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16 de noviembre de 2023

ERRORES HISTÓRICOS William Brittain

 


Norman Kaner alzó la cabeza de la almohada, abrió los ojos lentamente y de inmediato se arrepintió. Al llegar la luz al cerebro, se le activaron con la mayor intensidad las operaciones de minería dentro de la cabeza, con sus explosiones. Se humedeció los labios con la lengua, considerando vagamente si durante la noche se le habría metido en la boca algún bicho peludo, una rata almizclera, por ejemplo. Pensó asimismo que una resaca de semejantes proporciones debería ponerse en un altar como advertencia para generaciones futuras. Se preguntó si el museo de la Smithsonian Institution mostraría algún interés en el tema.

Fue imperdonable beber tanto, sobre todo en territorio desconocido. A pesar de todo, Norman se las arregló para concederse perdón. A fin de cuentas, había circunstancias atenuantes. El día anterior dio su última clase sobre el periodo colonial anterior a la Revolución, y él y Betty tenían por delante el recorrido de Nueva Inglaterra que planearon desde que él era un simple instructor en el Hadley College, y para el cual guardaron sus ahorros durante muchos años. Eso, por sí solo, justificaba la celebración.

La celebración incluyó cuatro martinis servidos durante la cena en un pequeño restaurante al sur de Connecticut.

Además, la madre de Betty, Vera, se empeñó en acompañarlos en sus vacaciones. Eso no daba el menor motivo para alegrarse, pero sí la mejor excusa para ahogar las penas.

La anciana Vera Blumenthal era una diminuta arpía, dotada de una boca cuyo tamaño nada superaba, excepto tal vez el río Mississippi o el Amazonas. Desde su partida el día anterior al mediodía, hacía un comentario desfavorable por cada vuelta de las ruedas de la camioneta. El asiento de atrás era demasiado estrecho, Norman iba muy rápido, le molestaba su artritis, debían tomar otra ruta para evitar el tráfico… ¡Bla, bla, bla! Cuando Norman trataba de tranquilizarla y hacerla callar, soltaba su maldición predilecta:

-¡Pestilencia sobre tu cabeza, Norman, y sobre toda tu descendencia!

Que baje sobre ti la peste, Vera, pensó todavía en la cama Norman, apretándose los ojos con la base de las manos y volviendo a sentir el sabor de los posos de sus tragos. El día anterior se las pudo arreglar para volver al coche y hallar la carretera. De ahí en adelante, la memoria se volvía más confusa. Se detuvo frente a un semáforo en rojo en medio de la nada, y de pronto se abrió la puerta del coche y un hombre dijo algo sobre arrestarlo. Quién podía prever la presencia de un policía esperando en aquel sitio…

De repente Norman se incorporó del lecho. Observó las paredes de roble de la habitación y la pequeña ventana enrejada. Al apoyar las manos sobre el colchón no sintió resortes, sino algo que podrían ser cáscaras de trigo o de maíz.

El hombre que lo arrestó traía un caballo por las riendas. No solo eso: iba vestido con pantalones abolsados que le llegaban a las rodillas y una camisa blanca de manga larga. Llevaba el pelo atado tras la cabeza: una imagen que Norman había visto cientos de veces en sus libros de historia.

-¿Quién lo iba a decir? -se preguntó, maravillado?-. Me arrestó Paul Revere.

Como si esas palabras fueran una señal, se oyó correr el cerrojo fuera de la puerta de la celda. Se abrió con un doloroso rechinido. Entró la luz del sol a través de ella, y Norman observó con los ojos entrecerrados una figura en el umbral.

¿Sería Ethan Allen, tal vez? ¿O John Adams? Iba vestido con la misma indumentaria que el policía de la noche anterior, más un sombrero de alas anchas encima de los cabellos que le bajaban hasta los hombros. ¿La época de 1700? No, reflexionó Norman negando con la cabeza: casi un siglo antes. No resultaba fácil creer que afuera de esa puerta existiera un país con aviones de propulsión, carreteras, chimeneas de fábricas contaminantes y drenajes que convertían el agua pura en veneno: la Norteamérica moderna.

El guardia tenía en la mano un aro con pesadas llaves de hierro.

-¿Ya recuperó el sentido, prójimo? -le dijo?-. Tenía el cerebro algo revuelto por ingerir licores fuertes cuando anoche el alguacil Wainright remolcó al pueblo su extraña máquina.

-Mi esposa… su madre -murmuró confusamente Norman?-, ¿dónde están? ¿Se encuentran bien?

El guardia asintió.

-Nuestra cárcel no está acondicionada para mujeres, pero Dame Pellow tuvo la gentileza de darles albergue por una noche. Sospecho que ahora mismo disfrutan de un budín para romper el ayuno. Pero prepárese ya. No conviene hacer esperar al juez Sawyer.

-Juez… Ya veo. La acusación de conducir en estado de ebriedad.

Norman se tocó el bolsillo de la cadera para verificar que ahí seguía el grueso fajo de cheques de viajero. Se levantó, y su cara se puso pálida cuando dentro de su cabeza los mineros soltaron un estallido de tres megatones. Trató de alisarse los cabellos revueltos con la palma de la mano.

-Dígame una cosa -dijo, abandonando el pelo y tratando de alisar las arrugas del pantalón?-. ¿Qué es esto de su vestuario? ¿Y el policía a caballo? ¿Siempre van así o se trata de una ocasión especial?

-Illium, nuestro pueblo, fue uno de los primeros asentamientos en Nueva Inglaterra. Tenemos una gran herencia histórica y tratamos de mantenerla vigente.

-Ya veo -dijo Norman, tocándose la cabeza con el dedo índice?-. Es por el Bicentenario. Se me olvidaba que es en este año…

Pero el guardia negó con la cabeza.

-Existimos desde más de un siglo antes de la Independencia. Hace unos diez años, las gentes de Illium determinamos que no queríamos dejar morir los antiguos usos y costumbres. Cada año, a lo largo de todo un mes, hacemos lo posible por revivir los primeros días, exactamente como fueron, como recordatorio de nuestros orígenes.

Norman observó al personaje con su raro vestuario.

-No está mal. Nada mal. Solo un par de cosas fuera de lugar, sin embargo.

-¿Fuera de lugar? -exclamó el guardia como si le hubieran dado una bofetada.

-Así es. Errores históricos de épocas equivocadas. Anacronismos. Por ejemplo, sus zapatos.

-¿Qué tienen mis zapatos?

-Están cortados para el pie derecho y el izquierdo. Sin embargo, casi todos los zapatos del siglo diecisiete se hacían con el mismo patrón. El zapato derecho y el izquierdo eran idénticos.

-Qué interesante. Escribiré una nota para ponerla en el tablero del pueblo. Tratamos de que todo sea lo más auténtico posible.

-Otra cosa. El policía de anoche, el que dijo que se llama Wainright, se peinaba con cola de caballo.

-¿Cola de caballo?

-En efecto -asintió Norman-, atado detrás de la cabeza. No era el estilo de los días de los puritanos. Solían llevarlo suelto, como usted.

-No le gustará enterarse de eso a Peter Wainright. Se enorgullece mucho de su pelo. Pero no dudo que cambiará de peinado en nombre de la exactitud. ¿Cómo es que usted sabe todo esto?

-Soy profesor de Historia de los Estados Unidos. Hice mi doctorado sobre los sistemas sociales de los puritanos y otros colonizadores.

-Ah, un hombre de estudios. Acuérdese de mencionar eso al juez Sawyer, que tiene gran aprecio por los conocimientos exactos. Vamos ya. No hay que hacer esperar al buen juez.

Al cruzar el prado del pueblo acompañado por el guardia y el tintineo de su llavero, Norman se quedó asombrado de cuánto se parecía Illium a las xilografías de los primeros pueblos de Nueva Inglaterra. Se habían alterado las ventanas, los porches y en algunos casos las fachadas completas de las tiendas. Vio una casa al parecer construida de troncos tallados a mano. Bajo un escrutinio detallado se descubría que eran en realidad productos comerciales. El taller del herrero tenía el invariable árbol de castañas; la rejilla de grasa apenas se distinguía a través de la puerta medio abierta. La pequeña iglesia sobre la ladera del cerro, rodeada de arces, pudo ser construida décadas antes de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Era impresionante la atención otorgada a los menores detalles.

El tribunal estaba ubicado en la sala de la casa del juez Jonathan Sawyer, una habitación de techo bajo. Los muebles estaban contra la pared para abrir espacio, y el escritorio del juez quedaba al lado de la única ventana de la sala. Un escenario casero que al mismo tiempo se sentía cargado de formalidad para celebrar un juicio.

Betty y Vera se hallaban esperándolo cuando llegó. Bajo los efectos de su resaca, Norman apenas pudo encarar el asalto combinado de ambas mujeres.

-¡Norman! -cacareó su esposa-. Esto nos va a demorar un día o más en nuestros planes. Te dije que no beb…

-¡Qué estúpido! -armonizó Vera-. ¡Pestilencia sobre tu cabeza, Norman, y sobre toda tu descendencia!

-No tenemos ninguna descendencia, Vera -gimió Norman?-. Solo Betty y yo, algo que me resulta imposible ignorar, ya que tú…

-¡Atención, atención! -entonó el guardia-. Está sesionando el juzgado del pueblo y aldea de Illium. Preside el juez Jonathan Sawyer. Quienes tengan pendientes en esta corte, preséntense ante el juez y serán escuchados. Todos de pie, por favor.

Cuando entró el juez Sawyer por la puerta de la cocina, Norman apenas logró aguantar la risa: un hombre gordo, de baja estatura, con una capa negra, que hacía pensar en un globo vestido de luto, y una peluca de forma indeterminada que insistía en taparle un ojo.

-¿De qué se acusa a este hombre? -inquirió Sawyer en tono sepulcral.

-Ebriedad y desorden público -repuso el guardia.

-¡No fue eso! -gritó Betty-. Admito que en efecto estaba borracho, pero no hubo ningún desorden. Mi madre y yo…

La mano del juez Sawyer dio un fuerte golpe sobre su escritorio.

