Hay más cosas en el barrio chino de San Francisco de
las que se pueden soñar en el cielo y la tierra. En realidad, Chinatown se
divide en tres partes: la que enseñan las guías, la que no te muestran y
aquella de la que nadie ha oído hablar jamás. Esta historia tiene que ver con
esa última parte. Podrían escribirse un montón de ellas sobre ese tercer
círculo de Chinatown, pero, creedme, nunca se escribirán…, al menos hasta que
el barrio haya sido, por así decirlo, drenado de la ciudad, del mismo modo que
se draga una ciénaga fétida, y entonces podremos ver la vida extraña y temible
que se agita ahí abajo, supurando en lo más hondo…, que se arrastra y se
retuerce entre el barro y la oscuridad. Si creéis que esto no es cierto,
preguntad a algún detective chino (la patrulla habitual no es de fiar) y
pedidle que os cuente la historia del caso de Lee On Ting, o lo que le hicieron
al viejo Wong Sam, que creyó que podría acabar con el tráfico de muchachas
esclavizadas, o por qué el señor Clarence Lowney (un sacerdote de Minnesota que
creía en los métodos directos) es ahora un «peligroso» interno del Manicomio
Estatal… Pedidles que os expliquen por qué Matsokura, el dentista japonés,
volvió a casa sin cara… Pedidles que os cuenten por qué los asesinos de Little
Pete nunca serán descubiertos, y decidles que os hablen de la pequeña esclava
Sing Yee o…, no, pensándolo bien, esa historia os la podéis ahorrar.
La historia que os voy a contar aquí empezó cerca de
veinte años atrás, en un restaurante See Yup de Waverly Place -derruido hace ya
mucho tiempo-, pero no sé dónde acabará. Creo que aún continúa. Empezó cuando
el joven Hillegas y la señorita Ten Eyck (eran del Este y se habían
comprometido) acudieron al restaurante Las Setenta Lunas ya avanzada la noche
de un día de marzo. (Fue al año siguiente de la caída de Kearney y el posterior
desconcierto de los beisbolistas aficionados).
-¡Qué sitio tan bonito, pintoresco y antiguo! -exclamó
la señorita Ten Eyck.
Se acomodó en un taburete de ébano con asiento de
mármol, y posó en el regazo las manos enguantadas, mirando a su alrededor hacia
los enormes farolillos colgantes, las doradas pantallas grabadas, los lacados,
los taraceados, el vidrio de colores, los robles enanos plantados en macetas de
satsuma, la marquetería, las esteras pintadas, las metálicas jarras de
incienso, altas como la cabeza de un hombre, y todas las grotescas baratijas de
Oriente. A esas horas no había un alma en el restaurante. El joven Hillegas
acercó un taburete para sentarse frente a ella y apoyó los codos sobre la mesa,
echándose el sombrero hacia atrás y sacando un cigarrillo.
-Es como si estuviésemos en la misma China -comentó.
-¿Como si?… -repuso ella-. Estamos en China, Tom… En
un trocito de China trasplantado aquí. ¡Aunque toda América y el siglo
diecinueve estén a la vuelta de la esquina! ¡Mira! Hasta se puede ver el hotel
Palace desde la ventana. Y más allá, por encima del tejado de ese templo, el
Ming Yen, ¿no?, puedo ver las habitaciones de la tía Harriett.
-Pues mira, Harry -el nombre de pila de la señorita
Ten Eyck era Harriett-, vamos a tomar el té.
-¡Tom, eres un genio! ¡Será muy divertido! Pues claro
que hay que tomar el té. ¡Qué risa! Y hasta puedes fumar, si te apetece.
-Ésta es la manera de conocer sitios -dijo Hillegas
mientras encendía un pitillo-. Ir metiendo las narices por ahí sin que nadie te
vigile y descubrir cosas. Las guías nunca nos han traído hasta aquí.
-No, nunca lo han hecho. Y me pregunto por qué. Lo
hemos tenido que encontrar solitos. Así que es nuestro, ¿verdad, cariño?, por
haberlo descubierto.
