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6 de noviembre de 2023

EL SOMBRERO {Relatos}

 



Relatos adaptado por Paya Frank

El abuelo Raimundo fue siempre un hombre de gustos refinados. Nosotras no conocimos bien muchos aspectos de su personalidad, pero Mamá es quien siempre está repitiendo que era "un gourmet en la mesa, un académico en las tertulias y un verdadero dandy en el vestir".

Lo que sí recordamos bien, son los felices momentos que pasábamos con él y por cierto que nunca olvidaremos aquel tragicómico episodio que muy pocos conocen y que quizás tuvo en su vida mayor importancia de la que pudiera atribuírsele.

Durante los veranos, venía el abuelo Raimundo a buscarnos, todos los domingos, a mi hermana menor y a mí. Elegante, de la cabeza a los pies, con un impecable traje blanco de Palm Beach (cuyos pantalones parecían tener rayas indelebles), unos zapatos de brillo espejeado y un sombrero de Jipijapa.

Este sombrero era su orgullo. "Es un legítimo Montecristi", nos decía y, una vez nos contó que se lo habían mandado desde el Ecuador, arrollado dentro de una cajita de madera de balsa. "Es una joya", decía y levantaba el tafilete para que se pudieran ver mejor los círculos del tejido y el sello que confirmaban su origen y autenticidad.

El abuelo nos llevaba a la plaza principal, se ubicaba en un banco y mientras nosotros correteábamos, él leía el suplemento literario de su periódico. Cuando daban las once, controlaba su reloj de bolsillo con el del campanario y entrábamos a la Catedral.

Con sumo cuidado, el abuelo colocaba su sombrero de paja a su lado y desplegaba un pañuelo sobre el reclinatorio para el momento de la Elevación. Luego sacaba tres billetes nuevecitos, sin ninguna arruga, que ya traía preparados para nuestras limosnas.

Cuando salíamos de misa, saludábamos a todo el mundo. Le gustaba presentarnos como "sus diablillas" a quien aún pudiera no conocernos, puesto que esa ceremonia se repetía todos los domingos.

Después íbamos a una confitería. Él tomaba con deleite un Campari y nosotras devorábamos unos gigantescos helados, que jamás confesábamos haber comido cuando Mamá rezongaba por nuestra falta de apetito.

El abuelo había enviudado hacía muchos años, nosotras no recordábamos claramente a la abuela, pero él nos contaba que había sido una mujer maravillosa y que por eso, él no se había vuelto a casar, porque "no habrá ninguna igual, no habrá ninguna", decía con vehemencia.

Sin embargo, a punto estuvo de volver a hacerlo. Nosotras, "las diablillas", fuimos las primeras en notar cómo el abuelo saludaba con mayor deferencia a doña Felicitas. Cuando la veía venir, se sacaba el sombrero con un ademán mosqueteril, retenía un momento su mano, luego de amagar un beso caballeresco en ella como saludo y le decía siempre algún cumplido.

Pronto, la salida de misa y el posterior paseo fue como un pas-de-quatre, ya que doña Felicitas, casualmente, iba en la misma dirección. Al comienzo, nosotras caminábamos detrás. Íbamos riendo y haciendo morisquetas, porque notoriamente doña Felicitas últimamente usaba un apretado corsé que le afinaba el talle, pero que hacía surgir unas protuberancias poco estéticas que daban mayor volumen a su ya abundante busto y a sus enormes asentaderas.

Pero el abuelo no lo notaba, o fingía no verlo, porque a cada nuevo encuentro aumentaba sus requiebros. Tampoco se daba cuenta, que de un tiempo a esa parte -y creo que fue justo después de que el abuelo le dijera a doña Felicitas que tenía un cutis de porcelana- ésta había aumentado su dosis de polvo de albayalde.

Un día que nuestras risitas fueron más atrevidas, el abuelo muy severamente, nos mandó caminar adelante y esperarlos en cada esquina, para cruzar la calle.

Pero nuestras burlas seguían; jugábamos a ser la pareja e inventábamos ridículos diálogos amorosos de cursi tenor, que siempre terminaban en pedido y aceptación de matrimonio.

Así las cosas siguieron por algunas semanas. Un domingo, en vez de la consabida parada en la confitería, doña Felicitas sugirió que fuéramos hasta su casa, pues ella misma había preparado un licorcito de cáscaras de naranjas para el abuelo y una tarta de frutilla que, estaba segura, nos gustaría.

Y allá fuimos. Entramos en una sala que, se nos antojó, se parecía tremendamente a su dueña: atiborrada de adornos y con aroma rancio. Se destacaban un piano, con un mantón de Manila y un búcaro con unas flores sospechosamente tiesas.

Varios almohadones, puestos como al descuido, nos impedían el paso. Doña Felicitas los levantaba, los esponjaba y ponía sobre los sillones en medio de grititos y risitas.

A la invitación de ponernos cómodos, rápidas nos posesionamos del sofá de dos plazas. El abuelo miró alrededor, depositó su sombrero sobre un almohadón de cuatro borlas y se sentó en una mecedora de esterilla que inexplicablemente, había escapado a la invasión de los cojines.

"No toquen nada", dijo el abuelo por lo bajo, mientras Doña Felicitas, en el comedor contiguo, parloteaba y servía las porciones de torta. Mi hermana y yo conteníamos apenas nuestros deseos de reír, de reír sin saber bien por qué, mientras el abuelo parecía preocupado y trataba de adoptar una postura natural.

Doña Felicitas entró con una bandeja. Estaba eufórica, ponderaba lo educaditas que éramos. Nos sirvió, dejó la bandeja sobre una mesita y hablando sin cesar se movía de aquí para allá con pasitos que casi parecían una danza. De pronto, con un giro que ella habría pensado lleno de graciosidad, se sentó, depositando toda su humanidad sobre el sombrero de paja del abuelo.

Lo que siguió, fue un confuso intercambio de atropelladas disculpas, de mal simuladas dispensas y un torneo caballeresco en el que los contendores se disputaban la responsabilidad de lo ocurrido.

Cuando por fin nos fuimos, el abuelo estaba rojo de ira. Ya en la calle le oímos mascullar algo así como "¡flores artificiales!, ¡almohadones con borlas!". Luego muy callados, caminamos hasta casa. El abuelo no podía ocultar su humillación cuando se cruzaba con algún conocido, a quien habrá extrañado, sin duda, que aquel día de sol, el elegante señor llevara en la mano su sombrero, inocultablemente todo deformado.

No se quedó a almorzar con nosotras; el abuelo no hubiera podido soportarlo.

Mi hermana y yo pasamos una semana muy tristes. Pensábamos que el abuelo Raimundo ya nunca más vendría a buscarnos. Y nos dimos cuenta de cuánto lo queríamos.

Pero el domingo siguiente, a la hora de siempre, sonó el timbre. Corrimos al zaguán y allí estaba el abuelo, elegante e impecable como siempre y con su hermoso jipijapa totalmente restaurado.

Tras nuestro alborozado recibimiento de estrujantes abrazos, echamos a andar como si nunca hubiera pasado nada. De pronto, tal si fuera una ocurrencia repentina, el abuelo nos preguntó:

-¿Qué les parece si hoy vamos a otra plaza y a otra iglesia?

-¡Sí!, ¡sí! -gritamos locas de alegría.

 

 

Pensándolo bien, fue una suerte lo que pasó con el sombrero del abuelo Raimundo. De todas maneras, con doña Felicitas, no hubiera sido feliz.

 

FIN

 


6 de octubre de 2023

"El ángel de Ozonate" Relatos

 


Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado enfronte. En ella resulta más ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y reflexiona-. Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo, espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo y blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me veían? ¿Cómo no iban a pensar en un danzante extraviado en la meseta? Decían, en la lengua de sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y notaban el raro fulgor de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio a la vez que la memoria, quizás por el frenesí mismo de la danza en que había participado. Y comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las ancianas se santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insania, y de mi apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por fuerza excluía toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni siquiera un monosílabo se concluyó que también había perdido el uso de la palabra. Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un discurso que no se traduce ni en el más leve movimiento de los labios. Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia interna me impide toda forma de comunicación con los demás, y con mayor razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió con rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago.

 

Compartían más bien esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y olvidé todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una familia? Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba. Tan cetrino mi rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba, y se afirmaba en mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no por ello menos vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar este atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué mi desazón a la vista del lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era en vano así mismo buscar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya, y ajeno a juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo moribundo en una pampa desolada.

 

Concurría a los pueblos en fiesta, y escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris, y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía. Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al cabo de ese andar sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria. Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados. Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles, como los que aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el último fue donde golpeó la centella, y solo queda su silueta, e impresas unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, sobre una floración de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin término la soledad, el crepúsculo, el exilio…


27 de septiembre de 2023

Un Gato Viejo {Relato}

 



Era un gato viejo y negro, que tenía algunos años viviendo en ese cementerio, conocía todas las tumbas y con gran orgullo podía decir que ya había dormido varias siestas en muchas de ellas.
Pero hubo un día en que el viejo minino contempló un extraño suceso, había un fantasma sentado encima de una de las lapidas de aquel cementerio.
El gato contempló al fantasma, pero el fantasma sólo contemplaba el cielo.
Fueron varios los días y las semanas en las que el fantasma se la pasaba sentado viendo al firmamento, ya fuera de noche o en un día muy nublado. El viejo gato también buscaba en el cielo aquello que con tanta fascinación tenía embobado al fantasma, pero el gato nunca logró encontrar nada que fuera peculiar para sus gatunos ojos.
Pasaron uno y dos años, tres y cuatro más… y el gato se volvió más lento y dormilón. El fantasma en cambio seguía como estaba y donde estaba, con la cabeza apuntando hacia el cielo y sentado encima de aquella tumba.
Un cierto día en que hacía mucho frío y mucha neblina, el gato sintió sus huesos congelados, también cansados, caminaba lento y tenía mucho mucho sueño, tanto como no había tenido en toda su vida. Decidió que tomaría una siesta, llego a una tumba, dio un par de vueltas en círculo y cayó rendido. El gato comenzó a temblar y se dio cuenta que no se despertaría mas, abrió por última vez sus ojos y miró con asombro que la tumba que había escogido para tener su última siesta era la de aquel fantasma que ya no seguía viendo el cielo, ahora lo veía a él. El fantasma entonces extendió una de sus manos y acarició al gato y el gato dejó de temblar, ya no tuvo frío.
Ese día nublado se escuchó algo en aquel cementerio y si hubiera habido alguien más a parte de los muertos lo hubiera escuchado con facilidad.
"Te esperé durante mucho tiempo mi despistado y dormilón minino"

9 de septiembre de 2023

BAJO LA LLUVIA TE ESPERÉ...

 


Te estuve esperando y esperando durante mucho tiempo, pero no me dijiste nada, nada que me hiciera pensar que no vendrías a buscarme y tampoco vino nadie a decirme que no te pasarías por allí ni por asomo. Nadie me ofreció ni siquiera una caricia para no sentirme solo.
Deambulé por las calles y por el parque, sin perder de vista el lugar donde me dejaste.
Recorrí la calle de arriba a abajo para entrar en calor y por los nervios, que me impedían mantenerme quieto. ¿Por qué tenías que dejarme solo en ese lugar desconocido? ¡qué bien me habría venido una caricia en ese momento! hubiera estado bien que alguien, un alma caritativa me hubiera ofrecido una...
El frío de esa tarde me dejaba mis patitas moradas casi azules, pero ¿cómo iba yo a pensar que estaría tanto tiempo esperándote en la calle? Yo puedo resistir el frío hasta que vuelvas por mi y regresar a casa, pero no puedo resistir el frío durante horas y horas.
Por si no era suficiente con el frío de aquella tarde y las prisas por verte, empezó a llover con fuerza y aquella farola metálica donde yo me resguardé, no era un buen lugar en caso de relámpagos. De modo, que salí corriendo del parque. Salté el pequeño muro, crucé velozmente la calle con cuidado de no ser atropellado y me resguardé de la lluvia gracias a un balcón que a pesar de estar empapado de agua, aquel saliente del edificio me brindaba algo de refugio.
Empecé a temblar de frío y agaché la cabeza para cubrirme un poco más de aquella gélida tarde, mientras observaba la calle bajo el chaparrón, veía a la gente correr en busca de un techo, al igual que las hormigas huyendo del agua.
Lo que empezó como una llovizna se convertía en un aguacero por cada segundo que pasaba. Aquél balcón ya no me cubría en absoluto. Mi cuerpo estaba completamente mojado. Aquella fría tarde se había convertido en una tarde de luto.
Y yo ahí, inamovible, esperándote bajo el frío y el aguacero, como un guardia.
A los cinco minutos dejó de llover, dejando las hojas muertas de los arboles que pasaban fugaces entre las ruedas de los coches.
Un desconocido pasó muy cerca mientras paseaba a su perro, y comenzó a acariciarme.
Le comenzó a ladrar de agradecimiento.. sólo que mi ladrido sonó quebrado por el llanto y el frío.
Era curioso comprobar cómo una simple caricia podía darme tanta compañía al tiempo que me daba algo de calor mientras me iba de allí, cansado de esperar y de creerte...
"NO ABANDONES A QUIEN MÁS TE AMA."

6 de septiembre de 2023

EL CORAZÓN DEL PARQUE

 

                                                      

 Enoch Emery supo al despertarse que ese día llegaría la persona a quien podría mostrárselo. Se lo decía su propia sangre. Tenía sangre sabia, como su padre. Esa tarde, a las dos, saludó al guarda del segundo turno.

-Hoy llegas un cuarto d’hora tarde na más -le dijo, irritado-. Pero m’he quedao. Me podía haber ido, pero m’he quedao.

Vestía un uniforme verde con un ribete amarillo en el cuello y las mangas, y un galón amarillo en la parte externa de cada pernera. El guarda del segundo turno, un muchacho de cara prominente, con la textura de la pizarra y un palillo colgado del labio, vestía igual. La entrada en la que se encontraban estaba hecha de barrotes de hierro, y el arco de cemento, que les servía de marco, tenía la forma de dos árboles; las ramas se unían para formar la parte superior, donde unas letras retorcidas rezaban: parque municipal. El guarda del segundo turno se apoyó en uno de los troncos y empezó a hurgarse los dientes con el palillo.

-To los días -se quejó Enoch-, to los santos días pierdo un cuarto d’hora esperándote aquí como un pasmarote.

Todos los días, cuando terminaba su turno, entraba en el parque y, todos los días, cuando entraba, hacía las mismas cosas. Primero iba a la piscina. Le tenía miedo al agua pero le gustaba sentarse cerca de la orilla, un poco más arriba, y, si en la piscina había mujeres, las observaba. Una mujer, que iba todos los lunes llevaba un bañador con una raja en cada cadera. Al principio pensó que ella no se había dado cuenta, y, en lugar de mirar abiertamente desde la orilla, se había ocultado entre los arbustos, riéndose para sus adentros, y la había espiado desde allí. En la piscina no había nadie más -el gentío no llegaba hasta las cuatro- para avisarle lo de las rajas, y la mujer había chapoteado en el agua y luego, después de acostarse en el borde de la piscina, se había quedado dormida más de una hora, sin sospechar en ningún momento que, desde los arbustos, alguien le miraba las partes que asomaban por el traje de baño. Otro día, cuando Enoch pasó por ahí un poco más tarde, vio a tres mujeres, todas ellas con rajas en los bañadores, la piscina llena de gente y nadie se fijaba en ellas. La ciudad tenía esas cosas, siempre lo sorprendía. En cuanto le sobraban dos dólares se iba a visitar a una puta, pero no paraba de sorprenderle la relajación que veía en la calle. Se escondía entre los arbustos por puro sentido del decoro. Con frecuencia, antes de tumbarse, las mujeres se bajaban los tirantes de los bañadores.