-Las he admitido a regañadientes como observadoras, nada más. Bueno, procedamos con el caso.

-Ella solo trata de decirle que la borrachera no fue en público -?insistió Vera.

-¡Basta, señoras! -ordenó el juez con el rostro lívido?-. ¡Juro por mi fe que he de poner orden en la corte! ¡Que cesen de inmediato esos maullidos femeninos!

Impresionadas por el momento, las dos mujeres se hundieron en sus sillas.

-Bien, señor mío. ¿Cómo se declara usted?

-Soy culpable, señor… su señoría -murmuró Norman?-. Quisiera ofrecer una explicación de lo sucedido.

Sawyer consultó con el guardia sin que se les pudiera escuchar.

-La corte se dignará a escucharlo.

-Bueno. Ayer fue el primer día de nuestras vacaciones. Medio día, nada más, pues estuve dando mis clases en la universidad toda la mañana. El fin de año escolar, honorable juez, siempre es un poco deprimente. Usted ha de saber de esto. Pensé que necesitaba un estimulante y… creo que fui demasiado lejos en la estimulación.

-Usted se dará cuenta, prójimo, de que las leyes de nuestro estado me dan el poder de revocar su licencia.

-Sí, pero…

-Y además podría sentenciarlo a sesenta días de cárcel, aparte de ponerle una multa buena de verdad.

-Se lo ruego, su señoría, son nuestras vacaciones. Prometo que no volverá a suceder.

-A pesar de todo, esta corte se inclina por la indulgencia. Vemos que no le faltan problemas, y no es nuestro deseo añadirle más sin ser necesario.

La severa mirada que lanzó a Betty y Vera podía rayar un vidrio.

-Conforme al carácter… eh… el carácter modificado a lo largo del presente mes, queda sentenciado a un día de confinamiento en el cepo.

-¿Perdón, señor?

-El cepo. Ya sabe.

Sawyer pareció de pronto un niño frente a un juguete nuevo. Giró en su sillón, extendiendo brazos y piernas con rigidez.

-Tenemos el cepo instalado en el prado, pero hasta hoy no lo hemos utilizado con nadie. Añadirá un alto grado de realismo a la celebración anual. La alternativa…

Las pobladas cejas del juez bajaron sobre sus ojos.

-… es todo el peso de la ley.

-¡No! -gritó Betty-. Lo prohíbo. Tú sentado ahí con las manos y los pies apresados en esos tablones. Qué vergüenza…

-¡Betty, cállate la boca! -rugió Norman-. Con esta sentencia nos atrasamos nada más un día.

Se volvió hacia Sawyer.

-Conforme, acepto su sentencia. Únicamente por mi gran interés en la exactitud histórica, por supuesto.

-¡No es justo! -exclamó de nuevo Vera-, pudo ponerle una multa como de diez dólares y ya estaríamos lejos de este manicomio.

El guardia tomó a Norman de un brazo y lo condujo a la puerta. Tras él, Betty y Vera discutían con el juez Sawyer. Cuando este se levantó para salir, la inevitable maldición de Vera resonó en la pequeña sala.

-¡Pestilencia sobre tu cabeza, Sawyer, y sobre toda tu descendencia!

Los tres tablones que formaban el cepo estaban empotrados en postes bien enterrados en el suelo de arcilla. Norman se sentó en la banca de madera, y el guardia alzó los dos tablones de arriba, separándolos poco más de veinte centímetros. Norman extendió las piernas y puso los tobillos en dos semicírculos cortados en la madera. El guardia bajó el tablón central y sujetó los tobillos en su sitio.

-Ahora las manos, prójimo.

Norman tuvo que estirar su cuerpo hacia delante, como un remero al comenzar su movimiento. La sección superior descendió y lo sujetó por las muñecas. El guardia se sacó del bolsillo un par de candados, con los que acerrojó los tablones.

Por fin el guardia dio un paso atrás.

-Es todo, señor. ¿Cómo se siente?

-Completamente ridículo -replicó Norman-. Indefenso. Y ligeramente incómodo.

-Mucho me temo que la incomodidad irá en aumento. En cualquier caso, no es como antes. En aquellos días la gente arrojaba los peores desperdicios a un hombre preso en el cepo. No creo que ninguno de los presentes pobladores haga algo parecido.

-Supongo que el juez Sawyer se sentiría feliz si lo hiciesen -?dijo Norman?-, para que todo sea todavía más auténtico. ¿Cuánto tiempo debo pasar en esta cosa?

-Solo hasta la puesta del sol. Creo que debo decirle que ha hecho muy feliz al juez Sawyer. Siempre le hizo ilusión sentenciar a alguien al cepo. Por el realismo, ya sabe. Pero ninguno de los pobladores quiso ponerse.

-Hablando de realismo, esos candados son modernos. En los días de la colonia usaban clavos de madera para poner los tablones.

-Gracias, se lo mencionaré al juez Sawyer, pues le interesa que todo sea lo más preciso posible. Ah, hay algo más. Espero que no le afecte demasiado.

Se sacó del bolsillo una hoja grande de papel y la desdobló. En caligrafía adornada estaba escrita una palabra: BORRACHO. El guardia la colocó en su sitio en el lado más apartado del cepo.

-Tachuelas -observó Norman-. No es correcto.

-Ya lo sé. Necesito encontrar otra manera.

El guardia se fue. Norman suspiró y movió los dedos que no podía ver. Miró el sol y calculó que serían las diez. El sol no se pondría antes de las ocho. Determinó que sería un día muy largo. Esperaba que no demasiados pobladores se burlaran de él. Antes de una hora ya tenía un fuerte calambre en la espalda y el sol caía con ferocidad sobre la cabeza descubierta. Una sola gota de sudor le bajó hasta la barbilla, donde se quedó colgada. Al mismo tiempo, le dio comezón en la nariz.

Pasó otra hora. Norman hizo intentos por llegar al hombro con la nariz, pero la comezón quedaba fuera de su alcance. En sus clases a menudo hablaba del cepo, pero nunca imaginó la exquisita tortura de verse confinado en uno.

Alrededor, el pueblo despertaba a la vida. Del taller del herrero salían sus martillazos, y pasó una niña con un yugo sobre los hombros cargando dos cubos de agua. Al ver a Norman en el cepo, se rio con alegría y enseguida le ofreció agua de beber. Cuando se lo pidió, incluso le rascó la nariz. Aceptó todo con gratitud, demasiado sediento y avergonzado de su desamparada situación.

Era poco después de la una de la tarde, y Norman sufría con dolores que le subían por la espalda, cuando oyó una voz tras él.

-Le duele, ¿verdad? Tal vez con esto se sienta un poco mejor.

Un par de manos empezaron a amasar sus músculos doloridos. Norman se agitaba bajo la presión de los dedos, gruñendo de placer por el alivio.

Terminó el masaje y el hombre dio vuelta al cepo para encarar a Norman. Iba en general vestido como los demás, pero llevaba un abrigo con cinturón, algo raro para un día caluroso. Al otro lado del pueblo, dos muchachos cargaban una enorme viga de madera de más de tres metros de largo para llevarla a la iglesia.

-Soy el reverendo Dabney, Thomas Dabney. Espero que se sienta mejor. En eso trabajo, y allá queda mi fábrica -?dijo el hombre, señalando la iglesia con el dedo pulgar.

-Oh, sí, me ha salvado usted la vida, señor Dabney. Cuando salga de esto, le invitaré una copa de lo más grande…

-Mejor no. Creo que así comenzó todo esto. Además, el ponche que sirven en la posada sabe a agua de lavar platos. No puedo esperar a que acabe el mes y pueda prepararme un coctel decente.

-No me diga que ni siquiera pueden…

Dabney negó con la cabeza.

-«Hemos adoptado los usos y costumbres de la colonia», como le gusta decir a Jonathan Sawyer. Un mes al año vivimos de esta manera.

-Pero ¿no resulta un poco tonto llevarlo a este grado?

-No. Pienso que vale la pena vivir como los ancestros y aceptar sus valores. Debo admitir que tengo más gente en la iglesia cuando la ley manda que todos deben asistir.

-Pero llevarlo a estos extremos parece…

-¿Se refiere al cepo? Creo que Sawyer pudo ser mucho más severo. Sesenta días en la cárcel habrían arruinado sus vacaciones, ¿no cree? Y me atrevo a conjeturar que cuando logre salir, pensará dos veces antes de volver a conducir cuando haya bebido.

-Solo quería decir que…

-Mire, para que valga la pena hacer algo como esta escenificación colonial, es preciso abarcarlo todo. El vestuario y el cepo son lo de menos. Lo que cuenta es la tradición. Vivir durante un mes exactamente como los ancestros nos hace apreciar mucho más los otros once meses del año. Pero hay que hacerlo correctamente, todo tal y como fue. Es como subir una montaña. ¿Qué atractivo existiría si el alpinista sabe que hay una red de seguridad todo el tiempo debajo? Para que tenga significado, la experiencia ha de ser por completo real.

-Debo decir que hacen el mayor esfuerzo. Le indiqué al guardia algunos errores y reaccionó como si le citara las Sagradas Escrituras.

-Sí, ya oí hablar de eso. Pero no hay nada que temer. El juez Sawyer se encargará de corregirlos el año entrante. Tal vez venga usted a visitarnos y juzgará las mejoras.

-Cuando me hayan sacado de esta cosa puede pasar un año antes de que pueda estar de pie.

Dabney se rio con suavidad y se volvió a mirar a tres hombres que pasaban. En la espalda cargaban muchos trozos de leña atados a una burda rejilla. Saludaron con alegría a Dabney, sin prestar la menor atención a Norman.

De pronto, desde atrás le llegó a Norman un ruido parecido a un grito ahogado de dolor e indignación. En vano quiso volver la cabeza. Por fin logró captar la imagen de una figura que corría hacia él, una mujer con ropa moderna de color rosa brillante: Betty.

