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26 de marzo de 2024

Un estudio asocia ChatGPT con procrastinación, disminución del rendimiento académico y pérdida de memoria

 

25 de marzo de 2024

El 71% de profesores estadounidenses dicen no haber recibido ninguna formación sobre Inteligencia Artificial







                                                                Ver original  en Ingles

A pesar del impacto significativo de herramientas de IA como ChatGPT en la educación escolar durante el último año, un número considerable de profesores continúan sin recibir la formación esencial para utilizar estas tecnologías de manera efectiva dentro de sus aulas.

Una encuesta reciente realizada por el Centro de Investigación de EdWeek revela que más del 70% de los educadores, incluidos 553 profesores, no han recibido ningún desarrollo profesional sobre la integración de la IA en sus prácticas docentes. Es importante destacar que los profesores en distritos urbanos, aquellos que sirven áreas con altas tasas de elegibilidad para comidas gratuitas o a precio reducido, y aquellos que enseñan en niveles de primaria están particularmente desatendidos en las iniciativas de formación en IA.
                              

Estos hallazgos subrayan una brecha crítica en la preparación educativa, como lo destacó una encuesta anterior del Centro de Investigación de EdWeek, que citó la falta de conocimientos y apoyo como un importante obstáculo para la adopción de herramientas de IA por parte de los profesores.

Los expertos enfatizan que los educadores no deben pasar por alto la IA, una tecnología destinada a dar forma significativa al futuro. Argumentan que es imperativo que los profesores se familiaricen con la IA no solo para emplearla de manera responsable en su profesión, sino también para servir como modelos a seguir para los estudiantes que cada vez más se involucran con tecnologías impulsadas por la IA y necesitan orientación para convertirse en consumidores discernidos.

Justin Sealand, un profesor de matemáticas en la Escuela Secundaria del Condado de Woodford en Versailles, Kentucky, destaca la importancia de la formación en IA, reconociendo el creciente interés de los estudiantes en la tecnología. A pesar de que su distrito ofrece dos sesiones de desarrollo profesional centradas en la IA, Sealand hace eco del sentimiento de necesidad de más oportunidades de formación integral.

Al enfrentar esta necesidad apremiante, los sistemas educativos deben priorizar la formación en IA junto con otras iniciativas, reconociendo su papel fundamental en la preparación tanto de educadores como de estudiantes para el cambiante panorama tecnológico.

22 de marzo de 2024

Desafíos de la inteligencia artificial para los bibliotecarios

 

19 de marzo de 2024

Las 6 C’s de la Educación para el Siglo XXI

 


15 de marzo de 2024

La Inteligencia Artificial y las bibliotecas

 

14 de marzo de 2024

Invertir en el espacio de su biblioteca es invertir en su comunidad

 

28 de febrero de 2024

¿Cómo abordar la inteligencia artificial en el aula?

 


9 de febrero de 2024

BALDOSAS NEGRAS Y BLANCAS Dirma Pardo De Carugati


 

 


 

"No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada."

Jorge Luis Borges

 

"Ajedrez"

Las jóvenes llegaron casi al mismo tiempo, atraídas por el cartel "Se necesita empleada".

La que vino primero ya estaba hablando con la señora de la casa, cuando la segunda se aproximó con disimulado interés. Traía en la mano el papelito que le había dado una mujer del mercado que recordaba haber visto el cartel esa mañana. Ya estaba por pasar de largo, cuando oyó que la señora decía que necesitaba dos empleadas.

La muchacha que llegó primero hizo un gesto cómplice a la otra y ésta, se detuvo a su lado.

El trato se cerró tras un largo interrogatorio y la enumeración de exigentes requisitos.

-Nada de novios en la puerta de calle, ni familiares de visita. Salidas por turno una vez a la semana y uniforme durante las horas de trabajo.

La Señora hablaba en voz baja, pero autoritaria y firme, mientras las inspeccionaba con la mirada, como si estuviera midiéndolas.

-No tienen hijos, ¿verdad? -preguntó de pronto, con un tono que no dejaba dudas respecto a la reacción que produciría una respuesta afirmativa.

La Que Llegó Después hizo una mueca de disgusto, pensando, tal vez, que eso ya era impertinencia, pero La Otra, que tenía la risa fácil, la hizo desistir de una contestación altanera que, por cierto, hubiera dado fin a la entrevista.

-Soy muy exigente -proseguía la Señora, por eso pago muy bien. Jamás tomo empleadas con mala dentadura o aspecto desaliñado. Ustedes están un poco excedidas en peso, pero eso se remedia con el trabajo.

