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13 de febrero de 2024

EL LEGADO DEL HOMBRE LOBO Lani Aames

 



 


El libro siempre volvía.

Ella no deseaba el libro, ni siquiera deseaba tocarlo de nuevo. El cuero gastado hizo que su piel zumbara con memorias antiguas de algo que ella no deseaba saber. Cuando el libro apareció primero al pie de su umbral el día después de Acción de Gracias, se sintió llena de pavor y anticipación, una mezcla de emociones que ella no entendía.

Ni remite, ni sello, ni matasellos, ni ninguna dirección, nada excepto su nombre, puesto en letras en una escritura pasada de moda, de lujo, en un envoltorio liso marrón: Srta. Susan Talbot. Ella trabajaba en una librería usada y la gente traía siempre los viejos libros para que estos fuesen autentificados o para ser valorados. Lo envió a los expertos, porque ella no tenía ninguna experiencia académica en el campo. Ella no era nada más que una vendedora: clasificaba los libros, los apilaba, los vendía, pero ella no tenía la capacidad de juzgar el valor de un libro.

Rasgando el envoltorio y el papel a la fría luz del sol que se perdía, tembló con una peculiar mezcla de malestar y de deseo. El papel crujió y raspó contra la acera, mientras una ráfaga de viento helado la azotó fuera de su asimiento. Ella acomodó, con su espalda contra el enérgico viento, el estrecho libro presionado a su pecho. El libro se sentía caliente contra sus pechos y un quejido se le escapó de los labios. Algo revolvió el interior más profundo de ella: la parte de ella sexual. Pero en su mayor parte se trataba de una necesidad principalmente devastadora….

Para hacer qué, ella no lo sabía. El viento se apaciguó y la luz del sol se volvió más pálida. Pronto sería oscuro y entonces ella no podría abrir correctamente el libro. La cubierta, encuadernada en cuero, cayó abierto pesadamente para revelar las envejecidas, descoloridas páginas del pergamino. El título manuscrito "Bestiae Magicae" no significó nada para ella, aunque lo reconoció escrito en latín.

Magia, ciertamente. ¿Bestial? ¿Bestia? ¿Magia Bestial? ¿Bestias Mágicas? El resto de las páginas manuscritas eran incluso menos comprensibles, la escritura encogida, casi ilegible. Notó que algunas contenían notas escritas por diversas manos, en los márgenes estrechos. Algunas estaban en latín, otras en una versión antigua del inglés, y algunas otras en inglés más moderno. El libro había pasado obviamente a través de muchas manos, a través de muchas generaciones.

En ese momento supo que no quería el libro. Intentó abrir los dedos y dejarlo caer al pavimento. Dejarlo para que algún otro lo tomase y se ocupase de las consecuencias y de la maldición….

¿De dónde vino ese pensamiento? No importaba, porque sus dedos no aflojarían su apretón, sin importar tampoco lo fuerte que ella lo intentaba. Ellos continuaron hojeando a través de las páginas, buscando algo…. y ella lo sabría cuando lo encontrase, lo rasgaría de su lugar, rompiéndolo en pedazos con los dientes y la garra…

-¿Sue? ¿Estás bien?

Asustada-, ella se giró y casi gruñó a su vecina, Dori. Con el corazón golpeándole en el pecho, batiéndole dentro de la caja torácica como el golpeo frenético de las alas de un ave atrapada. Ella bloqueó el sonido y mantuvo cerrada su mandíbula con fuerza.

-Mi Dios, ¿Sue? ¿Te sucede algo malo? – susurró Dori,  con los ojos abiertos de par en par por la preocupación.

Sue sacudió la cabeza y agarró el libro contra su pecho otra vez.

-Nada. Estoy muy bien – jadeó ella. Entonces dándose la vuelta, abrió la puerta y corrió hacia arriba por las escaleras hasta su apartamento, en el segundo piso. No hizo caso de Dori, que la llamaba por su nombre mientras manejaba torpemente la llave sobre la cerradura, como si sus manos se hubiesen metamorfoseado en algún otro tipo de apéndices, con pulgares opuestos.

Irrumpiendo a través de la puerta, todo cayó de entre sus manos. La pequeña bolsa de la tienda de comestibles se rompió y derramó su contenido, su monedero rebotó en la esquina de la mesa del recibidor, y el libro resbaló a medio camino a través del cuarto.

