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"No saben que la mano señalada del jugador gobierna su
destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su
jornada."
Jorge Luis Borges
"Ajedrez"
Las jóvenes llegaron casi al mismo tiempo, atraídas por el
cartel "Se necesita empleada".
La que vino primero ya estaba hablando con la señora de la
casa, cuando la segunda se aproximó con disimulado interés. Traía en la mano el
papelito que le había dado una mujer del mercado que recordaba haber visto el
cartel esa mañana. Ya estaba por pasar de largo, cuando oyó que la señora decía
que necesitaba dos empleadas.
La muchacha que llegó primero hizo un gesto cómplice a la
otra y ésta, se detuvo a su lado.
El trato se cerró tras un largo interrogatorio y la
enumeración de exigentes requisitos.
-Nada de novios en la puerta de calle, ni familiares de
visita. Salidas por turno una vez a la semana y uniforme durante las horas de
trabajo.
La Señora hablaba en voz baja, pero autoritaria y firme,
mientras las inspeccionaba con la mirada, como si estuviera midiéndolas.
-No tienen hijos, ¿verdad? -preguntó de pronto, con un tono
que no dejaba dudas respecto a la reacción que produciría una respuesta
afirmativa.
La Que Llegó Después hizo una mueca de disgusto, pensando,
tal vez, que eso ya era impertinencia, pero La Otra, que tenía la risa fácil,
la hizo desistir de una contestación altanera que, por cierto, hubiera dado fin
a la entrevista.
-Soy muy exigente -proseguía la Señora, por eso pago muy
bien. Jamás tomo empleadas con mala dentadura o aspecto desaliñado. Ustedes
están un poco excedidas en peso, pero eso se remedia con el trabajo.
Sin dar oportunidad a que las jóvenes hablaran, explicó que
era extranjera y vivía sola. No tenía amistades ni tampoco se relacionaba con
los pocos vecinos de aquel barrio. Sólo tenía dos perros, encadenados durante
el día, que de noche se tornaban en celosos centinelas.
-Mis gustos son muy sencillos -explicó- pero demando orden y
limpieza. Si están de acuerdo, me entregan ahora sus documentos. Los guardaré
en mi caja fuerte hasta el día que se vayan.
Las muchachas se miraron. La oferta era muy atractiva. Un
buenísimo sueldo por sólo servir a una mujer solitaria en tarea compartida, no
era para pensarlo dos veces.
La Que Llegó Primero abrió la cartera que le colgaba de un
hombro y La Otra hurgó un momento en un bolso de loneta donde traía sus pocas
pertenencias. Ambas entregaron sus flamantes documentos a La Señora, pero ésta,
apenas los miró y sólo esperando confirmación murmuró: "Están vigentes,
¿verdad?", al tiempo que los guardaba en un bolsillo, junto a un nutrido
manojo de llaves.
-Pueden empezar hoy mismo -dijo mientras las hacía entrar.
Cuando se abrió el ancho y pesado portón, las jóvenes vieron
una terraza de bolsas blancas y negras, sucia de lodo, que terminaba en un
patio de tierra al fondo de la propiedad. Allí bajo un árbol, los enormes
mastines prisioneros comenzaron a ladrar y gruñir, descubriendo sus puntiagudos
colmillos.
Una de las chicas, no pudo dominar su temor, y un fugaz
escalofrío, estremeció su cuerpo. Tuvo el impulso de retroceder y deshacer el
trato, pero La Otra, le tomó la mano y se la apretó consoladoramente.
En ese momento, aunque entonces no lo sabían, aquellas
muchachas que jamás se habían visto antes, estaban sellando su suerte y el
común destino que ya no las separaría nunca.
***
La primera tarea consistió en limpiar el patio de baldosas.
La Señora anunció que cuando estuviera bien limpio, le pasarían una capa de
cera.
Pero esa etapa demandó tres días, pues primero La Señora
exigió detergente y luego kerosén.
Cuando finalmente llegaron al encerado, La Señora señaló que
los movimientos debían realizarse únicamente en sentido vertical, en un vaivén
de poco más de medio metro.