Sin dar oportunidad a que las jóvenes hablaran, explicó que era extranjera y vivía sola. No tenía amistades ni tampoco se relacionaba con los pocos vecinos de aquel barrio. Sólo tenía dos perros, encadenados durante el día, que de noche se tornaban en celosos centinelas.

-Mis gustos son muy sencillos -explicó- pero demando orden y limpieza. Si están de acuerdo, me entregan ahora sus documentos. Los guardaré en mi caja fuerte hasta el día que se vayan.

Las muchachas se miraron. La oferta era muy atractiva. Un buenísimo sueldo por sólo servir a una mujer solitaria en tarea compartida, no era para pensarlo dos veces.

La Que Llegó Primero abrió la cartera que le colgaba de un hombro y La Otra hurgó un momento en un bolso de loneta donde traía sus pocas pertenencias. Ambas entregaron sus flamantes documentos a La Señora, pero ésta, apenas los miró y sólo esperando confirmación murmuró: "Están vigentes, ¿verdad?", al tiempo que los guardaba en un bolsillo, junto a un nutrido manojo de llaves.

-Pueden empezar hoy mismo -dijo mientras las hacía entrar.

Cuando se abrió el ancho y pesado portón, las jóvenes vieron una terraza de bolsas blancas y negras, sucia de lodo, que terminaba en un patio de tierra al fondo de la propiedad. Allí bajo un árbol, los enormes mastines prisioneros comenzaron a ladrar y gruñir, descubriendo sus puntiagudos colmillos.

Una de las chicas, no pudo dominar su temor, y un fugaz escalofrío, estremeció su cuerpo. Tuvo el impulso de retroceder y deshacer el trato, pero La Otra, le tomó la mano y se la apretó consoladoramente.

En ese momento, aunque entonces no lo sabían, aquellas muchachas que jamás se habían visto antes, estaban sellando su suerte y el común destino que ya no las separaría nunca.

 

***

 

La primera tarea consistió en limpiar el patio de baldosas. La Señora anunció que cuando estuviera bien limpio, le pasarían una capa de cera.

Pero esa etapa demandó tres días, pues primero La Señora exigió detergente y luego kerosén.

Cuando finalmente llegaron al encerado, La Señora señaló que los movimientos debían realizarse únicamente en sentido vertical, en un vaivén de poco más de medio metro.

Finalmente el embaldosado quedó limpio y reluciente, pero sería responsabilidad cotidiana, mantener el brillo con pasadas de estropajo.

Hubiera sido muy fácil, pero la tarea se complicaba, (y más aún si llovía) porque de noche, cuando se soltaban los perros, éstos dejaban sus huellas de lodo por doquier.

Y había que volver a empezar.

Por las tardes, en cambio, la faena era más sencilla: limpiar los interiores de la casa no era cosa agobiante. Además se turnaban con los cristales de las ventanas y el gran espejo de marco dorado de la sala.

Justamente, una de las muchachas se hallaba frotando el espejo cuando se vio reflejada en él, e hizo notar a su compañera cuánto había adelgazado.

 

***

 

La Señora era una persona rara, ni buena ni mala; más bien desconcertante, por lo que no podían definirla en una u otra categoría.

Hasta los perros habían aprendido a conocerlas, en el poco tiempo que llevaban en la casa, en cambio La Señora, en esos dos meses, nunca las había llamado por sus nombres, o había mantenido con ellas una conversación amable.

Sin embargo, todas las noches cuando terminaban la cena, pedía que sirvieran tres copas de algún licor y las convidaba a beber.

Pronto aprendieron que las copas con forma de calabaza correspondían al cognac, las menudas al cointreau, los vasos bajos de boca ancha al bourbon y las tulipas al champagne.

Pero ni siquiera cuando bebían se rompía el invisible muro que las separaba. Al otro día, nadie parecía recordar esa fugaz intimidad y todo comenzaba de nuevo: limpiar el patio de baldosas con vaivenes verticales, los vidrios y el gran espejo con movimientos horizontales, el frugal almuerzo que La Señora personalmente preparaba, las siestas con cuchicheos para no molestar o para no ser oídas. Hasta que llegaba la noche, sumando días.

 

***

 

Pero todo lo que habría de pasar ya estaba previsto y tenía que ocurrir una noche de lluvia.

Una llamada telefónica, en aquel aparato sin disco que ni siquiera parecía que pudiera funcionar, quebró la quietud de un atardecer grisáceo cargado de presagios.

