EL TIEMPO DEL SEXO, como el peligro, es una cinta de
Moébius, invertida e inmanente; tiene fin, pero -igual que la superficie
unilateral- puede prolongarse ad infinitum hacia este fin sin alcanzarlo nunca
o, consecuentemente, volver a empezar todo de nuevo. En este último capítulo,
el más «bizantino» de las Memorias en ambos sentidos de la palabra, las dos
paradojas se funden, se confunden, en un mismo diapasón.
Todo volvió a pasar en esa efímera -y por ende eterna-
mañana de diciembre, bajo una sabia lluvia que parecía cesar a ratos, como
comprendiendo.
Recordé, mientras deambulaba al azar por la calle Allenby de
Tel Aviv, cierta erudita disquisición que el Profesor Alfredo Castellanos había
hecho más de treinta años atrás, en una de las conventuales aulas de mi
Facultad de provincia, sobre el agente de los verbos impersonales: «Llueve»,
sentenciaba, «es una oración completa, aunque sólo contenga una palabra, pero
¿cuál es el sujeto, qué o quién llueve? Y dejemos el dónde para otro cuándo».
Las respuestas alternativas pertenecían a los arcanos de la
filosofía del lenguaje, como el curioso «complemento de lugar meta-físico», que
mi viejo maestro había acuñado para la quijotesca «vela de las armas»: un sitio
hipotético, inconcreto, más propio de geografías fantásticas que de la
gramática castellana.
Bien podría haberse usado aquel concepto para nombrar ese
café adosado a una pequeña librería, al que fui a dar durante uno de los
chaparrones súbitos, hacia el final de las galerías paralelas de la calle
Allenby. Entre dos de ellas, o quizás en la conjunción de todas, carecía de
nombre, y una de sus mitades descansaba sobre la acera, cubierta por una lona
agalerada con dos rectángulos translúcidos que hacían las veces de ventanas.
De allí se divisaba la cúpula de la antigua Gran Sinagoga de
Tel Aviv, un domo ceniciento, que desde ese ángulo inusitado lucía como un
templo de otra índole o del pasado. Parecía remedar, también, el título de la
novela que acababa de comprarle al inefable Dykler, dos cuadras más arriba:
Triste, Solitario y Final, de Osvaldo Soriano. Pero sobre todo, era un rincón
demasiado abstracto, ultra-geométrico (aunque no en sentido euclidiano), con un
rumor de agua envolvente que debía haberse filtrado por los intersticios de la
carpa, bastante visibles. Y sin embargo estaba seco y cálido, brillantemente
iluminado en contraste con el grisáceo exterior, y en el medio bullía un fuego
de estufa antigua, entre cocina y brasero, que convertía al recinto en una
especie de cabaña campesina aislada en la tormenta.
Pero lo más inquietante -como esa y tantas otras veces- que
lo hacía merecedor del atributo «metafísico», era la presencia de una mujer
desnuda, cuyas ropas se secaban sobre la estufa colonial y su rostro traslucía
un perfil, a lo Matisse, borroneado por el velo de la lluvia «de afuera»...
Aquello había ocurrido -por primera vez- hacia finales de
los '60, en México, en un café similar (o tal vez idéntico); también inmerso en
una galería casi siempre desierta, junto a un puesto de libros viejos, en la
calle Universidad del Distrito Federal. El mismo toldo de lona verde, la misma
estufa innegable, la imprecisa mujer estirando sus prendas íntimas, empapadas,
sobre la rejilla de bronce.
Pero entre ambos, había ahora una barrera intangible que
antes no estaba. Entonces me había acercado a ella, deslumhrado por la certeza
de su cuerpo, y sus rasgos se fueron acentuando como si alguien, despaciosa,
lorquianamente los diseñara: «anchos hombros, fino talle... boca triste y ojos
grandes», un pubis enhiesto, de ralo vello azabache, y los pechos pequeños y
duros, macizos y redondos como bolas de billar.
Yo no conocía a esa mujer, aunque me acordase de su dolor y
estampa. Había venido de un afuera imposible, porque a través de los
ventanales, mal protegidos por los aleros de tela basta, se alcanzaba a ver un
templo y una calle que no podían estar allí. Todo el entorno y la estancia
misma eran un «complemento de lugar metafísico», un sueño semántico, una
quimera. No obstante, la mujer parecía real y sus muslos temblaban de frío -o
de excitación- entre las ondas de calor ascendente que distorsionaban su forma,
sin, al parecer, tocarla.
Cuando el borroso Matisse de su rostro se convirtió en un
Mo-digliani casi caricaturesco, de pronunciada lascivia y agresiva tristeza, ya
estaba a su lado ofreciéndole mi capa de lluvia «o cualquier otra cosa que
pudiera desear», con un ademán que intentaba ser caballeresco y era simplemente
obsceno.
«Quiero que se me pase el frío», dijo, «de cualquier modo
que sea». Quizá fuera demasiado, e insólito por lo demás, aun para el decidido
Donjuán que era yo en esa época. Tampoco las mexicanas solían ir tan al grano,
sabedoras de caminos más misteriosos y enrevesados. Atiné apenas a ofrecerle un
trago, mientras ella se ponía mi capa, no sin dejarla lo suficientemente
entreabierta para que nada, o muy poco, quedase librado a la imaginación. (Así
noté que las perfectas esferas de sus senos estaban cuarteadas, como si fuesen,
en verdad, del más puro marfil).
Nos sentamos en la mesa más cercana al fuego, con sendos
vasos de ron blanco y una música indefinible que brotaba del fondo de la
librería, sin que nadie los hubiera pedido; ya que sólo nosotros (o así me
parecía) estábamos allí atrapados. Esta sí era una sensación tan nítida, tan
exacta, que debía ser verdadera.
A pesar de todo, extrañeza incluida, me fui al humo como
cualquier galán atolondrado y comencé a sobarle las tetillas, que yacían,
literalmente, en el hueco de mis manos. Eran tan similares a bolas de billar,
que hasta creí escuchar un ruido al entrechocarlas y casi se me escapa una
carambola, con los singulares medios a mano para ejecutarla. La capa cayó al
suelo como un disfraz de medianoche, y nos tumbamos sobre ella, entre las mesas,
cual una parejilla de perros trasnochados.
Después, vistiéndose de prisa con la ropa todavía húmeda,
sin detenerse a liberar su trenza enredada en los pasamanos del corsé, me dijo
en un susurro:
-Vete rápido, he puesto una bomba en las estanterías.
Y miró hacia un rincón del bar, donde campeaba la foto del
Presidente Echeverría, cacheteada por un grafito elocuente: Tlatelolco, 68.
Eso fue todo, salí disparado por la abertura verde hacia la
lluvia, que no cesaba. La capa quedó como una presa sojuzgada bajo las patas de
las sillas.
No logré, o no quise, oír la explosión, o tal vez no se
produjo nunca. Creo haberme salvado, haber huido. ¿Por qué entonces he vuelto
tantas veces, y todo torna a repetirse casi de la misma manera? La barrera,
implacable, se extiende paulatinamente. Esta vez, sólo alcancé a acariciarle
los pechos.
FIN
2001
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