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26 de enero de 2022

La Nostalgia del Pasado 10

 

Capitulo 10 

 

UN MERECIDO HOMENAJE

 

 

La generación de “oír, ver y callar”. Las niñas que se transformaron en madres heroicas. La abuela esclava. Los niños y la generación del pluriempleo. El profundo cambio de costumbres. La ola de erotismo. La adaptación de nuestra mentalidad. Los hijos emancipados y su dependencia. La generación de la regañina. Nuestra historia destrozada. La identidad personal. El adulto y el niño.

 

Nosotros, los niños y niñas de la posguerra civil nos hemos criado dentro de una sociedad hambrienta, dormida y silenciosa, donde solamente podíamos seguir las órdenes de “oír, ver y callar” frente a los adultos y cuya mayor diversión eran los juegos en plena calle, que suplían la drástica carencia de los necesarios juguetes.

 

Nuestra generación, protagonista de estos relatos durante su etapa de la niñez, ha tenido posteriormente a lo largo de su pubertad, juventud, madurez y vejez una serie de vivencias y cambios sociales que ninguna otra ha soportado.

 

Las niñas, en una amplia mayoría, han sido preparadas para ser esposas y madres y eso lo han cumplido con pleno acatamiento. Su gran capacidad de trabajo y sacrificio fue la base fundamental para la realización de todos los planes de desarrollo desde los años 60 hasta el día de hoy, pero en pocas ocasiones se les ha reconocido este mérito.

 

Ellas han sido madres ejemplares y han tenido la grandeza de cambiar el tipo de educación de sus hijas para que éstas tuviesen más oportunidades que ellas, procurando que no abandonasen sus estudios, vigilando celosamente su formación y que su porvenir fuese otro que el de buscar un buen marido, tal como a ellas les inculcaron desde pequeñas.

 

Todo ello fue alcanzado gracias a la generosidad y privaciones de esta magnífica generación de mujeres, que se merece algo más que este modesto homenaje y que fueron artífices de una verdadera revolución doméstica.

 

Con la incorporación de las mujeres al mundo laboral, el papel de estas madres, actuales abuelas, ha pasado a ser la clave en la crianza y la vida de sus hijas. En este momento más del 25% de las mujeres mayores de 65 años ayudan a cuidar a sus nietos a diario y para mayor trabajo realizan también casi todas las tareas de su hogar. Estas verdaderas heroínas son propensas a enfermar, con tantas ocupaciones simultáneas, adquiriendo el “síndrome de la abuela esclava”, nunca mejor descrita una dolencia con tan pocas palabras.

 

¿Y qué decimos de los niños? También ellos tienen méritos acumulados, pues constituye el honor de ser la generación creadora del “pluriempleo”. Con el fin de lograr que la familia, dependiente económicamente del padre, por imperativo de la época, tuviese lo mejor que para ella deseaban, buscabaron todo tipo de ocupaciones para lograr que las pesetas necesarias llegasen al hogar. Para ello no dudaron en privarse de muchos caprichos, soportando estoicamente bastantes necesidades personales y al final ha venido una compensación moral al comprobar lo mucho que ha servido este generoso esfuerzo.

 

La pareja así formada, casados por la Santa Madre Iglesia como estaba mandado, fue el soporte de la economía nacional. Juntos criaron y educaron a nuestros hijos, rodeándoles de todas las comodidades y pequeños lujos de los que ellos carecieron y les fueron siempre inalcanzables. Tal vez se excedieron en ello pero esto es ni más ni menos el rebote lógico del menos al más, es la oscilación del péndulo, desde la escasez a la abundancia.

 

Con tanto cambio a su alrededor han tenido que adaptarse a la modificación de unas costumbres, firmemente arraigadas, que hicieron tambalearse sus anticuados y severos criterios morales. Recuerdo a un amigo que me comentaba al respecto: “hay una ola de erotismo enorme...pero a mí me ha pillado sin saber nadar”.

 

Nuestros hijos disfrutaron, gracias a nuestra comprensión y adaptación, una serie de libertades que nunca nos pudimos imaginar para nosotros cuando todavía éramos jóvenes y esto es otra variación asimilada por nuestra generación.

 

Como ejemplo de estas libertades y del cambio de mentalidad tenemos la actual situación familiar, en la que todavía hay un 20% de nuestros veteranos abuelos que tienen en sus casas a un hijo mayor de 30 años, totalmente apalancado en el hogar paterno. Esto no se debe a la carestía de la vivienda ¡ faltaba más !. El verdadero motivo es la liberalidad con que son tratados en sus casas y éste es el gran mérito de esta generación nuestra.

 

Para colmo los hijos emancipados, al hacernos abuelos, precisan a su vez de nuestro apoyo; los abuelos, tal como hemos citado, salen de nuevo a la palestra para cuidar los nuevos meones de la familia e invitan a sus hijos a comer los fines de semana y estos acuden encantados y provistos de recipientes para llevárselos llenos con los inimitables guisos caseros de su madre, un tipo de cocina que desaparecerá a la vez que sus realizadoras.

 

Es también frecuente ver a los abuelos, hombres me refiero, carretar cochecitos con nieto, hacer la compra, ser auxiliar de cocina...¿qué más cambio se puede pedir? Pese a ello siguen gozosos con estas tareas y con la sonrisa muchas veces resignada ante tanta entrega continuada.

 

Un ejemplo característico de la docilidad y aguante de nuestra generación fue una tira cómica publicada en una revista hace ya varios años y en la que se observaba a una niña y a un niño soportando resignadamente las regañinas de sus padres y de sus maestros, después continuaba con unos jóvenes con similar postura ante los dictados de sus profesores, jefes y de los mismos padres. Finalmente se les ve ya mayores aguantando los dictados de sus hijos. ¡ Toda una secuencia de los niños sufridores y callados desde 1940 a 2007 !.

 

Una nación se manifiesta y engrandece a lo largo de los siglos de existencia por su historia, que se verifica y demuestra con sus monumentos, edificios y restos arqueológicos que hacen a ésta fuerte en el presente, al mantener sus raíces profundas e intactas. En nuestro caso podemos decir que en la mayor parte nos hemos quedado sin historia. En efecto, cuando en los años presentes intentamos rememorar los testigos sólidos de nuestra infancia, nos encontramos con que no existen. Los prados, casas, calles y lugares de nuestra infancia han desaparecido y en su lugar se alzan nuevas urbanizaciones que todo lo modifican, perturban y destruyen.

 

Por esta desaparición de nuestro hábitat infantil, nuestros recuerdos se refugian en un estado imaginario que en el presente no existe, lo que motiva un considerable aumento de la nostalgia, que idealiza aún más nuestro reciente pasado y crea el “rincón mágico” descrito anteriormente.

 

Con una niñez tan interesante vivida y fraguada en tantas carencias, hemos crecido y desarrollado con una identidad personal muy acentuada, fuertes frente a las adversidades y en capacidad de sacrificio. Lo que más vale en nuestra existencia es aquello que puedes atesorar en tu interior a lo largo de ella y creo poder afirmar que las experiencias de nuestra infancia han servido para entroncar en nuestra vida  unas raíces con el pasado muy difíciles de eliminar, cumpliéndose así en cada uno de nosotros el famoso dicho de Simone de Beauvoir: “¿Qué es un adulto? Un niño inflado por la edad”.

 

Finaliza esta evocación con una cita del entrañable Antonio Mercero, quien con mucho acierto cambia el sentido de la conocida inscripción final de “R.I.P” por la magnífica equivalencia a Recordando la Infancia Perdida, que es lo que hemos intentado hacer a lo largo de estos relatos.

La Nostalgia del Pasado 9

                                                                       Capitulo 9

 

LAS FIESTAS DE NAVIDAD

 

El aire de las castañas. La melancolía. Los Nacimientos. El olor a musgo. Las visitas. La originalidad del Colegio del Santo Ángel. Instrumentos musicales: las castañuelas. El sorteo de la Lotería. Los productos navideños. El menú y el pollo. La Misa del Gallo. Los álbumes navideños. Los trenes eléctricos. Aliatar. La cabalgata de Reyes. El feliz despertar. La tristeza de los no creyentes. La nostalgia del día de Reyes.

 

A finales del mes de Octubre y primeros de Noviembre llegaba un viento cálido, conocido por el de las castañas, que traía consigo un olor característico de polvo y sequedad, anuncio de las ya próximas Navidades. Se aprovechaba entonces esta sequedad ambiental, impropia del clima de nuestra tierrina, para abrir los armarios roperos y ventilar las prendas de abrigo.

 

En estas fechas, tal vez por la influencia del aire del sur, nos sentíamos tristes y nos dominaba una gran melancolía, incrementada todavía más por la temprana anochecida que motivaba la imposibilidad de jugar con los amigos, ya que cuando llegábamos a casa, a la salida del colegio, era noche cerrada y no había nadie en la calle.