Pero no la Betty que él conocía. La figura parecía tratar de agarrar algo que tenía puesto en la cabeza, al tiempo que emitía raros gritos ahogados entre gruñidos.

La figura grotesca rodeó el cepo y miró a Norman. Tenía la cabeza estrechamente apresada por una jaula hecha de tiras de hierro. La base de esas tiras quedaba sujeta con candados a su cuello por un redondel de metal, que hacía imposible quitarse el aparato. En una de las tiras encima de sus labios había una nudosa espiga metálica que se le introducía en la boca y volvía imposible dar forma a las palabras. Con las manos ensangrentadas, Betty Kaner trataba de mover la jaula que le aprisionaba la cabeza.

-Gnnn… Og… Jurr… Og…

-¡Es un callabocas! -exclamó Norman, tratando de liberarse las manos sin lograr más que arrancarse la piel en el cepo.

-La brida de la chismosa, así la llamaban en tiempos de la colonia. Creo que el juez Sawyer le advirtió varias veces que no gritara en la corte, antes de ordenar que se la colocaran.

-Pero es algo inhumano.

-Para nada. Si se tranquilizara, estaría bien. Puede respirar sin el menor problema. Tan solo le es imposible hablar. Y puede ir adonde quiera. Es mejor que tenerla encerrada en una celda.

-¡Pero eso… eso que le han puesto en la cabeza!

-¡Mg durr! ¡Mg durr!

-Claro que le duele -le dijo Dabney-. Deje de tratar de moverla y se sentirá bien.

-Dabney, ¿acaso no ve que casi ha perdido la razón por el miedo y el choque?

-Mucho mejor para usted, mi viejo. Le aseguro que cuando se lo quiten dejará de ser la arpía de antes de que se la pusieran.

Con un miserable gemido, Betty se hundió en el polvo del suelo, abrazada con toda su alma a las piernas de Norman en gesto de súplica.

-Dabney, estoy harto de todo esto. Al cuerno con mis vacaciones. Tengo la intención de acudir a las autoridades por estos… estos atropellos.

-No diga tonterías. Piense en el valor adicionado a sus clases de historia. Les va a poder hablar desde su propia experiencia de los castigos durante la colonia -?sugirió Dabney frotándose la barbilla mientras pensaba qué decir?-. Sabe usted, ese callabocas lleva en el museo unos doscientos años. No pensé que lo vería en uso.

-¡Una monstruosidad!

-No, señor Kaner, de ninguna manera. Así fuimos hace más de doscientos años. Oh, no somos del todo perfectos en la recreación del pasado. Pero llegaremos a serlo.

Dabney se dio vuelta para mirar al otro lado del prado, donde avanzaba entre gritos un grupo de pobladores camino a la iglesia.

-Me tengo que ir -anunció-. Tengo que atender otros asuntos.

-¿Cómo puede usted ver a dos seres humanos bajo tortura y decir que tiene otros asuntos? ¿No le parece raro para un hombre de su profesión?

-No es tortura, señor Kaner. Se trata de un castigo por acciones cometidas en contra del bienestar de la comunidad. Un castigo que es justo. El mismo castigo que aplicaban nuestros ancestros.

Algo desvergonzadamente maligno afloraba en los ojos de Dabney, como una serpiente lista para atacar.

-Tal vez le interese saber -dijo- que justo antes de mediodía el médico de la localidad visitó la casa de los Sawyer. El juez se sentía mal, y también sus dos hijos.

-¿Y eso qué?

-Sarampión. El doctor dice no haber visto jamás que la enfermedad atacara a toda una familia tan súbitamente.

-¿Qué tiene que ver eso con mi esposa o conmigo?

-Con usted, nada. Ni con su esposa.

-En ese caso, ¿qué…?

-Piense un poco, señor Kaner. Piense.

Dabney gritó a la multitud de pobladores y fue trotando para unirse a ellos.

Una locura. El pueblo entero enloquecía con su pasión por la exactitud histórica. Betty alzó la mirada suplicante tras la jaula de hierro. Un gemido muy suave salió de su garganta.

Momentos más tarde se oyeron débiles ovaciones que llegaban del patio trasero de la iglesia, detrás de los arces. Una nube de humo negro grasiento ascendió hacia el cielo. De pronto, suspendido en el aire como algo palpable, se dejó oír un solo grito arrancado de la garganta de alguien torturado más allá de lo soportable.

Enseguida Norman entendió quién gritaba, y en su mente oyó la misma voz que maldijo al hombrecito gordo envuelto por una capa negra y una peluca demasiado grande para su cabeza: «¡Pestilencia sobre tu cabeza, Sawyer, y sobre toda tu descendencia!».

¡El sarampión!

Aunque su estómago se contorsionó al pensar en lo que estaba sucediendo, una idea sin relevancia apareció en la mente de Norman: otro error histórico.

En la época colonial la pena de muerte se aplicaba mediante la horca o aplastando al sentenciado con grandes rocas.

En toda la historia de Nueva Inglaterra no se registró un solo caso de una bruja ejecutada en la hoguera.

 

FIN

 

Un educador es el personaje central de este relato sobre la autenticidad histórica. William Brittain, un maestro de preparatoria retirado, lo escribió en una época en que se despertó en los Estados Unidos un alto grado de interés por la historia del país. Brittain es autor de varios cuentos en que el detective, el señor Stang, es un maestro de ciencias de preparatoria. También ha publicado una serie de historias comúnmente denominada Cuentos del Hombre que Lee. En cada una de ellas, un personaje devoto de algún escritor de cuentos de misterio termina por resolver el crimen en el estilo característico de su héroe literario.

 


21 de enero de 2020

El águila y el pastor

Un águila  seguía siempre al rebaño.Su grito en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola;a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico,y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.
  Tendíase el pastor encima de la grama; y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja,árboles tiernos,huertas cerradas,caseríos como escombros,caminos hundidos en el horizonte de humo...
  El pastor y el águila se aborrecían."¿Desde dónde estará mirándome ahora?", se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armadijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña,de tasajo y hasta el pan de su comida.
   Despertábale un temblor de huesos,de aletazos,de gañiles. En los cepos se retorcían raposas,grajas,perros,búhos...; y el pastor los aplastaba con sus esparteñas y con sus manos.No eran ellos los aborrecidos,y porque no era no eran los aborrecía y los chafaba. Y una mañana su risa y su voz rodearon triunfalmente por el valle. El águila aleteaba,desgraciada y magnifica,sangrándole las garras entre los muelles de presas.
Recostóse el pastor a su lado y estuvo aguardando todo el sol para regodearse mirándola: quiso verse dentro de sus ojos inmóviles de brasas redondas, y en esas lumbres se estremecía una frialdad de bravura y de señorío indomable. Se los hubiera reventado,mordiéndolos como un fruto, lo mismo que ella a él,si el pastor hubiese muerto en el desamparo del monte.Pero,cegándola,ya no sabría que él la miraba.La miraba implacablemente,el águila entreabrió el pico convulso; se le doblaban las alas como unos hombros desventurados con su manto de hermosura a cuestas como una cruz. Vino el mastín latiéndole y humeándole las fauces.La cabeza del águila se erguía,toda tallada,sobre el azul,  como la proa de una nave sobre el horizonte,y en sus ojos encendidos se reflejaba el perro,el pastor y un círculo gozoso de la mañana campesina.
     "¿Cómo la mataré?", pensaba el pastor,¿Cómo la mataría para que durase mucho muriendo? Entonces el mastín y el amo se miraron culpablemente;y el perro embistió.No pudo llegar a la cautiva,y le brincó la lengua en la tierra como un sacre herido y le crujieron las las quijadas.! No te atreves con ella¡ -le dijo sin voz la risa gorda del amo-,Era verdad: no se atrevía...Levantóse de súbito ,y se fue a su rancho.Dejó al mastín guardando el águila.No podía escaparse ,pero es que no quería que descansara viéndose sola ni un instante.Un instante tardó en volver;trajo un bozal viejo.
Acudío gente: un labrador,una vieja del caserío,un arriero que pasaba,un chico que iba a la escuela rural.Y le preguntaron:
-¿Es ésta el águila que te seguía siempre como tu alma?
El chico quería que se la diesen para holgarse en la lección.La vieja le pidió una pluma remera y una uña; y el entresijo,para hacer remedios de enfermedades y mal de ojo.Todos rodearon al águila y le pusieron el bozal del perro trenzándole las ataderas de alambre .Después la arrancaron del cepo como si ya fuese una oca.Le colgaban un dedo y el pastor se lo quebró del todo,tirándoselo al mastín,que lo cogió de un brinco y en seguida lo soltó y le huía como si le diese la sensación de toda el ave.Dentro de la reja del bozal,la cabeza del águila tenía un infortunio pavoroso,y su mirada ardía tan humanamente,que el pastor se la apartó,porque,estando tan cerca,le angustiaba el bozal como si fuese él quien lo llevaba clavado en su carne y en su sangre.

Todos la cogían,pasándola de brazo en brazo;la tentaban la pechuga,soplándole al pulmón para verle los los piojos en la piel desnuda; le apretaban el pico,quitándole el resuello;sentían el palpitar de sus parpados;le rascaban las conchas y el callo de sus garfas ,Removióse todo el animal en una sacudida delirante:tronó un aletazo duro y brincó entre el sol.

Y la gente decía:

-Se morirá como un perro,un perro en el cielo y en las cumbres.
-Se morirá de reconcomio como una persona y cuando era feliz.
Y la miraban,riéndose.El águila iba entrándose en el azul,gloria y libre,
con el bozal de perro.


