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23 de mayo de 2025

La Medusa {Relato}

 




Jorge cerró firmemente la puerta del búnker. Habían sido traspasados todos los dispositivos de seguridad y la mansión de sus padres ya no era segura.

Los animales enloquecieron. Se hablaba de una mutación viral, de armas biológicas, de códigos genéticos vulnerados por grandes empresas trasnacionales. En las noticias aparecían manadas de lobos hambrientos que depredaron al que encontraban en la ciudad devastada. Un enorme toro destrozó un centro comercial, pisoteando a los que buscaban alimentos. Decenas de elefantes entraron en estampida a los mercados. Dejaron una estela roja y amorfa a su paso. En pocos días la ciudad quedó sembrada de cadáveres.

Jorge decidió usar su último recurso al encontrar al Brownie destrozado en la entrada de la casa. Valiente amigo, siempre en su puesto. Nunca lo dejó solo, aún a costa de su propia vida. Los ojos opacos del perro confirmaron la pérdida del único ser que realmente lo amaba. Todos lo abandonaron por sus manías de coleccionista, su afición desde pequeño a las lecturas oscuras, el interés sobre anatomía y malformaciones genéticas. Pero no podía quejarse. Corría con mejor suerte que el resto de los que estaban a merced de esa extraña locura que invadió a cada animal del planeta.

Usó bien el dinero que su padre le enviaba puntualmente a cambio de no hacerse presente en su vida. Poseía una biblioteca notable, comida, enervantes exóticos y un refugio subterráneo inexpugnable.

Dentro del búnker lo esperaba un lugar muy parecido a su mente, hermético pero infinito. Ahí se perdían las fronteras, se podía desplazar como un ser todopoderoso, un dios que anda sobre aguas cristalinas y silenciosas.

Las luces fluorescentes le dieron la bienvenida. Se despojó del abrigo conforme se acercaba a la silueta que yacía en la cama, apenas cubierta su desnudez con una sábana de satín. Lo esperaba inmóvil, con la cara vuelta hacia arriba y los ojos oscuros, bellísimos, enmarcados por pestañas rizadas. Le excitaba tanto mirarla indefensa, tan dispuesta a dejarse hacer. Una erección dolorosa confirmó su condición de todopoderoso en ese lugar. La arrastró por los cabellos hacia el piso y la giró sobre su vientre. La embistió una y otra vez, rabioso, lleno de veneno. Algo crujió bajo su peso, pero no se detuvo. El orgasmo llegó. Imaginó que el último ser humano era devorado por leones. Al aflojarse sobre el cuerpo de ella notó que había arrancado un mechón de cabello y que la mano que apresaba el seno izquierdo estaba llena de líquido viscoso.

Maldita sea, dijo, levantándose y dándole vuelta.

Ella no había perdido la expresión cándida. Pero la nariz estaba completamente destrozada y el seno izquierdo se había vaciado.

La arrojó sobre la cama y la cubrió con la sábana. Despotricó contra los chinos y sus baratijas de 2000 euros. La diversión se había arruinado.

Una vez pasada la furia recordó que le quedaba todo el vodka y LSD que quisiera, al menos por esa noche. Se dirigió al minibar mientras colocaba el cartoncito alucinógeno bajo su lengua.

De camino a la cama eligió la lectura de las siguientes horas, acariciando con el dedo índice uno de sus tomos favoritos.

Sólo las personas con suficiente dinero poseían un ejemplar del Kitab Al Azif -Rumor de los insectos por la noche-, antecesor de un libro igualmente oscuro. Con placer anticipado se tendió sobre la cama y empezó a leer, dando tiempo a que el alucinógeno se disolviera en su boca.

Al dar vuelta a la quinta página un zumbido apenas perceptible se instaló a escasos centímetros de su mano izquierda. Se incorporó bruscamente. Una luminiscencia verdosa rodeaba a un pequeño ser alado apenas del tamaño de su pulgar. Estiró la mano, fascinado. Lo invadió una dulce nostalgia. La recordaba. Ese era su cuento favorito para la hora de ir a dormir. La voz de su madre, sus manos arropándolo y haciéndolo sentir seguro. El hada se posó sobre su mano. Jorge movía los labios en un silbido quedo, una canción de cuna.