 

Nada más haber tocado el tomo, el sentido del caos y la pérdida de control retrocedió, y esa necesidad principal se disipó algo. Cerró de golpe la puerta detrás de ella e, inclinándose contra ella, cerró los ojos. Su corazón volvió a un ritmo normal, y su respiración se igualó. Ya no sentía la llamada de lo salvaje.

Abrió los ojos, caminó encima del libro, y lo golpeó con el pie debajo del sofá.

A la mañana siguiente, usando las pinzas, Sue puso el libro en un bolso y lo llevó al trabajo, descargándolo en un estante trasero con todos aquellos viejos libros pero indeseados.

Aquella noche ella había tenido sueños extraños, incoherentes. Bestias a cuatro patas corrían a medio galope a través de los primitivos bosques, cubiertos por el claro de la luna y la niebla. En la caza, cazaban a animales más débiles, incluyendo al hombre….

Y a la mañana siguiente, bañada en su propia transpiración y sacudida por el miedo, se había despertado para encontrar el libro descansando sobre su mesita de noche, entre el reloj y la lámpara.

El terror la había atrapado. ¿Ella había traído el libro hasta allí, sin acordarse? ¿No podía ser, o sí? Usando su reloj, ella lo barrió de la mesita de noche y lo golpeó con el pie hasta la esquina más oscura de su habitación, donde se quedó por casi una semana.

Usando las pinzas, porque ella no se atrevió a tocarlo de nuevo, Sue lo dejó caer dentro de una bolsa de papel y lo tiró dentro de una papelera, de camino al trabajo. Cada noche, sus sueños habían estado plagados por las bestias nocturnas, pero aquella noche se intensificaron. Ella era una de las bestias, trotando junto a un macho negro de casi dos veces su tamaño. Cuando él olió el aire, ella inclinó su hocico hacia arriba y también atrapó el olor de la presa, y aulló con los otros, los sonidos repitiéndose misteriosamente a través de los árboles. Él arrancó a correr y ella corrió al lado de él, músculos ondulando suavemente debajo de su capa gruesa de piel plata-blanca. Él la impulsó a continuar, y ella no deseó decepcionarlo. Ella corrió con la manada, cazando… atrapando… desgarrando…

Sue de repente se alzó en la cama, el pelo, las sábanas, y el lecho empapados con su sudor. Cuando ella se dio la vuelta, el libro descansaba en su mesita de noche.

De nuevo, ella lo golpeó con el pie en la esquina.

Ahora, era víspera de Navidad. Siempre, el libro volvía, pero esa noche ella pensó en algo que debería ser bueno para el libro. Cada noche, ella había soñado con el grito y la caza a la luz de la luna manteniéndose cerca del macho negro, hasta que la fantasía parecía más tangible que su realidad. Una parte de ella sabía que tenía que hacer algo o el mundo alterno consumiría su vida. Ella agarró y empaquetó el libro y lo llevó al sótano. Lanzándolo a las llamas saltadoras del horno, ella lo miró quemarse con un sentimiento embrollado de alivio y pena.

Después de todo esto, ella cayó fácilmente en un sueño profundo.

De nuevo, ella corría con el macho, pero esta vez que eran sólo ellos dos. Esta noche era diferente. Su cuerpo dolió con necesidad y deseo. Ella ardía en el blando lugar entre sus piernas traseras. Ella deseó parar y estirar sus patas delanteras hacia fuera todo lo que pudiese, dando un acceso fácil a su compañero. Pero ella lo siguió, sabiendo que su unión vendría a su debido tiempo.

Finalmente, él paró en un claro bañado a la luz de la luna y se dio la vuelta hacia ella, sus suaves jadeos eran los únicos sonidos que se oían. Sus hocicos se tocaron brevemente, después él se movió detrás de ella, oliendo debajo de su cola. Su áspera lengua golpeó una vez a través de su carne ardiente, relevando el dolor y exacerbándolo al mismo tiempo. Ella se estiró hacia adelante, arqueando su parte trasera, su trasero arriba en el aire. De nuevo su lengua la atormentó a través suyo y su cuerpo se retorció bajo de su tacto. Repetidas veces, él lamió entre sus piernas hasta que ella estalló sin importarle nada más.

Sue gruñó suavemente con el placer que corrió a través de su cuerpo. Ella levantó sus caderas más altas, retorciéndose su sexo en la lengua que remolineaba. El gruñido se convirtió en un quejido cuando ella logró abrir los ojos. Ella miró fijamente el techo cuando se recuperó de su increíble orgasmo; antes ella no había soñado durante tanto tiempo…. pero la lengua áspera, caliente y mojada, continuaba  dando lengüetazos y lamiendo su clítoris y sus labios.