 

Las fiestas de Navidad tuvieron, tienen y tendrán un significado muy especial para la infancia, que se graba en la memoria y permanece imborrable en su recuerdo durante toda nuestra vida.

 

Generalmente caía una buena nevada, que le daba el ambiente preciso y su cercanía implicaba el acopio de musgo y arena, imprescindibles para la instalación del Nacimiento. La construcción de éste dependía, como todo en esta vida, de las posibilidades económicas de cada familia, desde figuras articuladas y con movimiento hasta una única Sagrada Familia. Todas las figuras eran de barro cocido y decoradas a color. Había un amplio surtido para adquirir: el portal, lavanderas para el río de papel de plata, soldados romanos, casitas de corcho, puentes romanos, familias de animales...¡ incluso cazadores con escopetas ! Todos ellos se colocaban cuidadosamente junto al musgo y en los lugares más estratégicos para conseguir el mejor efecto visual. El olor a musgo fresco invadía la habitación donde estaba el Nacimiento, originando así su evocación posterior cada vez que olemos este modesto vegetal.

 

En todas las iglesias se instalaban los Nacimientos con verdaderas obras de arte plasmadas en sus figuras, existiendo también domicilios particulares que rivalizaban con ellas. Era por lo tanto una obligación muy agradable el realizar las visitas a todos estos lugares para ver asombrados los prodigios que allí se exponían ante nuestra mirada. En una casa de la Plaza de la Catedral, tal vez cerca de la clásica tienda de Electricidad Onís, tenían un Nacimiento con muchas partes móviles, el agua del río circulaba en el cauce, las aspas del molino giraban, las lavanderas batían la ropa...Era tal el prodigio que nosotros acudíamos una y otra vez para ocupar los mejores lugares de visionado y quedábamos siempre ensimismados ante aquel espectáculo.

 

Entre todas estas exposiciones públicas de Nacimientos destacaba uno por su originalidad y era el que se instalaba en el Colegio del Santo Ángel, dentro de la clase de los párvulos. En su diseño era responsable una monja de muy baja estatura llamada hermana Ángeles y que no sé si debido a dicha estatura colocaba las figuras grandes en el fondo y las pequeñas en primera fila, pues sin idea de la perspectiva opinaba esta monjita que las grandes se veían muy bien de lejos (para eso eran de mayor tamaño) y las pequeñas se observarían mejor de cerca. De esta manera el efecto visual era horroroso, todo contrario a la lógica, pero no hubo medio de convencerla para que situara a las figuras de este Nacimiento en la posición requerida.

 

Los instrumentos musicales típicos de esta época eran de lo más primitivo, pues aunque las niñas tenían las clásicas castañuelas españolas, los niños nos fabricábamos unas caseras, hechas con un par de tablillas de madera alargadas y que se tostaban al fuego de la cocina ya que sabíamos que con este chamuscamiento se favorecía un sonido más seco, muy apreciado por todos. Estas láminas de madera se colocaban entre dos dedos alternos de la mano para procurar su separación y con un movimiento adecuado se producía su choque y con él un sonido típico, rítmico, que acompañaba en el cántico de los tradicionales villancicos. Con esta modesta orquesta acudíamos de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo “el aguinaldo”, que aunque escaso en dinero sí que se conseguían golosinas que al final de la jornada nos repartíamos con gran alegría.

 

El anuncio sonoro de las ya cercanas Navidades era la retransmisión por radio del sorteo de la lotería, con su cantinela típica que permanece invariable hasta la época actual, aunque la verdad no nos suena igual lo de “euros” en lugar de “pesetas”.

 

Las compras de los productos navideños venían limitadas por el severo racionamiento de víveres que entonces padecíamos y del que no se libraba ni el turrón. Total que la variedad turronera solía limitarse a las típicas tres clases: duro, blando y mazapán con frutas, siendo entonces el tamaño de ellos similar al de un ladrillo. Con esta escasez se estableció una costumbre, que perdura todavía en muchas de nuestras casas, de comer el primer turrón en la cena de Nochebuena, sin adelantos como ahora. Este postre se mantenía únicamente para esta noche y para la de Navidad, en Año Viejo, en Año Nuevo y en el día de Reyes. En la mayoría de los hogares este racionamiento era también ampliado a que cada miembro de la familia recibía su trozo de cada especialidad y no había más repetición de la golosina. Era también muy típico comprar sidra dulce a granel, único manjar bebestible para la gente menuda, siendo un lugar típico para esta adquisición un local que estaba en la calle Oscura (Mon) llamado Casa Cechini.

 

El día anterior a la Nochebuena estaba destinado a la solemne matanza del pollo, que en aquellos años comer dicha ave era todo un acontecimiento y se destinaba tal ocasión a los principales festejos del año y que escasamente eran los días de Nochebuena y Nochevieja. Lógicamente el pollo de entonces era de crianza natural, de caleya, y pesaba más del doble que los que ahora comemos. En fin, que el pobre bicho era asesinado a base de un certero corte en la nuca que lo desangraba. Durante la mañana del día 24 entrábamos y salíamos nerviosos de nuestras casas, con visita tímida a la cocina, de la que salían unos olores de lo más apetitoso y poco corrientes durante el resto del año.

 

El día de Nochebuena era de cumplimiento obligado asistir todas las familias al completo a la tradicional Misa del Gallo. La Santa Iglesia de estos años dominaba severamente nuestra vida y costumbres, tal como hemos observado anteriormente y no podía ser menos en esta ocasión. Excepcionalmente había una permisividad ante los fieles consistente en limitar el horario del ayuno obligatorio antes de recibir la Comunión, que se pasaba de las 12 horas reglamentarias a 4. esto significaba para nosotros finalizar la esperada cena antes de las 9 de la noche, para poder comulgar como era debido, agravado con la precaución de beber la clásica copita de vino dulce con que se nos obsequiaba a la gente menuda.

 

Los días siguientes a la Navidad nos parecían lentísimos por nuestra impaciencia en que llegasen los ansiados Reyes Magos con aquellos regalos únicos de todo un año de espera. En los modestos Nacimientos íbamos avanzando unos centímetros cada día a las figuras de Sus Majestades, sobre el camino de serrín o de arena que les conducía hacia el Portal.

 

Este maravilloso ambiente navideño se complementaba con los álbumes que casi todos los tebeos editaban con motivos de estas fiestas. Incluso El Guerrero del Antifaz, Juan Centella, Jorge y Fernando, El Diablo de los Mares, Roberto Alcázar y Pedrín nos deleitaban con sus historietas específicas pero era tal vez el Pulgarcito donde mayor profusión se manifestaba y en ese álbum especial Doña Urraca era menos mala, Don Pío recibía una paga extra inesperada y hasta el pobre Carpanta se comía un pollo en compañía de su fiel amigo Protasio. Estos festines extras de los personajes de nuestras historietas eran fiel reflejo de nuestros festejos: pollo y turrones.

 

Los pocos bazares de juguetes se llenaban con los mismos modelos de todos los años. Debido a la posguerra civil y a la guerra mundial, las fábricas jugueteras elaboraban sus productos con poca variación, por lo cual hubo un largo intervalo de años en los cuales varias generaciones de niños jugamos con los mismos juguetes.

 

Tradicionalmente se producía un suceso extraordinario para todos nosotros, motivado por la exposición de trenes eléctricos en los escaparates de Almacenes La Panoya. Aprovechando su amplitud, se cedían éstos a los propietarios de tal maravilla y se instalaban allí estos inalcanzables juguetes, que nosotros observábamos con deleite tanto en sus momentos de reposo como en pleno funcionamiento. Era el momento en que se cumplían parcialmente nuestros anhelos, tan solo satisfechos por la ávida mirada que fijábamos en aquellos juguetes tan ajenos a la mayoría de nosotros y cuyo prodigio de funcionamiento continuo los sumía en un sueño fantástico.

 

En la radio se oían a diario los clásicos villancicos de siempre, complementados por la visita anticipada del embajador plenipotenciario de Sus Majestades: Aliatar. Este personaje era muy querido por nosotros ya que en sus programas radiofónicos nos anticipaba los muchos regalos que recibiríamos, siempre que fuésemos buenos y escribiésemos la correspondiente carta peticionaria.

 

Al llegar la noche mágica del día 5 de Enero, una vez anochecido, acudíamos ilusionados a presenciar la Cabalgata. El inicio de ésta eran los fuegos de artificio y la quema de una traca con pequeños obsequios.

 

Finalizados éstos, presente aún el olor de la pólvora comenzaba el paso de la caravana, con profusión de bengalas encendidas y en la que en primer lugar llegaba Aliatar montado en un caballo blanco y saludando a la gritería de todos los niños que repetíamos su nombre sin descanso.

 

Tras Aliatar iban desfilando los Reyes y sus modestos cortejos y como complemento pasaban finalmente un montón de mulos cargados con paquetes e incluso algún camión militar para dar mayor sensación de abundancia.