Entonces el hada verde mostró sus dientes negros, diminutos en una sonrisa malévola, y mordió con fuerza. El grito de Jorge rompió el silencio. Una gota de sangre, redonda y brillante, se formó en el dorso de su mano. Aterrado, la aplastó de un manotazo, mientras saltaba fuera de la cama. La revelación de aquel recuerdo lo golpeó como al ciego que recupera la vista.

Pronto se vio frente al cuerpo derrumbado de su madre, al final de las escaleras, a medio devorar por un enjambre de esos demonios alados, cuando apenas tenía siete años. Su padre nunca le creyó. El entierro fue al día siguiente, sin abrir el ataúd. Desde ese día algo se quebró entre ellos para siempre.

El rumor de insectos aumentó. Una niebla verdosa trepaba sobre el otro cuerpo, sobre la cama. Un hilo de orina tibia resbaló entre las piernas de Jorge. Iban a devorarla, como lo hicieron con su madre.

Los pequeños monstruos le arrancaron pedazos de silicona, arrebatándole su aspecto humano. Con un alarido, Jorge levantó el cuerpo y apartó la masa informe a manotazos. La arrastró consigo al baño y cerró la puerta.

Las criaturas golpearon la puerta desde afuera, con un zumbido amenazante. Jorge se resguardó en la tina, con el cuerpo carcomido entre los brazos. Necesitaba limpiarla, limpiarse. Abrió la llave y un torrente de agua helada empezó a llenar su improbable refugio hasta anegarlo. Acarició el cabello ralo mientras se sumergía con ella. Los ojos castaños tiraban de los suyos. Hipnóticos, poseedores de una belleza terrible y arcaica. Poco a poco Jorge sintió el pecho apretado por un puño invisible. Su cuerpo se convulsionó, atrapado en un espasmo doloroso y pétreo mientras la vida se le escapaba. La última visión que tuvo, deformada por el agua, fue la de un rostro que mutaba constantemente. Una criatura atroz, de colmillos afilados y un bullir de serpientes coronándola, que tenía la mirada agónica de su madre.

 

FIN

Adaptación por Paya Frank Blogger

22 de mayo de 2025

Lejos del Sauce Curvo {gratis en Kindle}

 

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21 de mayo de 2025

Rebeca Hernández presenta «Madreselva». Planeta Biblioteca 20/05/21

 

20 de mayo de 2025

Su Último Día {Relato de Paya Frank}

 



La oscuridad avanzó como una colección de sombras grises. Juan las miró con atención. Antes que todo comenzara, solía pensar que la última hora del día tenía algo de poético. Una cierta belleza tenebrosa que apreciaba con un deleite nostálgico. Pero ahora el mero pensamiento le hacía sonreír con amargura. La sensación insistente de que una parte de su mente había muerto hacia tanto tiempo ya, que era incapaz de recordar cuándo había ocurrido en realidad.

Los escuchó gritar. Una mezcla de súplicas y llantos. Sacudió la cabeza, con un escalofrío de temor y angustia recorriéndole la espalda. ¿No podían entenderlo?, pensó con la mandíbula apretada, las manos rígidas contra con el cuerpo. ¿No podían entender que no podía hacer otra cosa?, se preguntó si tendría que explicarlo otra vez. Entre las sombras, ese pensamiento tenía algo de agónico, un eco desigual que se movía por su mente de un lugar a otro. ¿Explicar el qué? ¿Cómo poner en palabras el horror de una decisión tan simple, inevitable? ¿Cómo hacerles ver a todos que en toda su sencillez tenebrosa había algo de belleza? Tal vez no podría, se dijo con un estremecimiento de pesar. Quizás eso era lo peor de todo lo que ocurría.