El parque era el corazón de la ciudad. Había llegado a la ciudad con una certeza en la sangre, y se había establecido en el corazón mismo. Todos los días observaba el corazón de la ciudad; todos los días; y se sentía tan asombrado, tan turbado, tan apabullado que de sólo pensarlo le entraban los sudores. En el centro mismo del parque había algo, algo que él había descubierto Era un misterio, pese a que estaba ahí, en una vitrina, a la vista de todos, y que una tarjeta escrita a máquina lo describía con lujo de detalles. Pero había algo que la tarjeta no decía y eso que no decía lo llevaba él muy dentro, un conocimiento terrible, despojado de palabras, un conocimiento terrible como un nervio inmenso que le crecía por dentro. No podía enseñarle aquel misterio a cualquiera; pero tenía que enseñárselo a alguien. A quien fuera a enseñárselo tenía que ser alguien especial. Ese alguien no podía venir de la ciudad, aunque no sabía explicar por qué. Sabía que lo conocería en cuanto lo viera y sabía que debía verlo pronto porque, si no, aquel nervio que llevaba dentro crecería tanto que entonces él se vería obligado a asaltar un banco o a echarse encima de una mujer o a estrellar un coche robado contra un edificio. Su sangre se había pasado toda la mañana indicándole que esa persona llegaría hoy.

Dejó al guarda del segundo turno y llegó a la piscina por un sendero discreto que llevaba hasta la parte trasera de la caseta de baños de señoras, donde había un pequeño claro desde el que se veía toda la piscina. No había nadie bañándose; el agua era un espejo de color verde botella, pero por el extremo opuesto vio acercarse a la mujer con los dos niños, caminaban hacia la caseta de baños. Ella iba casi todos los días y llevaba a los dos niños. Se metería en el agua con ellos, nadaría un largo y luego se tumbaría a tomar el sol en el borde. Llevaba un bañador blanco con manchas que le quedaba muy holgado, y, en varias ocasiones, Enoch la había espiado con placer. Abandonó el claro y se subió a una cuesta cubierta de arbustos de abelia. En la parte de abajo había un túnel, se arrastró en su interior hasta un lugar algo más amplio donde tenía la costumbre de sentarse. Se puso cómodo y apartó un poco las ramas de abelia para ver bien. Cuando estaba entre los arbustos, la cara se le ponía siempre muy colorada. Si alguien llegaba a separar las ramas de abelia donde él se encontraba pensaría que había visto un diablo, caería cuesta abajo y acabaría en la piscina. La mujer y los dos niños se metieron en la caseta de baños.

Enoch nunca iba inmediatamente al centro oscuro y secreto del parque. Esa parte era la culminación de la tarde. Las otras cosas que hacía conducían a eso y se habían convertido en algo muy formal y necesario. Cuando salía de los arbustos, iba a la botella helada, un puesto de perritos calientes en forma de naranjada Crush con la escarcha pintada en azul alrededor de la tapa. Allí se tomaba un batido de leche malteada y chocolate y le hacía unos cuantos comentarios sugerentes a la camarera, a la que creía enamorada de él en secreto. Después se iba a ver a los animales. Estaban metidos en una larga serie de jaulas de acero como el penal de Alcatraz de las películas. Las jaulas tenían calefacción eléctrica en invierno y aire acondicionado en verano, y seis hombres contratados se encargaban de cuidarlos y alimentarlos con chuletas. Los animales no hacían más que pasarse el día tumbados. Embargado por la turbación y el odio, Enoch los observaba a diario. Después se iba para el lugar aquel.

Los dos niños salieron corriendo de la caseta de baños, se zambulleron en el agua y, en ese mismo momento, por el camino que había en el extremo opuesto de la piscina, llegó un chirrido.

Enoch asomó la cabeza entre los arbustos. Vio un coche de color gris que sonaba como si estuviese llevando el motor a rastras. El coche pasó de largo, y él oyó su traqueteo al doblar la curva del sendero y seguir adelante. Escuchó con atención tratando de oír si se detenía. El ruido se hizo más apagado y luego aumentó poco a poco. El coche volvió a pasar. En esta ocasión Enoch vio que dentro iba una sola persona, un hombre. El sonido del motor se fue apagando de nuevo para volver a aumentar. El coche pasó por tercera vez y se detuvo casi enfrente de Enoch, al otro lado de la piscina. El hombre del coche se asomó a la ventanilla y paseó la mirada por la cuesta cubierta de césped hasta llegar al agua donde los dos niños chapoteaban y gritaban. Enoch ocultó la cabeza entre los arbustos todo lo que pudo y entrecerró los ojos para ver mejor. La portezuela del lado en que iba el hombre estaba atada con una cuerda. El hombre se apeó por la otra portezuela, caminó delante del coche y bajó hasta la mitad de la cuesta que llevaba a la piscina. Se quedó allí un instante, como si buscara a alguien, luego se sentó muy erguido en el césped. Llevaba un traje que daba la impresión de tener como un brillo. Estaba sentado con las rodillas encogidas.

-¡Hay que ver! -exclamó Enoch-. ¡Hay que ver!

Y enseguida salió arrastrándose de los arbustos; el corazón le latía tan deprisa que era como una de esas motocicletas de feria que un tipo conduce por las paredes de un foso. Si hasta recordaba cómo se llamaba el hombre: Hazel Weaver. Al cabo de un instante, llegó a cuatro patas hasta el final de las abelias y miró hacia la piscina. La silueta azul seguía allí sentada, en la misma postura. Era como si una mano invisible lo retuviera, como si al levantarse la mano, la figura fuera a llegar a la piscina de un salto sin que el gesto le mudara una sola vez.

La mujer salió de la caseta de baños y fue directa al trampolín. Extendió los brazos, empezó a botar y produjo con la tabla un fuerte sonido como el del batir de unas alas enormes. Y, de repente, giró hacia atrás y desapareció en el agua. El señor Hazel Weaver volvió la cabeza muy despacio y siguió con la vista a la mujer.

Enoch se levantó y bajó por el sendero que había detrás de la caseta de baños. Apareció sigiloso por el otro extremo y echó a andar hacia Haze. Se mantuvo en lo alto de la cuesta y avanzó con cuidado por el césped, al lado de la acera, tratando de no hacer ruido. Cuando estuvo detrás de Haze, se sentó en el borde de la acera. Si hubiera tenido unos brazos de tres metros, habría posado las manos en los hombros de Haze. Lo observó en silencio.

La mujer salió de la piscina apoyándose en el borde. Primero asomó la cara, alargada y cadavérica, con aquel gorro de baño que parecía una venda y le cubría casi hasta los ojos, y la boca llena de dientes enormes. Entonces se impulsó apoyándose en las manos hasta levantar un pie enorme y una pierna y luego la otra, y así salió del agua y se quedó acuclillada y jadeante. Se levantó con calma, se sacudió y dio pataditas en el charco formado a sus pies. Los miraba de frente y sonreía. Enoch alcanzaba a ver una parte de la cara de Hazel Weaver observando a la mujer. No correspondió a la sonrisa, sino que siguió mirándola mientras ella se iba para un lugar soleado, justo debajo de donde ellos estaban sentados. Enoch tuvo que moverse un poco para ver.

La mujer se sentó en el lugar soleado y se quitó el gorro de baño. Tenía el pelo corto y apelmazado, de todos los colores, desde el rojizo intenso al amarillo limón desteñido. Sacudió la cabeza y luego miró otra vez a Hazel Weaver, sonriendo con aquella boca llena de dientes. Se tendió en el lugar soleado, levantó las rodillas y apoyó bien la espalda contra, el cemento. En el otro extremo de la piscina, los dos niños se golpeaban las cabezas contra el borde. Ella se acomodó hasta quedar bien plana en el cemento y luego se bajó los tirantes del traje de baño.

-¡Jesús mío de mi alma! -susurró Enoch, y, antes de que consiguiera apartar los ojos de la mujer, Haze Weaver se había levantado de un salto y ya casi estaba en su coche.

La mujer se sentó con la parte delantera del bañador medio caída y Enoch miraba hacia ambos lados a la vez. Le costó apartar la vista de la mujer y, cuando lo hizo, salió corriendo detrás de Hazel Weaver.

-¡Espérame! -gritó mientras agitaba los brazos delante del coche, que ya traqueteaba otra vez y empezaba a moverse.

Hazel Weaver apagó el motor. A través del parabrisas se veía su cara agria, como de sapo; parecía llevar un grito encerrado en su interior, como las puertas de esos armarios que salen en las películas de gángsteres, detrás de las cuales hay alguien atado a una silla con una toalla en la boca.

-Vaya -dijo Enoch-, pero si es el mismísimo Hazel Weaver. ¿Qué tal, Hazel?

-El guarda me dijo que t’encontraría en la piscina -comentó Hazel Weaver-. Dijo que t’escondías en los arbustos a espiar a los que nadan.

Enoch se sonrojó.

-Siempre m’ha gustao la natación -dijo. Metió un poco más la cabeza por la ventanilla-. ¿Me buscabas a mí? -preguntó, entusiasmado.

-Esa gente, esos que se llaman Moats -dijo Haze-, ¿te dijeron dónde vivían?

Enoch no parecía haberlo oído.

-¿Has venío hast’aquí na más pa verme? -preguntó.

-Asa y Sabbath Moats… la chica te regaló el pelapapas. ¿Te dijo ella dónde vivían?

Enoch sacó la cabeza del interior del coche. Abrió la portezuela y se sentó al lado de Haze. Por un momento se limitó a mirarlo y a mojarse los labios. Luego murmuró:

-Tengo que mostrarte algo.

-Busco a esa gente -insistió Haze-. Tengo que ver a ese hombre. ¿Te dijo ella dónde vivían? .

-Tengo que mostrarte una cosa -dijo Enoch-. Tengo que mostrártela, aquí, esta tarde. Sin falta.

Agarró a Hazel Weaver del brazo y Hazel Weaver se zafó.

-¿Te dijo ella dónde vivían? -volvió a preguntar Hazel.

Enoch seguía mojándose los labios. Eran pálidos salvo por la boquera color violeta.

-Claro -respondió-. ¿Acaso no m’ha invitao pa que vaya verla y lleve l’armónica? Primero tengo que mostrarte una cosa -repitió-, y después te lo digo.

-¿Qué cosa? -refunfuñó Haze.

Una cosa que te tengo que mostrar -contestó Enoch-. Tira pa adelante, que te digo dónde parar.

-No quiero ver nada tuyo -dijo Hazel Weaver-. Necesito esa dirección.

-Si no vienes, no me voy acordar -dijo Enoch.

No miraba a Hazel Weaver. Miraba por la ventanilla. Al cabo de un momento, el coche arrancó. A Enoch le latía la sangre muy deprisa. Sabía que antes de ir para allá debía pasar por la botella helada y el zoológico, ya estaba viendo que la pelea con Hazel Weaver sería terrible. Debía llevarlo para allá, aunque tuviera que golpearlo en la cabeza con una piedra y cargarlo a la espalda si hacía falta.

Enoch tenía la cabeza dividida en dos partes. La parte que se comunicaba con su sangre era la que lo calculaba todo, pero nunca decía nada con palabras. La otra parte estaba repleta de palabras y frases. Mientras la primera calculaba cómo conseguir que Hazel Weaver pasara por la botella helada y el zoológico, la segunda preguntaba:

-¿De ande has sacao un coche tan lindo? ¿Por qué no le pones unos carteles por fuera que digan algo así como: «Súbete, nena»? Una vez vi uno con un cartel así y también vi uno con…

La cara de Hazel Weaver parecía tallada en la roca.

-Mi papá tuvo una vez un Ford amarillo que se ganó en una rifa -murmuró Enoch-. Un despacotable, con dos antenas y una cola d’ardilla d’adorno. Lo cambiamos. ¡Para! ¡Par’aquí! -gritó… pasaban delante de la botella helada.

-¿Dónde está? -preguntó Hazel Weaver en cuanto entraron.

Se encontraban en un cuarto oscuro, con un mostrador dispuesto en el fondo y taburetes marrones, con forma de seta, delante del mostrador. En la pared de enfrente de la puerta había anuncio enorme de helado en el que se veía una vaca vestida de ama de casa.

-No es aquí -dijo Enoch-. Tenemos que parar aquí. Nos tomamos algo y después vamos. ¿Qué quieres?

-Na -refunfuñó Haze.

Se quedó tieso, en medio del cuarto, con las manos en los bolsillos y el cuello encogido entre los hombros.

-Siéntate -le dijo Enoch-. Me tengo que tomar algo.

Detrás del mostrador hubo un movimiento y una mujer con el pelo cortado a lo paje se levantó de la silla donde estaba leyendo el diario y avanzó hacia ellos. Lanzó una mirada agria a Enoch. Vestía un uniforme cubierto de manchas marrones que, en otro tiempo, había sido blanco.

-¿Qué quieres? -le preguntó en voz alta al tiempo que se le acercaba al oído como si fuera sordo. Tenía cara de hombre y brazos grandes y musculosos.

-Un batido de leche malteada y chocolate, nena -contestó Enoch en voz baja-. Con mucho helao.

Se apartó de él con rabia y miró ceñuda a Haze.

-Él no quiere na, dice que se va sentar aquí a mirarte un rato -le aclaró Enoch-. Dice que l’único que l’apetece es mirarte.

Haze miró a la mujer con cara inexpresiva, ella le dio la espalda y se puso a preparar el batido. Haze se sentó en el último taburete de la fila y empezó a hacer crujir los nudillos.

Enoch lo observaba con atención.

-Me parece qu’has cambiao bastante -murmuró al cabo de un momento.

Haze volvió la cabeza con un respingo.

-Quiero la dirección d’esa gente. Ara mismo -le ordenó.

Enoch se acordó de inmediato. La policía. Se le iluminó la cara con aquel recuerdo secreto.

-No sé -dijo Enoch-, me parece que ya no vienes con tantos humos como antes. «Habrá robao el coch’ese», pensó.

Hazel Weaver volvió a sentarse. Su cara siguió impasible, pero en el fondo de los ojos amargos y húmedos algo se movió. Se apartó de Enoch.

-¿Cómo es qu’allá en la piscina te levantastes tan rápido? -preguntó Enoch.

La mujer se volvió hacia él con la leche malteada en la mano.

-Claro que -añadió Enoch con malicia- yo tampoco no hubiera tenío tratos con una tipa tan fea como ésa.

La mujer plantificó la leche malteada sobre el mostrador, delante de él.

-Son quince centavos -rugió.

-Tú vales más qu’eso, nena -dijo Enoch.

Rió entre dientes y se puso a hacer burbujas en la leche malteada con la pajita. La mujer se acercó a grandes pasos hasta Haze.