El ángel,El molino,
El caracol del faro, de Gabriel Miró
Biblioteca Nueva, Madrid. 1938
                                                                          

10 de septiembre de 2018

EL CUERVO


EL CUERVO

Delfina Acosta

Cuando el señor Bradbury llegó poco después de que cayera la tormenta ofreciéndonos una aspiradora americana, ni mi madre ni yo podíamos saber cuánta influencia llegaría a tener aquel anciano hombre en nuestras vidas. Era tan increíblemente anciano. Y tan frágil y enfermizo en apariencia. Por donde quiera que se lo mirase tenía mucho más de cien años. El señor Bradbury vestía un sobretodo de color azul eléctrico, cuyas mangas, ensanchadas y extremadamente largas, le llegaban casi hasta las rodillas. A decir verdad, no se desenvolvía con gracia como suelen desenvolverse los viejos a esa edad, pero sabía llevar con distinción su hermoso bastón de caoba.
Aquel bastón de caoba con punta de oro debía valer muchísimo dinero. Me animaba, a veces, el tonto deseo de preguntarle cuántos dólares había pagado por él, pero de inmediato desechaba la idea pues ese tipo de interrogatorio no se hace a un hombre mayor de edad. ¡Y que además vendía aspiradoras americanas!
Con rapidez nos explicaba las múltiples y apasionantes funciones de los botones mientras limpiaba el aparador inglés y la vieja alfombra de la sala. Quedamos encantadísimas con los resultados y decidimos comprar el producto en el instante. Ciento noventa dólares. Trato hecho. El señor Bradbury, en señal de profundo agradecimiento, prometió visitarnos a la tarde para tomar con nosotras el té.
No sabría cómo explicarlo, pero llegó a la cita convenida con un traje verde claro de estupendo corte y un aspecto casi juvenil. No parecía el mismo señor Bradbury que había aparecido durante la gran tormenta. En ciertos momentos de afectuosidad se lo veía hasta seductor. De hecho, sobrepasaba largamente los cien años. Misterio. Conversamos sobre tantas cosas. Las pinturas de Miguel Ángel, los cuentos de Borges, la promoción de nuevas invenciones lingüísticas que aumentaba el tiraje de las novelas breves, la naturaleza, las flores... Mi madre, que apenas intervenía en la conversación con un sí o con un no, tuvo la buena idea de dejarnos solos yéndose a la cocina para preparar el segundo servicio del té.
Me encantaba oír hablar al señor Bradbury. Él me explicaba, sin sonrojarse, misteriosas prácticas sexuales de los pájaros. (Mi madre hubiera pegado un grito de escándalo de haberlo estado oyendo). Precisamente, una pareja de palomas había bajado sobre las ramas del duraznero del patio cuando sentí que toda yo me había transformado en una paloma. El señor Bradbury, en cambio, era un cuervo. Un arrogante y hermoso cuervo. Dando breves aleteos conseguimos subir sobre el aparador inglés. Sin embargo nuestros picos no conseguían sujetarse el uno del otro por lo que caímos violentamente en el piso. Aún intentábamos besarnos. Yo sentía que amaba a aquel hombre; lo amaba mucho antes de que viniera a golpear nuestra puerta ofreciéndonos la aspiradora americana. Me seducía su cultísima charla, la ligera aspereza, como de nueces, de sus manos, el misterio de sus ciento cinco años, sus largas uñas, más propias de una mujer, con las que se rascaba el mentón. Oh, yo lo amaba. Sin embargo, nuestros picos no conseguían amoldarse al beso. Podía sentir su aliento de cuervo en mi rostro, pero eso no me bastaba. ¡Qué difíciles son los caminos del amor!
Cuando mi madre apareció con el segundo servicio de té, levantamos vuelo, huyendo por las ventanas abiertas. La bandeja y las tazas de porcelana cayeron al suelo con una explosión. Nunca olvidaré el rostro asustado de mi madre mientras lanzaba un grito de horror.

FIN


2 de marzo de 2018

LA HISTORIA DEL CAMPO CÓMICO


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Pero cuando la noche caía empezó a intuir la presencia de otra criatura que iba a su misma altura y que, así se lo parecía, lo observaba y lo vigilaba desde el siguiente callejón.
M. R. James, Mr. Humphreys and His Inheritance