Cerró la puerta. Escuchó el viento soplar, el sonido traqueteante de las ventanas y las puertas sacudidas por las ráfagas. La cacofonía era lo único vivo en el silencio sepulcral del edificio vacío, que flotaba a la deriva en el súbito abandono. Se tomó un momento para escuchar el traqueteo de las hojas de madera, la forma en que una vitalidad artificial y violenta se extendía en todas direcciones a partir de su intención de escucharla. Por primera vez, desde que todo había comenzado, Juan sintió una profunda tristeza. Una mezcla de agotamiento físico y un profundo pesar espiritual que le sorprendió por su intensidad. Tal vez es así como sabes que el final está cerca, pensó mientras echaba el pestillo y pasaba la llave. El metal crujió bajo el peso de sus dedos, un mecanismo muerto entre otros tantos.

Los gritos otra vez. Ahora la mujer lloraba entre balbuceos. ¿Llamaba a su madre? Juan no lo sabía, y así era mejor. Caminó hacia el interior del edificio y apoyó el hacha sobre elsuelo. Tenía un aspecto desproporcionado sobre el brillo lustroso de la piedra. Un arma rudimentaria, desprovista de toda belleza. Cuando la sostuvo por primera vez, Juan pensó que era más pesada de lo que pensaba y, desde luego, mucho menos elegante. Por años la había visto suspendida en su pequeña caja de cristal y había creído que tenía algo de belleza: con el mango de madera pulida y la hoja acerada, el metal liso en inmaculado que brillaba bajo las luces blancas del pasillo. Claro que por entonces Juan no sabía que tendría que romper el cristal de seguridad y tomar el hacha, que la tendría que blandir para salvar su vida. ¿Eso había hecho? Tenía algo de melodramática esa frase, como si el mero hecho de su profundidad artificial y vulgar pudiera salvarlo de la crueldad. ¿Se trataba de eso? ¿Una vida por otra vida? Juan no lo sabía, aunque lo pensó varias veces desde que todo comenzó. ¿Qué estoy salvando? ¿A qué precio?

No son reflexiones que nadie tiene en la vida cotidiana. O, al menos, él jamás pensó que tendría que luchar contra la resistencia interior que le pedía a gritos soltar el hacha, correr en dirección contraria, olvidar lo que había visto. Mientras la multitud corría a su alrededor entre alaridos, empujándose entre sí, cayendo al suelo en una especie de tumulto mortal, sólo actuó por instinto. ¿Así se llama esa sensación? ¿Ese impulso incontenible de no morir? Juan corrió igual que todos, entre gritos, las manos sobre la cabeza. Sin saber qué ocurría. De pronto, tropezó y chocó de cabeza contra la pared. El dolor se derramó como un alivio inmediato al miedo. Se quedó tendido, mientras le pisoteaban y le golpeaban. Alguien le pateó la cabeza, una mujer le clavó el tacón del zapato en la cadera. Gritó, trató de levantarse, no pudo. Alguien le señalaba. Un brazo que se extendió hacia su rostro. Forcejeo hasta que pudo liberarse. El miedo, el miedo en todas partes. El miedo como un hedor insoportable, el miedo que le sostuvo cuando logró apoyarse en las rodillas y levantarse a trompicones. El miedo de las manos abiertas, el cristal que se rompió bajo los dedos. La textura del mango del hacha bajo las palmas. El miedo, el miedo.

Juan apenas recordaría después cómo fue que se abrió paso entre la muchedumbre que gritaba, cómo logró recorrer el largo pasillo hacia el exterior y, finalmente, encontrarse solo. Para entonces, parecía que habían pasado muchas horas, pero en realidad se trataba de pocos minutos. Tuvo la sensación de que el tiempo real era sustituido por otro, lleno de remiendos y rotos por los bordes. Una cronología irreal de la desgracia que sostenía la realidad con dificultad. Corrió entre los cuerpos tendidos, ignoró a los que suplicaban ayuda. Con el hacha en la mano remontó los límites de la colosal tragedia que le rodeaba y escapó como pudo hacia el lugar en que la oscuridad no podía tocarle. El corazón le latía muy rápido cuando se dejó caer en una esquina de la calle, con el hacha apretada contra el pecho y la respiración convertida en un resuello. Estaba vivo, milagrosamente vivo.