 

Con los ojos encandilados por el espectáculo regresábamos a nuestras casas, con los nervios en tensión, sabedores de las pocas horas que quedaban para recibir los ansiados juguetes.

 

Terminada la cena, ya en la cama, nuestro nerviosismo era tan grande que nos era imposible conciliar el sueño, hasta que de madrugada acudíamos presurosos al lugar donde habíamos dejado nuestras zapatillas y llegaba entonces la alegría y la sorpresa al contemplar los paquetes allí depositados y que tan grandes nos parecían. Con rápidos movimientos deshacíamos los envoltorios y ante nosotros aparecían algunas cosas de las que habíamos pedido y otras que no, pero que eran igualmente valoradas. Además de los clásicos juguetes de hojalata, con su olor inconfundible, había una serie de modestos complementos que también eran muy bien recibidos, tales como los clásicos cuentos de Calleja, de pequeño tamaño y muy coloreadas portadas, banzones en una bolsa de malla, el coche pulga y una mezcla de bolas de anís con otros productos azucarados que se conocía como “revoltijo”.

 

La mañana y el día de Reyes transcurría por tal motivo como un sueño hecho realidad, con la clásica rotura y avería de los nuevos juguetes y con la amenaza inminente de la continuidad del colegio, prácticamente al día siguiente.

 

Nada es más triste y deprimente como la vivencia y el recuerdo de la primera noche de Reyes en la que ya dejamos de creer en ellos. Era un momento doblemente doloroso, uno por perder esa maravillosa ilusión y otra por dejar de recibir aquellos añorados juguetes, que ahora desaparecían de nuestro entorno sin más motivo que el no poder creer ya en los Reyes Magos, cuya presencia admitimos casi hasta cumplir los trece años.

 

Al evocar estos acontecimientos nos llenan de nostalgia nuestros recuerdos y creo afirmar que muchos de nosotros, que henos pasado de niños a abuelos, tenemos todavía nuestro pensamiento en cada Noche de Reyes en aquellas otras pretéritas en que tan grande era nuestra ilusión y tan maravilloso era el despertar.


La Nostalgia del Pasado 8

                                                        Capitulo 8

LOS FELICES DÍAS DEL VERANO

 

La libertad. Viaje a la playa. Meriendas campestres. La alimentación extra. La caza de renacuajos. Los esgolancios. El grillo y los métodos de captura. Las mariposas. Las vacalorias. Las luciérnagas. Las palomas. Las romerías y sus aromas. Los voladores. La música. Los globos de papel. Las romerías de los barrios. Fiestas de San Mateo. Las barracas. Las rifas y la rata. Otros festejos. El Otoño cercano. Juegos traviesos.

 

A primeros días del mes de Junio nos daban las vacaciones, que entonces duraban desde esas fechas hasta primeros de octubre. Esta inmensidad de tiempo libre, unida a la duración de los días infantiles, tan largos y eternos en comparación con nuestros actuales días de mayores (1 día de niño = 3 meses de viejo), nos producía una sensación de libertad y de búsqueda de nuevos juegos y aventuras.

 

Nuestro hábitat asturiano, tan húmedo, era el principal impedimento, ya que en aquellos años la meteorología veraniega solía ser muy adversa y se cumplía con creces el famoso dicho de que “cuando no llueve, orbaya para variar”. Debido a ello, las escasas escapadas a las playas suponía estar mirando al cielo desde una semana antes del proyectado viaje; ir a la playa era todo un acontecimiento familiar, con la preparación en la víspera de la tortilla y las empanadas y también de un buen lavado previo para que te vieran limpio y resplandeciente cuando te pusieras el traje de baño. Las playas más frecuentadas en estas excursiones eran aquellas que no presentaban excesivas aglomeraciones. Si nos llevaban a Gijón íbamos en el tranvía hasta el Musel y cruzando un túnel aparecíamos en la playa de Aboño. Si por el contrario era Avilés el lugar elegido, el destino final podía ser San Juan de Nieva o una playa de la misma ría, llamada San Balandrán, que añadía su encanto a tener que hacer la travesía de cruzar la ría en una pequeña lancha.

 

Para ir a estos lugares el viaje era largo, pese a la distancia tan corta a recorrer, ya que se hacía en unos trenes de cercanías muy arcaicos, con locomotoras de vapor de poca potencia y vagones de madera, en cuyas plataformas nos permitían contemplar el paisaje. Si al salir de Oviedo hacía buen día íbamos muy animados pero al atravesar el túnel de Villabona nos encontrábamos con un cambio radical y la niebla con orbayu podía ser nuestra compañera. Era triste jugar en la playa en estas condiciones, incluso vestidos y con jersey puesto pero la ilusión infantil suplía estos inconvenientes y disfrutábamos con cierta alegría esta maravilloso día. Si había suerte con un buen día de sol la cosa era mejor, con gran divertimento tanto en la arena como en el agua, siempre muy fría. Lo peor venía esa misma noche y en días sucesivos  pues nuestra blanca piel corporal sufría una buena quemadura, quedando colorados como una “patarroxia” y aguantando este fuerte resquemor durante casi una semana.

 

Otra actividad lúdica de la familia eran las meriendas campestres en las tardes de los días festivos. En este caso éstas eran más abundantes que los viajes a la playa, ya que los desplazamientos eran cortos, bien en paseos o bien en tranvías. Aquellos veteranos y amarillos vehículos tenían durante el verano la particularidad de remolcar a un complemento móvil llamado “jardinera”, que era menos ruidoso y no por ello más cómodo, pero que aumentaba la capacidad de viajeros.

 

Esas tardes, tras un viaje que parecía no acabar, llegábamos al lugar elegido, Lugones, Buenavista, Colloto...y allí, tras un paseo, nos sentábamos en algún merendero, lugar en el que había mesas alargadas y bancos sin respaldo para acomodarse. En Colloto era muy famoso el llamado “Casa Periquín”, cuyos dueños tenían unas orejas sumamente grandes y alargadas características de toda la familia. En estos merenderos se permitía llevar la propia comida, lo cual era lo más frecuente, tan solo con el consumo obligatorio de las bebidas, que normalmente eran únicamente a base de vino y gaseosa “media y media” se llamaba a esta típica consumición.

 

Después de la merienda-cena, tan apetitosa y fuera del menú semanal, nosotros, la gente menuda, tenía más libertad para establecer nuevas amistades y jugar a algún entretenimiento compartido tal como batallas con los corchos de las botellas de sidra del merendero hasta el momento de regresar a la ciudad propiamente dicha.

 

En nuestras andanzas veraniegas aprovechábamos cualquier ocasión para procurarnos algún alimento extra, tan necesario en estas edades. Total, que en alguna de las huertas que había muy cercanas al casco urbano, siempre había la posibilidad de ingerir pequeños frutos en ausencia de los dueños. Nuestra preferencia eran los arbejos en formación, ya que al abrir su vaina quedaban casi en leche y su sabor era bastante aceptable. En los maizales también surgía la ocasión de coger alguna panoya tierna, que tostada en una hoguera constituía un manjar muy apetecible. Lo que sí era sabroso de verdad se producía durante la recolección de la patata. Los amos de estas huertas, sacaban las patatas primeras en esta estación veraniega y muchas veces hacían una pequeña hoguera y en ella asaban unas cuantas. Sabedores de ello nos acercábamos muchas veces a tal labor y ante nuestras inocentes miradas, el propietario de este primitivo festín solía darnos una de esas patatas, con su piel medio carbonizada y cuyo interior tenía un sabor inmejorable, implementado con el ahumado de la hoguera.

 

Otras actividades nutritivas, con frugales banquetes, nos las buscábamos en las sebes, que en esta época nos ofrecían gratis unos sabrosos racimos de zarzamoras, que incluso con nuestra impaciencia comíamos antes de madurar. Las zarzamoras, “moras” como las llamábamos, eran sabrosísimas cuando estaban en sazón, sirviendo incluso para fabricarnos una bebida refrescante al exprimirlas y mezclar su jugo con agua azucarada. En muchas ocasiones, tras evitar la presencia de sus dueños, aprovechábamos la abundancia de avellanos que separaban las lindes, cogíamos los “garapiellos” y tras pelar su envoltura verde, partíamos con nuestras propias muelas aquellos frutos tan naturales y asturianos, paladeando con placer la rica “ablana” todavía tierna y jugosa.

 

En estos recorridos campestres, además de posibles alimentos también imaginábamos extraordinarias aventuras, en las que éramos exploradores o soldados de élite alemanes y americanos , aprovechando también pequeños arroyos para hacer presas y echar a flotar rudimentarias embarcaciones. Como en estos arroyos había abundancia de renacuajos de rana, “cabezones” los llamábamos, procurábamos hacer una buena captura y sobre todo cuando al edificar la presa se desecaba parte del reguerín. Aunque los llevábamos después en un cubo con agua no sobrevivían demasiado en nuestras angelicales manos.

