Imagen generada con IA
Con la noche apenas instalándose, me encontraba tirada de
panza en mi puesto de espía. Comprobé en mi cuaderno, donde plasmaba una rayita
diaria, que se cumplían mil días de haberse desatado el infierno en la Tierra.
Observaba a través de una mirilla sin rifle… lo había perdido en mi última
huida. Con agudeza inspeccionaba los detalles agrandados en la lentilla. Era un
grupo nutrido, tal vez treinta o cuarenta personas. Refugiados en las ruinas de
un edificio sin techo y con las paredes mordisqueadas por las bombas. Al igual
que el resto de cadáveres de concreto. Festejaban alrededor de una fogata, en
la que se cocinaba un enorme jabalí sobre improvisadas parrillas. Desafiaban a
la hambruna con la abundante caza. Por el rabillo del ojo descubrí en ambos
flancos a otros oportunistas como yo, escondidos y acechando entre las ruinas.
Eso podría ser un problema, pero no me preocupé demasiado: todos solían viajar
con pesadas armas y con enormes mochilas donde cargaban todas sus inútiles
pertenencias.
-Pura basura inservible -murmuré para mí-, en épocas
apocalípticas lo único que esta chica necesita es un cigarro y un buen
revolcón.
Conseguir comida en el campo me resultaba muy fácil, ya fuera
una pequeña presa o una recolección de frutos, incluso algún supermercado aún
sin ser violado. Pero conseguir un cigarro o una buena sesión de sexo
consensuado era de verdad complicado en días apocalípticos. Por eso yo sólo
cargaba un viejo bate de beis y un pequeño morral con agua, pantaletas limpias,
mi cuaderno y las sobras de una ratilla cocida. ¡Oh sí!, también llevaba una
generosa dotación de tampones: la menstruación en días apocalípticos era un
verdadero fastidio. No veía nada que me interesara. Estuve a punto de abandonar
mí puesto y alejarme, pero un puntito naranja refulgió en la oscuridad a unos
cien metros de la fogata. Era un flaco larguirucho que fumaba nervioso mientras
vigilaba. De pronto, un oscuro caballero cabalgando sobre un corcel muerto
apareció de la nada con gran estruendo. Era uno de los cuatro malditos que
habían incendiado al mundo. El jinete azotó al grupo de gente con ferocidad;
los pobres hombres apenas pudieron reaccionar realizando un tiro por aquí y por
allá. En poco tiempo el jinete oscuro había arrasado el campamento. Había
dejado a la congregación de supervivientes al borde de la muerte, con grotescas
erupciones en la piel y sangrando a raudales por cada orificio de sus cuerpos.
Su caricia y su aliento eran mortales, era el jinete de la peste. Busqué al
larguirucho y vi que permanecía hecho un ovillo, inmóvil. Al parecer la peste
no lo había notado. Guarde la mirilla y salí corriendo hacia allá, no habría
mejor oportunidad: la noche espesa y los restos de la batalla atraerían a toda
clase de carroñeros. En mi carrera vi que de todas direcciones salían los otros
ladrones como yo, eran por lo menos ocho. Mi menudo cuerpo y la liviandad de
equipaje me sirvieron para aventajarlos. Pronto comencé a escuchar el conocido
zumbido de balas surcando el aire cerca de mí. No me detuve. Pasé corriendo por
el campamento, esquivando cuanto apestado se me atravesaba. Pude ver que el
grupo de gente recién atacado cargaba con mucha chatarra. Pasé de largo la
comida en las parrillas y llegué hasta el larguirucho, que continuaba en
posición fetal con los párpados apretados. Sin pedir permiso tantee sus
bolsillos en busca del paquete deseado. Lo encontré: una clara cajetilla de
cigarros se sentía a través de la mezclilla. Los demás cazadores comenzaron a
llegar y, en una especie de silenciosa tregua entre todos, fueron tomando todo
lo que alcanzaban.
-¿Tienes más? -le pregunté al larguirucho.
Sacó la cabeza, me vio y luego miró hacia donde los otros
cazadores ya comenzaban a romper la tregua y se balaceaban entre ellos. Estaba
confundido y asustado, era un chico de no más de veinte.
-No, son los últimos -me contestó tembloroso.
La balacera campal arreció, los zumbidos de balas pasaban muy
cerca. Tomé al chico de los brazos y lo obligué a incorporarse.
-¡Sígueme! -lo apuré, ya corriendo.
El flaco larguirucho no lo pensó y salió disparado detrás de
mí; lo llevaba pegado, pisándome los talones, por poco me hace tropezar.
Corrimos en la oscuridad por kilómetros hasta llegar a un terreno nauseabundo y
muy irregular, donde unos blandos bultos perdían firmeza con el peso y otros
crujían apenas pisar. El chico iba tan cerca que sentía su pesada respiración
en mi nuca. Y la seguí sintiendo con satisfacción por el resto de la noche,
incluso cuando ya habíamos llegado a buen resguardo.
El amanecer nos encontró desnudos y exhaustos sobre una
extensa fosa repleta de cadáveres amontonados con diferentes grados de
descomposición; algunos muy viejos con los huesos expuestos y otros tan
recientes que ni el rigor mortis se había dado cuenta que estaban muertos.
Compartíamos el último cigarro.
-Me llamo Tabias -me dijo el chico con una enorme sonrisa-. ¿Y
tú?
-Llámame simplemente Jane.
FIN
Relato de Paya Frank @ Blogger