Le llevó un considerable esfuerzo reunir valor para mirar hacia atrás. Ahora reinaba el silencio. La muerte estaba en todas partes: los cuerpos yacían desperdigados por todos lados, algunos inmóviles, otros sacudiéndose por los estertores de la muerte. La sangre salpicaba las paredes encaladas, el concreto pulido de los pasillos. Un paisaje de pesadilla que Juan contempló con los ojos exorbitados mientras sollozaba con los dientes apretados. ¿Es real lo que veo? ¿Es real esta… devastación? Un brazo cortado yacía a la mitad del jardín que rodeaba al edificio. Tenía el aspecto de un aterrador tributo a los dioses, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos retorcidos. La sangre manaba de la limpia y monstruosa herida que le había seccionado del cuerpo en un lento manantial carmesí que se hacía negro a medida que la oscuridad avanzaba. ¡La oscuridad! Juan lo comprendió con esfuerzo. ¿Había sido eso? Apoyó la cabeza contra la hoja del hacha, fría y sólida. Un trozo de realidad. ¿Era la oscuridad lo que ocasionó todo esto…? ¿Era…?

Unas horas antes, cuando el miedo no estaba en todas partes, Juan había escuchado a dos hombres hablar sobre el fenómeno. “Un eclipse, el último del año”, dijo uno sin interés. El otro se encogió de hombros. “No entiendo tanto interés por el tema”. Juan pasó la escoba y tuvo el deseo de detenerse para preguntar sobre el fenómeno, para hacer las preguntas que le atormentaban. Pero no lo hizo. Los extraños tenían las cabezas juntas y reían entre sí. Incrédulos del efecto de un portento semejante. De sus efectos.

- Sólo es una mierda de publicidad -prosiguió el que había hablado primero -. Todo eso sobre la oscuridad del eclipse es casi medieval.

- La gente es ignorante, se divierte con esos pequeños juegos de artificio.

Ambos rieron, al parecer muy satisfechos con su incredulidad jactanciosa. Juan miró por el ventanal a la derecha del cafetín. Aún faltaban algunas horas para que ocurriera el eclipse y ya el cielo tenía un aspecto gris, petrificado en un silencio inquietante. Se acercó y tuvo la impresión de que las nubes no corrían, que el sol flotaba inmóvil en medio de las luces y sombras que le rodeaban. Oscuridad, pensó de nuevo Juan. Un eclipse. El miedo.

Cuando escuchó los primeros gritos, Juan estaba sentado al fondo del cafetín. No le sorprendieron. ¿Los había esperado? Nunca lo sabría o no era algo que le interesara ahora, en todo caso. Miraba por la pequeña ventana que se abría a la derecha en la esquina de los empleados. Las nubes de tormenta se arremolinaban alrededor del sol oscuro. La raja radiante del sol que la luna no había logrado cubrir palpitaba en la semipenumbra como un corazón agónico. Lo supo con toda claridad. No era normal. No era normal lo que estaba ocurriendo. La oscuridad había llegado para quedarse, en la forma de un antiguo presagio que nadie comprendía, que este mundo joven y descreído ignoraba por completo.

Alguien gritó. Una mujer. Después otra. Un gemido lento, aterrorizado. Miedo. Juan se puso en pie con lentitud y notó cómo el viento golpeaba con fuerza los cristales de la ventana pequeña. Un ulular que se extendió hacia el gran ventanal del cafetín de los médicos. Una ráfaga violenta que, además, traía consigo la oscuridad. Juan corrió afuera y la vio llegar como hilos triples de una materia tenebrosa que se deslizaba con parsimonia allí donde la luz del sol desaparecía. Más gritos. Alguien señalaba el fenómeno desde una de las mesas. Uno de los hombres que había escuchado hablar antes estaba de pie, con el teléfono móvil en alto y fotografiaba la silueta lóbrega que se extendía al otro lado del cristal. Oscuridad, pensó Juan aterrorizado. El fin de los tiempos, susurró una voz insidiosa en su cabeza. Eso es lo que es, ¿no lo has sabido siempre?