En aquel momento Hillegas estaba convencido de que la
señorita Ten Eyck era la chica más guapa que hubiera visto jamás. Había en ella
una gran delicadeza…, una indudable elegancia en su vestido hecho a medida, así
como en la apenas perceptible inclinación de aquel sombrero nuevo que realzaba
su encanto. Era guapa, sin duda alguna, poseía esa belleza fresca, vigorosa y
saludable que sólo se halla en ciertos especímenes de genuina estirpe
americana. De pronto, Hillegas extendió el brazo sobre la mesa, la cogió de la
mano y besó el pequeño bulto redondo de carne que quedaba al descubierto donde
se abotonaba el guante.
Apareció el mozo chino para tomarles el pedido, y
mientras esperaban el té, las almendras secas y los trocitos de sandía, la
pareja se acercó a la balconada que daba al exterior para contemplar las calles
que se oscurecían.
-Ahí está de nuevo el adivino -observó Hillegas-. ¿Lo
ves? Ahí abajo, en los peldaños de ese templete.
-¿Dónde? Ah, sí, ya lo veo.
-Hagámosle subir, ¿vale?, que nos eche la fortuna
mientras esperamos.
Hillegas gritó para que viniera y, finalmente,
consiguió que el hombre entrara en el restaurante.
-¡Caramba! Usted no es chino -dijo Hillegas cuando el
adivino se colocó bajo el círculo de luz del farol. El otro le mostró unos
dientes marrones.
-Mitad chino, mitad canaco.
-¿Canaco?
-Como en Honolulu, ¿sabe? Mi madre señora canaca,
lavaba la ropa de marineros allá en Kaui. -Y se echó a reír como si acabara de
explicar algo gracioso.
-Pues te llamaré Jim -dijo Hillegas-. Quiero que nos
eches la buenaventura, ¿sabes? Qué va a ser de la señora. Con quién se va a
casar, por ejemplo.
-No futuro… Tatuajes.
-¿Tatuajes?
-Sólo tatuajes. Todo pájaros. Tres, cuatro, siete,
muchos pajaritos en brazo de señora. ¿Qué? ¿Quiere tatuaje?
Se sacó de la manga una aguja de tatuar y apuntó con
ella hacia el brazo de la señorita Ten Eyck.
-¿Tatuarme el brazo? ¡Menuda idea!, aunque podría ser
divertido, ¿verdad, Tom? La hermana de la tía Hattie volvió de Honolulu con una
mariposita preciosa tatuada en el dedo. En parte me apetece hacerlo. Y sería
tan excéntrico y tan original…
-Pues que te lo haga en el dedo, entonces. Si te lo
hace en el brazo, nunca podrás ponerte un vestido de noche.
-Pues claro. Puede hacerme un tatuaje en forma de
anillo, y siempre puedo taparlo con el guante.
El chino-canaco dibujó una mariposilla de aspecto
fantástico en un trozo de papel con un lápiz azul, lamió el dibujo un par de
veces y lo enrolló en torno al meñique de la señorita Ten Eyck, el meñique de
la mano izquierda. Cuando desprendió el papel mojado, la huella del dibujo
quedó impresa en él. Luego vertió la tinta en una pequeña concha marina,
sumergió la aguja en ella y, en diez minutos, había terminado el tatuaje de un
insecto pequeño y grotesco que tanto podía ser una mariposa como cualquier otra
cosa.
-Ya está -dijo Hillegas cuando el trabajo hubo
concluido y el adivino se hubo marchado-. Ya es tuyo, y nunca se esfumará.
Ahora más te vale que no planifiques un pequeño robo, ni falsifiques un cheque,
ni estrangules a un bebé para quedarte con su collarcito de coral, porque
siempre te podrán identificar por esa mariposa que tienes en el meñique de la
mano izquierda.
-Casi lamento habérmelo dejado hacer. ¿No se irá
nunca? ¡Caramba! Pero la verdad es que lo encuentro muy chic -dijo Harriett Ten
Eyck.