Ésta (decía Diente de León) es una de las muchas historias que corren sobre las aventuras de El-ahrairah y Rabscuttle durante su largo viaje de regreso desde la madriguera de piedra del Conejo Negro de Inlé.
Avanzaban muy despacio, pues ambos estaban exhaustos y trastornados por aquella terrible experiencia. Sin embargo, el tiempo era agradable. Los días se sucedían cálidos y soleados. El-ahrairah solía dormir después del mediodía, y mientras, Rabscuttle permanecía alerta por si aparecía algún elil. Pero no hubo nada que los perturbara, ni alarmas, ni huidas precipitadas, y poco a poco El-ahrairah empezó a recuperar su antigua energía y su fuerza. Las alondras cantaban en las alturas, los mirlos cantaban también, más abajo, y parecía como si el propio Frith estuviera disponiéndolo todo para que pudieran reencontrarse con el ritmo plácido propio de la vida de los conejos.
Una tarde clara y despejada, cuando estaba próximo el crepúsculo, iban los dos con paso torpe por la cima de una colina, buscando un lugar resguardado donde pasar la noche. Cuando llegaron al otro lado de la cima se detuvieron a observar los alrededores para decidir por dónde debían bajar.
Era exactamente el terreno de cultivo al que estaban acostumbrados. Corrían los primeros días del verano. Los campos estaban verdes y el paisaje aparecía salpicado de pequeñas parcelas de bosque en las que las hojas destellaban al sol. A lo lejos se veía a un hombre traqueteando en un hrududu. Todo parecía perfectamente normal, excepto por una cosa que nunca antes habían visto.
No muy lejos de una carretera solitaria había una casa grande: chimeneas sin humo, ventanas sin cristales y tejados rotos. Como cualquier conejo hubiera sabido ver, estaba abandonada, en ruinas, porque no se veían hombres por ningún sitio. Desde donde estaban podían divisar el jardín y los senderos, enmarañados y cubiertos de malezas. Había algunos cobertizos por las inmediaciones y El-ahrairah estaba pensando que uno de ellos podía muy bien servirles de refugio para pasar la noche cuando percibió algo bastante inusual.
En el lado más próximo del jardín, y separado de éste por un muro bajo, había una parcela de terreno del tamaño de una pradera. En realidad, hubiera podido muy bien ser una pradera, de no ser porque estaba dividida por senderos verdes que corrían de un lado a otro y que estaban bordeados por gruesos setos. La luz del oeste iluminaba los senderos vacíos y, aunque El-ahrairah estuvo observándolo largo rato, no percibió allí señal alguna de la presencia de animales o pájaros.
-¿Tú qué crees que es? -le preguntó a Rabscuttle-. Es evidente que lo han hecho los hombres, pero no había visto nunca nada igual. ¿Y tú?
-Yo no sé más que vos, señor -replicó Rabscuttle-. Pero no puede ser bueno para nosotros, estoy seguro. Haríamos mejor ignorándolo.
-No, quiero verlo más de cerca. Bajemos por ese lado. No creo que pase nada, y me gustaría averiguar para qué demonios sirve. Desde aquí no parece que pueda ser de ninguna utilidad, ni siquiera para los hombres.
Descendieron lentamente por el lado de la colina, se detuvieron a tomar unos bocados de hierba, pasaron junto a una pareja de erizos y pronto se encontraron cerca de lo que El-ahrairah había decidido llamar «el campo cómico». No vieron ninguna puerta ni entrada por ningún sitio, así es que El-ahrairah, algo confuso, se puso a seguir el lado de aquella cosa.
-Tiene que haber una entrada -le dijo a Rabscuttle-. Si no, ¿qué sentido tendría?
Rabscuttle seguía pensando que no debían acercarse, pero lo cierto es que le alegró ver que su amo recuperaba la ilusión y se animaba ante la perspectiva de correr una nueva aventura o hacer alguna travesura, pues, en los largos días transcurridos desde que dejaran al Conejo Negro, había permanecido abatido. De modo que no dijo nada y siguió obedientemente a El-ahrairah por el lado del seto, hasta que llegaron al extremo y volvieron la esquina.
Lo primero que vieron al volver la esquina fue un solitario conejo que comía en unas matas de hierba corta. Estaba de espaldas a ellos y no los vio acercarse. Tan pronto como advirtió su presencia, pegó un bote y los miró visiblemente alterado. Sin embargo, no escapó. Se quedó donde estaba y, cuando lo saludó y le deseó buenos días, El-ahrairah vio que temblaba. Era muy viejo, tenía el pelo canoso y ojos perspicaces, y sus movimientos eran lentos. De alguna manera, el aspecto de aquel conejo le resultaba desagradable, pero eso, pensó, se debía seguramente a alguno de esos raros y confusos arrebatos que le daban de vez en cuando desde su encuentro con el Conejo Negro. Sabía que todavía no era del todo él, y se había acostumbrado a prestar poca atención a aquellos sentimientos intermitentes.
El viejo conejo dijo que se llamaba Hierba Verde. Llevaba mucho tiempo viviendo en aquel lugar, y no había ningún otro conejo con él, estaba solo. El-ahrairah le preguntó si no tenía miedo de los elil viviendo solo, pero él respondió que los elil no le molestaban. «Supongo que soy demasiado viejo y duro -dijo-. No les gustaría mi carne.» Y El-ahrairah no supo decidir si lo había dicho en broma o en serio.
Después de la puesta de sol, cuando se preparaban para la noche, El-ahrairah preguntó a Hierba Verde por la gran casa en ruinas, si se acordaba de cuando los hombres vivían allí.
-Por supuesto que me acuerdo -replicó Hierba Verde-. En otra época había muchos hombres aquí.
-Y ¿por qué se fueron? -preguntó El-ahrairah.
-No sabría decirlo -dijo él-. Por lo que recuerdo, no se fueron todos a la vez. Se fueron yendo poco a poco, hasta que no quedó ninguno.
-Y ese lugar tan extraño, ese campo tan cómico de senderos verdes, ¿sabes para qué servía? ¿Qué utilidad podía tener?
-No tenía ninguna utilidad práctica -respondió Hierba Verde-. Los hombres entraban e iban dando vueltas de un lado a otro hasta que llegaban al centro. Y entonces intentaban encontrar la salida otra vez. Lo hacían para divertirse. Era una especie de juego. Ya que estáis aquí, tal vez os gustaría visitarlo.
El-ahrairah parecía desconcertado.
-¿Un juego? Qué tontería.
-Bueno -replicó Hierba Verde-. No más que las otras cosas que suelen hacer los hombres para entretenerse. Si hubieras vivido tan cerca de ellos como yo, lo sabrías. De todos modos, vale la pena entrar.
-¿Tú has entrado alguna vez? -preguntó El-ahrairah.
-Oh, sí, muchas veces. Cuando era joven. Pero no tiene ningún sentido para un conejo.
-Bueno -dijo El-ahrairah-, tal vez mañana le echemos una ojeada antes de irnos, siempre y cuando haga buen tiempo y no llueva.
El día siguiente amaneció hermoso como nunca y El-ahrairah y Rabscuttle empezaron la jornada comiendo en el huerto desierto y lleno de malas hierbas. Tenían la esperanza de encontrar algo bueno que comer, pero nada hallaron que fuera apetecible, ni siquiera en el huerto.
-Parece como si hubiera pasado por aquí un montón de conejos antes que nosotros -dijo Rabscuttle-. Para lo que queda, bien podemos dejarlo para los ratones y los pájaros.
-Sí. Volvamos, a ver qué encontramos en ese campo cómico.
-No acaba de gustarme ese lugar -dijo Rabscuttle-, aunque no sabría decir por qué.
-Es algo desconocido -respondió El-ahrairah-. Y es natural que desconfíes. De todos modos, no estaremos mucho. Tenemos que seguir nuestro camino.
Hierba Verde les esperaba. Les mostró dónde estaba la entrada al campo cómico y los acompañó unos metros.
-¿Tenemos que seguir algún camino en particular para llegar al centro? -preguntó El-ahrairah.
-No que yo sepa -respondió Hierba Verde-. Por lo que pude entender, eso era lo que los hombres encontraban divertido. Tenían que buscar el camino para entrar y el camino para salir. Perderse era parte del juego.
Después de que Hierba Verde los dejara, permanecieron sentados un rato, sin saber muy bien qué camino tomar. Finalmente decidieron que tanto daba el camino que eligieran, así es que empezaron a caminar por uno de los muchos senderos que corrían entre los setos. Estuvieron un buen rato dando vueltas de un lado a otro, hasta que empezaron a aburrirse, y casi estaban por volverse atrás cuando, de pronto, se encontraron en el centro. En medio de un cuadrado de hierba había una piedra grande puesta en pie, y a un lado había un banco de madera.
-Supongo que esto es el centro -dijo El-ahrairah-, porque no hay más que una entrada. Podemos tumbarnos al sol un rato antes de volver.
Durante un rato pacieron entre la hierba y entonces se pusieron a dormir al sol. Todo estaba tranquilo y callado y, aunque El-ahrairah despertó una o dos veces, pronto volvió a dormirse.
Cuando por fin se levantaron, el sol ya se había ocultado. Estaba atardeciendo y empezaba a refrescar.
-Será mejor que volvamos cuanto antes -dijo El-ahrairah-. Ese Hierba Verde debe de estar preguntándose dónde nos hemos metido. Pasaremos la noche con él y nos iremos mañana.
Habían supuesto que sería fácil salir, pero pronto comprendieron que se equivocaban. No tenían idea del camino que debían seguir y estuvieron dando vueltas y más vueltas por los senderos verdes, completamente desorientados.
Fue en una de las ocasiones en que se detuvieron sin saber por dónde ir, cuando El-ahrairah supo con certeza algo que llevaba presintiendo desde mucho antes. Había otra criatura en el campo cómico… alguien que les seguía los pasos. Podía oírla, no muy lejos. Aquello lo perturbó, pues los conejos, como todos sabéis, tienden por naturaleza a asustarse de cualquier cosa desconocida, sobre todo si se trata de una criatura extraña que anda cerca pero a la que no pueden ver ni oler claramente. Él y Rabscuttle se quedaron completamente inmóviles, mirándose el uno al otro. Los dos estaban espantados.
-¿Crees que debemos ir a su encuentro? -preguntó El-ahrairah al cabo-. Tal vez pueda indicarnos la salida.
-No os equivoquéis, señor -replicó Rabscuttle-. No sé quién o qué es, pero nos está buscando a nosotros, y tiene intención de matarnos si nos encuentra. Nos está persiguiendo.
Entonces, los dos echaron a correr presas del pánico, de un lado a otro, sin saber adónde iban. Era como una pesadilla, una huida sin sentido, sin una dirección concreta, contraria a la naturaleza del conejo. Porque es lo normal que el conejo sepa dónde está el peligro o el enemigo, y corra en la dirección contraria. Pero allí, en los senderos del campo cómico, no sabían dónde estaba el peligro, no podían escapar de su enemigo, porque cada sendero se retorcía y se perdía en otro sendero, o terminaba en un punto muerto. Podría muy bien suceder que estuvieran corriendo directamente hacia ese enemigo desconocido, y el miedo se agarraba a sus corazones con más fiereza a cada minuto que pasaba. Corrían y corrían. Arriba, abajo, abajo, arriba. Y no sólo se sentían indefensos y aterrorizados, sino que cada vez estaban más cansados.
Al final, cuando las sombras empezaban a extenderse, se dejaron caer el uno junto al otro en un lugar donde uno de los setos terminaba y daba paso al siguiente sendero.
-No puedo seguir -jadeó Rabscuttle-. Estoy agotado. Y mirad, no dejamos de correr en círculos. Hemos pasado antes por aquí. Ahí está la hraka que hice antes.
Mientras escuchaba a su fiel Rabscuttle, El-ahrairah comprendió la futilidad de su huida. Volvió la cabeza para mirar el camino por donde habían venido y fue entonces cuando por vez primera pudo ver a su perseguidor.
En los años que siguieron, El-ahrairah no quiso describir nunca lo que vio y sólo habló de ello en una ocasión. Fue una vez que un conejo le dijo: «Pero si vos visteis al Conejo Negro y hablasteis con él. ¿Cómo es posible que aquello fuera peor?
-El Conejo Negro -replicó El-ahrairah- inspiraba reverencia, una sensación terrible de indefensión, y el miedo a la perpetua oscuridad. Pero no es perverso, ni cruel. -Y no quiso decir una palabra más.
Cuando la criatura espantosa y maligna apareció por el sendero y los vio, El-ahrairah se lanzó al siguiente sendero, y Rabscuttle corrió detrás. La salida estaba allí. Sin duda no la habían visto cuando pasaron antes por aquel lugar.
-Estoy convencido de que esa salida cambiaba de sitio -solía decir Rabscuttle-. Creería cualquier cosa de aquel lugar.
Una vez fuera, corrieron por la hierba, pero instintivamente sabían que ya no los perseguirían más.
-No saldrá del lugar al que pertenece -dijo El-ahrairah.
No tardaron en ver a Hierba Verde silflay solo bajo las últimas luces del día. Cuando los vio acercarse, pegó un salto y les lanzó una mirada de incredulidad y de horror. Intentó escapar, pero El-ahrairah lo atrapó.
-Así que por una vez no ha funcionado, ¿eh? -dijo-. Criatura despreciable y mentirosa. Ahora lo entiendo. Ese ser perverso te ha permitido vivir y te ha protegido de los elil para su propio provecho. Tú tenías que mostrarte amistoso con cualquier conejo que pasara por aquí y animarlo a que entrara en ese sitio, «para divertirse». Y entonces, cuando entraban, se lo decías a tu amo.
El miserable de Hierba Verde no dijo una palabra. A todas luces, pensaba que El-ahrairah iba a matarlo.
-Ya no podrás volver a hacerlo nunca más -dijo El-ahrairah al cabo del rato-. Mañana te llevaremos con nosotros y buscaremos un lugar donde puedas pasar el resto de tu vida como un conejo decente.
Hierba Verde partió con ellos al día siguiente, y lo dejaron en la primera madriguera que encontraron. El-ahrairah nada dijo al conejo jefe de la despreciable actuación de Hierba Verde, dijo simplemente que era demasiado viejo para viajar con ellos. Nunca volvieron a saber de él.