-¿Para qué vienes aquí con un hijo de puta como éste? -le gritó-. Mira que venir aquí con un hijo de puta como éste, un muchacho tan guapo y tranquilo como tú. Deberías fijarte mejor con quién te juntas.

Se llamaba Maude y se pasaba el día bebiendo whisky de un bote que guardaba debajo del mostrador.

-¡Ay, Jesús! -exclamó limpiándose la nariz con el dorso de la mano.

Se sentó en una silla de respaldo recto, delante de Haze, pero mirando a Enoch, y cruzó los brazos sobre el pecho.

-Viene to los días -le contó a Haze mirando a Enoch-, viene to los santos días, el hijo de puta.

Enoch pensaba en los animales. Tenían que ir cerca de donde estaban los animales. Los odiaba; de sólo pensar en ellos, la cara se le ponía morada tirando a chocolate, como si la leche malteada se le subiera a la cabeza.

-Tú eres un muchacho guapo -dijo Maude-. Se nota qu’eres trigo limpio, sigue así, no te juntes con un hijo de puta como ese qu’está ahí sentao. Siempre sé reconocer a los muchachos que son trigo limpio.

Le gritaba a Enoch, pero Enoch observaba a Hazel Weaver. Era como si algo dentro de Hazel Weaver estuviese juntando presión, aunque por fuera se lo viese tranquilo y ni siquiera moviera las manos. Parecía embutido en aquel traje azul, encerrado en él, mientras aquella cosa seguía juntando presión. La sangre le dijo a Enoch que debía darse prisa. Chupó con fuerza la pajita y se terminó la leche malteada.

-Sí, señor -dijo la mujer-, no hay nada más dulce que un muchacho limpio. Pongo a Dios por testigo. Y distingo a un muchacho qu’es trigo limpio en cuanto lo veo, así como distingo a un hijo de puta en cuanto lo veo, y qué diferencia, vaya qué diferencia, y ese cabrón, granujiento, que chupa la pajita, es un maldito hijo de puta y tú, qu’eres trigo limpio, más te vale fijarte con quién te Juntas. Porque yo distingo a un muchacho limpio en cuanto lo veo.

Enoch hizo rechinar el fondo del vaso. Se hurgó el bolsillo, sacó quince centavos, los puso sobre el mostrador y se levantó. Hazel Weaver ya estaba en pie; se inclinó sobre el mostrador hacia la mujer. Ella no lo vio enseguida porque miraba a Enoch. Hazel apoyó las manos en el mostrador y se impulsó hasta que su cara quedó muy cerca de la de ella. La mujer se dio la vuelta y se lo quedó mirando.

-Vamos -dijo Enoch-, no hay tiempo pa tontear con ella. Tengo que mostrarte eso ara mismo, tengo que…

-No soy trigo limpio -dijo Haze.

Enoch no oyó aquellas palabras hasta que Hazel las repitió.

-No soy trigo limpio -repitió, sin torcer el gesto, sin que le temblara la voz, mirando a la mujer como quien mira un pedazo de madera.

Ella le clavó los ojos, asombrada, y luego enfurecida.

-¡Y a mí qué! -gritó-. ¿Qué carajo m’importa lo que tú seas?

-Vamos -gimió Enoch-, vamos o no te diré dónde vive esa gente.

Agarró a Haze del brazo, lo apartó del mostrador y tiró de él en dirección a la puerta.

-¡Cabrón! -chilló la mujer-. ¿Qué carajo m’importa a mí de ninguno de vosotros, mugrientos?

Hazel Weaver abrió la puerta de un empellón, a toda prisa, y salió. Se subió a su coche y Enoch se montó detrás de él.

-Mu bien -dijo Enoch-, tira to recto por este camino.

-¿Qué me pides por decírmelo? -preguntó Haze-. No me voy a quedar. Tengo que irme. Ya no puedo quedarme aquí.

Enoch se estremeció. Empezó a mojarse los labios.

-Tengo que mostrarte una cosa -dijo Enoch con voz quebrada-. Solamente te la puedo mostrar a ti. Tuve una señal que eras tú cuando te vi en la piscina. Desd’esta mañana supe qu’iba venir alguien y, cuando te vi en la piscina, tuve una señal.

-A mí qué m’importan tus señales -dijo Haze.

-Voy a ver esa cosa to los días -dijo Enoch-. Voy to los días y hast’ara nunca he podío llevar a nadie. Tenía qu’esperar la señal. Te voy a dar la dirección d’esa gente cuando veas esa cosa. Tienes que verla -insistió-. Cuando la veas, algo va pasar.

-No va pasar na -dijo Haze.

Puso el coche otra vez en marcha y Enoch se sentó en el borde del asiento.

-Los animales -masculló-. Antes tenemos que pasar por dond’están los animales. Va ser rápido. No tardamos na.

Vio a los animales esperándolo con ojos malvados, dispuestos a hacerle perder el oremus. Se preguntó qué pasaría si de pronto llegaba la policía, con las sirenas y los coches patrulla, dando gritos, y se llevaban a Hazel Weaver justo antes de que él le mostrase aquella cosa.

-Tengo que ver a esa gente -dijo Haze.

-¡Para! ¡Par’aquí! -gritó Enoch.

A la izquierda se alineaba una hilera larga y reluciente de jaulas de acero, y, detrás de los barrotes, unas siluetas negras se paseaban o estaban sentadas.

-Baja -ordenó Enoch-. No tardamos na.

Haze se apeó, se detuvo y dijo:

-Tengo que ver a esa gente.

-Ya lo sé, ya lo sé, ven -refunfuñó Enoch.

-No me creo que sepas la dirección.

-¡Sí que la sé! ¡Sí que la sé! -gritó Enoch-. ¡El número empieza por un dos, vamos!

Tiró de Haze hacia las jaulas. En la primera había dos osos negros. Estaban sentados frente a frente, como dos matronas tomando el té, las caras amables, ensimismadas.

-Se pasan to el día ahí sentaos oliendo mal -observó Enoch-. Cada mañana viene un hombre a limpiar las jaulas con una manguera; cuando se va, güelen igual de mal que antes.

Todos los animales del zoo le tenían un odio arrogante como el que siente la gente de sociedad por los trepadores. Enoch pasó delante de otras dos jaulas de osos, sin mirarlos siquiera, y se detuvo en la siguiente, donde dos lobos de ojos amarillos olfateaban los bordes de cemento.

-Hienas -explicó-. No las aguanto.

Se acercó un poco más, escupió dentro de la jaula y le dio a uno de los lobos en la pata. El animal se fue hacia un costado con mirada aviesa. Enoch se olvidó un instante de Hazel Weaver. Después echó una rápida ojeada por encima del hombro para asegurarse de que seguía allí. Estaba a sus espaldas. No miraba a los animales. «Está pensando en la policía», se dijo Enoch. Y en voz alta añadió:

-Vamos, no hay que ver los monos de las jaulas esas d’ahí.

Normalmente cuando se detenía delante de cada jaula hablaba solo y hacía comentarios obscenos, pero hoy, los animales no eran más que una formalidad por la que había que pasar. Dejó atrás a toda prisa las jaulas de los monos y en dos o tres ocasiones volvió la vista para asegurarse de que Hazel Weaver lo seguía. En la última jaula de los monos, como si no pudiera evitarlo, se detuvo.

-Fíjate en ese mono -dijo con rabia. El animal le daba la espalda gris salvo por el pequeño parche rosado del trasero-. Si yo tendría un culo así -comentó con gazmoñería-, me pasaría el día sentao y no iría por ahí enseñándoselo a toa la gente que viene al parque. Vamos, no tenemos que ver los pájaros d’ahí.

Pasó corriendo delante de las jaulas de los pájaros y llegó al final del zoo.

-El coche no hace falta -anunció sin detenerse-, bajamos por esa colina d’allá, entre los árboles.

Se detuvo y vio que, en lugar de seguirlo, Hazel Weaver se había parado en la última jaula de los pájaros.

-¡Jesús mío de mi alma! -refunfuñó. Se quedó donde estaba, agitó los brazos con desespero y gritó-: ¡Vamos!

Pero Haze no se movió y siguió mirando en el interior de la jaula. Enoch fue corriendo hasta él y lo agarró del brazo, pero Haze lo apartó con gesto distraído y siguió mirando el interior de la jaula. Estaba vacía. Enoch clavó la vista en su interior.

-¡Está vacía! -gritó-. ¿Pa qué te paras a mirar una jaula vacía? Vamos. -Se quedó allí parado, sudoroso y lívido-. ¡Está vacía! -insistió a los gritos, y entonces se dio cuenta de que no estaba vacía.

En un rincón, en el suelo de la jaula, se veía un ojo. El ojo estaba en el centro de algo, una especie de mata de pelo, y la mata de pelo estaba sentada encima de un trapo viejo. Se acercó a la malla metálica, entrecerró los ojos y vio que la mata de pelo era un búho con un ojo abierto. Miraba a Hazel Weaver directamente.

-Pero si es un búho -gimió-. Ya los vistes otras veces.

-No soy trigo limpio -le dijo Haze al ojo.

Se lo dijo tal como se lo había dicho a la mujer en la botella helada. El ojo se cerró con suavidad y el búho volvió la cabeza hacia la pared.

«Éste ha asesinao a alguien», pensó Enoch.

-¡Ay, Jesús mío de mi alma, vamos! -gimió-. Tengo que mostrart’esa cosa ara mismo.

Tiró de él, pero a pocos metros de la jaula Haze volvió a detenerse y a mirar algo a lo lejos. Enoch era bastante corto de vista. Entornó los ojos y al final del camino, detrás de ellos, distinguió una figura y a ambos lados se veían otras dos figuras saltarinas más pequeñas.

Hazel Weaver se dio la vuelta de repente y le preguntó:

-¿Dónde está esa cosa? Vamos a verla ara mismo. Venga.

-Pero si yo te quiero llevar hast’ahí -murmuró Enoch.

Notó que el sudor se le secaba en la piel causándole escozor y que se llenaba de sarpullido hasta la cabeza.

-Hay qu’ir andando -anunció.

-¿Por qué? -rezongó Haze.

-No sé -contestó Enoch.

Sabía que le iba a pasar algo. Sabía que le iba a pasar algo. La sangre dejó de latirle. Todo el rato había estado latiendo como tambores y ahora ya no latía. Echaron a andar colina abajo. Era una colina empinada, repleta de árboles con los troncos pintados de blanco hasta un metro del suelo. Era como si llevaran puestos calcetines cortos. Aferró a Hazel Weaver del brazo.

-Está mojao según vas bajando -dijo mirando a su alrededor vagamente.

Hazel Weaver se zafó de él. Al cabo de un instante, Enoch volvió a agarrarlo del brazo y lo detuvo. Señaló hacia los árboles.

-Muuvseeo -dijo.

Aquella palabra rara le produjo escalofríos. Era la primera vez que la pronunciaba en voz alta. Hacia donde señalaba se vio parte de un edificio gris. Se fue ensanchando a medida que bajaban la colina y, cuando llegaron al final del bosque y enfilaron el camino de grava, pareció encogerse de golpe. Era redondo, color del hollín. Tenía columnas en el frente y entre cada columna había una mujer sin ojos, con una vasija en la cabeza. Encima de las columnas había una banda de cemento que llevaba grabadas las letras m v s e o. Enoch tuvo miedo de volver a pronunciar aquella palabra.

-Tenemos que subir la escalera y entrar por la puerta d’adelante -susurró.

Había diez peldaños hasta el porche. La puerta era ancha y negra. Enoch la empujó con cuidado y asomó la cabeza por la rendija. Se apartó enseguida y dijo:

-Ta bien, entra y camina despacio. No quiero despertar al viejo ese que hace guardia. No es muy amable conmigo.

Se metieron por un corredor en penumbra. En el aire flotaba un fuerte olor a linóleo y creosota, y, oculto debajo de éstos, había otro. El tercero era un tufillo que Enoch no lograba nombrar, no se parecía a nada de lo que había olido antes. En el corredor sólo había dos urnas y un anciano que dormitaba sentado en una silla de respaldo recto, apoyada contra la pared. Llevaba el mismo uniforme que Enoch y era como una araña disecada, atrapada en aquella silla. Enoch miró a Hazel Weaver para saber si él también olía el tufillo. Le pareció que sí; a Enoch volvió a palpitarle la sangre, y esta vez, el sonido estaba más cerca, como si los tambores hubiesen avanzado medio kilómetro. Agarró a Haze del brazo y recorrió el corredor de puntillas hasta otra puerta negra que había al final. La entreabrió un poco y asomó la cabeza por la rendija. Al cabo de nada, volvió a apartarla y con el índice le hizo a Haze una seña para que lo siguiera. Entraron en otro corredor igual al anterior pero dispuesto de través.

-Está por esa primera puerta d’allá -dijo Enoch con un hilo de voz.

Entraron en una sala en penumbra, llena de vitrinas de cristal. Las vitrinas de cristal tapizaban las paredes y, justo en el centro, había tres con forma de ataúd. Las arrimadas contra las paredes estaban llenas de aves puestas sobre bastones barnizados, se inclinaban hacia abajo y miraban con expresiones cáusticas, resecas.

-Vamos -musitó Enoch.

El sonido de tambores que notaba en la sangre se fue acercando más y más. Pasó delante de las dos vitrinas del centro y fue hacia la tercera. Se colocó en el extremo más alejado y se detuvo. Se quedó mirando hacia abajo, con el cuello estirado y las manos entrelazadas; Hazel Weaver se le acercó.

Los dos se quedaron allí de pie; Enoch tieso. Hazel Weaver ligeramente inclinado hacia delante. En la vitrina había tres recipientes, una fila de armas desafiladas y un hombre. Enoch miraba al hombre. Medía menos de un metro. Estaba desnudo, tenía la piel reseca y amarillenta y los ojos cerrados con fuerza, como si un bloque gigantesco de acero le presionara la cabeza.

-Mira’l cartel -dijo Enoch en un susurro de iglesia, al tiempo que señalaba un tarjetón mecanografiado, a los pies del hombre-, pone que antes era alto como nosotros. Unos sárabes lo dejaron así en seis meses.

Volvió la cabeza con mucha prudencia para ver a Hazel Weaver. Lo único que pudo adivinar era que Hazel Weaver tenía los ojos clavados en el hombre reducido. Estaba inclinado hacia delante, de modo que la cara se le reflejaba en el cristal superior de la vitrina. El reflejo era pálido, y los ojos, como dos agujeros de bala perfectos. Enoch esperó, tieso. Oyó pasos en el corredor. «¡Ay, Jesús mío, ay, Jesús mío de mi alma -rogó-, que se dé prisa y haga lo que sea que tenga que hacer!». Los pasos se oyeron en la puerta. Vio a la mujer con los dos niños. Los llevaba de la mano, uno a cada lado, y sonreía. Hazel Weaver seguía con la vista clavada en el hombre reducido. La mujer fue hacia ellos. Se detuvo en el otro extremo de la vitrina y miró dentro; el reflejo de su cara apareció sonriente en el cristal, encima del de Hazel Weaver. Se rió por lo bajo y se tapó los dientes con dos dedos. Las caras de los niños eran como dos platillos dispuestos a ambos lados para recoger las sonrisas que ella dejaba escapar a raudales. Haze echó la cabeza hacia atrás e hizo un ruido. Era un ruido que Enoch oía por primera vez. Podía muy bien haber salido del hombre de la vitrina. En un instante Enoch supo que era de ahí de donde había salido.