 

Durante nuestros campestres paseos, al cruzar los prados, tan verdes y olorosos, la hierba aún sin segar era alta y tupida, lo que escondía muchas veces a unos inocentes habitantes, los “esgolancios” o “esculibierzos”. Eran unas serpientes plateadas totalmente inofensivas pero que no eran de nuestro agrado, tal vez por ese ancestral terror humano a los reptiles.

 

Con el buen tiempo venía también la posibilidad de tener una nueva mascota doméstica: el grillo. Este simpático insecto era muy codiciado por nosotros debido a su escasez y sonoridad. La escasez venía propiciada por la época de lluvias generalizadas de final de la primavera, que inundaba sus cuevas y acababa con muchos de ellos. Los que sobrevivían a este diluvio eran motivo de caza y captura con el ánimo de conservarlos vivos, bien en una pequeña jaula o en una simple caja de cartón con una tapa transparente. Los más valorados era un especimen que tenía una “P” mayúscula en sus élitros, lo que motivaba que les llamásemos “príncipes” y que se distinguían también por la sonoridad de su “cri-cri”. Su captura no era fácil debido a lo ya referido de que hacían una cueva profunda para resguardarse. Por tal motivo desarrollábamos diversas técnicas, la más típica era meter una paja larga por el interior de la cueva y moverla de modo que el grillo al notar el pinchazo sobre su abdomen se salía de ella. Otra muy utilizada era una buena meada sobre el agujero para obligarlo a salir so pena de morir ahogado. Hubo también un desarrollo científico para este atrapamiento, del cual tengo el honor de ser su inventor y que era a base de utilizar hormigas cabreadas. La cosa consistía en que una vez localizada la cueva, se buscaba en su cercanía el típico hormiguero de prado, un cono de arena con su población de hormigas. Se escarbaba con la mano la arena de esta construcción y rápidamente salían hormigas enfurecidas para vengar tal estropicio; éste era el momento óptimo para tomar un puñado de tierra lleno de estos insectos y ponerlo a la entrada de la cueva del pobre grillo. Las hormigas se introducían velozmente por ella y atacaban fieramente al grillo, que al sentirse mordido salía a escape de su escondite y pasaba así fácilmente a nuestro poder.

 

El cuidado del grillo cantor, que incluso se vendían alguna vez en la misma Plaza de El Fontán, era muy delicado para que éste estuviera todo lo confortable posible en su encierro. Para su alimentación le proporcionábamos hojas de lechuga, que no sé por qué motivo siempre se imaginó que era su alimento preferido pero que yo sepa en el prado donde vivían no tenían este vegetal. La cuestión es que la lechuga les soltaba la tripa, al igual que a los gusanos de seda y padecían con esta dieta una fuerte diarrea casi crónica.

 

No eran éstos los únicos insectos que caían en nuestro poder. La abundancia de este tipo de fauna era muy grande, por lo cual muchos niños hacían colecciones de ellos a gran escala. Una de las más frecuentes era la de mariposas. Este lepidóptero, además de embellecer los prados y jardines con su vuelo multicolor, tenía el inconveniente personal de su propia belleza, lo cual propiciaba su captura y martirio posterior. Para lograr una perfecta colección, la pobre mariposa era clavada con alfileres, alas y cuerpo, en un cartón y así se mantenía en lenta agonía hasta su muerte, con lo cual quedaba en posición adecuada para su destino final de coleccionismo.

 

Otros insectos también eran capturados para diversos fines. Por ejemplo los “ciervos volantes”, que llamábamos “vacalorias”. Éste tenía un tamaño gigantesco y aparecía volando a baja altura al anochecer, produciendo un ruido característico en su pesado vuelo pues su envergadura superaba muchas veces los 15 cm. Los preferidos eran los machos, con sus enormes cuernos, similares a los ciervos, de ahí su nombre, que eran cazados fácilmente a manotazos. El primer entretenimiento era disfrutar de su potencia de agarre para levantar piedras y objetos similares y cuando finalizaba éste, también finalizaba su vida pues se le arrancaba la cabeza para guardarla como trofeo.

 

Aprovechando la oscuridad buscábamos otro insecto muy solicitado para las noches: las luciérnagas. También eran muy abundantes durante el verano y su fácil captura propiciaba una luminosa colección.

 

Era también en esta estación cuando los propietarios de palomas hacíamos demostración de sus modestas hazañas de vuelo de regreso al palomar. Puede parecer en la fecha actual un tanto chocante que esta ave, tan exageradamente numerosa ahora en las ciudades, fuese entonces motivo de orgullo la posesión de una o dos parejas de ellas. Hay que recordar que muchas fincas tenían su propio palomar con fines alimenticios ya que por entonces las crías próximas a emprender el primer vuelo, llamadas “pichones”, eran un plato muy apreciado, especialmente para las personas convalecientes de alguna enfermedad. Pues bien, el tener una pareja y sentirte responsable de ella era todo un acontecimiento y si eran de raza mensajera, tanto mejor, mientras que las que no lo eran, se llamaban “pelurcias” y eran poco apreciadas.

 

El plato fuerte del verano lo constituían las típicas “romerías”, que se celebraban prácticamente durante toda la estación, de un modo consecutivo para evitar coincidencias y en todos los barrios periféricos y pueblos de los alrededores. La llamada a la fiesta, debido a la escasa información reinante, era a base de tirar cohetes desde la primera hora del día señalado. Estos cohetes, conocidos por “voladores”, portaban una vara larga y fina que era muy apreciada por nosotros para su utilización como espada, tipo florete de esgrima, lo que suponía carreras y empujones para conseguir este modesto tesoro cuando caía en tierra.

 

Estas romerías se celebraban en un prado que fuese lo suficientemente llano y cuya hierba había sido segada con antelación. Todo ello propiciaba un aroma característico que se desprendía de este lugar, mezcla de olores peculiares procedentes de la propia hierba, de las típicas avellanas tostadas, de la sidra y de la pólvora de los “voladores”.

 

La música era de dos tipos: la clásica de gaita y tambor y la de melodías y canciones de moda. Esta última se emitía mediante altavoces que se colocaban en los árboles y postes de la luz y desde ellos se inundaba la zona de suaves melodías contadas por Bonet de San Pedro, Jorge Sepúlveda y Antonio Machín. Había una empresa que tenía la exclusiva musical de casi todas las romerías y portaba el pomposo nombre de “Gramolas El Topu”.

 

Para los niños había alguna cucaña y puestos con bidones de barquillos, pero lo más ansiado era la recuperación del globo festivo. En casi todas las romerías se soltaba un globo de papel multicolor como un aditamento más de la festividad. La duración de éste era limitada ya que la mezcla que calentaba el aire tenía poco combustible y por lo tanto el globo iba perdiendo altura hasta aterrizar en algún lugar próximo. Para nosotros era un verdadero acontecimiento atrapar uno de estos aerostatos, aunque la verdad pocas veces lo conseguíamos pues solían incendiarse al tropezar con algún obstáculo en su caída.

 

Había también competiciones entre distintos barrios de la capital para lograr la supremacía festera, especialmente de los “fuegos artificiales” en la noche de la clausura de los festejos. De esta manera, eran muy conocidos los duelos entre las fiestas de los barrios de San Lázaro y de Santa Ana de Abuli. Como la de Santa Ana se celebraba en Julio, procuraban superar a la del año anterior de San Lázaro, que estaba a caballo entre finales de Agosto y primeros de Septiembre. Con esta ventaja era San Lázaro la que solía ganar en el año en curso, en el que coincidían ambas fiestas veraniegas. Al estar ya próximas a las Fiestas de San Mateo, eran las de San Lázaro una especie de adelanto en los puestos y tiovivos, (“las barracas”). Había incluso un servicio especial de tranvías de la línea 3, con mayor frecuencia de viajes y con jardinera incluida para aumentar la capacidad de pasajeros.

 

El inicio de las fiestas mateínas era muy esperado por la gente menuda, pues suponía un divertimento extraordinario, tanto en los conciertos musicales en el paseo del Bombé como la densa maraña de las “barracas” en el Campo de Maniobras. Allí, cercano a la calle Marqués de Santa Cruz se instalaba un arco de entrada y según se subía la zona estrecha se situaban los puestos en los que se vendían frutos secos, caramelos, garrapiñadas, churros y patatas fritas, sin olvidar al eterno algodón de azúcar. Ya en la parte ancha se colocaban las propiamente “barracas” con los típicos tiovivos de “los caballitos”, “la ola”, “las cadenas”, “la mariposa”, “el tren de la muerte”, “el laberinto”, “el teatro de marionetas”, “la noria”, “rifas”, “circos”, “el maño” con su vino dulzón, “el tiro al premio” con unas escopetas descalibradas, “horóscopos”... y para los mayores las atracciones del famoso “Teatro Argentino”, único sitio “gravemente peligroso” para la moral en que se podían ver muslos de mujer y que nosotros admirábamos en los dibujos de sus carteles. Este teatro sobrevivió muchos años y cambió de nombre y propietaria, con el nuevo anagrama de “Teatro Chino de Manolita Chen”.