-¡Pero bueno! -clamó Hillegas, poniéndose en pie de un
salto-. ¿Dónde están el té, los pastelitos y demás? Se hace tarde. No nos
podemos pasar la noche esperando. Voy a ir a buscar al chico y meterle prisa.
El chino al que le habían hecho su pedido no se
hallaba en aquella planta del restaurante. Hillegas bajó la escalera en
dirección a la cocina. En aquel lugar no parecía haber ni un alma. En la planta
baja, sin embargo, donde vendían té y seda salvaje, Hillegas encontró a un
chino que estaba haciendo cuentas sirviéndose de unas bolitas ensartadas en
alambres. El chino en cuestión era un tipo con muy buen aspecto que lucía gafas
redondas con montura de carey y un vestido que parecía un batín, hecho de satén
azul acolchado.
-Oye, John -le dijo Hillegas-. Quiero algo de té, ¿me
oyes? Arriba. Restaurante. Díselo al mozo chino, que no aparece ni a tiros. A
ver si os ponéis en marcha, ¿vale?
El comerciante se dio la vuelta y miró a Hillegas por
encima de las gafas.
-Ah -dijo con parsimonia-. Lamento la demora. Sin duda
alguna ahora mismo le atenderán. ¿Es usted nuevo en Chinatown?
-Ejem…, pues sí… Yo…, lo somos, sí.
-Sin duda…, ¡sin duda! -murmuró el otro.
-Supongo que usted es el propietario, ¿no? -se
aventuró a preguntar Hillegas.
-¿Yo? ¡Oh, no! Mis agentes tienen una casa de sedas
aquí. Creo que alquilan los pisos de arriba a los See Yup. Por cierto, acabamos
de recibir un lote de chales de seda india que tal vez le gustaría ver.
Extendió un montón de chales sobre el mostrador y
seleccionó uno que era especialmente hermoso.
-Permítame -comentó en tono solemne- que se lo ofrezca
como un regalo para su distinguida acompañante.
Hillegas sintió que se despertaba su interés por ese
oriental extraordinario. Estaba ante un aspecto de la vida china que nunca
había visto ni tan siquiera sospechado. Se quedó un ratito hablando con ese
hombre, cuya actitud podría haber sido la de Cicerón ante una asamblea del
Senado, y se despidió de él tras acordar que lo visitaría al día siguiente en
el consulado. Volvió al restaurante y se encontró con que la señorita Ten Eyck
se había ido. Nunca la volvió a ver. Ni él ni ningún otro hombre blanco.
Tengo un amigo en San Francisco que se hace llamar
Manning. Es un vagabundo de la Plaza -es decir, que se pasa el día durmiendo en
la vieja Plaza, esa aglomeración a la que ha ido a parar tanto desecho humano-,
y de noche va a lo suyo por Chinatown, una manzana más arriba. En otros
tiempos, Manning fue un submarinista que buscaba perlas en Oahu, y ahora, desde
que le estallaron los tímpanos en una de sus inmersiones, puede echar humo por
ambas orejas. Ese logro fue lo primero que hizo que me cayera simpático, pero
luego descubrí que sabía más de Chinatown de lo que es habitual y hasta
prudente saber. El otro día tropecé con Manning a la sombra del barco de
Stevenson, recuperándose de los efectos de una borrachera de ginebra sin
diluir, y le conté, o más bien le recordé, la historia de Harriett Ten Eyck.
-Me acuerdo -dijo él, apoyado en un codo y mascando
hierba-. Se armó un buen lío en su momento, pero nunca se llegó a saber nada…
Nada más que un buen follón y además liquidaron a uno de los detectives chinos
en el callejón del Tahúr. Los See Yup trajeron especialmente a un tío de Pekín
para que se encargara del asunto.
-¿Un sicario? -le pregunté.
-No -repuso Manning soltando escupitajos verdosos-.
Era un Kai Gingh de dos cuchillos.
-¿Y eso?