La Señora contestó presurosa, en voz baja y exenta de toda emoción. Las muchachas decepcionadas, ante lo que creyeron una cita amorosa, escucharon que la mujer hablaba de mercadería de buena calidad y de un próximo envío.

Pero, de todos modos, aquella campanilla que perturbó el letargo de la monotonía, marcó el comienzo de un capítulo cuyo final nadie jamás conocería.

Con voz que no denotaba el más mínimo atisbo de entusiasmo, La Señora anunció la inminente visita del Señor Ozorio, un cliente de su empresa. Aunque las muchachas no estaban enteradas de que La Señora fuese mujer de negocios y nunca la vieron salir, no era el momento de hacer preguntas.

Asintieron a las órdenes de ponerse el uniforme de gala (unos híbridos vestidos negros con cuello de encaje blanco) y más tarde debían abrir el portón para que el Señor Ozuna (¿no había dicho Ozorio?) entrara con el auto hasta la terraza.

Cerca de las diez de la noche, sin ruido y sin luces altas, un automóvil grande y oscuro penetró en el patio, como si conociera el camino.

Los perros, nerviosos, ladraban lastimeros. Excitados, enredaban las cadenas en sus intentos de zafarse; jadeaban de cansancio y aullaban de impotencia.

Se abrió la portezuela delantera del coche y salió un hombre con un paraguas que le cubrió la cabeza, frustrando la curiosidad de las jóvenes que miraban desde las dependencias de servicio.

La Señora esperaba en la galería e hizo entrar al hombre misterioso.

A los pocos minutos recibieron las órdenes en la cocina. Una llevaría los entremeses y La Otra las bebidas. Sólo debían saludar y dejar las bandejas en la sala.

Así lo hicieron y regresaron a la cocina a comentar:

-Es una loca. ¿Tendrá miedo de que le quitemos el candidato? Quiere "mostrarnos" para que él sepa que tiene personal, pero no quiere que nosotras veamos a su pretendiente.

En esas especulaciones estaban cuando entró La Señora con una nueva y sorprendente ocurrencia. Traía dos vasos y unas prendas colgadas del brazo. Pidió que hicieran un brindis por el buen negocio que estaba por hacer y anunció que si todo se concretaba les iba a regalar los impermeables que vende el Señor Otazo.

-Son importados de Hong Kong -dijo y se los mostró. Uno era azul y el otro marrón. Se los entregó a las chicas y éstas tímidamente, a su insistencia, se los probaron. Una, La Que Llegó Primero, alcanzó a pasar el cinturón por la hebilla; la otra, La Que Llegó Después, no tuvo tiempo; se desplomó cinco segundos antes de que entrara el Señor Otazo y ayudara a La Señora con las desvanecidas muchachas.

Las subieron al asiento posterior del automóvil y las acomodaron con los cinturones de seguridad.

-¿Todo listo?

-Sí, aquí están los documentos.

-Muy bien. Pasaremos la frontera a la madrugada. Adiós.

Silencioso como había llegado, esta vez aprovechando la bajada, sin siquiera encender el motor, el automóvil salió de la casa y se deslizó por la pendiente hasta desaparecer.

La Señora, imperturbable, entró a la casa, sacó algo de un cajón de su secretaire y fue hacia el portón de entrada. Lo cerró por dentro con mucho cuidado, caminó bajo la empecinada llovizna y desató a los perros.

Enloquecidos con su ansiada libertad, los canes iban y venían corriendo desde el lodazal del fondo hasta el portón; ladraban y olfateaban el patio de baldosas negras y blancas en las que empezaban a confundirse ya las geométricas marcas de las ruedas del coche que partió.

 

***

 

Cuando al día siguiente pasaron frente a la casa, los primeros transeúntes somnolientos, pudieron ver, nuevamente, en el macizo portón de hierro, el cartel de prolijas letras de molde: "SE NECESITA EMPLEADA"

 

FIN

 

Este cuento fue adaptado con el título de "El Secreto de La Señora", como la primera miniserie de televisión producida en nuestro país. En 1989 participó en el XI Festival Internacional de Cine-Video de La Habana, Cuba.

 

8 de febrero de 2024

EL DINOSAURIO .- {Relatos}

 




 

Cuando Julio vio que en el patio de su casa se levantaba el piso formándose una montaña, soltó el triciclo y el oso colorado y corrió a la cocina a buscar a su mamá.

-¡Mamá, mamá -gritó-, ya está llegando la cordillera de los Andes!

La señora se enjuagó las manos, las secó en el delantal y fue a ver.

El perro Thor ya había estado escarbando y sobre la montaña se veía algo blanco tapado por la tierra.

