No es fácil volver a la casa de la
esposa, de la hija, después de haber hecho el amor con otra mujer, y prefiero
evitar un comentario, una nota que si fuera de culpa sonaría de burla, después
de haberme acostado tantas veces y sin remordimiento con Lorenza D’Este.
Bárbara, dormida, me parecía dulce y triste, metida en su bata blanca,
sonriente y segura al saludarme, con una inocencia pura que me enternecía,
idéntica casi a la inocencia de la niña que dormía en su colchón, al lado de
nuestra cama. Desde ese día, durante varios meses, todos los miércoles
traicioné a Bárbara con Lorenza. Mis clases de español se convirtieron en una
simple y alegre complicidad erótica, ausente ya de verbos y modo subjuntivo,
sin zetas españolas ni yeísmos andinos. Lorenza, sin embargo, siempre me
pagaba; ella misma ponía, en un sobre, las diez mil liras de mi hora de
español. Yo hubiera pagado lo que no tenía solo por poder ver a Lorenza
desnuda, y ella me pagaba porque yo me hundiera en su cuerpo todas las semanas.
El curso intensivo duró hasta principios de septiembre, cuando Lorenza se fue a
hacer un máster en una universidad americana de la Ivy League. Se habrá quedado
o habrá vuelto. No importa. Nunca nos escribimos, y yo jamás he vuelto a verla.
La recuerdo con una nitidez perfecta, y no quisiera verla ahora, veinte años
después, con otra cara, otra piel y otro cuerpo. Tampoco yo soy el mismo, y
espero que en los dos se quede ese recuerdo. Ella vuelve hacia mí, a mi
memoria, cada siempre, y la abrazo con estos brazos que ya no se parecen a mis
brazos de entonces, pero tomo su cuerpo que sigue igual, idéntico a sí mismo,
todavía, en nuestros miércoles furtivos que terminaron mucho antes de gastarse.
Su nombre es uno de los pocos que en este libro he cambiado, para no tener nunca
la tonta tentación de volver a verla.
FIN
Relato anónimo "Relato de la Stampa" Periódico Italiano
Traducido al Castellano