-Dos cuchillos…, uno en cada mano… Cruzas los brazos y
luego los juntas, derecha e izquierda, en plan tijeras… Casi parte en dos a
aquel tío. Le pagaron cinco mil. Después de eso, los detectives dijeron que no
podían encontrar ni una sola pista.
-¿Y de la señorita Ten Eyck no volvió a saberse nada?
-No -contestó Manning, mordisqueándose las uñas-. Se
la llevaron a China, supongo, o puede que a Oregón. Ese tipo de cosas era una
novedad hace veinte años, y por eso se armó la que se armó, supongo. Pero ahora
hay un montón de mujeres que viven con chinos y a todo el mundo le trae sin
cuidado, aunque sean chinos de Cantón, la clase de coolies más baja. Una de
ellas vive en Saint Louis Place, justo detrás del teatro chino, y es judía. Una
pareja de lo más extraña, la hebrea y el mongol, y tienen un niño con el pelo
cobrizo y rizado que da masajes en un hammam. Curiosa pandilla, sí, y hay otras
tres blancas en un tugurio de esclavas que está debajo del salón de bronceado
de Ah Yee. Ahí es donde me proveo de opio. Incluso hablan un poquito de inglés.
Es gracioso: hay una que es muda, pero si la emborrachas lo suficiente se
suelta un poco en inglés. ¡Te lo juro! Se lo he visto hacer a menudo…, la
puedes emborrachar hasta que se lanza a hablar. Te voy a decir una cosa -añadió
Manning poniéndose de pie con esfuerzo-. Ahora me voy para allá a ver si
consigo algo de drogas. Puedes acompañarme y cogeremos a Sadie (se llama
Sadie), la pondremos hasta arriba y le preguntaremos si ha oído hablar de la
señorita Ten Eyck. Tienen un gran negocio -dijo Manning mientras íbamos hacia
allá-. Son Ah Yee, esas tres mujeres y un policía llamado Yank. Recogen todo el
yen shee, o sea, el residuo que queda en las pipas de opio, ¿sabes?, y lo
convierten en pastillas que les pasan de extranjis a los presos de San Quintín
a través de alguien de confianza. Cuando llega al patio del presidio, la dosis
de droga ha subido de cinco dólares a treinta. Cuando yo estaba allí, vi cómo
apuñalaban a un tipo por una pastilla del tamaño de un guisante. Ah Yee
consigue el material, las tres mujeres lo convierten en píldoras y el policía,
Yank, se lo pasa como sea a sus compinches. Ah Yee es ya un hombre rico e
independiente, y el policía tiene una cuenta bancaria.
-¿Y las mujeres?
-¡Ésas son esclavas!… ¡Las esclavas de Ah Yee! Y
suelen llevarse un guantazo a la primera de cambio.
Manning y yo dimos con Sadie y sus dos compañeras
cuatro pisos por debajo del salón de bronceado, sentadas con las piernas
cruzadas en un cuarto del tamaño de un baúl grande. En un principio, estaba
convencido de que eran chinas, hasta que mis ojos se acostumbraron a la
oscuridad que reinaba en aquel lugar. Iban vestidas al estilo chino, pero
enseguida reparé en que tenían el cabello castaño y el puente de la nariz alto.
Estaban elaborando píldoras con el contenido de una jarra de yen shee que
estaba en el centro, en el suelo, y movían los dedos con una rapidez que
llegaba a parecer horrible.
Manning habló con ellas brevemente en chino mientras
encendía una pipa, y dos de ellas le contestaron con el genuino sonsonete de
Cantón: todo vocales y ni una sola consonante.
-Ésta es Sadie -dijo Manning señalando a la tercera
chica, que se mantenía en silencio.
Me volví hacia ella. Estaba fumando un puro y, de vez
en cuando, escupía a través de los dientes, como lo haría un hombre. Esa mujer
era una bestia de aspecto temible, arrugada como una manzana seca, los dientes
ennegrecidos por la nicotina y las manos huesudas y prensiles como las garras
de un halcón… Pero se trataba sin duda alguna de una mujer blanca. Al
principio, Sadie se negaba a beber, pero el olor de la lata de ginebra de
Manning acabó con sus objeciones: al cabo de media hora, su locuacidad era imparable.