Ella levantó su cabeza hasta que pudo ver sobre sus caderas alzadas y entre sus piernas extensas. Su corazón se aceleró a la vista del lobo negro.

Dylan Hunter había seguido el rastro del libro tan pronto como fue subastado en Sotheby a primeros de año. El dueño anterior, designado solamente como Guardián por la manada, lo había guardado en la caja fuerte, pero sus herederos no eran tan diligentes. Antes de que la manada se enterase de la muerte del Guardián y del reparto de su legado, el libro había sido vendido como un volumen más entre millares.

Solamente capaz de detectar el paradero del libro en su forma del lobo, Dylan perdió rápidamente la pista del libro. Durante meses, sin importar cuanto se mantuviese vagando entre el mundo poblado en forma del lobo, él nunca detectó el libro en ningún lugar. El lado positivo era que el libro no había sido puesto a disposición de los seres humanos para ser usado contra la manada.

Estaba cansado y nervioso. Sin saber quién tenía el libro, la manada estaba en alerta, lista para moverse al primer aviso, preparada para defenderse y para asegurar la supervivencia de la manada.

Finalmente, Dylan detectó el libro el día después de Acción de Gracias. Sus instrucciones eran conseguir el libro sin importar el coste, pero ninguna de ellas habría podido predecir quién tendría posesión de él. Tan pronto como él averiguó quién era esa persona, observó y esperó. La mayoría de la manada, incluyéndose a sí mismo, pensaba que ella era poco más que una leyenda. Ahora él sabía que ella existía de verdad.

Susan Talbot lo despertó como ninguna otra hembra, humana o de la manada, había hecho desde hacía tiempo. Le gustó la manera en que su pelo marrón brilló con toques de luz rojos y oro en el pálido sol del invierno. Todavía tenía que conseguir estar bastante cerca para ver de qué color tenía ella los ojos y él se preguntaba si eran verdes, azules, o marrones. Él aprobó la manera que ella se comportó, ferozmente y con determinación, aunque él sabía por lo que ella estaba pasando en ese instante.

Dylan se sentía un poco culpable porque él se añadió a sus tribulaciones, invadiéndola en sus sueños cada noche. Al principio, él la introdujo simplemente en la manada a través de sus formas de lobo. Él le envió imágenes de cómo sus antepasados habían cazado en épocas antiguas. Él esperaba que ella se fuese acostumbrando a su herencia.

Cada día él la seguía mientras que ella iba a trabajar y al volver. Él nunca se le acercó, temeroso de que ella pudiese reconocerle o detectar de alguna manera su parentesco antes de que ella fuera lista aceptarlo. Un día, de camino al trabajo, ella sacó un paquete de su bolso y lo dejó caer en la basura, a varios bloques de la librería. Él no se sentía sorprendido de que ella intentase librarse del libro. Había detectado su miedo y agitación cuando él se arrastraba en sus sueños.

Abrió la tapa y encontró la bolsa que ella había llevado, pero estaba vacío. Él saltó dentro y buscó a través de la repugnante basura, pero no encontró el libro. Cerrando la tapa, cambió de cuerpo en lobo e intentó detectar la energía del libro, pero él no sentía nada, la misma nada que él había sentido durante meses hasta que encontró a Sue Talbot.

Él no estaba seguro de qué hacer. ¿Debía buscar más lejos o continuar vigilando a Sue? Cambió de forma nuevamente en Dylan el humano, y se arrastró fuera del contenedor, frunciendo el ceño. Algo más los influenciaba todos - el libro, a Sue Talbot, y a él - y no le gustaba nada. No le gustaba lo desconocido, especialmente cuando lo que estaba en juego era tan importante.

Sintiéndose como si hubiese perdido el control de la situación durante una fracción de segundo, Dylan se apresuró hacia la librería para cerciorarse de que Sue Talbot había continuado con su día como de costumbre. Él soltó un suspiro de la relevación cuando, a través de la ventana delantera, él vio su lugar detrás de la caja registradora. A menor era ella una constante con la cual podía contar.

O eso es lo que pensaba. Más tarde, esa noche, cuando él la introdujo en los sueños, encontró a Sue en su forma de lobo, manteniendo el paso al lado de él, su pelaje plata helada realzada por la luz de la luna. Estuvo satisfecho al encontrar que ella le encontraba en el sueño, pero lo que le complació más era que el que ella estuviese con él le parecía lo correcto.