 

Existía en ocasiones, en uno de los puestos de rifas, uno muy modesto a base de una serie circular de pequeñas casetas con un número cada una de ellas que indicaba el correspondiente regalo de la exposición. En el centro de este círculo había una lata de hojalata con una cuerda que la levantaba y en su interior estaba ¡ una rata ! Para animar a la gente que comprase los boletos de la rifa el dueño gritaba y gritaba: “ya está la rata debajo de la lata”. Cuando vendía la totalidad de las papeletas, se levantaba la lata y la rata, asustada, se metía en una de las cajas numeradas, cuyo número era el premiado. La cuestión es que la rata elegía siempre una de las cajas cuyo número correspondía a regalos insignificantes, lo cual era debido a que su dueño la tenía hambrienta y era en esas cajas donde había depositado un poco de comida. Total, que la gente admitía este truco con tal de ver el espectáculo de la pobre rata. En uno de los sorteos le tocó a un “quinto” (como eran conocidos los soldados en la mili) dos veces seguidas el premio y el dueño del tenderete gritó orgullosamente: “qué suerte la del militar, le ha vuelto a tocar otra botella de lejía”.

 

Era tradicional la colocación de unos puestos de venta especializados en melones, cuyo olor de esta fruta inundaba los alrededores ya que se vendían en rodajas para su ingestión directa en el mismo lugar. Este fruto era entonces escaso en Asturias y su degustación popular se limitaba casi a estos días festivos.

 

El día solemne de San Mateo traía consigo la afluencia en masa de los habitantes cercanos a Oviedo, incluso de la Cuenca Minera, pero los más característicos eran de las pequeñas aldeas, con su boina calada y vestidos con sus mejores trajes. Todo ello daba a los festejos una mayor densidad de población y llenaban por completo tanto el centro de la ciudad como el recinto de las barracas. Estos asistentes foráneos recibían el cariñoso nombre de “mateínos”, derivado lógicamente del Patrón San Mateo.

 

También las fiestas nos traían otros festejos tales como la salida de los Gigantes y Cabezudos, con la Vieja dando golpes y carreras y una competición motociclista, en la que nuestro favorito era un corredor de Oviedo apellidado Parugues, en un circuito por las calles de la ciudad.

 

Finalizadas estos festejos tan esperadas, se vislumbraba ya el otoño cercano, con la vuelta al colegio y la consiguiente pérdida de libertad. Aún nos quedaba tiempo para hacer alguna travesura de mal gusto, tal como echar por la espalda de algún incauto una parte pilosa de unos frutos rojos que crecían entre las sebes y que producían un fuerte picor, bastante duradero. Otras eran la preparación de pequeñas trampas en el suelo, tanto pde la calle como en la zona de juegos, consistente en cavar un pequeño hoyo, en el que introducíamos una buena caca humana, se tapaba con palos y se disimulaba su presencia con arena o hierba. Aquel que tenía la mala fortuna de pisar esta trampa, metía su pierna en el hueco, se daba un traspiés y para colmo salía con el pie perfumado y maloliente.

 

Otro juego poco recomendable era llenar de orines un bote vacío de conserva, apoyarlo inclinado en la puerta de una vivienda y llamar en ella, de tal manera que al abrir ésta, el contenido del bote se desparramaba en el interior, con el consiguiente cabreo del propietario. Lógicamente no presenciábamos en primera fila tal prodigio de nuestra invectiva pero nos conformábamos con oír los improperios que nos dirigía el afectado.

 

Una variación de éste era menos cochina y para ello solo se precisaba un cordel lo suficientemente largo para atarlo en los pomos de dos puertas antagónicas de sendas viviendas. Al atar de esta guisa y suficientemente tensa la cuerda, llamábamos simultáneamente en ambas viviendas y lógicamente en ninguna podía abrirse la puerta, con gran jolgorio por nuestra parte.


La Nostalgia del Pasado 8

                                                                        Capitulo 7

LA SEMANA SANTA Y OTRAS ACTIVIDADES RELIGIOSAS

 

El ambiente. La bula. Las procesiones. Las misas. El latín popular. El devocionario “Mi Jesús”. Celebraciones y rezos. Las misas y su personaje: Prisca. Las Santas Misiones. Asociaciones religiosas. Los Seminaristas. El Monaguillo. Las Benditas Ánimas del Purgatorio. San Pascual Bailón. Rezo del Rosario. El Colegio y el “ora pro nobis”. La capillita de la Sagrada Familia. El Catecismo. La Primera Comunión. El padrino y el bollo. Las golondrinas santas. La estampa milagrosa. Las lecturas prohibidas. El juego de la misa. El agua bendita del Sábado Santo.

 

Las festividades religiosas de esta Semana, durante aquellos años no pueden compararse a lo que han quedado resumidas en los tiempos actuales.

 

La solemnidad del culto con aquellos Oficios en latín, el olor a incienso en las iglesias, se complementaban con el denso silencio reinante en las calles. Los bares procuraban también contribuir a la penitencia, especialmente el día de Viernes Santo, en que permanecían cerrados todo el día. Ni que decir tiene que también los “pecados de la carne” se contenían durante toda la semana, manteniéndose cerrados los clásicos locales del fulaneo, la primera de ellas Casa Marcela.

 

Hay que recordar también una actividad eclesiástica muy común de los días de ayuno y vigilia, que era la Santa Bula. La posesión de esta Bula te evitaba dichos sacrificios, cosa un tanto chocante pues durante los muchos años del racionamiento ayunabas y no comías carne durante semanas enteras. Para lograr este salvoconducto tenías que comprar un impreso con tu nombre, cuyo precio variaba según los ingresos declarados por el adquiriente, y que se guardaba celosamente en cada casa.

 

A nosotros, la gente menuda, obedientes a los mandatos de todos los mayores, no eran precisamente unas fiestas vacacionales muy alegres. Nuestra presencia en todos los cultos era obligatoria, tanto en procesiones, misas, Santos Oficios y visitas Sacramentales, como en otras de menor importancia pero también influyentes en nuestros juegos, tal como no gritar ni reír durante todo el Viernes Santo.

 

De las procesiones a que acudíamos había una que era la preferida por nuestra parte: El Santo Entierro. En ella iba toda la representación de las demás cofradías pero lo que más nos importaba a nosotros era la presencia de una compañía militar, con banda de música, tambores y cornetas. Los soldados marchaban con armonioso paso de marcha fúnebre y los fusiles boca abajo. Finalizada la procesión en la Iglesia de San Isidro, llegaba el momento más esperado: sonaba el clarín de órdenes, comenzaba el redoble de los tambores y la banda acometía una marcha militar, al compás de la cual toda la compañía desfilaba desde la calle del Peso hasta el acuartelamiento de El Milán.

 

Las misas de entonces duraban menos de 30 minutos y el latín era su lengua oficial, con su clasicismo y solemnidad. No obstante la cultura general de los fieles no alcanzaba ni a dominar a medias el idioma de Cicerón y se podían escuchar verdaderos disparates en los cánticos más conocidos como ejemplo podemos recordar una frase del “Tantum Ergo” que en versión original decía “et antiquum documenum no vocedat ritui” y en versión libre de una feligresa pudimos oír claramente “con tan antiguo documento no pretenda usted huír”.

 

Los niños y niñas teníamos en nuestro poder un magnífico devocionario infantil llamado “Mi Jesús”. En sus páginas, llenas de viñetas, estaban sintetizadas todas las oraciones, modos de oír la misa (buenos y malos), enseñanzas y consejos, la voz del Diablo y la voz del Ángel, Jesús reprende y Jesús llora, el Vía Crucis...

 

Con su ayuda acudíamos a todas las celebraciones religiosas y participábamos en ellas sin equivocarnos. Había una verdadera ocupación anual en rezos y seguimiento periódico, tales como los nueve primeros viernes del Sagrado Corazón, los siete domingos de San José, el mes de mayo de la Virgen...

 

El número de misas, tanto a diario como en festivos y domingos era elevado pues la cantidad de sacerdotes que había obligaba incluso a decir varias misas a la misma hora, aprovechando las pequeñas capillas de los laterales de las iglesias. Esta simultaneidad propiciaba la aparición de algún personaje pintoresco, entre los cuales el más famoso era una ávida oyente de misas llamada Prisca. Era una viejecita enlutada, pese a ser soltera, de nariz aguileña y peinada de moño. Su especialidad era asistir a cuantas más misas podía, aprovechando la coincidencia horaria de tantos sacerdotes. Al tener a su disposición tres o cuatro misas en el mismo momento, ella se mantenía agazapada en su reclinatorio privado y siempre en posición arrodillada. Sus manos juntas y en actitud de plegaria se abrían una y otra vez para acercarlas a su cara semioculta por un velo negro y tupido, de la que sobresalía su pronunciada nariz, la parte que sus manos repasaban en señal de penitencia. Para completar el cuadro, tenía un libro de misa muy usado y deteriorado, hinchado por las estampas contenidas y que lo mantenía ileso mediante una especie de cinta elástica similar a una liga. En cuanto aparecía un sacerdote para una nueva misa, Prisca abandonaba su recogimiento, tomaba el reclinatorio y corría tras él para acercarse a la nueva misa, eso sí, sin olvidar a los anteriores que simultaneaba, con lo cual muchas veces seguía atentamente evangelios, consagraciones y últimas oraciones en el mismo momento.