Finalmente el embaldosado quedó limpio y reluciente, pero
sería responsabilidad cotidiana, mantener el brillo con pasadas de estropajo.
Hubiera sido muy fácil, pero la tarea se complicaba, (y más
aún si llovía) porque de noche, cuando se soltaban los perros, éstos dejaban
sus huellas de lodo por doquier.
Y había que volver a empezar.
Por las tardes, en cambio, la faena era más sencilla: limpiar
los interiores de la casa no era cosa agobiante. Además se turnaban con los
cristales de las ventanas y el gran espejo de marco dorado de la sala.
Justamente, una de las muchachas se hallaba frotando el
espejo cuando se vio reflejada en él, e hizo notar a su compañera cuánto había
adelgazado.
***
La Señora era una persona rara, ni buena ni mala; más bien
desconcertante, por lo que no podían definirla en una u otra categoría.
Hasta los perros habían aprendido a conocerlas, en el poco
tiempo que llevaban en la casa, en cambio La Señora, en esos dos meses, nunca
las había llamado por sus nombres, o había mantenido con ellas una conversación
amable.
Sin embargo, todas las noches cuando terminaban la cena,
pedía que sirvieran tres copas de algún licor y las convidaba a beber.
Pronto aprendieron que las copas con forma de calabaza
correspondían al cognac, las menudas al cointreau, los vasos bajos de boca
ancha al bourbon y las tulipas al champagne.
Pero ni siquiera cuando bebían se rompía el invisible muro
que las separaba. Al otro día, nadie parecía recordar esa fugaz intimidad y
todo comenzaba de nuevo: limpiar el patio de baldosas con vaivenes verticales,
los vidrios y el gran espejo con movimientos horizontales, el frugal almuerzo
que La Señora personalmente preparaba, las siestas con cuchicheos para no
molestar o para no ser oídas. Hasta que llegaba la noche, sumando días.
***
Pero todo lo que habría de pasar ya estaba previsto y tenía
que ocurrir una noche de lluvia.
Una llamada telefónica, en aquel aparato sin disco que ni
siquiera parecía que pudiera funcionar, quebró la quietud de un atardecer
grisáceo cargado de presagios.
La Señora contestó presurosa, en voz baja y exenta de toda
emoción. Las muchachas decepcionadas, ante lo que creyeron una cita amorosa,
escucharon que la mujer hablaba de mercadería de buena calidad y de un próximo
envío.
Pero, de todos modos, aquella campanilla que perturbó el
letargo de la monotonía, marcó el comienzo de un capítulo cuyo final nadie
jamás conocería.
Con voz que no denotaba el más mínimo atisbo de entusiasmo,
La Señora anunció la inminente visita del Señor Ozorio, un cliente de su
empresa. Aunque las muchachas no estaban enteradas de que La Señora fuese mujer
de negocios y nunca la vieron salir, no era el momento de hacer preguntas.
Asintieron a las órdenes de ponerse el uniforme de gala (unos
híbridos vestidos negros con cuello de encaje blanco) y más tarde debían abrir
el portón para que el Señor Ozuna (¿no había dicho Ozorio?) entrara con el auto
hasta la terraza.
Cerca de las diez de la noche, sin ruido y sin luces altas,
un automóvil grande y oscuro penetró en el patio, como si conociera el camino.
Los perros, nerviosos, ladraban lastimeros. Excitados,
enredaban las cadenas en sus intentos de zafarse; jadeaban de cansancio y
aullaban de impotencia.
Se abrió la portezuela delantera del coche y salió un hombre
con un paraguas que le cubrió la cabeza, frustrando la curiosidad de las
jóvenes que miraban desde las dependencias de servicio.
La Señora esperaba en la galería e hizo entrar al hombre
misterioso.
A los pocos minutos recibieron las órdenes en la cocina. Una
llevaría los entremeses y La Otra las bebidas. Sólo debían saludar y dejar las
bandejas en la sala.
Así lo hicieron y regresaron a la cocina a comentar:
-Es una loca. ¿Tendrá miedo de que le quitemos el candidato?
