La oscuridad avanzó como una colección de sombras grises.
Juan las miró con atención. Antes que todo comenzara, solía pensar que la
última hora del día tenía algo de poético. Una cierta belleza tenebrosa que apreciaba
con un deleite nostálgico. Pero ahora el mero pensamiento le hacía sonreír con
amargura. La sensación insistente de que una parte de su mente había muerto
hacia tanto tiempo ya, que era incapaz de recordar cuándo había ocurrido en
realidad.
Los escuchó gritar. Una mezcla de súplicas y llantos. Sacudió
la cabeza, con un escalofrío de temor y angustia recorriéndole la espalda. ¿No
podían entenderlo?, pensó con la mandíbula apretada, las manos rígidas contra
con el cuerpo. ¿No podían entender que no podía hacer otra cosa?, se preguntó
si tendría que explicarlo otra vez. Entre las sombras, ese pensamiento tenía
algo de agónico, un eco desigual que se movía por su mente de un lugar a otro.
¿Explicar el qué? ¿Cómo poner en palabras el horror de una decisión tan simple,
inevitable? ¿Cómo hacerles ver a todos que en toda su sencillez tenebrosa había
algo de belleza? Tal vez no podría, se dijo con un estremecimiento de pesar.
Quizás eso era lo peor de todo lo que ocurría.
Cerró la puerta. Escuchó el viento soplar, el sonido
traqueteante de las ventanas y las puertas sacudidas por las ráfagas. La
cacofonía era lo único vivo en el silencio sepulcral del edificio vacío, que
flotaba a la deriva en el súbito abandono. Se tomó un momento para escuchar el
traqueteo de las hojas de madera, la forma en que una vitalidad artificial y
violenta se extendía en todas direcciones a partir de su intención de
escucharla. Por primera vez, desde que todo había comenzado, Juan sintió una profunda
tristeza. Una mezcla de agotamiento físico y un profundo pesar espiritual que
le sorprendió por su intensidad. Tal vez es así como sabes que el final está
cerca, pensó mientras echaba el pestillo y pasaba la llave. El metal crujió
bajo el peso de sus dedos, un mecanismo muerto entre otros tantos.
Los gritos otra vez. Ahora la mujer lloraba entre balbuceos.
¿Llamaba a su madre? Juan no lo sabía, y así era mejor. Caminó hacia el
interior del edificio y apoyó el hacha sobre elsuelo. Tenía un aspecto
desproporcionado sobre el brillo lustroso de la piedra. Un arma rudimentaria,
desprovista de toda belleza. Cuando la sostuvo por primera vez, Juan pensó que
era más pesada de lo que pensaba y, desde luego, mucho menos elegante. Por años
la había visto suspendida en su pequeña caja de cristal y había creído que
tenía algo de belleza: con el mango de madera pulida y la hoja acerada, el
metal liso en inmaculado que brillaba bajo las luces blancas del pasillo. Claro
que por entonces Juan no sabía que tendría que romper el cristal de seguridad y
tomar el hacha, que la tendría que blandir para salvar su vida. ¿Eso había
hecho? Tenía algo de melodramática esa frase, como si el mero hecho de su
profundidad artificial y vulgar pudiera salvarlo de la crueldad. ¿Se trataba de
eso? ¿Una vida por otra vida? Juan no lo sabía, aunque lo pensó varias veces
desde que todo comenzó. ¿Qué estoy salvando? ¿A qué precio?
No son reflexiones que nadie tiene en la vida cotidiana. O,
al menos, él jamás pensó que tendría que luchar contra la resistencia interior
que le pedía a gritos soltar el hacha, correr en dirección contraria, olvidar
lo que había visto. Mientras la multitud corría a su alrededor entre alaridos,
empujándose entre sí, cayendo al suelo en una especie de tumulto mortal, sólo
actuó por instinto. ¿Así se llama esa sensación? ¿Ese impulso incontenible de
no morir? Juan corrió igual que todos, entre gritos, las manos sobre la cabeza.
Sin saber qué ocurría. De pronto, tropezó y chocó de cabeza contra la pared. El
dolor se derramó como un alivio inmediato al miedo. Se quedó tendido, mientras
le pisoteaban y le golpeaban. Alguien le pateó la cabeza, una mujer le clavó el
tacón del zapato en la cadera. Gritó, trató de levantarse, no pudo. Alguien le
señalaba. Un brazo que se extendió hacia su rostro. Forcejeo hasta que pudo
liberarse. El miedo, el miedo en todas partes. El miedo como un hedor
insoportable, el miedo que le sostuvo cuando logró apoyarse en las rodillas y
levantarse a trompicones. El miedo de las manos abiertas, el cristal que se
rompió bajo los dedos. La textura del mango del hacha bajo las palmas. El
miedo, el miedo.