 

Periódicamente, cada dos a cuatro años, se producía un acontecimiento religioso que sobrecogía a todos los ovetenses de cualquier edad y condición: las Santas Misiones. Consistían éstas en un verdadero encierro místico, todas las tardes en todas las iglesias, con unos sermones impresionantes sobre la moral y costumbres. Para lograr este éxito de asistencia, venían del exterior unos predicadores muy selectos procedentes de la Orden de Jesuitas y a sus mandatos estaban todos los sacerdotes de la diócesis.

 

Como complemento a la formación recibida en estas Misiones también teníamos Ejercicios Espirituales, que aunque también eran muy importantes para nosotros, eran de menor grado respecto a éstas.

 

Para que aún fuésemos más buenos teníamos a nuestra disposición, de carácter voluntario, muchas asociaciones infantiles o compartidas con los mayores, tales como Congregaciones Marianas, Los Luises, Acción Católica, Beata Imelda y Apostolado de la Oración.

 

Los fines de semana hacían su paseo los seminaristas, tan abundantes en aquellos duros años, en una doble fila muy larga, todos uniformados y tocados de bonete. Tenían un coro de gran calidad y en ocasiones cantaban por la calle pero el plato fuerte era la tarde del Jueves Santo y la mañana del Viernes Santo, en que su actuación era en la Catedral, entronando cantos fúnebres, que nos sobrecogían el ánimo.

 

Muchos de nosotros colaborábamos en los cultos, modestamente por supuesto, haciendo el oficio de “monaguillo”, lo cual también tenía su aspecto materialista ya que entre misa, exposición y rosario aprovechábamos para beber vino de misa y comernos unas cuantas formas sin consagrar. Creo que de ahí venía el conocido refrán que decía: “el que quiera un hijo pillo, que lo meta a monaguillo”.

 

Hay que hacer una mención especial a las Benditas Ánimas del Purgatorio. Según nos decían, había un elevado número de almas de difuntos castigadas en el Purgatorio y faltaban las plegarias para su rescate al cielo, debido a la ausencia de rezos a su favor. Era por lo tanto muy común dedicar de vez en cuando un padrenuestro por ellas y aún más impresionante era el trabajo que se las pedía a cambio de nuestras oraciones: que actuasen como despertador. En la mayor parte de las viviendas solo había un reloj de pared, por el que se guiaba toda la familia y lógicamente se carecía de despertador. Pues bien, rezábamos a las ánimas para que nos despertasen a cierta hora y esto se cumplía sin fallo. Yo doy fe de mi experiencia en este tema y que siempre fui despertado a la hora exacta. Había también otra costumbre, rezar a San Pascual Bailón y éste te avisaría con tres golpes en la pared de tu habitación cuando tu muerte estuviera próxima. Lógicamente había que tener mucho valor para efectuar dicho rezo y a más de uno de nosotros le despertó sobresaltado alguno de estos golpes terroríficos aunque fuesen originados por algún vecino.

 

La costumbre piadosa del rezo del Rosario en familia era muy extendida, siendo dirigido por la madre y de obligado cumplimiento aunque fuese en la hora en que todos estábamos próximos a dormir. Los programas de la radio incidían en este tema con las charlas del Padre Peyton, en las que el principal lema decía aquello de que “la familia que reza unida, permanece unida”, sin olvidar tampoco la canción al respecto: “Las cuentas del Rosario son escaleras, para subir al cielo las almas buenas, viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.

 

También en el colegio, si era religioso, había diariamente una actividad piadosa muy acentuada, se asistía a misa a primera hora y se rezaba el rosario en una de las clases de última hora. En ocasiones dominaba más el afán de travesuras que el recogimiento místico y al rezar la letanía en latín y responder nosotros “ora pro nobis”, se producía un alargamiento de la ese final, de modo que el “nobissssss” se implementaba con todas nuestra respuestas al unísono, lo que motivaba indefectiblemente el correspondiente castigo de otra hora extra de permanencia en el colegio.

 

Como complemento teníamos también la visita periódica en propio domicilio de la Sagrada Familia. Era una capillita de madera en la cual se encontraban María, José y el Niño Jesús y que circulaba de casa en casa, con una estancia de 24 horas, siendo ese día el de mayores rezos y plegarias a los que teníamos que asistir sin remedio y sin disculpa.

 

En las mañanas de los domingos invernales, antes de la Santa Misa, íbamos a clases de catecismo, en las que recitábamos en voz alta todos los enunciados de un pequeño libro llamado “Catecismo del Padre Ripalda” en cuya introducción aprendimos una especie de letanía que todos sabíamos de memoria y que decía así: “Todo fiel cristiano, está muy obligado, a tener devoción, de todo corazón, con la Santa Cruz, de Cristo nuestra luz, pues en ella, quiso morir, por nos redimir, de nuestro pecado, y librarnos, del enemigo malo, y por tanto, te has de acostumbrar, a signar y santiguar, haciendo tres cruces, la primera en la frente....” siguiendo así un alarga seria de frases que repetíamos en voz alta todos a la vez. A continuación nos tomaban la lección cristiana sobre el contenido de dicho catecismo.

 

Muchas veces en la mañana de los lunes, se nos preguntaba en el colegio por el color de la casulla del sacerdote oficiante de la misa del domingo, con lo cual si no te acordabas sufrías una regañina, ya que ello demostraba que habías estado distraído durante la ceremonia.

 

La gran fiesta religiosa de la Primera Comunión era también en aquellos años sumamente modesta, incluso muchos de nosotros no hemos tenido ni la fotografía de recuerdo, tan solo un pergamino con nuestros datos. El frugal desayuno posterior, rodeados de algunos amigos, solía ser extraordinario por la presencia de un modesto bollo suizo y un tazón de buen chocolate. Normalmente el traje de Primera Comunión para los niños era de marinero, el cual se aprovechaba posteriormente, previo recorte de las perneras del pantalón, para su uso festivo en lugar de otro tipo de ropa. Otros niños llevaban directamente un traje de calle, lo cual era eminentemente más práctico y menos acongojante para evitar ir vestido de marinerito durante casi un año.

 

En la Pascua Florida era tradicional la entrega del ramo al padrino y recibir el regalo de éste, el bollo, bien en metálico o en juguetes. Muchos niños portaban ramos primorosos, unos de rama verde o con adornos de frutas, tales como mandarinas y manzanas, otros de palma lisa o de palma artística, que constituía un verdadero adorno monumental. Los que no tenían muchas posibilidades, que eran lógicamente los más numerosos, se conformaban con ver la procesión de los ramos y esperar el ansiado regalo. Para colmo de sus desdichas muchas veces este regalo no llegaba a sus manos por motivos de trueques económicos. La coincidencia familiar de padrinos motivaba que los regalos a los ahijados se compensasen, así al ser la madre madrina de un hijo de la madrina del suyo propio, llegaban al acuerdo de ser las respectivas madres quienes diesen el “bollo” a su propio hijo y lógicamente esto no prosperaba: los dos ahijados se quedaban sin regalo pues...¿quién reclamaba el “bollo” a su propia madre?

 

Otra costumbre de obligado cumplimiento era el besamanos a cada sacerdote que nos encontrábamos a nuestro paso y santiguarnos al pasar cerca de una iglesia. Con la abundancia de sacerdotes, no es de extrañar que omitiésemos cuanto pudiésemos esa imposición tan molesta, pero que al no hacerla la conciencia nos remordía por tal falta.

 

También respetábamos en nuestras aventuras cinegéticas cualquier pequeño daño que se pudiera causar a las golondrinas. El motivo no era otro que se consideraban aves santificadas ya que según nos aseguraban éstas habían quitado las espinas de la corona de Jesús clavado en la cruz. Si por casualidad o adrede hacías daño a alguna, tendrías una desgracia en tu casa en ese mismo día, por cuyo motivo te daba pánico cualquier encuentro fortuito con ellas.

 

Los “milagros” visuales estaban muy solicitados durante los ratos de estudio. Todos teníamos una estampa con poderes sobrenaturales, consistente en mirar fijamente una imagen dibujada en negativo y al cambiar la mirada hacia la pared o al techo se reflejaba allí la cara de la Virgen u otro santo conocido, con gran asombro del propietario de tal prodigio.