-¡Espera! -gritó, y salió disparado de la sala, detrás de Hazel Weaver.

Adelantó a Hazel cuando ya se encontraba en mitad de la colina. Lo agarró del brazo, le dio la vuelta y se quedó inmóvil, repentinamente débil, ligero como un globo, con la mirada perdida. Hazel Weaver lo aferró por los hombros y lo sacudió.

-¿Cuál es la dirección? -gritó-. ¡Dame esa dirección!

Aunque Enoch hubiese sabido la dirección, le habría sido imposible pensar en ella en ese momento. Ni siquiera era capaz de tenerse en pie. En cuanto Hazel Weaver lo soltó, cayó de espaldas y fue a dar contra uno de los árboles de los calcetines blancos. Se dio la vuelta y se quedó tendido en el suelo, con cara de exaltado. Creyó estar flotando. Lejos, muy lejos, vio la silueta azul pegar un salto y coger una piedra, y vio la cara enloquecida volverse, y vio la piedra que volaba hacia él; sonrió y cerró los ojos. Cuando los abrió otra vez, Hazel Weaver ya no estaba. Se pasó los dedos por la frente y los puso delante de los ojos. Estaban manchados de rojo. Se volvió y vio una gota de sangre en el suelo y, mientras la miraba, tuvo la impresión de que se ensanchaba como un arroyuelo. Se incorporó, aterido de frío, la tocó con el dedo y, muy débil, le llegó el latido de su sangre, de su sangre secreta, en el centro de la ciudad.

 

FIN

 

* El corazón del parque. Partisan Review, vol. 16, febrero de 1949. Reescrito y revisado del Ingles 

   Traducido al Español por @PayaFrank

 





5 de junio de 2023

EL TRIPLE ROBO DE BELLAMORE



HORACIO QUIROGA

Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Le creo tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aún agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra cosa. Sé además que si un empleado ha sido
puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo. Sí -me dijeron-; le han condenado a cinco años. 
Yo lo conocía un poco; era bien callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? 
 La denuncia fue a tiempo.
¿Qué cosa? -interrogué sorprendido. La denuncia; fue denunciado.
-En los últimos tiempos agregó otro- había adelgazado mucho.
Y concluyó sentenciosamente-: Lo que es yo no confío más en nadie.
Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.
-Ayer se supo. Es Zaninski.
Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski: primero, la anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Habla despacio y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento del Norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.

Esa noche le hallé en una mesa de café, en reunión. Me senté un poco alejado,
dispuesto a oír prudentemente de lejos.
Conversaban sin ánimo. Yo esperaba mi historia, que debía llegar forzosamente. En efecto, alguien, examinando el mal estado de un papel con que se pagó algo, hizo recriminaciones bancarias, y Bellamore, crucificado, surgió en la memoria de todos. Zaninski estaba allí, preciso era que contara. Al fin se decidió; yo acerqué un poco más la silla.
-Cuando se cometió el robo en el Banco Francés -comenzó Zaninski- yo volvía de Montevideo. Como a todos, me interesó la audacia del procedimiento: un subterráneo de tal longitud ha sido siempre cosa arriesgada. Todas las averiguaciones resultaron infructuosas.

Bellamore, como empleado de la caja, fue especialmente interrogado; pero nada resultó contra él ni contra nadie. Pasó el tiempo y todo se olvidó. Pero en abril del año pasado oí recordar incidentalmente el robo efectuado en 1900 en el Banco de Londres de Montevideo.

Sonaron algunos nombres de empleados comprometidos, y entre ellos Bellamore. El nombre me chocó; pregunté y supe que era Juan Carlos Bellamore. En esa época no sospechaba absolutamente de él; pero esa primera coincidencia me abrió rumbo, y averigüé lo siguiente.

En 1898 se cometió un robo en el Banco Alemán de San Pablo, en circunstancias tales que sólo un empleado familiar a la caja podía haberlo efectuado. Bellamore formaba parte del personal de la caja.
Desde ese momento no dudé un instante de la culpabilidad de Bellamore.
Examiné escrupulosamente lo sabido referente al triple robo, y fijé toda mi atención en estos tres datos:

1°) La tarde anterior al robo de San Pablo, coincidiendo con una fuerte entrada en caja, Bellamore tuvo un disgusto con el cajero, hecho altamente de notar, dada la amistad que los unía, y, sobre todo, la placidez de carácter de Bellamore.
2°) También en la tarde anterior al robo de Montevideo, Bellamore había dicho que sólo robando podía hacerse hoy fortuna, y agregó riendo que su víctima ocurrente era el banco de que formaba parte.
3°) La noche anterior al robo en el Banco Francés de Buenos Aires, Bellamore, contra toda su costumbre, pasó la noche en diferentes cafés, muy alegre.

Ahora bien, estos tres datos eran para mí tres pruebas al revés, desarrolladas en la siguiente forma:
En el primer caso, sólo una persona que hubiera pasado la noche con el cajero podía haberle quitado la llave. Bellamore estaba disgustado con el cajero casualmente esa tarde.
En el segundo caso, ¿qué persona preparada para un robo, cuenta el día anterior lo que va a hacer? Sería sencillamente estúpido.
En el tercer caso, Bellamore hizo todo lo posible por ser visto: exhibiéndose, en suma, como para que se recordara bien que él, Bellamore, pudo menos que nadie haber maniobrado en subterráneos esa accidentada noche.
Estos tres rasgos eran para mí absolutos, tal vez arriesgados de sutileza en un ladrón de bajo fondo, pero perfectamente lógicos en el fino Bellamore. Fuera de esto, hay algunos detalles privados, de más peso normal que los anteriores.
Así, pues, la triple fatal coincidencia, los tres rasgos sutiles de muchacho culto que va a robar, y las circunstancias consabidas, me dieron la completa convicción de que Juan Carlos Bellamore, argentino, de veintiocho años de edad, era el autor del triple robo efectuado en el Banco Alemán de San Pablo, el de Londres y Río de la Plata de Montevideo y el Francés de Buenos Aires. Al otro día mandé la denuncia.
Zaninski concluyó. Después de cuantiosos comentarios se disolvió el grupo; Zaninski y yo seguimos juntos por la misma calle. No hablábamos. Al despedirme le dije de repente, desahogándome:
-¿Pero usted cree que Bellamore haya sido condenado por las pruebas de su denuncia?
Zaninski me miró fijamente con sus ojos cariñosos.
-No sé; es posible.
-¡Pero esas no son pruebas! ¡Eso es una locura! -agregué con calor-. ¡Eso no basta para condenar a un hombre!
No me contestó, silbando al aire. Al rato murmuró:
-Debe ser así... cinco años es bastante... -se le escapó de pronto-: A usted se le puede decir todo: estoy completamente convencido de la inocencia de Bellamore.
Me di vuelta de golpe hacia él, mirándonos en los ojos.
-Era demasiada coincidencia concluyó con el gesto cansado.

26 de mayo de 2023

Paya Frank .- LAS CORTES CASTELLANAS

 



El concepto de Cortes Castellanas en la E.M. encierra la defensa de derechos y libertades ciudadanas; para otros historiadores se trata de una asamblea política en la que colaboran el monarca y los representantes de los brazos o estamentos. Este anacronismo y diferencia de opinión es el resultado de aplicar a la E.M. conceptos modernos como absolutismo y constitucionalismo.

En la Península, aunque hasta el XIII no puede hablarse de Cortes, éstas tienen sus precedentes en asambleas políticas como concilios generales, la Curia Regia o las Asambleas de Paz y Tregua. Por tanto, los concilios toledanos de época visigoda son el origen de las Cortes. Aquellos, sin perder su carácter eclesiástico-religioso, se convierten en asambleas políticas a partir de la conversión de los visigodos al catolicismo.

Se van convocando sucesivos concilios a partir del VI. Todos ellos recogen las progresivas modificaciones legales junto a las eclesiásticas. Poco a poco se van esbozando disposiciones legales de protección a los nobles, al monarca y de colaboración con la iglesia.

Las arbitrariedades cometidas por los reyes sancionadores son motivo de nuevas disposiciones para limitar el poder real; los ejemplos y citas sobre la politización de los concilios perdurarán hasta los reyes de Castilla y León, cuando recurren a los concilios para aprobar disposiciones de carácter general.

Fernando I, tras la unión castellano-aragonés, no pone fin a estas asambleas y confirma los acuerdos del concilio de Coyanza en 1055. también se tratan asuntos civiles.

Concilios y curia son las únicas asambleas que podemos considerar precedentes de las Cortes. En Cataluña, junto al consejo del conde-rey, se convocan asambleas más amplias con la finalidad de mantener pacificado el territorio en caso de situación peligrosa. Son las Asambleas de Paz y Tregua que tienen su precedente en la promulgación de la Paz y Tregua de Dios.

Es posible que las primeras Cortes se dieran en León en 1188, pero se discute sobre su localización en otros lugares del reino. La asamblea leonesa de esta fecha ha sido considerada la 1ª manifestación de las Cortes peninsulares porque Alfonso IX habla de la presencia de “los ciudadanos elegidos de cada una de las ciudades”, lo que daría a esta reunión un carácter representativo. No todos los historiadores han aceptado el carácter de cortes de esta asamblea, ya que no se conoce el documento original. Lo que está claro es que estas asambleas y la de 1202 son fundamentales para ver la importancia que van adquiriendo los sectores urbanos llamados por el rey a título personal pero que no representan a los ciudadanos, porque hasta el XIII no se generaliza la asistencia de ellos como procuradores, es decir, con poderes de los concejos. A partir de este siglo puede hablarse de la existencia de las Cortes cuyos precedentes más inmediatos serían las curias convocadas por Alfonso IX de León.

Las Cortes heredan de la curia la función del concejo, pero ésta va perdiendo importancia a favor de la ayuda económica, política y militar. La debilidad política del monarca reflejada en la petición de ayuda servirá de pretexto a las Cortes para imponer sus condiciones y pactar con el rey que, en adelante, no podrá gobernar sin su consentimiento (el de las Cortes).

El pacto más conocido es el firmado a finales del XIII por Pedro el Grande con aragoneses, catalanes y valencianos. Casos similares de dan en León-Castilla, Navarra y Portugal.

Navarra también se disputa la prioridad de las Cortes señalándose como las primeras de Europa las celebradas en Huarte. También aquí sólo puede hablarse de Cortes a partir de finales del XIII, cuando los tres Estados actúan para defender sus fueros. El rey jurará ante las exigencias de los nobles e infanzones.

Los problemas de la Corona de Aragón aumentan el poder de las Cortes y el rey tiene que pactar y aceptar las condiciones que le imponen aquellas.

También se llega al pactismo en Cataluña para conseguir del rey el compromiso de reunir periódicamente las Cortes y no tomar medidas sin el consentimiento de ellas.

En años posteriores las Cortes amplían su papel legislativo cuyas leyes se convierten en obligatorias para todos, incluyendo al monarca y sus oficiales.

Alfonso X pretende fortalecer el poder monárquico insistiendo en la procedencia divina del mismo. Reivindica la capacidad legislativa y el poder de promulgar leyes de validad general basándose en el Derecho Romano. Frente a este proyecto político no existe un programa de los estamentos que rechace las reformas de las Cortes formando ligas o hermandades que, en algunos casos, pasas a la revuelta armada.

A pesar de la alianza entre nobles, clérigos y ciudadanos para limitar el poder real, surgen diferencias entre los estamentos, porque la nobleza se aprovecha de las circunstancias para incrementar su poder y los concejos actúan de modo de contrapeso a la presión nobiliaria, lo que permite sostenerse a la monarquía.

En la 2ª ½ del XIV los problemas en los reinos peninsulares debilitan a la monarquía y los reyes tienen que aceptar la intromisión de las Cortes para obtener ayuda, pero no se resisten a renunciar al programa político de Alfonso X de Castilla. El monarca puede cambiar las leyes ante las necesidades que se originen por una nueva situación.

En 1406 se convocan Cortes en Toledo; este momento es uno de los más bajos para las Cortes castellanas, porque pierden su fuerza a finales del XIV ya que se afirmó la autoridad monárquica, apoyado por la nobleza y sin tener en cuenta a las ciudades, en las que ya se había institucionalizada el sistema de corregidores durante el reinado de los RR.CC.

En Aragón y Cataluña el rey depende de las Cortes y Diputaciones. Tiene que dictar normas favorables a los grupos sociales representados en Cortes. No aceptan la intromisión del monarca en Valencia aunque sus Cortes no tienen la agresividad de las catalanas. Con los intentos reales de imponer la Inquisición castellana se llegó a amenazar al monarca con la clausura de las Cortes.

Dentro de un concepto medieval, los clérigos-nobles-ciudadanos que asisten a las Cortes representan al reino. El clero secular está representado por los arzobispos, obispos y miembros del cabildo. Los nobles representan a los guerreros y a los campesinos que dependen de ellos.

Partiendo de ideas actuales se ha dicho que la creación del Consejo Real de Castilla, el juramento de los reyes de Navarra o el pactismo de aragoneses y catalanes significan una marcha hacia el constitucionalismo, hacia un gobierno compartido frente al poder personalista del monarca.

En las Cortes de 1238 los acuerdos relativos a las ciudades se reducen a la aceptación por parte del monarca de que sigan al frente de los lugares de realengo los paciarios.

Los súbditos de la Corona de Castilla están representados por los procuradores de los concejos que defienden los intereses de los oligarcas.

1. brazos

El 1º es el eclesiástico, pero en las Cortes castellanas sólo intervienen los procuradores del concejo; ello es debido a que los nobles y eclesiásticos están libres de impuestos y sobre las ciudades recae el peso económico por las ayudas concedidas al rey.

Desde el XV sólo tenían derecho de representación a Cortes 17 ciudades. El brazo eclesiástico: los clérigos están a la cabeza de la organización social. Excepto en Aragón donde su presencia es casi nula, en el resto de la Península hacen uso de dos armas: el entredicho y la excomunión.

1.1. brazo nobiliario

La actividad militar ha convertido a los guerreros en señores de los vasallos. Los nobles castellanos basan su riqueza en el botín, en las concesiones de tierras y en los derechos que les concede el rey por sus servicios militares.

1.2. consejo del rey

Se le limitan sus poderes por la firma de pactos con las Cortes. En la práctica el rey interviene personalmente o a través de los corregidores en nombramiento de los procuradores de la ciudad.

La convocatoria a Cortes depende del rey, de su voluntad y no tiene que responder ante ellas del cumplimiento de los pactos.

Atribuciones de las Cortes: cuestiones de sucesión y regencia, legislación y votación de tributos, administración y política exterior.

En cuanto al juramento y elección del rey, según la teoría medieval su poder le viene de Dios. La celebración de Cortes para aceptar al nuevo rey está documentada en la corona de Castilla desde el XIII.

También las Cortes pueden intervenir en política exterior, en cuestiones monetarias y para tomar medidas encaminadas a aumentar la producción.