Juan apenas recordaría después cómo fue que se abrió paso
entre la muchedumbre que gritaba, cómo logró recorrer el largo pasillo hacia el
exterior y, finalmente, encontrarse solo. Para entonces, parecía que habían
pasado muchas horas, pero en realidad se trataba de pocos minutos. Tuvo la
sensación de que el tiempo real era sustituido por otro, lleno de remiendos y
rotos por los bordes. Una cronología irreal de la desgracia que sostenía la
realidad con dificultad. Corrió entre los cuerpos tendidos, ignoró a los que
suplicaban ayuda. Con el hacha en la mano remontó los límites de la colosal
tragedia que le rodeaba y escapó como pudo hacia el lugar en que la oscuridad
no podía tocarle. El corazón le latía muy rápido cuando se dejó caer en una
esquina de la calle, con el hacha apretada contra el pecho y la respiración
convertida en un resuello. Estaba vivo, milagrosamente vivo.
Le llevó un considerable esfuerzo reunir valor para mirar
hacia atrás. Ahora reinaba el silencio. La muerte estaba en todas partes: los
cuerpos yacían desperdigados por todos lados, algunos inmóviles, otros
sacudiéndose por los estertores de la muerte. La sangre salpicaba las paredes
encaladas, el concreto pulido de los pasillos. Un paisaje de pesadilla que Juan
contempló con los ojos exorbitados mientras sollozaba con los dientes
apretados. ¿Es real lo que veo? ¿Es real esta… devastación? Un brazo cortado yacía
a la mitad del jardín que rodeaba al edificio. Tenía el aspecto de un aterrador
tributo a los dioses, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos retorcidos.
La sangre manaba de la limpia y monstruosa herida que le había seccionado del
cuerpo en un lento manantial carmesí que se hacía negro a medida que la
oscuridad avanzaba. ¡La oscuridad! Juan lo comprendió con esfuerzo. ¿Había sido
eso? Apoyó la cabeza contra la hoja del hacha, fría y sólida. Un trozo de
realidad. ¿Era la oscuridad lo que ocasionó todo esto…? ¿Era…?
Unas horas antes, cuando el miedo no estaba en todas partes,
Juan había escuchado a dos hombres hablar sobre el fenómeno. “Un eclipse, el
último del año”, dijo uno sin interés. El otro se encogió de hombros. “No
entiendo tanto interés por el tema”. Juan pasó la escoba y tuvo el deseo de
detenerse para preguntar sobre el fenómeno, para hacer las preguntas que le
atormentaban. Pero no lo hizo. Los extraños tenían las cabezas juntas y reían
entre sí. Incrédulos del efecto de un portento semejante. De sus efectos.
- Sólo es una mierda de publicidad -prosiguió el que había
hablado primero -. Todo eso sobre la oscuridad del eclipse es casi medieval.
- La gente es ignorante, se divierte con esos pequeños juegos
de artificio.
Ambos rieron, al parecer muy satisfechos con su incredulidad
jactanciosa. Juan miró por el ventanal a la derecha del cafetín. Aún faltaban
algunas horas para que ocurriera el eclipse y ya el cielo tenía un aspecto
gris, petrificado en un silencio inquietante. Se acercó y tuvo la impresión de
que las nubes no corrían, que el sol flotaba inmóvil en medio de las luces y
sombras que le rodeaban. Oscuridad, pensó de nuevo Juan. Un eclipse. El miedo.
Cuando escuchó los primeros gritos, Juan estaba sentado al
fondo del cafetín. No le sorprendieron. ¿Los había esperado? Nunca lo sabría o
no era algo que le interesara ahora, en todo caso. Miraba por la pequeña
ventana que se abría a la derecha en la esquina de los empleados. Las nubes de
tormenta se arremolinaban alrededor del sol oscuro. La raja radiante del sol
que la luna no había logrado cubrir palpitaba en la semipenumbra como un
corazón agónico. Lo supo con toda claridad. No era normal. No era normal lo que
estaba ocurriendo. La oscuridad había llegado para quedarse, en la forma de un
antiguo presagio que nadie comprendía, que este mundo joven y descreído
ignoraba por completo.