 

El asunto de la lectura de novelas tenía su particularidad. Nosotros, pese a nuestra corta edad, manifestábamos una gran apetencia por la lectura y además de los “tebeos” clásicos procurábamos leer los libros de nuestros mayores, cosa terminantemente prohibida, lo cual procuraba cierto disfrute al cogerlas sin permiso. En aquellos años, además de la censura vigente en la literatura, también había una relación de novelas peligrosas que la autoridad eclesiástica prohibía y eran todas aquellas contenidas en el “índice”. Lógicamente alguna de éstas se escapaba tal como “El Conde de Montecristo” y en otras, no prohibidas, buscábamos algunas partes de gran erotismo para nosotros tal como sucedía en las obras de Espronceda, en una de las cuales, “La desesperación”, había unos versos que nos producían gran excitación y que decían: “me gustan las queridas, tendidas en sus lechos, sin chales en los pechos y flojo el cinturón, al aire el muslo bello, qué gozo qué emoción”

 

Hay que recordar también un juego de lo más original por su entronque religioso. Ya vimos cómo el entrañable Nicanor vendía en su tienda miniaturas de culto: misales con atril, porta-velas, lamparillas, cálices y candelabros. Pues bien, había muchos niños que en su casa tenían muchos de estos pequeños objetos y un vestuario completo de ropa para decir misa, incluidas las casullas. Muchas veces se jugaba de esa guisa, uno era el sacerdote y decía la misa y el otro hacía de monaguillo y le acompañaba en el rito. Lógicamente no había vino pero este se suplía con un buen zumo de zarzamoras recién exprimidas o por agua de regaliz.

 

Finalmente teníamos la comisión de ir a por agua bendita el Sábado Santo y llevarla en una botella hasta nuestra casa, donde nuestros padres procedían a la purificación de toda la vivienda, mediante aspersión con ella en paredes, techos y suelos. Si sobraba agua, nos la regalaban por nuestra colaboración y aprovechábamos la ocasión para purificar con ella a todas nuestras mascotas y animales domésticos, aunque no parecía que les hiciese mucha gracia tal beneficio santificante.


La Nostalgia del Pasado 7

                                                                      Capitulo 7

LA SEMANA SANTA Y OTRAS ACTIVIDADES RELIGIOSAS

 

El ambiente. La bula. Las procesiones. Las misas. El latín popular. El devocionario “Mi Jesús”. Celebraciones y rezos. Las misas y su personaje: Prisca. Las Santas Misiones. Asociaciones religiosas. Los Seminaristas. El Monaguillo. Las Benditas Ánimas del Purgatorio. San Pascual Bailón. Rezo del Rosario. El Colegio y el “ora pro nobis”. La capillita de la Sagrada Familia. El Catecismo. La Primera Comunión. El padrino y el bollo. Las golondrinas santas. La estampa milagrosa. Las lecturas prohibidas. El juego de la misa. El agua bendita del Sábado Santo.

 

Las festividades religiosas de esta Semana, durante aquellos años no pueden compararse a lo que han quedado resumidas en los tiempos actuales.

 

La solemnidad del culto con aquellos Oficios en latín, el olor a incienso en las iglesias, se complementaban con el denso silencio reinante en las calles. Los bares procuraban también contribuir a la penitencia, especialmente el día de Viernes Santo, en que permanecían cerrados todo el día. Ni que decir tiene que también los “pecados de la carne” se contenían durante toda la semana, manteniéndose cerrados los clásicos locales del fulaneo, la primera de ellas Casa Marcela.

 

Hay que recordar también una actividad eclesiástica muy común de los días de ayuno y vigilia, que era la Santa Bula. La posesión de esta Bula te evitaba dichos sacrificios, cosa un tanto chocante pues durante los muchos años del racionamiento ayunabas y no comías carne durante semanas enteras. Para lograr este salvoconducto tenías que comprar un impreso con tu nombre, cuyo precio variaba según los ingresos declarados por el adquiriente, y que se guardaba celosamente en cada casa.

 

A nosotros, la gente menuda, obedientes a los mandatos de todos los mayores, no eran precisamente unas fiestas vacacionales muy alegres. Nuestra presencia en todos los cultos era obligatoria, tanto en procesiones, misas, Santos Oficios y visitas Sacramentales, como en otras de menor importancia pero también influyentes en nuestros juegos, tal como no gritar ni reír durante todo el Viernes Santo.

 

De las procesiones a que acudíamos había una que era la preferida por nuestra parte: El Santo Entierro. En ella iba toda la representación de las demás cofradías pero lo que más nos importaba a nosotros era la presencia de una compañía militar, con banda de música, tambores y cornetas. Los soldados marchaban con armonioso paso de marcha fúnebre y los fusiles boca abajo. Finalizada la procesión en la Iglesia de San Isidro, llegaba el momento más esperado: sonaba el clarín de órdenes, comenzaba el redoble de los tambores y la banda acometía una marcha militar, al compás de la cual toda la compañía desfilaba desde la calle del Peso hasta el acuartelamiento de El Milán.

 

Las misas de entonces duraban menos de 30 minutos y el latín era su lengua oficial, con su clasicismo y solemnidad. No obstante la cultura general de los fieles no alcanzaba ni a dominar a medias el idioma de Cicerón y se podían escuchar verdaderos disparates en los cánticos más conocidos como ejemplo podemos recordar una frase del “Tantum Ergo” que en versión original decía “et antiquum documenum no vocedat ritui” y en versión libre de una feligresa pudimos oír claramente “con tan antiguo documento no pretenda usted huír”.

 

Los niños y niñas teníamos en nuestro poder un magnífico devocionario infantil llamado “Mi Jesús”. En sus páginas, llenas de viñetas, estaban sintetizadas todas las oraciones, modos de oír la misa (buenos y malos), enseñanzas y consejos, la voz del Diablo y la voz del Ángel, Jesús reprende y Jesús llora, el Vía Crucis...

 

Con su ayuda acudíamos a todas las celebraciones religiosas y participábamos en ellas sin equivocarnos. Había una verdadera ocupación anual en rezos y seguimiento periódico, tales como los nueve primeros viernes del Sagrado Corazón, los siete domingos de San José, el mes de mayo de la Virgen...

 

El número de misas, tanto a diario como en festivos y domingos era elevado pues la cantidad de sacerdotes que había obligaba incluso a decir varias misas a la misma hora, aprovechando las pequeñas capillas de los laterales de las iglesias. Esta simultaneidad propiciaba la aparición de algún personaje pintoresco, entre los cuales el más famoso era una ávida oyente de misas llamada Prisca. Era una viejecita enlutada, pese a ser soltera, de nariz aguileña y peinada de moño. Su especialidad era asistir a cuantas más misas podía, aprovechando la coincidencia horaria de tantos sacerdotes. Al tener a su disposición tres o cuatro misas en el mismo momento, ella se mantenía agazapada en su reclinatorio privado y siempre en posición arrodillada. Sus manos juntas y en actitud de plegaria se abrían una y otra vez para acercarlas a su cara semioculta por un velo negro y tupido, de la que sobresalía su pronunciada nariz, la parte que sus manos repasaban en señal de penitencia. Para completar el cuadro, tenía un libro de misa muy usado y deteriorado, hinchado por las estampas contenidas y que lo mantenía ileso mediante una especie de cinta elástica similar a una liga. En cuanto aparecía un sacerdote para una nueva misa, Prisca abandonaba su recogimiento, tomaba el reclinatorio y corría tras él para acercarse a la nueva misa, eso sí, sin olvidar a los anteriores que simultaneaba, con lo cual muchas veces seguía atentamente evangelios, consagraciones y últimas oraciones en el mismo momento.

 

Periódicamente, cada dos a cuatro años, se producía un acontecimiento religioso que sobrecogía a todos los ovetenses de cualquier edad y condición: las Santas Misiones. Consistían éstas en un verdadero encierro místico, todas las tardes en todas las iglesias, con unos sermones impresionantes sobre la moral y costumbres. Para lograr este éxito de asistencia, venían del exterior unos predicadores muy selectos procedentes de la Orden de Jesuitas y a sus mandatos estaban todos los sacerdotes de la diócesis.

 

Como complemento a la formación recibida en estas Misiones también teníamos Ejercicios Espirituales, que aunque también eran muy importantes para nosotros, eran de menor grado respecto a éstas.

 

Para que aún fuésemos más buenos teníamos a nuestra disposición, de carácter voluntario, muchas asociaciones infantiles o compartidas con los mayores, tales como Congregaciones Marianas, Los Luises, Acción Católica, Beata Imelda y Apostolado de la Oración.

 

Los fines de semana hacían su paseo los seminaristas, tan abundantes en aquellos duros años, en una doble fila muy larga, todos uniformados y tocados de bonete. Tenían un coro de gran calidad y en ocasiones cantaban por la calle pero el plato fuerte era la tarde del Jueves Santo y la mañana del Viernes Santo, en que su actuación era en la Catedral, entronando cantos fúnebres, que nos sobrecogían el ánimo.