1.3. control de minorías

Mudéjares y judíos no aparecen mencionados en las Cortes a pesar de la cuantía de su número en Aragón y Valencia. En Castilla sí hay referencia a los judíos y, en Cataluña se ocupa de ellos la Asamblea de Paz y Tregua de 1228.

Judíos y musulmanes se rigen por su propia ley. Las Cortes buscarán poner fin a esta autonomía judicial y someter a ambos a la autoridad de los jueces ordinarios del concejo.

Durante la época medieval las Cortes desempeñaron un papel importante en la vida política, social y económica. Su intervención compensaba el poder de los monarcas y han supuesto un precedente para el control del absolutismo.

No todos los reinos tenían el mismo poder en las Cortes. La situación dependía de la necesidad de negociar por parte del monarca.


del secuestro de Tordesillas a la farsa de Ávila

Muerto Fernando de Antequera, la nobleza castellana agrupada en torno a la reina Catalina de Lancaster y dirigida por el arzobispo toledano y por los nobles designados por Enrique III para custodiar al rey, se hizo con el poder, alejó momentáneamente a los infantes Juan y Enrique, quienes recuperarán su poder con el apoyo de Alfonso el Magnánimo de Aragón y también porque se queda sin dirigentes la nobleza castellana al fallecer Juan Fernández de Velasco y Diego Stúñiga.

Durante 2 años Juan y Enrique gobernaron Castilla sin más oposición que la existente entre ellos. Enrique aprovecha la ausencia de su hermano Juan, que irá a Navarra para contraer matrimonio con Blanca, para apoderarse del monarca en Tordesillas, hacerse conceder el marquesado de Villena y unirse en matrimonio a Catalina, hermana del monarca castellano.

Álvaro de Luna se une a Juan de Navarra y derrotan a Enrique en 1422, repartiendo sus bienes y los de sus partidarios entre los vencedores y de esta forma evitar todo los posible cambios de alianzas y estos bienes son las garantías de fidelidad nobiliaria.

La unión de Juan de Navarra y de Álvaro respondía a las necesidades del momento y juntos anularon las ciudades y las Cortes. Los procuradores pasan a ser funcionarios sin ningún tipo de autonomía y las ciudades pasar a ser gobernadas por regidores nombrados por el monarca y no elegidos según los fueros. Esto hace de las ciudades una aristocratización en la que el concejo integrado por los vecinos desaparece para pasar a un concejo restringido.

Álvaro de Luna cada vez va adquiriendo más fuerza, hasta el punto de alarmar a Juan de Navarra, quien por mediación de Alfonso el Magnánimo se reconcilió con Enrique y alejó de la corte al privado de Juan II en 1427. Álvaro de Luna había logrado reunir a su alrededor a gran número de nobles a los que ofrecía, a cambio de su ayuda, participación en el poder y en el reparto de los bienes de los infantes, que serán expulsados de Castilla en 1429 por las tropas de Majano (1430) ya se confirma definitivamente la expulsión de los infantes de Aragón.

El triunfo de Álvaro de Luna fue seguido de concesiones de tierras y cargos a los aliados pero pronto aparecerá un grupo de descontentos que volvieron a solicitar otra vez la intervención de los infantes.

Entre 1435-1440 el sistema de alianzas cambió continuamente, alianzas que siempre justifican su acción ante las Cortes y para lograr el apoyo de las ciudades.

Los infantes harán prisionero al rey en 1443, pero eso no evita que Álvaro de Luna los derrote militarmente en Olmedo (1445).

Durante los 30 años transcurridos desde la muerte de Fernando de Antequera, la nobleza había crecido extraordinariamente y el poder nobiliario era grande y los nobles no aceptaron ni a Álvaro de Luna ni la autoridad del monarca. Finalmente los nobles mandan al rey que Álvaro sea ajusticiado. Un año más tarde moría Juan II y a su muerte, gran número de lugares de realengo y todas las rentas del reino estaban en manos de los nobles, por culpa de Álvaro de Luna, según denuncia Juan II en carta dirigida a los súbditos en la que acusa al favorito de haber querido igualarse con el rey.

Juan II recuerda la concesión a Álvaro de Luna del maestrazgo de la Orden de Santiago que antes que él tuvo el infante Enrique de Aragón, destituido a instancias de Juan II en una ceremonia que recuerda la forma de degradar a un caballero que no cumple con sus deberes y es un claro precedente de la ceremonia en la que años después será destituido como rey de Castilla Enrique IV en la llamada Farsa de Ávila.


la mesta

La tradición ganadera en la España cristiana procedía de antiguo, desde que los hispano-cristianos pudieron establecerse y dominar la cuenca del Duero, así como dominar la cuenca del Ebro. La tradición ganadera se incrementa con las conquistas efectuadas durante la Plena E.M.: Valle del Tajo, Guadiana, Guadalquivir y Levante.

La ganadería castellano-aragonesa será el modelo de ganadería que conocemos como ganadería trashumante.

Dentro de la trashumancia podemos observar tres tipos: normal, inversa y mixta.

Trashumancia normal es aquella en la que se conduce el ganado del llano a la montaña; en la trashumancia inversa el ganado es conducido de la montaña al llano y la mixta, los rebaños pasarán del llano a la montaña en época estival y descenderán a la planicie en invierno.

La trashumancia castellana es mixta, los rebaños recorrerán el país dos veces al año, bajo la protección de pastores y jueces de ganados.

Todo un conglomerado muy complejo de rebaños y hombres recorrerán el país en dirección norte-sur y sur-norte. Para ello se hizo necesario la construcción y estructuración de unos itinerarios concretos que van a recibir el nombre de cañadas.

Fueron 3 las grandes cañadas castellanas que constituyeron los ejes básicos de la ganadería fundamental:

*       Cañada leonesa, partía de León, atraviesa Zamora, Salamanca y Béjar y desde allí se dirige a Plasencia, Cáceres, Mérida y Badajoz, con ramificaciones hasta Portugal y Andalucía.

*       Cañada segoviana, partía de Logroño con dos ramales, el 1º se dirigía al suroeste por Burgos, Palencia, Segovia y Ávila, para unirse en Béjar con la leonesa y el 2º pasaba por tierras sorianas, atravesaba el Sistema Central hasta Talavera, Guadalupe y Almadén y llega al Valle del Guadalquivir.

*       Cañada manchega nacía en Cuenca con las llanuras murcianas, atravesando La Mancha y parte alta de la cuenca del Guadalquivir.

La especie de la oveja era la merina y se ha discutido mucho su procedencia. Según las últimas investigaciones parece del norte de África, de Marruecos. Al establecerse en Andalucía estos ejemplares que los habían traído los benimerines y al cruzarse con las ovejas existentes en el país, dio como resultado esta especie.

La importancia que adquiere la ganadería dentro de la actividad económica del reino va a cristalizar en una organización política en la cual se intentará agrupar a los numerosos ganaderos. Esta institución es la que conocemos como el Honrado Consejo de la Mesta y será Alfonso X el Sabio el que otorgue un notable privilegio en 1273, en virtud del cual la Mesta se convierte en una institución a escala nacional. Alfonso X no innova, se dedica a dar carácter oficial a una organización ya existente.

Los pastores de la Mesta son al mismo tiempo guerreros y su fuerza militar y económica les lleva con el tiempo a convertirse en dirigentes de los Concejos.

Los mayores propietarios de ganados son los monasterios-iglesias, los grandes nobles y los caballeros de los concejos surgidos a lo largo del Valle del Duero. Éstos crean e impulsan las mestas locales o agrupaciones de ganaderos para defender el ganado y para buscar nuevas tierras a costa de los musulmanes. Las milicias concejiles formadas por guerreros pastores se encargan de esta misión, y con el tiempo estos guerreros se reservan los cargos de jueces y alcaldes y los utilizan para ampliar los derechos ganaderos.

Crece el número de cabezas de ganado y el terrero para pastar es insuficiente, para ello los ganaderos pedirán al monarca que el ganado de iglesias-monasterios pueda pastar en todo el reino en condiciones semejantes al ganado real.

Los fueros municipales regulan la trashumancia y se supone que sus normas al igual que sus cañadas seguirán vigentes después de la creación de la Mesta.

Al crearse la Mesta General seguramente se respetó la organización de cada una de las mestas locales, pero pronto fueron creados nuevos cargos que anulaban los existentes: el alcalde local que se sustituye por alcaldes entregadores.

El desarrollo de la ganadería ovina habría podido derivar en la creación de una industria textil importante, pero se exportó la lana y se importó de Europa los productos textiles. Los reinos occidentales se convirtieron en exportadores de materias primas e importadoras a precios elevados de artículos manufacturados y para mantener el ritmo de las importaciones se vieron obligados a aumentar la producción de lana. Se favoreció la ganadería en detrimento de la agricultura.


Sublevación nobiliaria con Alfonso X

El oro musulmán y las parias activaron la economía de Castilla y una buena parte se dedicó a premiar los servicios militares y políticos de los nobles, que se verán pagados cada vez en mayor proporción en dinero y a través de él entrarán en el circuito monetario de la época que impone un cambio en el concepto de la riqueza.

Inicialmente la nobleza es un grupo abierto al que se accede por intervenir en la guerra, en la repoblación del territorio y administración del reino, o por disponer de tierras suficientes para adquirir vasallos campesinos que cultiven la tierra y vasallos militares que la defienda. A medida que la tierra y cargos se hacen hereditarios demostrar el linaje se hace imprescindible para pertenecer a la nobleza y se comienza a diferencias jurídicamente entre los simples libres y los nobles. Los nobles disfrutan de privilegios, que quieren que se consoliden dando un carácter oficial, en un fuero nobiliario.

La defensa del fuero explica en casi todos los casos las sublevaciones de los nobles, aunque también hay una razón de peso, que son los enfrentamientos entre linajes o bandos nobiliarios, entre las Casas de Lara y de Castro en el XII, Lara y Haro en el XIII.

El privilegio de la privanza de unos significa pérdida de poder para otros que los ofendidos buscarán ayuda en el exterior para convencer al monarca de que sus servicios son imprescindibles.

Las revueltas nobiliarias condicionan los reinados de Alfonso VIII de Castilla y Fernando II o Alfonso IX de León y adquieren verdadera importancia en el XIII.

Fernando III en los comienzos de su reinado tiene problemas con Alvar Núñez de Lara. Pero pese a las tensiones surgidas, las campañas andaluzas, permitieron dar salida a los nobles, compensar sus servicios y poner fin a las diferencias entre la nobleza castellana y leonesa, que se unen a través de enlaces matrimoniales, posee tierras y ejerce cargos en ambos reinos.

Pero los problemas resurgen durante el reinado de Alfonso X a pesar de que el monarca da a los nobles más rentas en dinero y en tierras de las que habían tenido nunca. Para los nobles el final de las campañas andaluzas significa el fin de las épocas fáciles de ganancias que coinciden con el incremento de los bastos nobiliarios al aumentar las posibilidades de adquirir productos importados de Europa.

Ante la nueva situación, los nobles aumentan la presión sobre los campesinos que cultivan sus tierras, presionan al monarca para que les conceda bienes, otros intentan solucionar sus problemas buscando el servicios al lado del rey y otros acuden a las revueltas.

Los nobles se dividen y forman bandos con los concejos y ciudades dirigidos por los caballeros villanos.

Los pretextos de la revuelta son el pretendido desgobierno de la tierra y los intentos de Alfonso X de implantar el Derecho Romano frente al nobiliario. A esto hay que sumarle las dificultades económicas y políticas del monarca, ya que Alfonso necesita dinero y hombres que le ayuden a convertir en realidad el sueño imperial y los nobles inician una sublevación ofreciendo sus servicios a Jaime I de Aragón, cuando éste los rechaza se ofrecen a los musulmanes de Granada. Hacen constar que como buenos cristianos si el rey de Navarra les quisiera ayudar preferirían ponerse al servicio de éste.

Los cabecillas de la revuelta son el Infante Felipe y Nuño Lara que piden más subsidios. La petición fue apoyada por nobles fieles al monarca y una vez recibido el dinero los nobles lo repartieron entre sus vasallos militares y con su ayuda saquearon la tierra y reforzaron las alianzas con Navarra y Granada con el fin de conseguir el mantenimiento de sus fueron y derechos que los habían infringido los municipios.

El rey colabora a minar el poder y el prestigio de los nobles con la creación de nuevas pueblas en Galicia y León que atraen a los habitantes de las tierras nobiliarias; renombra jueces que hacen caso omiso del derecho de Castilla, tanto él como sus hijos se prestan a pacto de prohijamiento.

Alfonso se muestra dispuesto a corregir los abusos y aceptar las exigencias, recordando que los beneficiarios y culpables indirectos de la presión fiscal son los nobles, que se cobran impuestos para dar a ellos sus soldadas. Los nobles a su vez exigen el refrendo de sus derechos en Cortes, que se deshagan las pueblas hechas en Castilla y que Alfonso renuncie a cobrar los diezmos. A estas reclamaciones se unen los prelados que piden concesiones.

Finalmente Alfonso acabó por confirmar las nuevas exigencias. Humillado una y otra vez en el interior por nobles y eclesiásticos mientras en el exterior se esfuman sus sueños imperiales. Con amargura advierte a su hijo de los peligros de los nobles.

La aparición de familiares del rey al frente de los ricoshombres es una novedad importante. En adelante las casas nobiliarias se alternan en la privanza real porque mientras unos ocupan cargos otros preparan la sucesión apoyándose en el heredero.

La guerra por la sucesión de Alfonso X es en gran parte una guerra nobiliaria por la privanza, por el control del rey y del reino que quedará en manos de Lope Díaz de Haro.


Ordenamiento de Alcalá (Alfonso XI)

La obra legislativa de Alfonso XI es interesante y se ve a través de los cuadernos de Cortes, pero sobre todo culmina con el llamado “Ordenamiento de Alcalá de Henares” de 1348, célebre texto que procede de las Cortes de Alcalá de Henares de 1348, donde trata de precisar la preferencia de las diversas leyes, fueros municipales, el propio Ordenamiento, que de una manera u otra regían en Castilla y que dio entrada como cuerpo legal a las Partidas de su bisabuelo el rey Sabio. Es decir, que el Ordenamiento de Alcalá constituyó principalmente una estratificación que encabezada por el propio Ordenamiento, sus leyes regían sobre las demás, pasando por los fueros municipales o comarcales y terminando por las Partidas, debía determinar el cuadro jurídico del país, tendiendo a la territorialidad de las leyes, o sea, a superar el fraccionamiento o comercialismo que presentaban los fueros municipales y sustituirlo en lo posible, por normas de carácter general, para todo el reino.

Así, las Cortes de 1348 confirman el triunfo monárquico frente a las ciudades y la política de colaboración y apoyo a la nobleza en la que participan los concejos cuando piden que el rey no entienda en las querellas de los vasallos contra los señores y que prohíba la prisión o tortura de los hijosdalgo, peticiones que Alfonso acepta con una salvedad importante: se reserva el derecho de encarcelas a los hidalgos que merezcan cárcel por no haber desempeñado correctamente el cargo de cobrador de los impuestos, porque al aceptar el trabajo que no correspondía a su status renunciaba a los privilegios de su grupo social.