FIN


16 de noviembre de 2017

HISTORIA DEL NEGRO KAFUR, SEGUNDO EUNUCO SUDANÉS De Las Mil y una Noches



Sabed, ¡oh mis hermanos! que cuando sólo tenía ocho años de edad era ya tan experto en el arte de mentir, que cada año soltaba una mentira tan gorda que a mi amo el mercader se le arrugaba el ano y se caía de espaldas. Así es que el mercader quiso deshacerse de mí cuanto antes, y me puso en manos del pregonero, para que anunciase mi venta en el zoco, diciendo: "¿Quién quiere comprar un negrito con todo su vicio?" Y el pregonero me llevó por todos los zocos, diciendo lo que le habían encargado. Y un buen hombre de entre los mercaderes del zoco no tardó en acercarse, y preguntó al pregonero: "¿Cuál es el vicio de este negrito?" Y el otro contestó: "El de decir una sola mentira cada año". Y el mercader insistió: "¿Y qué precio piden por ese negrito con su vicio?" A lo cual contestó el pregonero: "Sólo seiscientos dracmas". Y dijo el mercader: "Lo tomo, y te doy veinte dracmas de corretaje".
Y en el acto se reunieron los testigos de la venta y se hizo el contrato entre el pregonero y el mercader. Entonces el pregonero me llevó a la casa de mi nuevo amo, cobró el precio de la venta y el corretaje, y se marchó.
Mi amo me vistió decentemente con ropa a mi medida, y permanecí en su casa el resto del año, sin que ocurriera ningún incidente. Pero empezó otro año y se anunció como bendito en cuanto a la recolección y la fertilidad. Los mercaderes le festejaban con banquetes en los jardines, y cada uno pagaba a su vez los gastos del convite, hasta que le tocó a mi amo. Entonces mi amo invitó a los mercaderes a comer en un jardín de las afueras de la ciudad, y mandó llevar allí comestibles y bebidas en abundancia, y todos estuvieron comiendo y bebiendo desde por la mañana hasta el mediodía. Pero entonces recordó mi amo que había dejado olvidada una cosa, y me dijo: "¡Oh mi esclavo! monta en la mula, ve a casa para pedirle a tu ama tal cosa, y vuelve en seguida". Yo obedecí la orden y me dirigí apresuradamente a la casa.
Y al llegar cerca de ella empecé a dar agudos chillidos y a verter abundantes lagrimones. Y me rodeó un gran grupo de vecinos de la calle y del barrio, grandes y chicos. Y las mujeres, asomándose a las puertas y ventanas, me miraban asustadas, y mi ama, que oyó mis gritos, bajó a abrirme, acompañada de sus hijas.
Y todas me preguntaron qué ocurría. Y yo contesté llorando: "Mi amo estaba en el jardín con los convidados, se ausentó para evacuar una necesidad junto a la pared, y la pared se vino abajo, sepultándole entre los escombros. Y yo he montado en seguida en la mula, y he venido a todo correr a enteraros de la desgracia". Cuando la mujer y las hijas oyeron mis palabras se pusieron a dar agudos gritos, a desgarrarse los vestidos y a darse golpes en la cara y en la cabeza, y todos los vecinos acudieron y las rodearon. Después, mi ama, en señal de luto (como suele hacerse cuando muere inesperadamente el cabeza de familia), empezó a destrozar la casa, a destruir muebles, a tirarlos por las ventanas, a romper todo lo rompible y arrancar las ventanas y puertas. Luego mandó pintar de azul las paredes y echar encima de ellas paletadas de barro.
Y me dijo: "¡Miserable Kafur! ¿Qué haces ahí inmóvil? Ven a ayudarme a romper estos armarios, a destruir estos utensilios y hacer trizas esta vajilla". Y yo, sin esperar a que me lo dijera dos veces, me apresuré a destrozarlo todo, armarios, muebles y cristalerías; quemé alfombras, camas, cortinas y almohadones, y después la emprendí con la casa, asolando techos y paredes. Y entretanto, no dejaba de lamentarme y de clamar: "¡Pobre amo mío! ¡Ay mi desgraciado amo!
Después mi ama y sus hijas se quitaron los velos, y con la cara descubierta y todo el pelo suelto, salieron a la calle. Y me dijeron: "¡Oh Kafur! Ve adelante de nosotras para enseñarnos el camino. Llévanos al sitio en que tu amo quedó sepultado bajo los escombros. Porque hemos de colocar su cadáver en el féretro, llevarlo a casa y celebrar los debidos funerales". Y yo eché a andar delante de ellas, gritando: "¡Oh mi pobre amo!" Y todo el mundo nos seguía. Y las mujeres llevaban descubierto el rostro y la cabellera desmelenada. Y todas gemían y gritaban, llenas de desesperación. Poco a poco se aumentó la comitiva con todos los vecinos de las calles que atravesábamos, hombres, mujeres, niños, muchachas y viejas. Y todos se golpeaban la cara y lloraban desesperadamente. Y yo me divertía haciéndoles dar la vuelta a la ciudad y atravesar todas las calles, y los transeúntes preguntaban la causa de todo aquello y se les contaba lo que me habían oído decir, y entonces clamaban: "¡No hay fuerza ni poder más que en Alah, Altísimo, Omnipotente!"
Y alguien aconsejó a mi ama que fuese a casa del walí y le refiriese lo ocurrido.
Y todos marcharon a casa del walí, mientras que yo pretextaba que me iba al jardín en cuyas ruinas estaba sepultado mi amo".
onces corrí al jardín, mientras que las mujeres y todos los demás se dirigían a casa del walí para contarle lo ocurrido. Y el walí se levantó y montó a caballo, llevando consigo peones que iban cargados de herramientas, sacos y canastos, y todo el mundo emprendió el camino del jardín siguiendo las indicaciones que yo había suministrado.
Y yo me cubrí de tierra la cabeza, empecé a golpearme la cara y llegué al jardín gritando: "¡Ay mi pobre ama! ¡Ay mis pobres amitas! ¡Ay! ¡Desdichados de todos nosotros!" Y así me presenté entre los comensales. Cuando mi amo me vió de aquella manera, cubierta la cabeza de tierra, aporreada la cara y gritando: ¡Ay! ¿Quién me recogerá ahora? ¿Qué mujer será tan buena para mí como mi pobre ama?", cambió de color, le palideció la tez, y me dijo:
"¿Qué te pasa, ¡oh Kafur!? ¿Qué ha ocurrido? Dime".
Y yo le contesté: ¡Oh amo mío! Cuando me mandaste que fuera a casa a pedirle tal cosa a mi ama, llegué y vi que la casa se había derrumbado, sepultando entre los escombros a mi ama y a sus hijas". Y mi amo gritó entonces: "¿Pero no se ha podido salvar tu ama?" Y yo dije: "Nadie se ha salvado, y la primera en sucumbir ha sido mi pobre ama".
Y me volvió a preguntar: "¿Pero y la más pequeña de mis hijas tampoco se ha salvado?" Y contesté: "Tampoco". Y me dijo: "¿Y la mula, la que yo suelo montar, tampoco se ha salvado?" Y dije: "No, ¡oh amo mío! porque las paredes de la casa y las de las cuadras se han derrumbado encima de todo lo que había en la casa, sin excluir a los carneros, los gansos y las gallinas. Todo se ha convertido en una masa informe debajo de las ruinas. Nada queda ya". Y volvió a preguntarme: "¿Ni siquiera el mayor de mis hijos?"
Y respondí: "¡Ay! ni siquiera ése. No ha quedado nadie con vida. Ya no hay casa ni habitantes. Ni siquiera quedan ya rastros de ello. En cuanto a los carneros, los gansos y las gallinas, deben ser en este momento pasto de los perros y los gatos".
Cuando mi amo oyó estas palabras, la luz se transformó para él en tinieblas; quedó privado de toda voluntad; las piernas no le podían sostener; se le paralizaron los músculos y se le encorvó la espalda. Después empezó a desgarrarse la ropa, a mesarse las barbas, a abofetearse y a quitarse el turbante. Y no dejó de darse golpes, hasta que se le ensangrentó todo el rostro. Y gritaba: "¡Ay mi mujer! ¡Ay mis hijos! ¡Qué horror! ¡Qué desdicha! ¿Habrá otra desgracia semejante a la mía?" Y todos los mercaderes se lamentaban y lloraban como él para expresarle su pesar, y se desgarraban las ropas.
Entonces mi amo salió del jardín seguido de todos los convidados, y no cesaba de darse golpes, principalmente en el rostro, andando como si estuviera borracho. Pero apenas había traspuesto la puerta del jardín, vió una gran polvareda y oyó gritos desaforados. Y no tardó en ver aparecer al walí con toda su comitiva, seguido de las mujeres y vecinos del barrio y de cuantos transeúntes se habían unido a ellos en el camino, movidos por la curiosidad. Y todo el gentío lloraba y se lamentaba.
La primera persona con quien se encontró mi amo fué con su esposa, y detrás de ella vió a todos sus hijos. Y al verlos se quedó estupefacto, como si perdiera la razón, y luego se echó a reír, y su familia se arrojó en sus brazos y se colgó a su cuello.
Y llorando decían: "¡Oh padre! ¡Alah sea bendito por haberte librado!" Y él les preguntó: "¿Y vosotros? ¿Qué os ha ocurrido?" Su mujer le dijo: "¡Bendito sea Alah, que nos permite volver a ver tu cara, sin ningún peligro! ¿Pero cómo lo has hecho para salvarte de entre los escombros? Nosotros ya ves que estamos perfectamente. Y a no ser por la terrible noticia que nos anunció Kafur, tampoco habría pasado nada en casa". Y mi amo exclamó: "¿Pero qué noticia es esa?" Y su mujer dijo: "Kafur llegó con la cabeza descubierta y la ropa desgarrada, gritando: "¡Oh mi pobre amo! ¡Oh mi desdichado amo!" Y le preguntamos: "¿Qué ocurre?, ¡oh Kafur!?" Y nos dijo: "Mi amo se había acurrucado junto a una pared para evacuar una necesidad, cuando de pronto la pared se derrumbó y le enterró vivo".
Entonces dijo mi amo: "¡Por Alah! Pero si Kafur acaba de venir ahora mismo gritando: "¡Ay mi ama! ¡Ay los pobres hijos de mi ama!" Y le he preguntado: "¿Qué ocurre, oh Kafur?" Y me ha dicho: "Mi ama, con todos sus hijos, acaba de perecer debajo de las ruinas de la casa".
Inmediatamente mi amo se volvió hacia donde estaba yo y vió que seguía echándome polvo sobre la cabeza, y desgarrándome la ropa, y tirando el turbante. Y dando una voz terrible, me mandó que me acercara.
Al acercarme me dijo: "¡Ah miserable esclavo! ¡Negro de mal agüero! ¡Hijo de una zorra y mil perros! ¡Maldito y de raza maldita! ¿Por qué has ocasionado tanto trastorno? ¡Por Alah que he de castigar tu crimen según se merece! Te he de arrancar la piel de la carne, y la carne de los huesos".
Y yo contesté resueltamente: "¡Por Alah! que no me has de hacer ningún daño, pues me compraste con mi vicio, y como fué ante testigos, declararán que sabías mi vicio de decir una mentira cada año, y así lo anunció el pregonero. Pero he de advertirte que todo lo que acabo de hacer no ha sido más que media mentira y me reservo el derecho de soltar la otra mitad que me corresponde decir antes que acabe el año".
Mi amo, al oírme, exclamó: "¡Oh tú, el más vil y maldito de todos los negros! ¿Conque lo que acabas de hacer no es más que la mitad de una mentira? ¡Pues valiente calamidad la que tú eres! ¡Vete, oh perro, hijo de perro, te despido! Ya estás libre de toda esclavitud". Y yo dije: "¡Por Alah! que podrás echarme, ¡oh mi amo! pero yo no me voy. De ninguna manera. He de soltar antes la otra mitad de la mentira. Y esto será antes de que acabe el año. Entonces me podrás llevar al zoco para venderme con mi vicio. Pero antes no me puedes abandonar, pues no tengo oficio de qué vivir. Y cuanto te digo es cosa muy legal, y legalmente reconocida por los jueces cuando me compraste".
Y mientras tanto, los vecinos que habían venido para asistir a los funerales se preguntaban qué era lo que pasaba. Entonces les enteraron de todo, lo mismo que al walí, a los mercaderes y a los amigos, explicándoles la mentira que yo había inventado. Y cuando les dijeron que todo aquello no era más que la mitad, llegaron todos al límite de la estupefacción, juzgando que aquella mitad era ya de suyo bastante enorme. Y me maldijeron, y me brindaron toda clase de insultos, a cual peor de todos. Y yo seguía riéndome, y ,decía: "No tenéis razón en reconvenirme, pues me compraron con mi vicio".
Y así llegamos a la calle en que vivía mi amo, y vió que su casa no era más que un montón de ruinas. Y entonces se enteró de que yo había contribuido a destruirla, pues le dijo su mujer; "Kafur ha roto todos los muebles, y los jarrones, y la cristalería, y ha hecho pedazos cuanto ha podido". Y llegando al límite del furor, exclamó: "¡En mi vida he visto un hijo de zorra como este miserable negro! ¡Y aun dice que no es más que la mitad de un embuste! ¿Pues qué sería una mentira completa? ¡Lo menos la destrucción de una o dos ciudades!"
E inmediatamente me llevaron a casa del walí, que me mandó dar tan soberana paliza, que me desmayé. Y encontrándome en tal estado, mandaron llamar a un barbero, que con sus instrumentos me castró del todo y cauterizó la herida con un hierro candente. Y al despertar me enteré de lo que me faltaba y de que me habían hecho eunuco para toda mi vida.
Entonces mi.amo me dijo: "Así como tú me has abrasado el corazón queriendo arrebatarme lo que más quería, así te lo quemo yo a ti, quitándote lo que querías más". Después me llevó consigo al zoco, y me vendió por más precio, puesto que yo había encarecido al convertirme en eunuco.
Desde entonces he causado la discordia y el trastorno en todas las casas en que entré como eunuco, y he ido pasando de un amo a otro, de un emir a un emir, de un notable a un notable, según la venta y la compra, hasta ser propiedad del mismo Emir de los Creyentes. Pero he perdido mucho, y mis fuerzas disminuyeron desde que me quedé sin lo que me falta.
Y tal es, ¡oh hermanos! la causa de mi castración. He aquí que se ha terminado mi historia. ¡Uassalam!"