 

Muchos de nosotros colaborábamos en los cultos, modestamente por supuesto, haciendo el oficio de “monaguillo”, lo cual también tenía su aspecto materialista ya que entre misa, exposición y rosario aprovechábamos para beber vino de misa y comernos unas cuantas formas sin consagrar. Creo que de ahí venía el conocido refrán que decía: “el que quiera un hijo pillo, que lo meta a monaguillo”.

 

Hay que hacer una mención especial a las Benditas Ánimas del Purgatorio. Según nos decían, había un elevado número de almas de difuntos castigadas en el Purgatorio y faltaban las plegarias para su rescate al cielo, debido a la ausencia de rezos a su favor. Era por lo tanto muy común dedicar de vez en cuando un padrenuestro por ellas y aún más impresionante era el trabajo que se las pedía a cambio de nuestras oraciones: que actuasen como despertador. En la mayor parte de las viviendas solo había un reloj de pared, por el que se guiaba toda la familia y lógicamente se carecía de despertador. Pues bien, rezábamos a las ánimas para que nos despertasen a cierta hora y esto se cumplía sin fallo. Yo doy fe de mi experiencia en este tema y que siempre fui despertado a la hora exacta. Había también otra costumbre, rezar a San Pascual Bailón y éste te avisaría con tres golpes en la pared de tu habitación cuando tu muerte estuviera próxima. Lógicamente había que tener mucho valor para efectuar dicho rezo y a más de uno de nosotros le despertó sobresaltado alguno de estos golpes terroríficos aunque fuesen originados por algún vecino.

 

La costumbre piadosa del rezo del Rosario en familia era muy extendida, siendo dirigido por la madre y de obligado cumplimiento aunque fuese en la hora en que todos estábamos próximos a dormir. Los programas de la radio incidían en este tema con las charlas del Padre Peyton, en las que el principal lema decía aquello de que “la familia que reza unida, permanece unida”, sin olvidar tampoco la canción al respecto: “Las cuentas del Rosario son escaleras, para subir al cielo las almas buenas, viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.

 

También en el colegio, si era religioso, había diariamente una actividad piadosa muy acentuada, se asistía a misa a primera hora y se rezaba el rosario en una de las clases de última hora. En ocasiones dominaba más el afán de travesuras que el recogimiento místico y al rezar la letanía en latín y responder nosotros “ora pro nobis”, se producía un alargamiento de la ese final, de modo que el “nobissssss” se implementaba con todas nuestra respuestas al unísono, lo que motivaba indefectiblemente el correspondiente castigo de otra hora extra de permanencia en el colegio.

 

Como complemento teníamos también la visita periódica en propio domicilio de la Sagrada Familia. Era una capillita de madera en la cual se encontraban María, José y el Niño Jesús y que circulaba de casa en casa, con una estancia de 24 horas, siendo ese día el de mayores rezos y plegarias a los que teníamos que asistir sin remedio y sin disculpa.

 

En las mañanas de los domingos invernales, antes de la Santa Misa, íbamos a clases de catecismo, en las que recitábamos en voz alta todos los enunciados de un pequeño libro llamado “Catecismo del Padre Ripalda” en cuya introducción aprendimos una especie de letanía que todos sabíamos de memoria y que decía así: “Todo fiel cristiano, está muy obligado, a tener devoción, de todo corazón, con la Santa Cruz, de Cristo nuestra luz, pues en ella, quiso morir, por nos redimir, de nuestro pecado, y librarnos, del enemigo malo, y por tanto, te has de acostumbrar, a signar y santiguar, haciendo tres cruces, la primera en la frente....” siguiendo así un alarga seria de frases que repetíamos en voz alta todos a la vez. A continuación nos tomaban la lección cristiana sobre el contenido de dicho catecismo.

 

Muchas veces en la mañana de los lunes, se nos preguntaba en el colegio por el color de la casulla del sacerdote oficiante de la misa del domingo, con lo cual si no te acordabas sufrías una regañina, ya que ello demostraba que habías estado distraído durante la ceremonia.

 

La gran fiesta religiosa de la Primera Comunión era también en aquellos años sumamente modesta, incluso muchos de nosotros no hemos tenido ni la fotografía de recuerdo, tan solo un pergamino con nuestros datos. El frugal desayuno posterior, rodeados de algunos amigos, solía ser extraordinario por la presencia de un modesto bollo suizo y un tazón de buen chocolate. Normalmente el traje de Primera Comunión para los niños era de marinero, el cual se aprovechaba posteriormente, previo recorte de las perneras del pantalón, para su uso festivo en lugar de otro tipo de ropa. Otros niños llevaban directamente un traje de calle, lo cual era eminentemente más práctico y menos acongojante para evitar ir vestido de marinerito durante casi un año.

 

En la Pascua Florida era tradicional la entrega del ramo al padrino y recibir el regalo de éste, el bollo, bien en metálico o en juguetes. Muchos niños portaban ramos primorosos, unos de rama verde o con adornos de frutas, tales como mandarinas y manzanas, otros de palma lisa o de palma artística, que constituía un verdadero adorno monumental. Los que no tenían muchas posibilidades, que eran lógicamente los más numerosos, se conformaban con ver la procesión de los ramos y esperar el ansiado regalo. Para colmo de sus desdichas muchas veces este regalo no llegaba a sus manos por motivos de trueques económicos. La coincidencia familiar de padrinos motivaba que los regalos a los ahijados se compensasen, así al ser la madre madrina de un hijo de la madrina del suyo propio, llegaban al acuerdo de ser las respectivas madres quienes diesen el “bollo” a su propio hijo y lógicamente esto no prosperaba: los dos ahijados se quedaban sin regalo pues...¿quién reclamaba el “bollo” a su propia madre?

 

Otra costumbre de obligado cumplimiento era el besamanos a cada sacerdote que nos encontrábamos a nuestro paso y santiguarnos al pasar cerca de una iglesia. Con la abundancia de sacerdotes, no es de extrañar que omitiésemos cuanto pudiésemos esa imposición tan molesta, pero que al no hacerla la conciencia nos remordía por tal falta.

 

También respetábamos en nuestras aventuras cinegéticas cualquier pequeño daño que se pudiera causar a las golondrinas. El motivo no era otro que se consideraban aves santificadas ya que según nos aseguraban éstas habían quitado las espinas de la corona de Jesús clavado en la cruz. Si por casualidad o adrede hacías daño a alguna, tendrías una desgracia en tu casa en ese mismo día, por cuyo motivo te daba pánico cualquier encuentro fortuito con ellas.

 

Los “milagros” visuales estaban muy solicitados durante los ratos de estudio. Todos teníamos una estampa con poderes sobrenaturales, consistente en mirar fijamente una imagen dibujada en negativo y al cambiar la mirada hacia la pared o al techo se reflejaba allí la cara de la Virgen u otro santo conocido, con gran asombro del propietario de tal prodigio.

 

El asunto de la lectura de novelas tenía su particularidad. Nosotros, pese a nuestra corta edad, manifestábamos una gran apetencia por la lectura y además de los “tebeos” clásicos procurábamos leer los libros de nuestros mayores, cosa terminantemente prohibida, lo cual procuraba cierto disfrute al cogerlas sin permiso. En aquellos años, además de la censura vigente en la literatura, también había una relación de novelas peligrosas que la autoridad eclesiástica prohibía y eran todas aquellas contenidas en el “índice”. Lógicamente alguna de éstas se escapaba tal como “El Conde de Montecristo” y en otras, no prohibidas, buscábamos algunas partes de gran erotismo para nosotros tal como sucedía en las obras de Espronceda, en una de las cuales, “La desesperación”, había unos versos que nos producían gran excitación y que decían: “me gustan las queridas, tendidas en sus lechos, sin chales en los pechos y flojo el cinturón, al aire el muslo bello, qué gozo qué emoción”

 

Hay que recordar también un juego de lo más original por su entronque religioso. Ya vimos cómo el entrañable Nicanor vendía en su tienda miniaturas de culto: misales con atril, porta-velas, lamparillas, cálices y candelabros. Pues bien, había muchos niños que en su casa tenían muchos de estos pequeños objetos y un vestuario completo de ropa para decir misa, incluidas las casullas. Muchas veces se jugaba de esa guisa, uno era el sacerdote y decía la misa y el otro hacía de monaguillo y le acompañaba en el rito. Lógicamente no había vino pero este se suplía con un buen zumo de zarzamoras recién exprimidas o por agua de regaliz.

 

Finalmente teníamos la comisión de ir a por agua bendita el Sábado Santo y llevarla en una botella hasta nuestra casa, donde nuestros padres procedían a la purificación de toda la vivienda, mediante aspersión con ella en paredes, techos y suelos. Si sobraba agua, nos la regalaban por nuestra colaboración y aprovechábamos la ocasión para purificar con ella a todas nuestras mascotas y animales domésticos, aunque no parecía que les hiciese mucha gracia tal beneficio santificante.