Quiere "mostrarnos" para que él sepa que tiene personal, pero no
quiere que nosotras veamos a su pretendiente.
En esas especulaciones estaban cuando entró La Señora con una
nueva y sorprendente ocurrencia. Traía dos vasos y unas prendas colgadas del
brazo. Pidió que hicieran un brindis por el buen negocio que estaba por hacer y
anunció que si todo se concretaba les iba a regalar los impermeables que vende
el Señor Otazo.
-Son importados de Hong Kong -dijo y se los mostró. Uno era
azul y el otro marrón. Se los entregó a las chicas y éstas tímidamente, a su
insistencia, se los probaron. Una, La Que Llegó Primero, alcanzó a pasar el
cinturón por la hebilla; la otra, La Que Llegó Después, no tuvo tiempo; se
desplomó cinco segundos antes de que entrara el Señor Otazo y ayudara a La
Señora con las desvanecidas muchachas.
Las subieron al asiento posterior del automóvil y las
acomodaron con los cinturones de seguridad.
-¿Todo listo?
-Sí, aquí están los documentos.
-Muy bien. Pasaremos la frontera a la madrugada. Adiós.
Silencioso como había llegado, esta vez aprovechando la
bajada, sin siquiera encender el motor, el automóvil salió de la casa y se
deslizó por la pendiente hasta desaparecer.
La Señora, imperturbable, entró a la casa, sacó algo de un
cajón de su secretaire y fue hacia el portón de entrada. Lo cerró por dentro
con mucho cuidado, caminó bajo la empecinada llovizna y desató a los perros.
Enloquecidos con su ansiada libertad, los canes iban y venían
corriendo desde el lodazal del fondo hasta el portón; ladraban y olfateaban el
patio de baldosas negras y blancas en las que empezaban a confundirse ya las
geométricas marcas de las ruedas del coche que partió.
***
Cuando al día siguiente pasaron frente a la casa, los
primeros transeúntes somnolientos, pudieron ver, nuevamente, en el macizo
portón de hierro, el cartel de prolijas letras de molde: "SE NECESITA
EMPLEADA"
FIN
Este cuento fue adaptado con el título de "El Secreto de
La Señora", como la primera miniserie de televisión producida en nuestro
país. En 1989 participó en el XI Festival Internacional de Cine-Video de La
Habana, Cuba.
Cuando Julio vio que en el patio de su
casa se levantaba el piso formándose una montaña, soltó el triciclo y el oso
colorado y corrió a la cocina a buscar a su mamá.
-¡Mamá, mamá -gritó-, ya está llegando la
cordillera de los Andes!
La señora se enjuagó las manos, las secó
en el delantal y fue a ver.
El perro Thor ya había estado
escarbando y sobre la montaña se veía algo blanco tapado por la tierra.
-¡Dios mío! -exclamó la mamá y llamó al
abuelo que estaba leyendo el diario en la sala.
Con picos y palas se subieron todos y
comenzaron a cavar.
Al rato apareció un huevo. Un huevo
enorme.
-Es un huevo de vaca -dijo Julio-.
O de elefante.
Se quedaron atentos los tres, muy
quietos, en silencio, por si el huevo hacía algún movimiento sospechoso. Pero
como nada ocurría, trajeron la pava y se pusieron a tomar mate cebado mientras
esperaban.
Por la tarde, el huevo empezó a cascarse
hasta que se rompió un pedazo y salió la cabeza de un bicho horrible con aire
desorientado.
-¿Podemos quedarnos con él? - preguntó
Julio en seguida.
-¡Es un marciano! -dijo la mamá asustada-.
¡Nos está invadiendo!
El abuelo lo miraba serenamente fumando
su pipa.
-No, señor -dijo al fin-. Es un
dinosaurio.
-¿Un qué? -preguntaron al mismo tiempo
Julio y la mamá.
-Los dinosaurios son animales que
vivieron hace mucho. Ya no existen - explicó el abuelo.
-¿Son de tu época, abuelito? -preguntó
Julio.