-¡Dios mío! -exclamó la mamá y llamó al abuelo que estaba leyendo el diario en la sala.

Con picos y palas se subieron todos y comenzaron a cavar.

Al rato apareció un huevo. Un huevo enorme.

-Es un huevo de vaca -dijo Julio-.

O de elefante.

Se quedaron atentos los tres, muy quietos, en silencio, por si el huevo hacía algún movimiento sospechoso. Pero como nada ocurría, trajeron la pava y se pusieron a tomar mate cebado mientras esperaban.

Por la tarde, el huevo empezó a cascarse hasta que se rompió un pedazo y salió la cabeza de un bicho horrible con aire desorientado.

-¿Podemos quedarnos con él? - preguntó Julio en seguida.

-¡Es un marciano! -dijo la mamá asustada-. ¡Nos está invadiendo!

El abuelo lo miraba serenamente fumando su pipa.

-No, señor -dijo al fin-. Es un dinosaurio.

-¿Un qué? -preguntaron al mismo tiempo Julio y la mamá.

-Los dinosaurios son animales que vivieron hace mucho. Ya no existen - explicó el abuelo.

-¿Son de tu época, abuelito? -preguntó Julio.

-¡Está vivo! -gritó la mamá-. ¡Se mueve! Voy a buscar el insecticida.

Pero se detuvo al ver que el dinosaurio bebé los observaba a todos con gran curiosidad. Tal vez creía que se trataba de su familia. Tenía ojos muy grandes y la cabeza se movía temblando de un lado a otro porque el cuello era flaquito y débil.

-¡Gurí! -gruñó emocionado.

El perro se asustó y empezó a ladrarle.

-¡Thor! -llamó Julio para hacerlo callar. Thor volvió jadeando adonde estaba la familia.

-Bueno -dijo la mamá-. ¿Qué vamos a hacer con este animal tan horrible?

-Podemos criarlo -propuso Julio-. Yo le armaría una jaulita en el fondo.

La mamá no estaba de acuerdo y quería echarlo a la calle; pero el abuelo dijo que era muy chiquito e indefenso y no sabría qué hacer ni cómo sobrevivir en una ciudad.

-Puede vagabundear y comer cualquier cosa por ahí -sentenció la mamá, que no deseaba tenerlo en su casa-. A la noche la gente lo confundirá con un perro más.

El abuelo decidió que lo mejor sería cuidarlo hasta que creciera, porque también existía el peligro de que lo atraparan los paleontólogos.

Julio preguntó quiénes eran los paleontólogos.

-Son unos hombres que juntan huesos de dinosaurios -explicó el anciano.

La mamá quedó muy impresionada pensando que alguien podía sacarle los huesos a ese bicho que era feo, pero que empezaba a resultarle simpático.

-Está bien -aprobó la mamá-. Se quedará hasta que crezca. Después lo soltaremos en el monte.

Así, se decidió que el dinosaurio permaneciera en la casa por un tiempo.

Al principio, como no sabían con qué alimentarlo, le acercaron varias cosas: un apio de la huerta, la media sandía que había sobrado del almuerzo, el recado recién hecho para las empanadas de la cena, una goma de camión gastada, una bufanda vieja, dos tazas de porcelana rotas y una silla sin patas. El animalito abrió la boca y empezó a masticar y a tragar. Se comió todo y lo que más le gustó fueron los flecos de la bufanda, porque eran azules.

Con el pasar de los días, se hizo amigo de Thor. Jugaban juntos con una pelotita que les tiraba el abuelo.

A los tres meses el dinosaurio había crecido tanto que asomaba la cabeza hacia afuera por encima de la tapia del fondo.

Tuvieron que poner dos filas más de ladrillos para que la gente no lo viera. Si se conocía el secreto, podía llegar a los oídos de algún paleontólogo.

La mamá se había puesto impaciente y pensaba que ya se acercaba el momento de llevar el dinosaurio al monte para que se las arreglara solo.

-Este bicho nos va a traer problemas - decía.

Pero como Julio lloraba y el abuelo afirmaba que todavía no era tiempo, la mamá tuvo que conceder… dos años más.

En esos dos años, el dinosaurio creció muchísimo. La pared del fondo ya estaba alta como un edificio de departamentos y los vecinos se preguntaban extrañados para qué le agregaban dos o tres filas de ladrillos cada semana.

Una noche, cuando todos se habían acostado, entró en la casa un ladrón. Con mucho trabajo, escaló el muro y bajó al patio. El pobre hombre creía que la familia tenía solamente un perro chico que ladraba pero no mordía.