No sé decir cuál era el efecto que causaba el alcohol en sus paralizados
órganos del habla. Sobria, no soltaba prenda; ebria, podía emitir una serie de
discretos gorjeos pajariles que sonaban como una voz que llegase desde el fondo
de un pozo.
-Sadie -dijo Manning mientras expulsaba humo por las
orejas-, ¿qué haces viviendo en Chinatown? Eres una chica blanca. Tendrás
familia en algún lado. ¿Por qué no vuelves con ellos?
Sadie negó con la cabeza.
-Prefiero al chino -dijo con una voz tan débil que
había que esforzarse para entenderla-. Ah Yee es muy bueno con nosotras… Hay
mucho para comer, mucho para fumar y todo el yen shee que podamos aguantar. Oh,
yo no me quejo.
-Pero sabes que puedes salir de aquí cuando te
apetezca, ¿no? ¿Por qué no te largas un día que estés por ahí fuera? Vete a la
Misión de la calle Sacramento… Ahí te tratarán bien.
-Oh -dijo Sadie, ausente, amasando una pastilla entre
las manchadas palmas de las manos-. Llevo aquí tanto tiempo que ya me he
acostumbrado, supongo. No tengo nada que ver con los blancos. Me quitarían el
yen shee y los puros, y eso es casi todo lo que necesito actualmente. Si te
dedicas al yen shee durante un tiempo, acabas por no desear nada más. Pásame la
ginebra, ¿quieres? Me voy a desmayar de un momento a otro.
-Espera un poco -dije yo agarrando del brazo a
Manning-. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo con chinos, Sadie?
-Oh, yo qué sé. Toda la vida, intuyo. No recuerdo gran
cosa del pasado… Sólo fragmentos aquí y allá. ¿Dónde está esa ginebra que me
prometiste?
-¿Sólo fragmentos aquí y allá? -le pregunté-. ¿Puedes
recordar cómo te embarcaste en esta clase de vida?
-A veces sí y a veces no -respondió Sadie.
Y, de repente, la cabeza se le desplomó sobre el
hombro mientras se le cerraban los ojos. Manning la zarandeó fuertemente.
-¡Para! ¡Para! -exclamó ella incorporándose-. Me muero
de sueño, ¿no lo ves?
-Despierta y mantente despierta si puedes -le dijo
Manning-. Este señor quiere preguntarte algo.
-Ah Yee se la compró a un marinero en un barco de
juncos del río Pei Ho -intervino una de las mujeres.
-¿Qué me dices, Sadie? -inquirí-. ¿Has estado alguna
vez en un junco en un río de China? ¿Eh? Intenta recordarlo.
-No lo sé -dijo ella-. A veces creo que sí. Hay muchas
cosas que no puedo explicar, pero es porque no recuerdo mucho a largo plazo.
-¿Alguna vez oíste hablar de una chica llamada Ten
Eyck…, Harriett Ten Eyck, que fue secuestrada por unos chinos aquí en San
Francisco, hace mucho tiempo?
Se hizo un largo silencio. Sadie miró fijamente hacia
delante, con los ojos abiertos como platos; las demás mujeres seguían haciendo
pastillas a buen ritmo. Manning contempló la escena por encima de mi hombro sin
dejar de echar humo por las orejas; y, entonces, los ojos de Sadie empezaron a
cerrarse y su cabeza se inclinó hacia un lado.
-Se me ha acabado el puro -murmuró-. Dijiste que me
traerías ginebra. ¡Ten Eyck! ¡Ten Eyck! No, no recuerdo a nadie con ese nombre.
-La voz se le quebró súbitamente, y luego suspiró-. Oye, ¿cómo me hicieron
esto?
Extendió la mano izquierda y vi una mariposa tatuada
en el meñique.
FIN


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