-¡Está vivo! -gritó la mamá-. ¡Se mueve!
Voy a buscar el insecticida.
Pero se detuvo al ver que el dinosaurio
bebé los observaba a todos con gran curiosidad. Tal vez creía que se trataba de
su familia. Tenía ojos muy grandes y la cabeza se movía temblando de un lado a
otro porque el cuello era flaquito y débil.
-¡Gurí! -gruñó emocionado.
El perro se asustó y empezó a ladrarle.
-¡Thor! -llamó Julio para hacerlo
callar. Thor volvió jadeando adonde estaba la familia.
-Bueno -dijo la mamá-. ¿Qué vamos a hacer
con este animal tan horrible?
-Podemos criarlo -propuso Julio-. Yo le
armaría una jaulita en el fondo.
La mamá no estaba de acuerdo y quería
echarlo a la calle; pero el abuelo dijo que era muy chiquito e indefenso y no
sabría qué hacer ni cómo sobrevivir en una ciudad.
-Puede vagabundear y comer cualquier cosa
por ahí -sentenció la mamá, que no deseaba tenerlo en su casa-. A la noche la
gente lo confundirá con un perro más.
El abuelo decidió que lo mejor sería
cuidarlo hasta que creciera, porque también existía el peligro de que lo
atraparan los paleontólogos.
Julio preguntó quiénes eran los
paleontólogos.
-Son unos hombres que juntan huesos de
dinosaurios -explicó el anciano.
La mamá quedó muy impresionada pensando
que alguien podía sacarle los huesos a ese bicho que era feo, pero que empezaba
a resultarle simpático.
-Está bien -aprobó la mamá-. Se quedará
hasta que crezca. Después lo soltaremos en el monte.
Así, se decidió que el dinosaurio
permaneciera en la casa por un tiempo.
Al principio, como no sabían con qué
alimentarlo, le acercaron varias cosas: un apio de la huerta, la media sandía
que había sobrado del almuerzo, el recado recién hecho para las empanadas de la
cena, una goma de camión gastada, una bufanda vieja, dos tazas de porcelana
rotas y una silla sin patas. El animalito abrió la boca y empezó a masticar y a
tragar. Se comió todo y lo que más le gustó fueron los flecos de la bufanda,
porque eran azules.
Con el pasar de los días, se hizo amigo
de Thor. Jugaban juntos con una pelotita que les tiraba el abuelo.
A los tres meses el dinosaurio había
crecido tanto que asomaba la cabeza hacia afuera por encima de la tapia del
fondo.
Tuvieron que poner dos filas más de
ladrillos para que la gente no lo viera. Si se conocía el secreto, podía llegar
a los oídos de algún paleontólogo.
La mamá se había puesto impaciente y
pensaba que ya se acercaba el momento de llevar el dinosaurio al monte para que
se las arreglara solo.
-Este bicho nos va a traer problemas -
decía.
Pero como Julio lloraba y el abuelo
afirmaba que todavía no era tiempo, la mamá tuvo que conceder… dos años más.
En esos dos años, el dinosaurio creció
muchísimo. La pared del fondo ya estaba alta como un edificio de departamentos
y los vecinos se preguntaban extrañados para qué le agregaban dos o tres filas
de ladrillos cada semana.
Una noche, cuando todos se habían
acostado, entró en la casa un ladrón. Con mucho trabajo, escaló el muro y bajó
al patio. El pobre hombre creía que la familia tenía solamente un perro chico
que ladraba pero no mordía.
Así, cuando Thor lo vio y quiso
avisar, el ladrón le tiró con un aerosol y lo dejó dormido. Confiadamente cruzó
el jardín para pasar a los cuartos y de pronto, descubrió que algo enorme se le
venía encima. A la luz de la luna pudo distinguir nítidamente la cabeza de un
animal espantoso, lleno de dientes grandes como botellas.
-¡Gurí! -escuchó que decía el monstruo.
Echó a correr gritando:
-¡Auxilio! Yo sólo quería cometer un robo
sencillo.