Alguien gritó. Una mujer. Después otra. Un gemido lento,
aterrorizado. Miedo. Juan se puso en pie con lentitud y notó cómo el viento
golpeaba con fuerza los cristales de la ventana pequeña. Un ulular que se
extendió hacia el gran ventanal del cafetín de los médicos. Una ráfaga violenta
que, además, traía consigo la oscuridad. Juan corrió afuera y la vio llegar
como hilos triples de una materia tenebrosa que se deslizaba con parsimonia
allí donde la luz del sol desaparecía. Más gritos. Alguien señalaba el fenómeno
desde una de las mesas. Uno de los hombres que había escuchado hablar antes
estaba de pie, con el teléfono móvil en alto y fotografiaba la silueta lóbrega
que se extendía al otro lado del cristal. Oscuridad, pensó Juan aterrorizado.
El fin de los tiempos, susurró una voz insidiosa en su cabeza. Eso es lo que
es, ¿no lo has sabido siempre?
Sí, siempre lo había intuido, con la claridad meridiana de su
mente inquieta, lacerada y lastimada por el miedo. Supo, sin que nadie se lo
dijera, que la oscuridad llegaría al mundo y lo tomaría todo, que se extendería
como los tentáculos de un monstruo imposible en todas direcciones, que
devoraría el mundo de la luz con facilidad. ¡Y así había sido!, se dijo
mientras corría hacia el ventanal. ¡Las sombras habían llegado! ¡El fin del
mundo! Lo había sabido siempre Juan, que temía a la penumbra como a ninguna
otra cosa. Lo había sabido y ahora estaba allí.
Y él, entre todas las personas que podían comprender el
horror en toda su extensión, debía enfrentarse a ellas. ¿Debía qué? No lo
sabía. Apoyó las manos sobre una de las bandejas de comida abandonadas por
algún comensal descuidado. Encontró un cuchillo de plástico entre los restos de
comida, el vaso de jugo de naranjas volcado sobre el plexiglás de la mesa. Un
largo charco de color que desaparecía mientras la oscuridad llegaba. Una mujer
gritaba y reía de pie junto a la puerta cristalera que se abría al jardín. Era
una enfermera, la bonita de cabello rubio que siempre le sonreía al llevarle la
medicina. Ella era quien había gritado la primera vez.
- ¿No es hermoso? - decía - ¿No es algo bello?
Estaba de espaldas, el uniforme impecable marcándole el
cuerpo flaco y joven. Juan la apreciaba: era ella la que de vez en cuando le
permitía no tomar todas las pastillas, la que le hacía guiños cariñosos. “Por
una vez, nadie notará que no la tomaste”, murmuraba apretándole las mejillas.
Como si fuera un niño. Y él sonreía, agradecido y fascinado por las manos
regordetas de la enfermera, su rostro amable y pálido. La vio ahora, rodeada de
oscuridad, casi engullida por ella, y supo que debía salvarle antes que a
nadie. Debía evitar que desapareciera, consumida, destruida, olvidada para
siempre.
Se acercó a ella. Estaba un poco separada del grupo que
fotografiaba, miraba y señalaba. Se volvió para mirarle, los ojos glaucos muy
abiertos. Se acercó a él, dijo alguna cosa. ¿Su nombre? Ven aquí, ven a ver
esto. Le llamó por señas. Él sonrió y por un momento la vio flotar en la luz,
con la oscuridad a la espalda. La encontró hermosa, tierna. La oscuridad no la
merecía. Le clavó el cuchillo de plástico en el ojo derecho. Un movimiento
rápido y firme. Ella dejó escapar un sonido extraño, como ahogado, mientras
Juan movía la muñeca y, con la mano libre, la sujetaba del brazo para
mantenerla erguida. La sangre brotó en un riachuelo negro. ¡La oscuridad ya
estaba en ella! Y Juan apretó la presión. ¡Vete, déjala ir! Ella gemía en voz
muy baja, se sacudía, trataba de alejarse. El uniforme impecable se cubrió de
hilos carmesí como un delicadísimo encaje, el rostro melifluo adquirió color y,
por una vez, verdadero atractivo.
Todo eso lo vio Juan mientras apretaba con fuerza el cuchillo
contra el ojo cada vez con mayor fuerza. La masa blanca y sanguinolenta
derramándose en las mejillas de la mujer le manchó los dedos. Pero la oscuridad
había renunciado a ella, Juan lo sabía. La muerte estaba tan cerca, era algo
hermoso, vivo, más allá de las tinieblas que le rodeaban, que amenazaban con
consumir al mundo con rapidez.
Otro grito. Esta vez uno muy agudo. Juan dejó caer a la
enfermera y vio que el hombre del teléfono móvil lo miraba con la boca muy
abierta, aterrorizado. La oscuridad a su espalda, como una sombra alargada que
se extendía por sus pies hacia el tumulto que seguía admirando el cielo en
tinieblas. Se abalanzó sobre él y el cuchillo cortó con dificultad la piel de
la cara, el tallo firme del cuello. Ahora la sangre era un manantial radiante,
brillando bajo las luces potentes de la sala y enfrentándose a la oscuridad.