Sí, siempre lo había intuido, con la claridad meridiana de su mente inquieta, lacerada y lastimada por el miedo. Supo, sin que nadie se lo dijera, que la oscuridad llegaría al mundo y lo tomaría todo, que se extendería como los tentáculos de un monstruo imposible en todas direcciones, que devoraría el mundo de la luz con facilidad. ¡Y así había sido!, se dijo mientras corría hacia el ventanal. ¡Las sombras habían llegado! ¡El fin del mundo! Lo había sabido siempre Juan, que temía a la penumbra como a ninguna otra cosa. Lo había sabido y ahora estaba allí.

Y él, entre todas las personas que podían comprender el horror en toda su extensión, debía enfrentarse a ellas. ¿Debía qué? No lo sabía. Apoyó las manos sobre una de las bandejas de comida abandonadas por algún comensal descuidado. Encontró un cuchillo de plástico entre los restos de comida, el vaso de jugo de naranjas volcado sobre el plexiglás de la mesa. Un largo charco de color que desaparecía mientras la oscuridad llegaba. Una mujer gritaba y reía de pie junto a la puerta cristalera que se abría al jardín. Era una enfermera, la bonita de cabello rubio que siempre le sonreía al llevarle la medicina. Ella era quien había gritado la primera vez.

- ¿No es hermoso? - decía - ¿No es algo bello?

Estaba de espaldas, el uniforme impecable marcándole el cuerpo flaco y joven. Juan la apreciaba: era ella la que de vez en cuando le permitía no tomar todas las pastillas, la que le hacía guiños cariñosos. “Por una vez, nadie notará que no la tomaste”, murmuraba apretándole las mejillas. Como si fuera un niño. Y él sonreía, agradecido y fascinado por las manos regordetas de la enfermera, su rostro amable y pálido. La vio ahora, rodeada de oscuridad, casi engullida por ella, y supo que debía salvarle antes que a nadie. Debía evitar que desapareciera, consumida, destruida, olvidada para siempre.

Se acercó a ella. Estaba un poco separada del grupo que fotografiaba, miraba y señalaba. Se volvió para mirarle, los ojos glaucos muy abiertos. Se acercó a él, dijo alguna cosa. ¿Su nombre? Ven aquí, ven a ver esto. Le llamó por señas. Él sonrió y por un momento la vio flotar en la luz, con la oscuridad a la espalda. La encontró hermosa, tierna. La oscuridad no la merecía. Le clavó el cuchillo de plástico en el ojo derecho. Un movimiento rápido y firme. Ella dejó escapar un sonido extraño, como ahogado, mientras Juan movía la muñeca y, con la mano libre, la sujetaba del brazo para mantenerla erguida. La sangre brotó en un riachuelo negro. ¡La oscuridad ya estaba en ella! Y Juan apretó la presión. ¡Vete, déjala ir! Ella gemía en voz muy baja, se sacudía, trataba de alejarse. El uniforme impecable se cubrió de hilos carmesí como un delicadísimo encaje, el rostro melifluo adquirió color y, por una vez, verdadero atractivo.

Todo eso lo vio Juan mientras apretaba con fuerza el cuchillo contra el ojo cada vez con mayor fuerza. La masa blanca y sanguinolenta derramándose en las mejillas de la mujer le manchó los dedos. Pero la oscuridad había renunciado a ella, Juan lo sabía. La muerte estaba tan cerca, era algo hermoso, vivo, más allá de las tinieblas que le rodeaban, que amenazaban con consumir al mundo con rapidez.

Otro grito. Esta vez uno muy agudo. Juan dejó caer a la enfermera y vio que el hombre del teléfono móvil lo miraba con la boca muy abierta, aterrorizado. La oscuridad a su espalda, como una sombra alargada que se extendía por sus pies hacia el tumulto que seguía admirando el cielo en tinieblas. Se abalanzó sobre él y el cuchillo cortó con dificultad la piel de la cara, el tallo firme del cuello. Ahora la sangre era un manantial radiante, brillando bajo las luces potentes de la sala y enfrentándose a la oscuridad. ¡Así! ¡Así! Juan gritaba de júbilo por la convicción ciega y total que vencía al final de todas las historias, al tiempo que había dejado de correr. La sangre brillante movía el mecanismo infinito que mantenía al mundo vivo, a salvo de su disolución final.