Pero el dinosaurio lo agarró con la boca
de los pantalones y lo alzó en el aire. Ahí se quedó el ladrón sin poder
zafarse, hasta que el abuelo, la mamá y Julio fueron a ver qué pasaba.
-Por favor, díganle que me suelte- pedía
el hombre-. Voy a confesar todo desde que le robé a mi tía el vuelto del
almacén.
Había resultado ser un dinosaurio
guardián.
Las luces del vecindario se habían
prendido. La gente quería saber a qué se debían tantos ruidos y gritos y se
agolpaba en la puerta de la casa.
Se armó tal escándalo que vino la policía
y el cuerpo de bomberos para poner orden.
Al final, el secreto no pudo mantenerse
más. Todos se enteraron de que en el patio un monstruo horripilante había
atrapado a un ladrón.
Había detectives que tomaban
declaraciones y periodistas que sacaban fotos con flashes y hacían reportajes a
la familia. Los bomberos se subían a las escaleras para rescatar al ladrón, que
seguía colgando de los pantalones; los vecinos iban y venían con vasos de agua
para socorrer a los que se desmayaban. Thor se había despertado y ladraba
feliz, creyendo que se trataba de una fiesta. Los chicos le preguntaban a Julio
si les prestaría el dinosaurio por una tarde a cambio de dos bichos bolita, una
figurita difícil y un yoyo luminoso.
Los grandes querían saber dónde lo habían
hecho entrenar.
Por fin, como todas las cosas de este
mundo, pasó también esa noche. A la madrugada, la policía se llevó al ladrón,
la gente se retiró y el abuelo, la mamá y Julio se fueron a dormir. Estaban
rendidos y despertaron a mediodía, sobresaltados por unos golpes en la entrada.
El abuelo fue a atender y al abrir,
apareció un hombre de pantalones cortos, con una lupa del tamaño de una sartén
en la mano.
Llevaba puesto un sombrero de safari en
las piernas y medias tres cuartos sobre la cabeza, perdón, un sombrero de
safari sobre la cabeza y medias tres cuartos en las piernas. Es que cualquiera
se pone nervioso cuando llega… ¿Saben quién era este hombre? ¿Este hombre,
saben quién era? ¿Quién era, este hombre, saben? Era un paleontólogo que había
escuchado la noticia de la noche anterior en la radio.
Con bastante desconfianza, el anciano lo
hizo pasar y el dinosaurio, no bien lo vio a través del ventanal que daba a la
galería, comenzó a temblar de miedo como una hoja.
Se habían levantado también Julio y la
mamá.
-¿Va a sacarle los huesos? -preguntó
Julio asustado.
-Debería darle vergüenza -rezongó la
señora-. Pretender hacerle daño a un animal inocente.
El paleontólogo se largó a reír y les
aseguró que no deseaba molestar al dinosaurio para nada.
Más tranquilos, lo invitaron a comer y
les contó que lo enviaba un museo y que sólo necesitaba tomarle unas fotos y
hacerle algunas radiografías con un aparatito que llevaba en su valija. Además,
si ellos se lo permitían, podría visitarlos una vez por semana y escribiría
apuntes sobre las costumbres del animalito.
La familia aceptó la propuesta del
científico y así comenzó una nueva amistad que benefició sobre todo a Julio, al
dinosaurio y a Thor, porque el hombre, las veces que iba, les regalaba un
chupetín a cada uno.
Con la ayuda del abuelo, el paleontólogo
anotó observaciones tan interesantes y revolucionarias como esta: “El
dinosaurio, si alguien le arroja una pelotita, va a buscarla y la trae de
vuelta”.
De esta manera, ya sin temores, no hubo
necesidad de ocultar más nada y a menudo se veía pasear a toda la familia por
las veredas del barrio, llevando con collar y correa a sus dos mascotas.
Desde entonces, el abuelo, la mamá,
Julio, el paleontólogo, Thor y el dinosaurio vivieron felices y comieron perdices, aunque alguno de ellos prefiriera los flecos de bufanda; azules, por
supuesto.
Fin
1998 Editado por Paya Frank @Blogger