Así, cuando Thor lo vio y quiso avisar, el ladrón le tiró con un aerosol y lo dejó dormido. Confiadamente cruzó el jardín para pasar a los cuartos y de pronto, descubrió que algo enorme se le venía encima. A la luz de la luna pudo distinguir nítidamente la cabeza de un animal espantoso, lleno de dientes grandes como botellas.

-¡Gurí! -escuchó que decía el monstruo.

Echó a correr gritando:

-¡Auxilio! Yo sólo quería cometer un robo sencillo.

Pero el dinosaurio lo agarró con la boca de los pantalones y lo alzó en el aire. Ahí se quedó el ladrón sin poder zafarse, hasta que el abuelo, la mamá y Julio fueron a ver qué pasaba.

-Por favor, díganle que me suelte- pedía el hombre-. Voy a confesar todo desde que le robé a mi tía el vuelto del almacén.

Había resultado ser un dinosaurio guardián.

Las luces del vecindario se habían prendido. La gente quería saber a qué se debían tantos ruidos y gritos y se agolpaba en la puerta de la casa.

Se armó tal escándalo que vino la policía y el cuerpo de bomberos para poner orden.

Al final, el secreto no pudo mantenerse más. Todos se enteraron de que en el patio un monstruo horripilante había atrapado a un ladrón.

Había detectives que tomaban declaraciones y periodistas que sacaban fotos con flashes y hacían reportajes a la familia. Los bomberos se subían a las escaleras para rescatar al ladrón, que seguía colgando de los pantalones; los vecinos iban y venían con vasos de agua para socorrer a los que se desmayaban. Thor se había despertado y ladraba feliz, creyendo que se trataba de una fiesta. Los chicos le preguntaban a Julio si les prestaría el dinosaurio por una tarde a cambio de dos bichos bolita, una figurita difícil y un yo­yo luminoso.

Los grandes querían saber dónde lo habían hecho entrenar.

Por fin, como todas las cosas de este mundo, pasó también esa noche. A la madrugada, la policía se llevó al ladrón, la gente se retiró y el abuelo, la mamá y Julio se fueron a dormir. Estaban rendidos y despertaron a mediodía, sobresaltados por unos golpes en la entrada.

El abuelo fue a atender y al abrir, apareció un hombre de pantalones cortos, con una lupa del tamaño de una sartén en la mano.

Llevaba puesto un sombrero de safari en las piernas y medias tres cuartos sobre la cabeza, perdón, un sombrero de safari sobre la cabeza y medias tres cuartos en las piernas. Es que cualquiera se pone nervioso cuando llega… ¿Saben quién era este hombre? ¿Este hombre, saben quién era? ¿Quién era, este hombre, saben? Era un paleontólogo que había escuchado la noticia de la noche anterior en la radio.

Con bastante desconfianza, el anciano lo hizo pasar y el dinosaurio, no bien lo vio a través del ventanal que daba a la galería, comenzó a temblar de miedo como una hoja.

Se habían levantado también Julio y la mamá.

-¿Va a sacarle los huesos? -preguntó Julio asustado.

-Debería darle vergüenza -rezongó la señora-. Pretender hacerle daño a un animal inocente.

El paleontólogo se largó a reír y les aseguró que no deseaba molestar al dinosaurio para nada.

Más tranquilos, lo invitaron a comer y les contó que lo enviaba un museo y que sólo necesitaba tomarle unas fotos y hacerle algunas radiografías con un aparatito que llevaba en su valija. Además, si ellos se lo permitían, podría visitarlos una vez por semana y escribiría apuntes sobre las costumbres del animalito.

La familia aceptó la propuesta del científico y así comenzó una nueva amistad que benefició sobre todo a Julio, al dinosaurio y a Thor, porque el hombre, las veces que iba, les regalaba un chupetín a cada uno.

Con la ayuda del abuelo, el paleontólogo anotó observaciones tan interesantes y revolucionarias como esta: “El dinosaurio, si alguien le arroja una pelotita, va a buscarla y la trae de vuelta”.

De esta manera, ya sin temores, no hubo necesidad de ocultar más nada y a menudo se veía pasear a toda la familia por las veredas del barrio, llevando con collar y correa a sus dos mascotas.

Desde entonces, el abuelo, la mamá, Julio, el paleontólogo, Thor y el dinosaurio vivieron felices y comieron perdices, aunque alguno de ellos prefiriera los flecos de bufanda; azules, por supuesto.

 

Fin

 

1998 Editado por Paya Frank  @Blogger