La Tierra quedó devastada y, tras años de radiación y
mutaciones, los humanoides ni sabían ni recordaban la historia de la humanidad.
La cotidianidad consistía en cazar escorpiones y ciempiés gigantes para
alimentarse, procurando actuar en grupos; uno que apuntara las lanzas hacia la
boca y el centro de los ojos de las bestias y otro que enlazara el aguijón,
pues en el caso en que éstas se vieran en peligro de muerte se clavaban el
aguijón ellas mismas, envenenando la carne. La cacería se llevaba a cabo especialmente
en la penumbra que precedía el alba o el ocaso, pues la destrucción de gran
parte de la capa de ozono hacía que la exposición al sol fuese demasiado grande
como para siquiera soportar estar bajo sus rayos. Podían correr erguidos, mas
se estaban adaptando a correr a cuatro patas nuevamente.
Subsistían como grupos de humanoides nómadas, sin embargo la
inclemencia del clima impedía emprender largas migraciones. Su piel era
correosa y negra, pues la melatonina protegía de los rayos UV que entraban
directamente a la atmósfera. La naturaleza siempre adaptándose pese al maltrato
que le infringieron los antepasados de estos seres, que estaban pagando el
precio de haber sido la especie más evolucionada en la historia del planeta.
Algunos seres humanos partieron en viajes intergalácticos en busca de nuevos
planetas que les proporcionaran las condiciones necesarias para sobrevivir,
pero estas migraciones fracasaron tras la Gran Explosión Nuclear. La humanidad
tal y como se conoció a mediados del siglo XXI estaba extinta del todo; el
polvo que era, polvo fue.
Mas en ese lenguaje rudimentario de los nuevos humanoides
persistía la tradición oral y la creencia tan arraigada de los seres pensantes
en la Divinidad, fuerzas que podían desviar el aguijón del escorpión que era
cazado, que permitían encontrar plantas que no fueran amargas o venenosas por
la radiación o que permitían encontrar un pozo en donde el agua fuese más
dulce, conocimiento que era dominado y monopolizado por los sacerdotes, que a
su vez apoyaban o destituían a los gobernantes de las tribus.
Y apareció entre ellos el Extraño, de piel pálida y velluda,
cuyas palabras eran difíciles de entender, mas los sorprendía con sus milagros.
Curaba enfermos y resucitaba muertos, se comportaba de manera afectuosa. Un
extraño hombre que tanto se parecía a los Antiguos y que tanta desconfianza
estaba empezando a generar entre los sacerdotes y los gobernantes por la
cantidad de adeptos que se unían a su causa. Al mismo tiempo apareció el
Extranjero, cuya influencia en los poderosos aumentaba a medida que les iba
revelando secretos e historias de los Antiguos, especialmente de un libro con
un extraño signo en la solapa. Los poderosos no sabían leer, pero el Extranjero
les fue revelando de a poco lo que el libro contaba. Les hizo jurar primero que
no dirían nada de los que les estaba hablando y les contó que el Extraño ya era
conocido por los Antiguos y que había una manera en que podrían lograr que el
planeta volviera a ser como era antes de la Gran Explosión, que precisamente
para ello habían venido el Extraño y él mismo, justo en ese momento.
Les pidió que los acompañara a una de las ruinas de los
Antiguos y dentro de los restos de una iglesia les enseñó la figura del
Crucificado. Les dijo que ese hombre había muerto en la cruz para salvar a la
humanidad y lavarla de sus pecados con el derramamiento de su sangre. Que
primero había predicado la palabra de Dios y les había prometido el Reino de
los Cielos y que tuvo que ser sacrificado para que Dios perdonara a la
humanidad. Que ahora había vuelto y que de seguro Dios los perdonaría a todos y
volvería a transformar a la tierra en un Paraíso si lo sacrificaban de nuevo,
en la cruz, como la primera vez. Les dijo que para que la profecía pudiera
cumplirse, el Extraño no podría saber que él les había revelado su historia y
que deberían dejarlo por un tiempo más compartiendo con la tribu hasta que
llegara el momento preciso en que el holocausto se repitiera, que no escucharan
sus súplicas llegado el momento, porque al fin y al cabo el miedo lo invadiría
como a cualquier otra persona. Les ordenó llamar de uno a uno a los integrantes
de la tribu, hacerles prometer bajo juramento que nada revelarían al Extraño y
que se prepararan para amarlo de tal forma que su muerte los redimiría a todos
tal y como fue prometido.
El Extraño sabía que para que su nueva misión pudiese
cumplirse tendría que combatir con el Extranjero. Lo presentía y lo sabía
cerca, aunque se ocultara de él. Lo que no sabía era de la influencia directa
que en esta oportunidad el Extranjero estaba ejerciendo sobre la gente. El
combate tendría lugar y una vez que el Extranjero fuese derrotado, el Reino de
los Cielos podría ser instaurado sobre la tierra con el Extraño como Rey de
Reyes, pues así estaba escrito en el libro de las Revelaciones.
La tribu, que nada sabía de profecías y de segundas venidas,
entendió el sentido del sacrificio para aliviar sus penurias. Cuando el Extraño
menos se los esperó, lo rodearon en un abrazo amoroso y mortal y, a pesar de
que se debatía y gritaba, lo crucificaron fuera del pueblo, en lo más hondo del
desierto. De nada valió que Jesucristo les rogara, que les explicara que el
Extranjero era el Anticristo y que, si lo mataban, el infierno se instauraría
de una vez y para siempre. Se apuraron a amarrarlo fuertemente a la cruz pese a
sus súplicas. Lo besaban y acariciaban entre tanto, agradeciéndoles todos los
milagros que había hecho por ellos y procuraron retirarse al ocaso, justo antes
de que anocheciera. Jesús quedó gimiendo pese a que no estaba herido, pero cuando
vio que los escorpiones gigantes empezaban a acercarse, comenzó a aullar.
FIN

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