Más tarde esa noche, después de que se hubiera terminado el sueño, él cambió a su forma de lobo y detectó de nuevo la presencia del libro en posesión de Sue. La relevación lo inundó. El libro estaba seguro, sí, pero también significaba que él no tendría que dejarla de nuevo para buscarlo.

Noche tras noche, ella se reunía con la manada y corría a su lado. Ella aprendió presentir a la presa y aullar de modo que su llamada repitiera a través del bosque. Y ella aprendió a ayudar con la matanza. Él nunca permitió a la manada del sueño cazar a un ser humano. Aunque sus antepasados lo habían hecho así, habían aprendido protegerse y a no necesitar cazar más a los seres humanos que querían destruirlos.

Él detectaba su malestar, la lucha continua dentro de ella. Una parte de ella estaba atraída por la libertad y al salvajismo de ser un lobo, pero otra, una parte más profunda de ella se oponía. Ella todavía no había aceptado la parte indomable de sí misma y hasta que ella no lo hiciese, el resto no le resultaría fácil.

En vísperas de Navidad, ella todavía no se había acostumbrado a lo que era. Él sentía que ella todavía podía comprenderlo totalmente. No podían quedarse en esa situación mucho más tiempo. Él no podría, de todas formas. Él la deseaba y la esperaba como su compañero, como ella pensó en él en los sueños. Tendría que aceptar su herencia y esperaba persuadirla de aceptarlo.

Tarde esa noche, deseando estar cerca de ella cuando él la introdujo en los sueños, forzó fácilmente la cerradura de su apartamento. Dentro, él cambió a su forma de lobo y caminó a través de los cuartos hasta su dormitorio.

Ella dormía desnuda. Se sacudió y se dio media vuelta y gimiendo en sueños hasta que el cobertor fue un montón enredado y resbaló hasta el suelo. Él se levantó hacia arriba y reclinó sus patas delanteras en el pie de la cama. Ella rodó de lado a lado, con sus piernas separadas de modo que él podía ver el enredo del pelo y la hendidura debajo de ella. Él podría oler su excitación, que parecía llenar el cuarto. Su cuerpo de lobo reaccionó a lo que su mente de hombre encontró estimulante.

Él se zambulló en su sueño. No estaban con la manada y quedó sorprendido al encontrarse que esta vez ella había dirigido el sueño. Él podría olerla aquí también, el rico, almizcleño olor de una loba en celo. Su ciclo había llegado y él sería su compañero. Cuando la idea se introdujo totalmente en su mente y su pene se llenó de sangre, se detuvo en un claro iluminado por la luz de la luna.

Se dio la vuelta hacia ella y tocó su nariz con la suya. Desafortunadamente, los hocicos del lobo no fueron hechos para besarse. El lobo en él asumió el control y su olor lo condujo alrededor a su parte posterior. Ella todavía estaba parada, esperándolo. Él todavía tenía pensamiento humano, también, y lamió su carne hinchada. Ella sabía tan rica y embriagadora como su olor. Cerró los ojos y la golpeó con su lengua repetidas veces, y ella se movió contra él, frotando su blanda jugosidad contra su lengua….

Ella gruñó, un sonido bajo que se convirtió en un quejido humano. Él abrió los ojos y se encontró con que él ya no estaba en su sueño. La humana Sue tendida expuesta en la cama, retorciéndose en éxtasis, y su cabeza de lobo estaba entre sus muslos, su lengua enterrada en su coño.

Ella sabía bien, única para su paladar de lobo. Él no deseó parar. Pero cuando el último estremecimiento del orgasmo onduló a través de su cuerpo, ella levantó su cabeza y le miró a los ojos. Por un momento pensó que ella iba a gritar. Con una última codiciosa pasada de su lengua, dio un salto en el aire hasta la cabecera de la cama.

Sue sintió subirle un grito hasta detrás de la garganta, mientras el lobo negro, escapando de alguna manera a su sueño, saltó hacia adelante. En medio del aire, él…. cambió, y el sonido se congeló en sus cuerdas vocales. La piel gruesa, negra, dejó paso a la piel musculosa lisa, las patas se metamorfosearon en manos y pies, y el hocico disminuyó para convertirse en una cara humana, coronada por una melena larga de pelo rubio oro. En el espacio de algunos segundos, era un hombre, no un lobo, el que aterrizó encima de ella.

Él había tomado la mayoría de su peso con las manos y las rodillas, de modo que sólo su vientre palmeó contra el suyo, su pene rígido acunado por su montículo.