También a través de algunas normas puede verse la oscilación del monarca entre los conceptos feudales del poder y los modernos derivados del Derecho Romano.

Otra manifestación de la victoria monárquica y de sus limitaciones puede verse en la implantación del Código de las Siete Partidas: sólo tendrán aplicación cuando ni las leyes promulgadas por Alfonso XI ni los fueros locales sean suficientes para resolver las cuestiones planteadas.


 Consolidación de la monarquía castellana con Alfonso XI

En 1325 termina la larga minoría de Alfonso XI en la cual Castilla estuvo dividida entre los tutores del rey y la de los nobles que les apoyan. Tuvo que elegir entre los tres grupos nobiliarios que se disputaron el poder, Alfonso se apoya en los partidarios del infante Felipe e intenta atraerse a Don Juan Manuel, pidiendo en matrimonio a la hija de éste y manda asesinar a don Juan. Se abandona el proyecto de esa boda y se casará con María de Portugal ya que es una boda preferida por los nobles, desde el punto de vista político más conveniente. Poco más tarde casará su hermana Leonor con Alfonso el Benigno de Aragón, con lo que quita toda posibilidad de ayuda a los rebeldes y con la ayuda que le proporcionan las Cortes en 1329 puede comprar los servicios de Don Juan Manuel e iniciar la guerra contra Granada cuyo rey se declara vasallo del castellano.

La atracción de los nobles continúa en los años siguientes de acuerdo con los concejos que en 1325 habían pedido al monarca que reorganizara la hacienda y fijara las soldadas de ricoshombres y caballeros para poder vivir dignamente. Las continuas sublevaciones nobiliarias han hecho que Alfonso XI pase a la historia como un rey anti nobiliario, pero puede afirmarse que el monarca castellano es partidario del acuerdo con los nobles y en todo momento intentó atraerlos a su servicio, dotándoles continuamente y exaltando su modo de vida.

El interés del monarca por necesidad política, exige mantener a su servicio a los nobles, éstos quieren incrementar sus sueldos para servir al monarca desde los puestos de gobierno; para lograr estos objetivos no dudarán en sublevarse ni en aceptar la autoridad real cuando ésta les ofrece suficientes compensaciones como las que el rey presenta en 1338 para poner fin a la violencia de los nobles. En las Cortes de Burgos, Alfonso XI ordena la reconciliación de los hidalgos y castiga con pena de muerte la ruptura de la paz; fija el sueldo de los nobles caballeros y peones y señala el tipo de armas que deberían llevar. En resumidas cuentas, da forma a un verdadero estatuto del grupo militar, que será perfeccionado en 1348 en los ordenamientos de Nájera.

El puesto más importante del estatuto regula los sueldos de los caballeros y los salarios fueron actualizados en las Cortes de Alcalá de 1348. la estabilidad social y económica dada al grupo militar con estas normas pacificó a los nobles e hizo posible la realización de campañas contra los musulmanes en las que el botín se añadió a las soldadas reales. La nobleza permanecerá sumisa durante algunos años, pero bastará que la situación económica se deteriore a consecuencia de la peste negra y del alza de los precios, para que los nobles vuelvan a sus antiguas prácticas e intenten imponerse a Pedro I.

Las concesiones a los nobles fueron rentables en el plano militar. Dos años después de la concesión del estatuto nobiliario, las tropas castellanas derrotaban a los benimerines en el Salado y en 1343 vencían a los granadinos. El coste era demasiado alto para la situación económica de Castilla y hubo que arbitrar nuevos medios para poder pagar a los nobles. Se crean nuevos impuestos indirectos, arriendo de las escribanías del reino, incautación del oro y de la plata de los cambistas, lo que agravará más la situación y obligará a los castellanos a una salida en la exportación de caballos muy cotizados en el exterior pero necesarios en Castilla para seguir la guerra contra los granadinos. Primando una vez más los intereses militares sobre los económicos, el monarca prohibió la exportación de caballos.

El control sobre la nobleza es posible gracias a la colaboración voluntaria o forzosa de los concejos, que carecen de fuerza para oponerse a las peticiones del monarca desde el momento en que desaparece la Hermandad General y por otra parte están interesados en que los nobles se mantengan tranquilos o se dediquen a la guerra en el exterior.

Con Alfonso XI se desarrolla la política de control de las ciudades a través del nombramiento de corregidores o alcaldes veedores, hombres del monarca al frente de cada ciudad a pesar de las disposiciones contrarias a los fueros.

Crea el impuesto de la alcabala que gravaba en un 5% las operaciones de compra-venta de mercancías, aportando de esta manera a la hacienda real unos ingresos importantes.


El fuero general de Navarra

En Navarra los nobles aprovechan el cambio de dinastía para imponer en vigencia un fuero que limite las atribuciones del monarca, caso que Sancho VII de Navarra había previsto la unión de su reino al de Aragón y así habría sido si se hubiera cumplido el pacto de prohijamiento mutuo firmado con Jaime I, pero al morir Sancho en 1234, los nobles y el obispado de Pamplona ofrecieron el reino a Teobaldo de Champaña sobrino de Sancho esperando recompensas por ello. Pero lo 1º que hace el rey es nombrar a una comisión de 5 jueces para deshacer los privilegios hechos por Sancho a los caballeros infanzones y hombres de linaje.

Esto ocasiona enfrentamiento entre un rey extranjero acostumbrado a ejercer sus derechos y súbditos como el obispo de Pamplona, los ricoshombres e infanzones. El obispo tiene pendiente con el rey la devolución de castillos, villas y propiedades arrebatadas a la iglesia por Sancho VII; los ricoshombres se ven desplazados del poder y de los cargos por los chamapañeses e infanzones y caballeros se han organizado en una hermandad contra los malhechores y utilizan su fuerza para exigir el respeto a los fueros del grupo, en cuyo contenido y alcance no hay acuerdo: 1238 se nombra una comisión de diez ricoshombres, veinte caballeros y diez eclesiásticos. El trabajo de esta comisión dio lugar a la redacción del llamado “Fuero antiguo” que contiene entre sus disposiciones los derechos de los ricoshombres en relación con la corona, las garantías procesales de los infanzones y el sistema hereditario de ricoshombres, caballeros, etc. El rey no puede quitar tierras ni hacer a los ricoshombres sin sentencia judicial previa; los infanzones sólo pueden ser juzgados en la corte del rey, en presencia del alcalde de la corte y de tres a siete ricoshombres que sean de la misma tierra que el acusado. El fuero regula la distribución de las conquistas que efectuaran el monarca y los ricoshombres.

La imposición de estas cláusulas al monarca tiene una base histórica, según los redactores del fuero, que incluyen un prólogo para explicar cómo tras la ocupación de España por los musulmanes sólo algunos nobles se les opusieron desde las montañas de Aínsa y Ribagorza; el reparto del botín creó tensiones entre la nobleza y para poner fin se pidió consejo a Roma, Lombardía y Francia que coincidieron en aconsejar la elección de un rey, después de escribir sus derechos y fueron para que el monarca los confirmase como condición previa a su elección. Pero lo que resalta el prólogo es que los navarros recuerdan en él a Teobaldo de Champaña que sus derechos al trono proceden de la elección más que de su parentesco con Sancho VII. Todo el ritual que conlleva al acceder el rey al trono refuerza la dependencia del monarca respecto a sus súbditos.

Los reyes no se limitan a confirmar los fueros nobiliarios y la fórmula incluye a todo el pueblo del reino de Navarra; y tras comprometerse a respetar los fueros y buenas costumbres y prometer a no dar honor ni honores, castillos ni heredamientos sin el beneplácito de sus consejeros navarros y el incumplimiento de esta condición, así como el nombramiento de consejeros de Champaña, llevará a ricoshombres al enfrentamiento con Teobaldo II, cuando éste pretende ser ungido y coronado en vez de ser elevado sobre el escudo para demostrar que sus derechos proceden de Dios y no de los súbditos.

El poder de los ricoshombres es reconocido por Jaime I de Aragón cuando para ser nombrado rey de los narraros en 1274 recomienda a su hijo Pedro que busque el amor y la buena voluntad de las gentes de Navarra.

Sentencia arbitral de Guadalupe

La solución final al problema remesa se encuentra en la Sentencia Arbitral de Guadalupe de 1486, dictada por Fernando el Católico, en virtud de la cual el campesinado catalán se libera de la remesa y de los seis malos usos mediante cierta compensación económica a los señores. Los campesinos podrán fijar libremente su domicilio, conservarán los mansos ronces, abandonados tras la peste y ocupados por ellos, podrán vender los productos sin permiso señorial y dispondrán de los bienes muebles.

Los señores recibirán además del dinero de cada manso, 6000 libras como indemnización por los derechos no recibidos y por los daños sufridos. Al monarca se le pagará una multa de 50.000 libras. Aunque la sentencia no pone fin a los derechos de los señores, los payeses obtienen considerables mejoras, como la prohibición a los señores de obligar a las mujeres de ser amas de cría con paga o sin ella. Se elimina la costumbre de yacer con la payesa la primera noche de su boda.

La sentencia no pone fin al señorío, pero sí a sus manifestaciones más humillantes.

guerra civil catalana: la busca y la biga

Causas: enfrentamientos entre el monarca y las Cortes-Diputación, revueltas campesinas y conflictos urbanos desembocaron en la guerra civil del último 1/3 del siglo XV.

El rey se une a campesinos y menestrables porque tiene los mismos enemigos que ellos: dirigentes urbanos, nobiliarios y eclesiásticos, miembros de las Cortes que limitan la autoridad del rey. Una vez afirmada esta autoridad, el monarca mantendrá la alianza tradicional con los dirigentes catalanes, que pierden parte de su poder político, pero conservan su fuerza económica y social.

La crisis económica mediterránea se agrava hacia 1425 y en Barcelona se hace responsables de los problemas a los mercaderes extranjeros y con ello a las autoridades que les permiten enriquecerse. Como remedio se aplica el proteccionismo, pero para ello hay que vencer la resistencia de la oligarquía o sustituirla por gente preparada e interesada en el desarrollo del comercio y en el bienestar de la ciudad. La solución exige el control de Barcelona, sustituir a los ciudadanos honrados por un gobierno de mercaderes y artesanos.

Las protestas y motines se suceden a partir de 1431 y dan lugar a algunos cambios y reformas en 1436: mercaderes y menestrales piden apoyo a la marina, lucha contra los corsarios, reserva del transporte de sal de Ibiza a las naves catalanas, devaluación monetaria para hacer competitivo el comercio, prohibición de importar paños de lana, seda y oro y mejora de la producción textil con medidas semejantes a las demás industrias, los ciudadanos obtenían el pago con trabajos públicos y crean el mercado de paños que facilita la venta directa, consiguiendo disminuir el precio y aumentar el beneficio de los peliaires para que olviden que los paños extranjeros se siguen vendiendo a pesar de las prohibiciones. La intransigencia y resistencia de los ciudadanos al cambio precipitaron la crisis y dividieron a los barceloneses en 1422 en dos grupos: la biga y la busca.

La Biga integrada por la mayoría de los ciudadanos y algunos mercaderes, que actúan y viven como un grupo nobiliario. Son expertos en el “art de cavalleria”, tienen tierras, castillos y derechos señoriales, viven de las rentas, llevan oro en armas y vestidos porque su categoría se lo autoriza. También les autoriza a manifestar su pertenencia al grupo nobiliario mediante signos externos que llevan consigo la importación de paños de lujo; como rentistas, se oponen a las alteraciones monetarias que supongan una disminución de sus ingresos.

La Busca es el partido de los artesanos, menestrales y mercaderes, que aspiran al control del gobierno municipal para hacer cumplir los privilegios, libertades y costumbres de Barcelona, que para ellos consisten en sanear la hacienda municipal, conseguir la devaluación de la moneda para facilitar la salida de sus productos y en implantar medidas proteccionistas que favorezcan sus intereses y beneficien a Barcelona.

Ante la busca y la biga Alfonso el Magnánimo mantiene una postura ambigua, al igual que entre señores y campesinos. Como los demás reyes del XV aspira a imponer su autoridad sobre las Cortes, sobre los dirigentes del Principado y finalmente se inclinará a favor de campesinos y buscaris.

Los orígenes de la Busca se sitúan en 1449, cuando un grupo de menestrales y mercaderes piden autorización para reunirse y formar un sindicato que se ocupe de la defensa de sus intereses. El rey negó la autorización pero las reuniones siguieron bajo la protección del gobernador Requesens. La oposición de los mayores, la divulgación de las irregularidades cometidas y de los altos salarios cobrados por los ciudadanos, insistencia en la necesidad de devaluar la moneda y la promesa de rebajar los impuestos sobre la carne, dieron a la Busca el apoyo del pueblo e hicieron posible el reconocimiento por el monarca del sindicato de los Tres Estamentos, que fue acompañado, el 12 de octubre de 1451, por una modificación del sistema de elección de consellers y una reorganización del Consejo de Ciento, que contaba con 96 representantes frente a los 32 de la Biga y con 3 consellers frente a 2 ciudadanos.

El triunfo de la Busca fue seguido de las reformas pedidas: se rebajaron los salarios de los funcionarios municipales y se suprimieron algunos cargos innecesarios; se prohibió la acumulación de cargos y se redujo la duración de los vitalicios a dos o tres años, la moneda fue devaluada y entre otras cosas más se tomaron medidas para mantener el abastecimiento de carne y trigo.

Aunque hubo buena voluntad por tarde de los buscaris, no todo fueron éxitos en su gestión y con frecuencia cayeron en los mismos errores que los bigaris. Algunos cargos se dieron a personas cuyo mérito consistía en pertenecer al sindicato y no faltó quien comprara votos para acceder a algún cargo de importancia.

La ofensiva contra el Consejo Buscari continuó en los años siguientes y de modo especial a partir de la muerte de Alfonso V. Poco a poco la Biga recuperó su ascendencia en el Consejo y con la colaboración de los Diputados del General y de algunos buscaris moderados, logró situar en el Consejo de Ciento en 1469 a tres de los suyos a pesar de las protestas del sindicato.

El resurgimiento de los ciudadanos se confirmó cuando la Diputación del General creó el Consell Representat lo Principat de Catalunya y lo puso bajo la dirección de la Biga.

En 1461, después de la Capitulación de Villafranca que prohibía al monarca entrar en Cataluña sin permiso del Consell y con el pretexto de que los dirigentes de la Busca conspiraban para permitir el regreso a Cataluña de Juan II, los buscaris más conocidos fueron ajusticiados.


guerra civil catalana

El problema remensa y buscari, que enfrentan al monarca y a las Cortes, fueron las causas de la guerra entre catalanes (1462-72), aunque los iniciaos se sitúan en la prisión de Carlos de Viana, error de Juan II que permitió a la diputación del General agrupar a los catalanes alrededor del heredero y declarar la guerra al monarca, para imponerle sus criterios sobre el gobierno del Principado, imponer las ideas de los dirigentes de la sociedad sobre la organización económica y social de Cataluña.

Entre las Capitulaciones de Villafranca y la muerte de Carlos de Viana, la Biga afianzó su posición en Barcelona, destituyó a Requesens y desplazó a los representantes buscaris y algunos fueron ajusticiados por manifestarse partidarios del regreso del monarca.