FIN


8 de noviembre de 2017

EL ESCRITOR DEL PUEBLO .- Roberto Fontanarrosa



Dalmacio Genovese, considerado unánimemente como el mayor escritor rosarino, nació, paradójicamente, en Corral de Bustos, pequeña localidad distante pocos kilómetros de Rosario.
En 1947 se publica su primer libro, el que lo llevaría a la fama, titulado La plaza López. El impacto que experimenta en ese momento la sociedad rosarina ante el éxito de Genovese obedece, más que a las virtudes del libro -que las tenía, y en cantidad- al hecho de que hubiese sido publicado por la editorial Resplandor de Buenos Aires.
El reconocimiento de la Capital Federal hacia un literato del interior era en aquellos tiempos un hecho absolutamente inusual y digno de asombro.
“Para una ciudad acomplejada, como la nuestra -explica Toribio Lucas Mansilla, pensador y psicólogo rosarino- el espaldarazo concedido desde la metrópoli para alguno de nuestros vecinos es, lamentablemente, argumento suficiente como para convertir a éste en un héroe, a la altura, por ejemplo, del Teniente Agneta”.
Realmente Genovese llega a ver impreso su trabajo inicial debido al hecho de haber obtenido el tercer premio en un concurso literario organizado por la revista “Leoplán” de Buenos Aires. El primer premio estaba destinado al género novela. El segundo al cuento, y el tercero a una franja literaria un tanto indefinida que fue calificada por el jurado como “Escritura”.
El texto, una exhaustiva y puntillosa descripción de todos los árboles de la plaza López, podría emparentarlo con un ensayo naturalista o un estudio botánico, pero no deja de tener rasgos de la mejor ficción. “Yo soy el jacarandá -dice uno de los árboles descriptos, adquiriendo repentinamente carnadura e identidad, a poco de alcanzar el libro la página 147-, el que te brinda sombra y perfuma el aire que respiras”. Así, al correr de las páginas, se van presentando el ñandubay, la acacia y uno de los ejemplares que se convertiría enseguida en personaje central, el sauce llorón, que aporta una nota triste y melancólica en el final.
¿Qué llevó -podemos preguntarnos nosotros ahora- a un escritor joven como Dalmacio Genovese, a elegir como tema de su ópera prima la descripción de la plaza López?
La explicación es en parte jocosa, vista así, a la distancia.
Cuenta el notable literato, en un reportaje que le hiciera la revista católica “La Hostia”, consagrada al estudio del catecismo, que la plaza López fue el sitio donde pasó su primera noche en Rosario, ante la imposibilidad de hallar albergue acorde con su disponibilidad de dinero.
“Yo era un joven pletórico de sueños y ambiciones -dice Genovese en dicha nota-. Pero no traía dinero cuando llegué desde mi pueblo de crianza, Corral de Bustos. Durante una semana dormí en la plaza López, cobijado por la generosidad de una añosa higuera, tendido en un banco de mármol a quien conté mis sueños de muchacho. La calidez del verano rosarino me permitió transitar por ese primer periodo en la ciudad durmiendo a la intemperie”.
La crítica literaria rosarina recibió la publicación de su libro con elogios efusivos. “Al fin un escritor -apuntó el profesor de Letras, Damián Salgado, en ‘La Capital’- que se atreve a describir una higuera tal cual es, llamando a las cosas por su nombre, a la rama, rama y a la horqueta, horqueta”. Fluctuaba sin dudas sobre esa tajante aseveración del crítico, una velada indirecta a aquella vieja higuera de patio, descripta en algunos ensayos de Domingo Faustino Sarmiento y que molestara tanto a los herboristas.
Sin embargo el éxito, la fama, los mil y un saraos y copetines con que se celebró en nuestra ciudad el suceso del libro de Genovese, no pudieron evitar algunas opiniones adversas.
“Sabrán ustedes -se solazó el escritor costumbrista Alcides Geromini, en una de sus habituales charlas en los salones del Jockey Club- que el título original del libro de Genovese era La plaza López de Rosario. Y que debió cambiarlo, quitándole las palabras ‘de Rosario’, por exigencia de los editores. Estos buenos señores porteños calcularon que con esa definición geográfica en la tapa del volumen, muy pocos serían los lectores que se interesaran en él, dado que describía paisajes ajenos a la Capital. Así es muy fácil arribar al éxito, mis amigos -concluía sus peroratas, irónico, Alcides Geromini-: haciendo concesiones, cediendo ante las presiones de los poderosos, transigiendo con los que mandan, arrastrándose como una rata de albañal ante la conveniencia económica y los dioses del mercado. ¡Cuán distinta es la conducta de algunos otros escritores de nuestra ciudad, como la de Esteban Murrieta, aquí presente, que nunca ha accedido a publicar su libro en Buenos Aires porque le exigen el pago íntegro del estampillado en el envío postal de sus originales!”
Tampoco fue caritativo con Genovese el libelo anarquista “Alborada”, del combativo barrio rosarino de Refinería. “Mucha descripción de palos borrachos y jacarandaes -se enfada Damián Rabasa en su columna ‘Si se me antoja’-, mucha pintura de acacias y paraísos, pero ni una palabra para el drama de los crotos que pernoctan y viven entre la maleza de la plaza López. Docenas de compañeros ferroviarios que han ido a parar allí, expulsados de sus trabajos, que deben vivir la ignominia de la mendicidad y la convivencia con felinos y roedores, y que no han recibido siquiera una mísera mención de parte de este cagatintas títere de las clases dominantes”.
Genovese, parco, atildado, de permanente traje gris topo y moñito, no entró nunca en la polémica ni en la controversia. Elegante, sabio tal vez, prefirió omitir las ofensas y disfrutar su sorprendente popularidad. Hay que consignar que no tenía más de 22 años cuando recibió tamaño impacto de celebridad y reconocimiento. Sólo se dignó a consignar, como al pasar, durante un reportaje en LT3, radio Cerealista, que “…el valor del relato, precisamente, reside en lo que se omite, en lo que se deja de decir. La narración es como un iceberg que sólo permite ver su pequeña cúspide, pero nos impulsa a imaginar un enorme volumen oculto bajo las aguas. O como el camote, que asoma mínimamente de la tierra mientras bajo ella perviven kilómetros de raíces y filamentos nutrientes”.
Por aquel entonces, Genovese estaba muy influenciado por los narradores norteamericanos, con sus lineales relatos que no abundaban en explicaciones psicológicas, y abominaba de la línea sustentada, por ejemplo, por Ilhan Desmond en su novela La granja de 1789 páginas de las cuales sólo cuatro esbozan, superficialmente, el tema central de la obra.
Los casi 523 ejemplares vendidos en menos de un lustro le abrieron al joven escritor corralense las puertas de salones y banquetes, de reuniones y de homenajes.
Dos décadas debieron pasar para que el mundo de la literatura recibiera su segundo y definitivo aporte, titulado El doctor Elisaga. Durante esos veinte años se mantuvo aceptando invitaciones a cenar, a almorzar, en oportunidades a desayunar o merendar, o bien escribiendo cortos textos para tarjetas de casamiento o comunión, trabajos a los que accedía debido a su constante contacto con las clases acomodadas.
Se dedicó asimismo a viajar, antiguo anhelo que lo perseguía desde su infancia corralense y que lo trajera, justamente, a la segunda ciudad de la república.
Viajó a Casilda, a Serodino, a Soldini, a Cañada del Ucle y, en 1957, a Monte Hermoso, a conocer el mar. “Me llevo en mis oídos -garrapateó sobre su cuaderno Gloria, en aquella oportunidad, volviendo en tren desde la ciudad balnearia- una infección notable producto del agua salada. Se me introdujo en el tímpano de forma tal, que por mucho tiempo guardaré en mi cabeza el acompasado rumor de las olas”.
En tanto, según sus declaraciones a la revista “Ecos” de Rosita Angelócola de Menchaca, tomó apuntes, anotó ideas y fue elaborando la consumación del nuevo libro.
Se equivocó, tal vez, al pensar, que la memoria de los editores porteños era eterna. Cuando en 1964 viajó a la Capital con la intención de entregar a la editorial Resplandor su flamante obra, halló que don Benigno Cátulo Hernández, el gerente general que le publicara La plaza López, había muerto hacía ocho años. Que su lugar lo ocupaba un petulante joven catamarqueño con ínfulas de intelectual. Que la colección “Autores ignotos” -donde él fuera incluido- ya no se editaba. Y que el señorial edificio de la editorial había sido derribado, pasando ahora por ese predio, caro a sus sentimientos, una ancha avenida surcada por cientos de vehículos propulsados a nafta. Algo acongojado, derivó entonces por distintas editoriales presentando su trabajo, comprobando, con creciente amargura, que nadie lo recordaba. Adjuntaba a su carpeta, para certificar su prestigio, una foto suya junto al célebre escritor español Álvaro de la Serna, tomada en un ágape en el Centro Navarro de Rosario.