-Quien-quien-quien--" balbuceó ella. Ella tragó con dificultad y finalmente logró preguntar, - ¿Qué eres?".

-He estado en tus sueños, Sue, -murmuró mientras su mirada fija observaba su cara, iluminada por el claro de luna que fluía a través de la ventana. -Tus ojos son marrón, ¿no es verdad?

-¿C-Cómo sabes mi nombre? ¿Qué es lo que estás haciendo aquí? -Ella intentó alejarse de él empujándole, pero él era demasiado pesado.

Demasiado extrañamente, ella no sentía miedo, después ese primer choque, de ver el lobo y su salto en el aire.

-¿Cómo hiciste eso?

-Es una larga historia -Su cabeza descendió y dio un beso en un pezón erguido. -Mi nombre es Dylan Hunter. Te diré todo…. más tarde. Ahora, me gustaría acabar lo que empezaste en tu sueño.

-¡No! Es decir, sólo era un sueño. ¿Cómo podrías ser más que un sueño?

-He estado en tus sueños desde hace algunas semanas, desde que empezaste a soñar con los lobos. -Él dio un beso en el otro pezón, pero esta vez demoró su lengua hasta convertirlo en un nudo más apretado. Ella jadeó, y recordó lo que le había hecho a ella esa lengua, la lengua del lobo, solamente hacía unos minutos. -Al principio, conducía los sueños, pero esta noche, esta noche eran todos tuyos. Soñabas en el calor con el que podríamos acoplarnos. Juro que te lo explicaré todo, sólo si nos dejas acoplarnos ahora.

-No sé…. -Su protesta fue fácilmente apagada cuando él frotó suavemente su erguido pene contra su montículo, y su boca rodeó un tenso pezón, luego el otro. Sus caderas se levantaron para satisfacerlo por su propia voluntad, y su espalda se arqueó como para empujar su pecho más lejos de su boca.

Ese hombre, Dylan, era un extraño, y ahora, no lo era. Ella había corrido con él noche tras noche durante casi un mes. Si él le había dicho la verdad, entonces había sido su decisión el acoplarse con él. Ella sacudió su cabeza, intentando aclararla. Había tantas preguntas, tantos pensamientos que se le venían a la mente, y lo único que ella deseaba era sentir.

Y ella sentía. El calor de su cuerpo impregnó su piel mientras él se movió entre sus piernas y colocó su larga longitud contra ella. Ella envolvió las piernas alrededor de sus caderas y entrelazó sus dedos en el enredo de su pelo, para traerlo más cerca de ella. En algún momento del último mes, la loba en la que ella se convertía en sus sueños se había enamorado del lobo negro. Si Dylan era la personificación de ese lobo…. bueno, no quería pensar en lo que pasaría más tarde.

Sus labios se deslizaron sobre los suyos mientras que su erección resbaló dentro de ella. Ella se arqueó para satisfacerlo, sus dedos apretándose en puños. Su lengua sondeó profundamente, como su pene sondeó sus profundidades, y sus manos se deslizaron a lo largo de ella por detrás, encima de la nuca de su cuello, y se entrelazaron en su pelo. Él empujó fuerte, retrocedió y empujó más fuerte.

Cada movimiento la llenó y envió una nueva oleada de hormigueos electrificados a través de su cuerpo.

Había pasado tanto tiempo, demasiado tiempo, desde que ella había tomado un hombre dentro de ella, y ella no podía recordarlo el haber sido esta dulzura. Se movieron como uno, un ritmo perfecto que llevaba a ambos más cerca del borde con cada oleada. Él se tensó y aumentó su tempo, el último toque para conseguir el premio final. Su boca voló contra la de ella, abierta y encendida, y las acometidas de calor irradiaban a través de sus miembros. Ella gritó y él gimió simultáneamente, sus sonidos del placer mezclados como sus cuerpos. Con un último empuje, Dylan cayó contra ella y permaneció inmóvil, respirando contra su cuello.

Su piel le picaba. Más. Había más para ser dado, pero aquello era bastante por ahora. Ella se acurrucó contra él y reveló el rubor de haber hecho el amor. No podía ser menos. Ella aprendería amar a Dylan como la loba dentro de ella había amado al lobo negro.

Dylan envolvió un brazo alrededor de ella. "Tenemos que hablar, Sue, pero más tarde. ¿De acuerdo?"

Ella cabeceó y cerró los ojos. Más tarde todo estaría bien.