La guerra se internacionaliza, Juan Ii busca apoyo de Francia y de Gastón de Foix yerno de Juan. Francia pide dinero por la ayuda prestada y mientras tanto se toma como garantía el Rosellón y Cerdeña las rentas de estas ciudades y a Gastón de Foix se le hace la promesa de heredar Navarra.

El consejo de Cataluña buscará la unidad interior y negociará alianzas externas para contrarrestar la presión francesa. Desarticulado el partido buscari, el mayor peligro procede de las remensas a los que la Diputación ofrece acuerdos que fueron rechazados. El Consejo ofrece el Principado a candidatos que con derecho al trono aragonés, se alíen contra los rebeldes de Juan II.

Ante la gravedad de la situación el Consejo pide ayuda a Castilla y solicitó vituallas y armas a mercaderes castellanos y el Consejo ofrece el Principado a Enrique IV de Castilla. La guerra era un enfrentamiento entre las ideas autoritarias del monarca y las pactistas de la oligarquía catalana.

El 11 de agosto de 1462 se presentó ante el consejo una proposición para nombrar conde de Barcelona a Enrique IV de Castilla, que tendría que respetar los fueros catalanes y las Capitulaciones de Villafranca.

Enrique IV acepta con el apoyo de nobles castellanos opuestos a Juan II. Las tropas de Castilla llegaron a levantar el cerco a Barcelona, pero Juan II utiliza la división de la nobleza para obligar a Enrique a aceptar la decisión de Luis XI, elegido por los partidarios castellanos de Juan II.

Por la Sentencia de Bayona, Enrique se comprometía a devolver las plazas ocupadas y a renunciar a los títulos de Conde de Barcelona y señor del Principado. Juan II cedía las rentas que le correspondían en Castilla y se comprometía a no tomar represalias contra los catalanes sublevados si se sometían en 3 meses.

Al abandonar el aliado castellano, los catalanes aceptaron el ofrecimiento del condestable Pedro de Portugal, descendiente de Jaime de Urgell, que sirvió en Cataluña como jefe militar y se alió con Carlos el Temerario que a su vez estaba enemistado con el rey francés, Luis XI.

Al morir el condestable, los catalanes eligen a Renato de Anjou. Esta designación modifica las alianzas internacionales. Los conflictos peninsulares enlazaron con la Guerra de los Cien años en la que también entra Castilla, pues Luis VI y Juan II buscan la ayuda de uno de los bandos en que se divide Castilla después de la Farsa de Ávila y haber proclamado heredera al trono Isabel La Católica. Juan II de Aragón busca la alianza con el bando de Isabel y para ello ofrece el matrimonio con el heredero aragonés, Fernando. Con este matrimonio de 1469, los enemigos del marqués de Villena y los partidarios del infante aragonés, apoyan a Isabel que se impone en Castilla.

Por la Capitulación de Pedralbes (1472) la guerra terminaba sin vencedores ni vencidos. Juan II reconocía la buena fe de sus adversarios, perdonaba a todos y concedía salvoconductos a los franceses, sólo exigía que se anulara la Capitulación de Villafranca. Lograba así pacificar el Principado retornando a la situación anterior a Carlos de Viana.

Tuvo graves problemas económicos: ruina en la agricultura, industria, comercio y endeudamiento de la población, los municipios y el propio monarca, que debía recuperar el Rosellón y Cerdeña que Luis XI se negaba a devolver.

Juan II fracasó en el intento de pacificar el país y se le escapó la solución política y social definitiva. Murió en 1479 dejando a su hijo Fernando un país desgarrado por la guerra, separado de dos de sus más ricas provincias y todos los problemas sin resolver.


guerra de los dos Pedros

La guerra con Aragón no es en sus comienzos sino una complicación más de la guerra entre Aragón y Génova: dos naves aliadas de Génova fueron destruidas en aguas castellanas y Pedro I declaró la guerra a Aragón en 1356, acumulando en la carta de desafío todos los agravios, reales o supuestos, recibidos del monarca aragonés.

El enfrentamiento es buscado por Castilla y evitado por Aragón: el rey castellano Pedro I aspira a recuperar los lugares cedidos por María de Molina y Fernando IV a Jaime II en el reino murciano; pretende poner fin a la división de las encomiendas santiaguistas y calatravas e intenta mantener controlados los pastos del Sistema Ibérico disputados por las ganaderías de Castilla y Aragón.

La guerra afecta a toda la Corona de Aragón: tiene que defender los intereses de sus ganaderos, Valencia necesita mantener su unidad y evitar que vuelvan a Castilla las tierras incorporadas y Cataluña y Mallorca precisas destruir la flota castellano-aragonesa para mantener su actividad comercial en el Mediterráneo.

La guerra oficial dura desde 1356 a 1365, aunque se prolonga hasta la victoria de Enrique de Trastámara sobre Pedro I de Castilla, año 1369 9 1374, en el que se firma la paz de Almazán, que consagra el triunfo y la hegemonía castellana.

La guerra tiene tres fases:

*       Se enfrentan el rey de Castilla y el de Aragón y éste cuenta entre sus auxiliares con un gran nº de nobles castellanos dirigidos por Enrique de Trastámara.

*       Los protagonistas son el rey castellano que cuenta con la colaboración de ingleses, portugueses, granadinos y navarros y el otro protagonista es Enrique, aspirante al trono de Castilla, que está apoyado por el monarca aragonés y por compañías de mercenarios francés.

*       El nuevo rey castellano se impondrá a su antiguo aliado, Pedro IV, y a los partidarios de Pedro I. A los que impondrá la paz en términos ventajosos para Castilla que incluyen alianzas matrimoniales destinados a evitar cualquier posible ayuda de los monarcas peninsulares a la nobleza castellana y hacer olvidar el origen ilegítimo de Enrique.

Al declararse la guerra, Pedro IV intentó resucitar los levantamientos nobiliarios en Castilla y el rey castellano amenaza con resucitar la unión de los nobles en Aragón y Valencia.

Pedro I de Castilla asesinó a su hermanastro Fadrique, e intentó matar a Tello, Señor de Vizcaya, que consiguió escapar y refugiarse en Aragón, junto a su hermano Enrique. Estas muertes y persecuciones han valido a Pedro I el apelativo de “El Cruel”.

A partir de 1358 Cataluña es atacada por 1ª vez por naves castellanas, genovesas y portuguesas. Los nobles exiliados en Aragón derrotaron a los fieles de Pedro I en Araviara en 1359, pero más tarde fueron vencidos (1360)-

En 1360 se firma la paz de Terrer, porque necesita Aragón que no está en condiciones económicas de continuar la guerra, paz que interesa a Pedro I para vengar el abandono con los granadinos y la de quienes habían colaborado con Enrique de Trastámara en sus ataques a Nájera.

En 1362 Pedro I firma alianzas con Granada y con Carlos II de Navarra, por lo tanto está en buenas condiciones para reemprender la guerra contra Aragón. El avance de Pedro I fue rápido y Pedro el Ceremonioso tuvo que recurrir a los servicios de Enrique de Trastámara que acudió al frente de las compañías de mercenarios pagadas por Francia y el pontífice. La entrada de estas compañías cambia la situación en el plano militar y en el político: el conde Trastámara reclama para sí el trono castellano y ofrece al rey aragonés la sexta parte de las tierras que conquiste. El avance castellano se hace notar y firma en Murviedro (1363) una nueva tregua.

La paz no fue duradera y en esta fase Enrique logró penetrar en Castilla y hacerse coronar en el monasterio de Las Huelgas (1366).

El triunfo nobiliario suponía la unión de la flota castellana a la francesa e Inglaterra intervino en el conflicto en apoyo de Pedro I, que ofreció a cambio el señorío de Vizcaya al tiempo que prometía a Navarra las tierras de Guipúzcoa y Álava.


Cambio de dinastía en Castilla – guerra civil en Castilla

A partir de 1365, Enrique de Trastámara dejó de ser auxiliar de Pedro IV y se convirtió en aspirante al trono castellano, ahora la guerra entre los nobles y el monarca va acompañada de una activa propaganda destinada a desacreditar a Pedro I y a suscitar revueltas en el interior del reino, a prestigiar a Enrique y a conseguir para él apoyos internacionales.

Los defensores de Enrique difundirán rumores sobre el origen de Pedro I al que hicieron hijo de un judío llamado Pedro Gil. Con esta maniobra los nobles llamaban la atención sobre el predominio económico e incluso político de los judíos. Uno de los cuales podría llegar a ser rey. El odio hacia los hebreos será utilizado por los Trastámara, que se presentan ante los castellanos como libertadores de la tiranía personal del monarca y como defensores del pueblo cristiano frente a los judíos y contra los musulmanes.

La propaganda de Enrique de Trastámara fue presentada como un monarca decidido a prescindir de los judíos y a reducir la exorbitante presión fiscal impuesta por Pedro I y como jefe nobiliario tenía que pagar los servicios de sus auxiliares y para ello necesitaba el dinero de los hebreos y de sus súbditos. Mantener y pagar los servicios del ejército nobiliario redundaría en una pérdida de prestigio y de apoyos en el interior. En las Cortes reunidas en Burgos en 1367, Enrique confirmó los fueros y privilegios de cada ciudad y los concedidos por Pedro I. Los sustituyó por otros similares firmados por Enrique, reconstruyó las hermandades y le concedió más protagonismo a los concejos al incorporar 12 hombres a su consejo, 2 por cada uno de los reinos y comarcas.

Pero es intransigente en lo relativo a los judíos y en sus peticiones, porque los hebreos habían querido hacerse cargo de las rentas del reino y habían adelantado al monarca el dinero que éste necesitaba. Los nobles recibieron títulos, cargos y donaciones, más tarde Enrique fue derrotado en Nájera y ninguna ciudad siguió su partido.

Vuelve a reinar Pedro I gracias a la colaboración de navarros e ingleses, pero esta ayuda tenía un precio que el rey no podía pagar sin enajenarse el apoyo de los súbditos, los auxiliares de Pedro I le abandonan al no entregarles Vizcaya, Guipúzcoa y Álava. El monarca queda a merced de los mercenarios franceses que pusieron el trono definitivamente en Enrique de Trastámara en 1369.

Los primeros años del reinado de Enrique fueron difíciles:

*       En el interior abundan los partidarios de Pedro.

*       En el exterior se formó contra Castilla una coalición en la que entraron todos los reinos peninsulares.

El problema interior fue resuelto mediante una nueva concesión de mercedes a la nobleza. Con estos apoyos Enrique II puede gobernar y hacer frente a la amenaza exterior, pero a esta nobleza hay que pagarle por lo tanto se sube el impuesto de los concejos y se atrae a los concejos permitiendo crear hermandades, tomando medidas contra el bandolerismo y fijando los precios de los artículos básicos. Los partidarios de Pedro I fueron sometidos. Con los restantes reinos peninsulares Castilla al fin firmó la paz. Con respecto a Inglaterra, Enrique necesitaba la colaboración de los marinos del Cantábrico, para ello les convención de que a largo plazo la defensa de sus intereses exigía la destrucción de la flota inglesa, única capaz de competir con la cantábrica por el control del comercio atlántico. Éxitos de la flota castellana bajo la dirección de Bocanegra, derrotó a la flota inglesa en le puerto de la Rochela en 1372. al fin el comercio del Cantábrico y del Canal de la Mancha se queda en manos de los marinos y mercaderes castellanos.


El compromiso de Caspe

La muerte de Martín el Joven en 1409 sin hijos legítimos de sus matrimonios con María de Sicilia y con Blanca de Navarra, planteó un problema sucesorio al no tener Martín el Humano otros hijos.

Contrajo matrimonio de nuevo pero tampoco tuvo hijos y los letrados rechazaron a Fadrique, hijo ilegítimo de Martín el Joven. Se ofreció a Martín el Humano la posibilidad de situar a alguno de sus parientes como su posible sucesor. Se nombró lugarteniente de todos los reinos a Jaime de Urgell, pero no hubo acuerdo entre los reinos para que Jaime fuera el lugarteniente. Su candidatura no tuvo unanimidad y la elección del nuevo rey tendrá que hacerse mediante acuerdo con las Cortes.

Después de 2 años de interregno y de guerras civiles, en 1412 una comisión procedió en Caspe a la elección como rey de Aragón del regente castellano Fernando de Antequera, con lo que se inicia la presencia de los Trastámara castellanos en la corona de Aragón.

Historiadores castellanos y catalanes coinciden en que la subida al trono aragonés del castellanos Fernando de Antequera, señala el comienzo de la unidad española desde y en favor de Castilla, mientras los nacionalistas catalanes hacen responsables del declive nacional catalán a los compromisarios y al compromiso de Caspe. Los castellanistas consideran que lo mejor para España era la unión de las coronas de Aragón y Castilla y apoyan el nombramiento del castellano Fernando de Antequera, sobrino por línea femenina de Martín y nieto de Pedro el Ceremonioso, con el que compiten Luis de Anjou, Fadrique de Luna, Jaime de Urgell y Alfonso de Gandía.

En principio los únicos candidatos con posibilidades reales son Jaime de Urgell y Luis de Anjou. El 1º está apoyado por los Luna de Aragón, los Vilaragut de Valencia y una gran parte de la alta y baja nobleza catalana. Al 2º le apoyan los Urrea y los Centelles y algunos nobles catalanes y parte de la burguesía catalana.

El asesinato en 1411 del arzobispo de Zaragoza llevó a los aragoneses a buscar un candidato capaz de hacer frente a sus enemigos: fue el regente Fernando de Antequera por la fuerza que le da la regencia de Castilla y el respaldo de Benedicto XIII.

Las tropas castellanas dominaron la mayor parte de Aragón y protegido por las tropas se reunió en Alcañiz el Parlamento aragonés, formado por los partidarios de Fernando. Desde entonces podía afirmarse que el único rey posible era Fernando.

El triunfo de Fernando se debió a la división existente entre los reinos, al poder que tenía a titulo personal, como regente de Castilla y al apoyo de Benedicto XIII. La situación interior de Castilla favoreció al infante, porque la nobleza y la reina Catalina de Lancaster confían en que Fernando renunciará a la regencia si sale elegido.

Sólo Cataluña tuvo en sus manos el rechazar a Fernando, pero no lo hizo. Los historiadores hablan de la claudicación de Cataluña, son quienes piensan que debería haber sido elegido un catalán.

Pero la visión del XIV había dividido a los catalanes y éstos no estaban en condiciones de tomar una decisión unánime y menos imponerla. Cataluña no claudicó ni demostró madurez política, no existió como unidad y los catalanes aceptaron a Fernando.

El nuevo rey (1412-16) es consciente de que el apoyo a su causa no ha sido unánime e intenta atraerse a sus adversarios con concesiones: las barreras comerciales entre Castilla y Aragón desaparecen y se perdonan impuestos debidos por los mercaderes. Nobles y eclesiásticos logran que el rey en las Cortes de 1413 se pronuncie contra los remensas. En su breve reinado, Fernando impulsó los asuntos mediterráneos, firmó la paz con Génova, pacificó Cerdeña y Sicilia, restableció las relaciones comerciales con el N de África.