Juan no sabía con claridad qué ocurrió después. En realidad todo pareció suceder al mismo tiempo, como una secuencia de imágenes superpuestas. El hombre del teléfono caía al suelo, entre convulsiones, la mano apoyada contra el cuello. Dos mujeres chillaron cuando Juan se abalanzó sobre ellas, tratando de apartarlas de la oscuridad ahora total que había engullido el sol. A una le aplastó la cabeza contra el suelo. A la otra le clavó los dedos en la garganta y apretó con toda la fuerza de la furia que le sacudía. Un hombre de uniforme se abalanzó sobre él, con el garrote en alto. Juan reconoció la oscuridad en él, los tentáculos del horror asomando entre los ojos muy abiertos y horrorizados. Se arrojó sobre él con los brazos abiertos, le clavó los dientes en la mejilla. Mordió. Mordió y mordió hasta que la oscuridad salió del hombre y el cuerpo se desplomó flácido bajo el suyo.

La muchedumbre corría hacia afuera. La oscuridad ahora era más brillante, una estela de terciopelo contra la ventana gigantesca del hospital, más allá de sus jardines. Juan tomó una de las sillas y la arrancó de cuajo del suelo; la fuerza del miedo convertida en un motor misterioso de pura desesperación. Golpeó a diestra y siniestra. Escuchó gemidos, chillidos de pánico. Vio cuerpos caer. Golpeó y golpeó, mientras la oscuridad le disputaba a esas pobres almas, mientras se escondía en sus dedos retorcidos, los rostros desfigurados por el pánico. Golpeó y golpeó hasta que liberó a cada uno de ellos, hasta que la sangre brotó y su olor cálido conjuró al fin del mundo que atisbaba desde las tinieblas.

La multitud corrió por el pasillo. Unos le señalaban y huían de él. Otros intentaron detenerlo. Juan se encontró reducido, lastimado, pero la fuerza del miedo era mayor. Aplastó la cabeza de un hombre contra la pared, sintió el hueso romperse bajo sus nudillos. Corrió entre ellos, entre los gritos, entre la tenaz decisión de salvarles y el rencor que le inspiraba esa huida desordenada, triste, huérfana de todo significado. ¡La oscuridad está aquí! ¿No pueden verla? ¡Aquí! El sol ha desaparecido, el fin del mundo ha llegado y sólo yo lo veo.

El hacha entre las manos. Pesada, firme. Una redención en sangre. El filo que brillaba bajo los últimos vestigios del sol. La oscuridad llegaba ahora en una lenta sucesión de capas interminables que sólo Juan podía ver. Y mientras golpeaba, cortaba, mataba, Juan trató de salvar el mundo de sus garras, de las cuevas ocultas y siniestras que se ocultaban más abajo del sol que moría, de la realidad que se desplomaba a fragmentos: una frágil superficie bajo la cual habitaba el miedo como un monstruo ciego.

Ahora, la luz volvía con lentitud y brillaba sobre los charcos de sangre que se extendían por el suelo, las escaleras abiertas hacia el jardín, las puertas entreabiertas de los consultorios a ambos lados del pasillo. Juan miró la puerta de cristal que cerraba las dependencias internas del hospital del mundo exterior y sintió alivio. La oscuridad seguía allí. Por ahora contenida, a la espera de deslizarse hacia el lugar seguro que Juan había construido con la muerte. Más allá, la multitud corría, escapaba, corría hacia la garganta del mal que esperaba para engullirlos. Juan sintió pena por ellos.

-¡Por favor, no lo hagas! - era la mujer que lloraba y suplicaba - ¡No lo hagas! ¡No me mates! ¡No lo hagas!

Juan se volvió y sonrió. Una sensación de plácido alivio le recorrió. Al menos las almas a su cargo estaban a salvo, pensó mientras levantaba el hacha de nuevo. La sangre de nuevo. El silencio como un eco en mitad de la redención.

 

FIN

 

Relato editado por Paya Frank @ 2025 Blogger