Incluso fue recibido en editoriales como “El Estadio”  -que publicaba la revista deportiva “Pelota”-, donde no sólo desconocieron al literato hispano sino que, además, lo confundieron con el jockey uruguayo Simbad Isidro Marini.
“El resplandor de la fama -escribiría entonces Genovese en una encendida carta a su tía Aurelia, y haciendo un interesante juego de palabras con el nombre de la editorial que lo catapultara- dura lo que perdura la luz de un fósforo de cera”. Cabría consignar, para ubicarnos en el tiempo, que se vivían épocas de asombrosos cambios tecnológicos y que el fósforo de madera, por ejemplo, estaba siendo reemplazado por el de cera.
Decepcionado, amargo, Genovese retornó a su ciudad.
Era enero de 1966. Pero Rosario, en cambio, no lo había olvidado.
La Federación Médica y el Club de Enfermeras y Anestesistas, Filial Funes, se ofrecieron a financiar la publicación del libro sobre el doctor Elisaga. “Álvaro Elisaga Condarco -recuerda don Isaac Amestoy, jurista e hipocondríaco- fue un médico fundacional no sólo de nuestra ciudad sino también de todo el litoral santafecino. Un hombre de bien, probo, de enormes virtudes cívicas, perteneciente a una de las familias más respetadas y reconocidas de nuestra sociedad. Sus tratados médicos, sus estudios sobre el sistema nervioso, sus recetas escritas en una prosa clara y concisa, lo hicieron merecedor de premios y distinciones en Congresos y Simposios de toda América”. Genovese se había interesado en la labor del facultativo cuando concurrió a tratarse con él a raíz de la rebelde afección que se le declarara en el oído medio inferior derecho tras su paso por Monte Hermoso.
“Solo, sin compañía alguna -se asombraría por esos días Genovese, en otra carta a su tía Aurelia- el doctor Elisaga se aventuró en mi laberinto auditivo, sin saber dónde lo conduciría, sin conocer a ciencia cierta cómo saldría de él. Cuatro horas tardó en hacerme el último estudio y, aunque el doctor Elisaga se negó luego a reconocérmelo, apostaría a que estuvo extraviado por largo tiempo en mi sinuoso conducto”.
Elisaga, sin embargo, conocía mucho de laberintos y vericuetos, ya que pasaba sus descansos veraniegos en la cordobesa localidad de Los Cocos, famosa por su laberinto de ligustrina.
También esos descansos se reflejarían en el libro de Genovese, quien no sólo se explayó sobre los logros médicos y sociales del gran profesional en el arte de curar, sino que también abundó en la búsqueda de sus costados más humanos y terrenales.
El mismo Elisaga, vale puntualizar, fue enormemente amplio y generoso ante el entusiasmo del joven escritor, abriendo su casa, su consultorio y su quirófano a la curiosidad inquisitoria del muchacho.
En más de una oportunidad, Genovese, de impecable traje gris topo y moñito, cuaderno Gloria en mano, asistió a complejísimas cirugías del corazón o el bazo, con la intención de tomar apuntes.
En dos ocasiones -confesaría años más tarde a su amigo Marcial Velázquez, en el bar Eret- no pudo evitar desmayarse ante lo cruento del espectáculo. En una de ellas, debieron suturarle de urgencia un profundo tajo que había sufrido en la frente al caerse redondo sobre la camilla de operaciones, sin sentido.
“Heridas de guerra -banalizó Genovese, amable, a la prensa- casi obligatorias si uno se compromete con el trabajo que ha emprendido”.
El libro Doctor Álvaro Elisaga Condarco. Una vida dedicada a la ciencia se presentó el día 25 de marzo de 1967 en los altos del Club del Buen Pastor Alemán, de Servando Bayo al 2000, ante una verdadera multitud.
Y fue el principio del fin para Dalmacio Genovese. En el capítulo XII, dedicado a los hobbies, amores y pasiones del facultativo, donde se hace mención a su cariño por la filatelia, la cría de palomas mensajeras, la lectura de viejos textos en latín y la pasión por las óperas de Giacomo Puccini, Genovese no hace omisión de la particular amistad que unía a Elisaga con Elena Acosta, una madura y eficiente enfermera del Hospital Italiano.
Describe, casi con sorprendente ingenuidad, escenas de trabajo donde el doctor y su asistente aprovechan para entrelazar sus manos dentro del vientre de los pacientes durante las cirugías, con la excusa de las exploraciones intestinales. Comenta como al pasar largos encuentros de Elisaga y la Acosta, dentro del cuarto oscuro de revelación de radiografías.
Y revela, precisamente, cómo la enfermera correntina reemplazó a último momento, como compañera de viaje, a un notorio nefrólogo rosarino que debía secundar a Elisaga en un congreso en San Pablo.
También aclara Genovese que el congreso no había durado dos semanas sino dos días y que Elisaga y su acompañante no habían permanecido en San Pablo sino que se habían trasladado a Angra dos Reis.
La ciudad estalló de furia. Ajena a la evaluación de las virtudes narrativas del libro, se quedó sólo en el rumor pequeño y la maledicencia pasajera.
No prestó atención a la formidable acumulación de datos sobre los méritos de Elisaga y sus notables logros profesionales. Rosario, provinciana, rural, pareció sólo reparar en la anécdota minúscula y la comidilla vana. O exageró un irrelevante error de Genovese, quien confunde el gentilicio de Elisaga, nacido en Funes, y en lugar de denominarlo “funesino”, pone “funesto”.
Hubo gente, incluso, que sólo leyó las tres páginas destinadas a la amistad profesional de Elisaga con la Acosta y creyó que con eso le bastaba para edificar una diatriba.
Como Nora Tasisto de Elisaga, esposa del facultativo. “Jamás un libro me ha dañado tanto -aseveró, dolida, ante una amiga del alma en el paddock del hipódromo del Parque Independencia en ocasión de un Gran Premio Ortiz de Guinea- ni me ha herido tanto el corazón, como este libelo publicado por Genovese”.
El escritor, confundido un tanto por las críticas que se elevaban por doquier, creyó en un primer momento que las palabras de la señora de Elisaga podían implicar un elogio encubierto, un reconocimiento a un texto incisivo y emocional.
Supo que no era así cuando le fueron cerradas las puertas de la mansión del médico, las del quirófano e incluso las de las más respetables casas de la ciudad.
“Me he convertido en un escritor maldito, Aurelita -escribiría nuevamente a su tía, a comienzos de un desolador 1968-. Ahora sé lo que habrán sentido Rimbaud, Céline, Quevedo, Baroja y otros tantos colegas repudiados por sus contemporáneos. Soy un paria, Aurelita, que pago las culpas de no callar la verdad y de desenmascarar la mala praxis del sistema”.
A mediados de 1977, Genovese hace un último intento de publicación, cuando presenta a la editorial Clarete -empresa cautiva de la afamadas Bodegas El Globo- su libro de poemas arrítmicos titulado Vergel. Es rechazado, no sólo allí sino en todas partes donde se apersona.
Es más, comprueba que su residencia en la ciudad está tocando a su fin, cuando no halla médico alguno que lo trate de su problema en el oído. El agua salada que invadiera su tímpano derecho en Monte Hermoso, con el tiempo y las compresas calientes se ha evaporado, pero dejando una formación salitrosa, una excrecencia, lo que los otorrinolaringólogos denominan “salar medio”, que termina con el escaso nivel de audición con el que Genovese contaba en ese órgano.
Genovese tiene 48 años y está parcialmente sordo. Es más, comienzan a llamarlo con sorna, el Sordo Genovese. A esas chanzas él casi no las escucha. “Pero puedo oír mis voces interiores -admite, dolido, en charlas con amigos íntimos, los pocos que le quedan- y esas voces me dicen que debo irme de la ciudad”.
Decide, entonces, retornar a Corral de Bustos. Se siente viejo, derrotado y enfermo. El maltratado laberinto auditivo presenta ya el temido “Síndrome de Ménière”, que le hace perder en más de una ocasión el equilibrio y el sentido de la orientación. Tres veces procura volver a Corral de Bustos y termina en Santa Rosa de Calamuchita. Por último, en junio del 1982, atina a retornar a su ciudad de crianza, sumido en la pobreza y el anonimato.
Muere en 1984, muy lejos de los fastos y el boato que lo rodearan en sus momentos de gloria. O tal vez haya sido en 1985.

FIN