¡Así! ¡Así! Juan gritaba de júbilo por la convicción ciega y total que vencía
al final de todas las historias, al tiempo que había dejado de correr. La
sangre brillante movía el mecanismo infinito que mantenía al mundo vivo, a
salvo de su disolución final.
Juan no sabía con claridad qué ocurrió después. En realidad
todo pareció suceder al mismo tiempo, como una secuencia de imágenes
superpuestas. El hombre del teléfono caía al suelo, entre convulsiones, la mano
apoyada contra el cuello. Dos mujeres chillaron cuando Juan se abalanzó sobre
ellas, tratando de apartarlas de la oscuridad ahora total que había engullido
el sol. A una le aplastó la cabeza contra el suelo. A la otra le clavó los
dedos en la garganta y apretó con toda la fuerza de la furia que le sacudía. Un
hombre de uniforme se abalanzó sobre él, con el garrote en alto. Juan reconoció
la oscuridad en él, los tentáculos del horror asomando entre los ojos muy
abiertos y horrorizados. Se arrojó sobre él con los brazos abiertos, le clavó
los dientes en la mejilla. Mordió. Mordió y mordió hasta que la oscuridad salió
del hombre y el cuerpo se desplomó flácido bajo el suyo.
La muchedumbre corría hacia afuera. La oscuridad ahora era
más brillante, una estela de terciopelo contra la ventana gigantesca del
hospital, más allá de sus jardines. Juan tomó una de las sillas y la arrancó de
cuajo del suelo; la fuerza del miedo convertida en un motor misterioso de pura
desesperación. Golpeó a diestra y siniestra. Escuchó gemidos, chillidos de
pánico. Vio cuerpos caer. Golpeó y golpeó, mientras la oscuridad le disputaba a
esas pobres almas, mientras se escondía en sus dedos retorcidos, los rostros
desfigurados por el pánico. Golpeó y golpeó hasta que liberó a cada uno de
ellos, hasta que la sangre brotó y su olor cálido conjuró al fin del mundo que
atisbaba desde las tinieblas.
La multitud corrió por el pasillo. Unos le señalaban y huían
de él. Otros intentaron detenerlo. Juan se encontró reducido, lastimado, pero
la fuerza del miedo era mayor. Aplastó la cabeza de un hombre contra la pared,
sintió el hueso romperse bajo sus nudillos. Corrió entre ellos, entre los
gritos, entre la tenaz decisión de salvarles y el rencor que le inspiraba esa
huida desordenada, triste, huérfana de todo significado. ¡La oscuridad está aquí!
¿No pueden verla? ¡Aquí! El sol ha desaparecido, el fin del mundo ha llegado y
sólo yo lo veo.
El hacha entre las manos. Pesada, firme. Una redención en
sangre. El filo que brillaba bajo los últimos vestigios del sol. La oscuridad
llegaba ahora en una lenta sucesión de capas interminables que sólo Juan podía
ver. Y mientras golpeaba, cortaba, mataba, Juan trató de salvar el mundo de sus
garras, de las cuevas ocultas y siniestras que se ocultaban más abajo del sol
que moría, de la realidad que se desplomaba a fragmentos: una frágil superficie
bajo la cual habitaba el miedo como un monstruo ciego.
Ahora, la luz volvía con lentitud y brillaba sobre los
charcos de sangre que se extendían por el suelo, las escaleras abiertas hacia
el jardín, las puertas entreabiertas de los consultorios a ambos lados del
pasillo. Juan miró la puerta de cristal que cerraba las dependencias internas
del hospital del mundo exterior y sintió alivio. La oscuridad seguía allí. Por
ahora contenida, a la espera de deslizarse hacia el lugar seguro que Juan había
construido con la muerte. Más allá, la multitud corría, escapaba, corría hacia
la garganta del mal que esperaba para engullirlos. Juan sintió pena por ellos.
-¡Por favor, no lo hagas! - era la mujer que lloraba y
suplicaba - ¡No lo hagas! ¡No me mates! ¡No lo hagas!
Juan se volvió y sonrió. Una sensación de plácido alivio le
recorrió. Al menos las almas a su cargo estaban a salvo, pensó mientras
levantaba el hacha de nuevo. La sangre de nuevo. El silencio como un eco en
mitad de la redención.
FIN
Relato editado por Paya Frank @ 2025 Blogger