En Aragón Fernando I confirmó los fueron y logró que durante algunos años los aragoneses renunciaran a sus privilegios para permitir al monarca restablecer el orden alterado durante los enfrentamientos entre los bandos nobiliarios.

En Cataluña tuvo que claudicar ante las Cortes que exigieron se anulara la disposición de Juan I por la que se creaba un nuevo estamento, el de los caballeros. Tuvo que tomar medidas contrarias a los campesinos y se transformó la Diputación General de Cataluña en un organismo político.


La farsa de Ávila

Para comprender la situación de Castilla durante el reinado de Enrique IV (1454-74) es preciso recordar la historia política del reinado durante la época de los Trastámara.

La victoria de Enrique II fue obra de la nobleza y en sus manos quedó la economía castellana, aunque el monarca se reservó el gobierno y opuso a la alta nobleza una segunda nobleza encumbrando a sus fieles. Con el apoyo de éstos pudieron Juan I, Enrique III y Juan II vencer a sus familiares, pero se sustituyen estos familiares por miembros de la nobleza de 2ª fila, pero que una vez consolidado su poder aspira a tener los privilegios y derechos de los grandes nobles.

Con estos precedentes se entiende que la victoria obtenida por Juan II en Olmedo (1445) sobre los infantes de Aragón apenas sirviera para fortalecer el poder monárquico porque Álvaro de Luna logró el triunfo militar con el apoyo de una parte de la nobleza, por lo que Olmedo significó la casi derrota de la nobleza de sangre, no la de la nobleza en general que se irá engrandeciendo y adquiriendo poder al lado de Álvaro de Luna concedido por el rey.

Al subir al trono Enrique IV carecía de autoridad moral para enfrentarse a los nobles, pues él había estado implicado en las guerras nobiliarias y tampoco podía recurrir a las ciudades porque estaban dominadas por las fuerzas nobiliarias y además se oponen al favorito Pacheco, ya que goza de la confianza del rey.

Las alianzas con Portugal y Francia fueron renovadas y se llegó a un acuerdo con Aragón y Navarra, mediante el pago de grandes cantidades a Navarra y la devolución de bienes confiscados a los servidores de los infantes de Aragón. Pero las revueltas nobiliarias seguían tan pronto promovidas por Juan Pacheco como contra él, siempre interesados en no restablecer la autoridad sino en mantener su posición. Para ello no le importa tener que cambiar de bando, acaudillar a los nobles descontentos y provocar la deposición de Ávila del monarca. Para ello los nobles se reunieron en Ávila en 1456, fabricaron un muñeco al que vistieron con los atributos reales y solemnemente le depusieron proclamando rey al infante Alfonso.

Los intentos de algunos nobles de restaurar el poder monárquico chocaron siempre con la actitud del rey, más propenso siempre a negociar aceptando las condiciones puestas por los nobles que a combatir militarmente a quienes limitaban su poder. Entre las condiciones que se le imponen está el reconocimiento como heredero de Castilla del infante Alfonso y su matrimonio con la hija del monarca para legitimar lo que puede llamarse un golpe de estado palaciego, el destierro de Juan de la Cueva, concesión del maestrazgo de la Orden de Santiago a Pacheco, la reducción del ejército real y el reconocimiento del derecho de los nobles a no ser condenados sin ser sometidos a juicio por un tribunal integrado por tres nobles, tres eclesiásticos y tres juristas. Enrique IV aceptó cuanto le pidieron, para desdecirse más tarde, con lo que perdió toda autoridad e hizo posible su deposición en efigie en la ”Farsa de Ávila” (1465) y la proclamación como rey de Castilla del infante Alfonso que tenía 11 años y que por tanto dependería totalmente de la nobleza.

Sólo después de esta rebeldía el monarca se decidió a combatir a los nobles en Olmedo (1467). Su victoria no impidió que los nobles, al morir el príncipe-rey Alfonso (1468) ofrecieran el trono a su hermana Isabel.

Ésta apoyada por la nobleza rebelde no se proclamó reina de Castilla sino heredera de Enrique IV. En Guisando se celebró una entrevista ese mismo año que consistía en desheredar a Juana. Para asegurar el triunfo de los nobles buscaron un marido candidato a Isabel, el más conveniente Alfonso V de Portugal. Pero finalmente por objetivos políticos de Aragón casaría con Fernando de Aragón.

Los nobles descontentos dirigidos por el marqués de Villena proclamaron heredera legítima a la hija de Enrique, Juana. La guerra civil fue inevitable y se prolongó hasta después de muerto Enrique IV. Durante estos años la posición de Isabel y Fernando fue consolidándose.


Origen de las cortes: Tuñón de Lara

A finales del XIII nacieron en tierras castellano-leonesas las Cortes. Se trata de una institución de importancia excepcional y que jugó un papel fundamental en la historia de los reinos de Castilla y León. Las Cortes medievales castellano-leonesas serían según la historiografía liberar, asambleas representativas de los diversos estamentos de la sociedad, dotadas de amplias facultades y que sirvieron para frenar las tentaciones absolutistas del poder real. Las Cortes, según Pérez Prendes, sólo pueden entenderse a la luz del deber de consejo de los vasallos del rey. Niega que los asistentes a sus reuniones fueran auténticos representantes de sus respectivos estamentos y rechaza la idea de que las Cortes tuvieran competencia en asuntos fiscales o legislativos.

Las Cortes fueron una institución viva que tuvo períodos de gran pujanza junto a otros de decaimiento, en función de las diferentes coyunturas históricas por las que atravesó.

La reunión de la curia plena en León en el año 1188 efectuada por Alfonso IX ha sido considerada como el acta de nacimiento de las Cortes castellano-leonesas.

El paso trascendental en la transformación de la curia regia plena o extraordinaria en una institución innovadora, Las Cortes, vino dado por la presencia de los representantes de las ciudades y villas del reino. Pero, ¿Cuál fue el motivo de la incorporación a las reuniones de la curia plena de gentes del tercer estado? Sánchez-Albornoz en una exposición ha indicado como causa principal de la incorporación de los burgueses a la curia plena, la creación de las villas y ciudades contra los abusos de la monarquía en materia de acuñaciones monetarias. Las ciudades y villas darían recursos económicos a la hacienda regia a cambio de que las acuñaciones se efectuaran ateniéndose a determinadas reglas (cada 7 años).

O’Callaghan ha puesto de relieve que la intervención de las Cortes en cuestiones financieras no fue significativa hasta la 2ª ½ de XIII, insistiendo en el papel judicial desempeñado por la nueva institución desde sus orígenes y en la importancia del reconocimiento a los ciudadanos del derecho de petición.

Durante los últimos años del XII y todo el XIII, Las Cortes no tenían claro cuáles eran sus atribuciones y Castilla y León tenían reuniones de Cortes independientes.

La génesis de las Cortes sólo tiene sentido si se la sitúa en un contexto caracterizado por la creciente pujanza social y económica de las ciudades. Allí encontraban los monarcas los recursos económicos que necesitaban, pero a cambio debían consentir en la participación de las ciudades en los órganos de gobierno. Pero la simple presencia del tercer estado en el primer plano no suponía que las Cortes fueran una auténtica asamblea representativa.


sentencia arbitral de Guadalupe, problema remensa y los seis malos usos del campesinado aragonés y catalán

Cataluña en plena E.M. va a conocer su campesinado la seducción de las tierras meridionales que se colonizaban desde entonces en la zona que se ha llamado la Cataluña Nueva. Ello implicó intentos señoriales en el área de la Cataluña Vieja.

Dentro del campesinado catalán se pueden diferencias 4 grupos:

1.    Los simples agricultores alodiales que eran dueños de sus tierras, sin vinculación a un señor.

2.    Aquéllos otros que siendo eufitentas cultivaban la tierra ajena sin que gravitaran sobre ellos lazos de dependencia personal.

3.    Los campesinos sujetos a su señor como hombres sólidos y propios.

4.    Los que estaban adscritos a la tierra y no podían abandonar sin autorización del señor y se conocen como payeses de remensa.

Pero la mayoría del campesinado catalán (siglo X y 1ª ½ del XI) la componían hombres libres no sometidos a la autoridad señorial, sino a la del conde. Ahora bien, debido a una concentración de la propiedad, a una acusada profesionalización de la actividad guerra y a una formación de los señoríos jurisdiccionales en torno a los castillos, tienen como rápida consecuencia el desgaste del campesinado libre dueño de sus posesiones alodiales que va descendiendo sensiblemente a una situación de dependencia que se va advirtiendo en el XII.

Este descenso del campesinado libre va unido al aumento sensible del grupo de labriegos dependientes sometidos a los señores territoriales, titulares de las castellanías, diseminadas por el país. La consecuencia de ello es que si por una parte a través de la Alta E.M. se desvanecieron los antiguos siervos rurales derivados de la vieja esclavitud, el aumento del campesinado dependiente al que se le van recortando libertades personales, ha dado origen que se hable de una nueva servidumbre en la vida campesina a partir del XIII.

Las cargas que gravitaban sobre el campesinado o payería catalana resultaban ser de dos clases que se clasifican en censos o servicios. La cuantía se establecía entre el campesino y el dueño donde éste se establecía o también por los usos y costumbres de la comarca.

El pago hasta el XIII el payés lo hacía principalmente en especie. También existían otros tipos de gravámenes que pueden calificarse de servicios personales, en virtud de esto el campesino debía participar en determinadas faenas agrícolas en la propiedad del señor, quedando establecido el nº de días al año que debían prestar tales servicios, así como quién corría con los gastos de alimentación, que era el señor.

Pero entre las cargas del campesinado catalán en la E.M. merecen especial consideración determinadas gabelas que resultaban ingratas y que son conocidas como “los seis malos usos”, los cuales en un principio gravitaban sobre la población servil y más tarde se extendieron sobre buena parte del resto de los payeses cultivadores de tierra ajena.

Dichos malos usos eran los siguientes: intestía, exorquía, cogucia, arsina, fiema de spoli y remensa, este último era el más humillante para el campesinado catalán.

Intestia y exorquia eran gravámenes de carácter mortuorio, en virtud de los cuales el señor de la tierra participaba en la herencia del payés que moría sin descendencia.

Cogucia, el payés debía entregar parte de sus bienes al señor cuando la mujer del 1º incurría en adulterio.

La remensa constituía el rescate que el payés abonaba al señor para poder abandonar el predio que habitaba.

En muchos contratos se incluye la renuncia específica de los payeses a fijar su residencia en lugares de realengo y para quienes olvidan su dependencia, las Cortes recuerdan en 1289, 1300-21, la obligación de redimirse. Las Cortes insisten en 1350, cuando a consecuencia de la peste negra se acelera la emigración hacia la ciudad que declara ciudadanos a quienes tienen alquilada una habitación y van a Barcelona en determinadas fiestas.

El interés señorial está en mantener la tierra en cultivo. En las zonas de montaña se restablecen la remensa y demás malos usos en ellas para los campesinos. En comarcas como el Maresme y el Vallés se ofrece reducción de censos y se permite la ocupación de mansos abandonados.

En 1370-80 se originan manifestaciones de descontentos de los payeses de remensa por la implantación de los malos usos. Este descontento va acompañado de una organización interna. Las manifestaciones del conflicto remensa coinciden con los intentos de modificar el régimen municipal para hacer frente a la situación del mundo urbano.


Fuero general de Aragón y los usatges de Barcelona

Durante gran parte de la E.M. Cataluña dista mucho de tener unidad política; no es un estado sino un conjunto de condados cuyos dirigentes reconocen de algún modo la superior autoridad del conde barcelonés, lo que no impide que cada uno actúe en sus dominios con gran libertad. Los barones de Cataluña son los descendientes de estos condes y vizcondes.

Barones catalanes y ricoshombres aragoneses controlaron el reino durante la minoría de edad de Jaime I y el Principado no se pacificará hasta que las campañas contra Baleares y Valencia ofrezcan a los nobles la oportunidad de incrementar sus derechos y bienes.

Los barones catalanes participan activamente en la ocupación tanto de Baleares como en el reino de Granada y mantienen una actitud pacífica y de colaboración con el rey hasta que en los años finales del reinado de Jaime I, Pedro el Grande intentó limitar los poderes de la nobleza y tuvo que hacer frente a la revuelta de los barones encabezada por el vizconde de Cardona. Pero esta etapa bélica se considera terminada en 1280-82 cuando los problemas internacionales derivados de la ocupación de Sicilia obligan al monarca a reconocer e incrementar los fueros y derechos nobiliarios para conseguir su apoyo militar y económico.

La oposición entre los nobles y el conde de Barcelona se mantendrá en el campo judicial. Según Sobregués, el rey llevó la iniciativa y suscitó continuos pleitos para vincular los patrimonios de los barones a la familia real. Pero ni Jaime II ni Pedro el Ceremonioso consiguieron reducir la importancia económico-social de los nobles. Los derechos de los nobles sobre los campesinos se incrementaron y la autoridad del monarca nunca fue absoluta en todas las tierras catalanas, como lo prueba el hecho que a mediados del XIV más de la mitad de los campesinos y eclesiásticos estaban sometidos a la jurisdicción de los nobles.

Los Usatges son el Fuero de Barcelona que se extiende a todos los dominios del conde, aunque no puede ser definido como fuero nobiliario, son las disposiciones referentes a los nobles, comenzando por las que regulan la compensación que se ha de pagar por la muerte o herida causada a un vizconde, a un caballero, burgués o campesino; no se pagará lo mismo a la muerte o herida causada a un campesino que a un burgués y si se trata de un vizconde la cantidad es mayor. Otras disposiciones regulan las relaciones entre los caballeros y sus señores, entre los señores y los campesinos que cultivan las tierras, pero es en las Conmemoraciones donde realmente puede verse el derecho feudal catalán.

Pero no todos los nobles tenían los mismos derechos ni distinción, sino que existían clases sociales dentro de ellos. Por ejemplo, si un noble no era caballero no se podía sentar a la misma mesa que un caballero o que su señora, al igual que se prohíbe a los caballeros usar calzas rojas. También se ordenó que nadie podía ser caballero si no era hijo de un caballero y se reconoce al hijo de un caballero la categoría paterna hasta la edad de 30 años y en adelante se le considerará un payés si no reúne las condiciones de los caballeros.

Fijados los derechos feudales en los usatges y en las conmemoraciones las constituciones de Paz y Tregua confirman la independencia de los señores y su autoridad sobre los campesinos: 1173, Alfonso el Casto ponía bajo la protección de la Paz y Tregua iglesias, personas y bienes de los eclesiásticos. En 1202 se precisó aún más la independencia nobiliaria al adoptarse una disposición según la cual los señores que maltrataran a los campesinos no rendirían cuenta al rey, excepto en caso de que el campesino o sus bienes hubieran sido recibos en feudo del rey.

Los problemas de la nobleza aragonesa son los mismos que los de los demás nobles peninsulares, necesitan defender su posición económica y política frente a los intentos centralizadores del monarca y lo hacen protestando contra la actuación del monarca y dando forma legal a sus derechos después de la asamblea celebrada en Huesca en 1247, de la que salió el proyecto de encargar al obispo Vidal del Conellas la recopilación-unificación de los fueros aragoneses y poner fin a las diferencias entre quienes se regían por los fueros de Jaca o de Zaragoza o de Teruel.

Por Paya Frank

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