El árbol de Navidad se parpadeó y centelleó feliz como Sue y Dylan, envueltos en una manta caliente, bebiendo a sorbos el cacao caliente. Ninguno de los dos estaba vestido. Piel contra piel, estaban sentados en el sofá, Sue en el regazo de Dylan. Ella sentía el movimiento de su pene contra su cadera, pero habían decidido que necesitaban hablar.

Sue puso su taza a un lado y tomó el libro, la primera vez que ella tocaba la superficie de cuero desde haberlo encontrado en su umbral hacía un mes.

No la afectó como entonces, aunque ella todavía sentía una aureola de energía alrededor del libro. Ella lo abrió hasta la página del título.

-Bestias mágicas -tradujo Dylan.

-Era una de mis suposiciones.

-Es un libro de secretos, escrito desde hace tanto tiempo que nadie sabe exactamente cuándo. Estas páginas explican todos sobre las criaturas que los seres humanos conocen como mitos. Por ejemplo unicornios, grifos, quimeras, y hombres lobos.

-Hombres lobo -repitió Sue suavemente. Ella había adivinado ya parte de ello. Dylan era un hombre lobo, pero ella todavía no sabía dónde encajaba ella.

-Explica cómo llegan a ser, lo que pueden hacer, y cómo aprovechan sus poderes o, en algunos casos, cómo destruirlos. Era mi trabajo cerciorarme de que el libro no acabase en las manos incorrectas. Si hubiese fallado, y pensé que lo había hecho muchas veces en estos últimos diez meses, podríamos haber sido destruidos todos.

-Puede ser que también haya estado en las manos incorrectas porque no sabía qué hacer con él. Nunca quise tocarlo. Intenté librarme de él. ¡Dylan! Incluso lo quemé, pero siempre volvía.

Él sacudió la cabeza.

-No estoy seguro de porqué sucedió eso. El libro en sí mismo no es mágico. He tenido la sensación de que aquí hay otra fuerza trabajando y eso lo prueba. Pero no tengo ninguna idea de lo que puede ser.

-Yo  tampoco. -Sue pasó la mano por entre el pergamino. Ella sentía una conexión en las páginas, pero Dylan había explicado que él se sentía conectado con el libro.- ¿Qué tiene todo esto que ver conmigo?”

-Sólo sé un pequeño pedazo de la historia. No creo que cualquier persona la sepa, o que la recuerde toda. El paquete ahora consiste en el origen, el significado del nacimiento de los hombres lobos. En el pasado, antes de que los hombres lobos tuviesen el control de sus poderes, eran bestias salvajes que mataban a cualquier persona lo bastante desafortunada para cruzarse en su trayectoria. Mis antepasados decidieron hacer algo al respecto y formaron el clan de la manada, trabajando para civilizar hombres lobos. Sintieron que si podíamos ganar el control de nuestro cambio y de nuestro poder no estaríamos a merced de nuestro interior salvaje.

-De acuerdo, creo que lo entiendo.

-Tu abuelo, por el lado de los Talbot, fue uno de los últimos en ser mordidos por un hombre lobo y en ser un hombre lobo él mismo. Al principio, él no tenía ninguna idea de qué era lo que le sucedía. Para cuando él se lo imaginó y había masacrado a múltiples seres humanos, él había engendrado un niño, tu padre.

-La familia nunca habló mucho de mi abuelo, sólo que se había  matado bajo circunstancias misteriosas. ¿Eso significa que yo también soy un hombre lobo?

-Tú eres una mujer loba, Sue. La segunda generación, pero tienes el potencial de ser muy poderosa. Parte de la leyenda que muchos de nosotros pensábamos era verdad. -Él hizo una mueca y besó su mejilla.- No te preocupes, amor. No cambiarás de forma cuando la luna esté llena y no irás automáticamente a provocar una matanza. Pero puedo enseñarte cómo cambiar de forma si deseas aprender.

Sue seguía silenciosa y tocaba el libro otra vez. Ella ahora sabía porqué ella había buscado cierta página cuando ella sostuvo el libro por primera vez. Esa página contenía la información sobre hombres lobo. Ella tenía deseos de destruirla porque la parte del hombre lobo de ella sabía peligroso cuan peligrosa podía ser la información.

Ella miró a Dylan, a sus ojos verdes ardientes. Pensó que ella podría caer locamente enamorada de  él en poco tiempo y eso la hizo feliz. Pero el pensamiento de cambiar de forma en un lobo era espantoso y maravilloso todo al mismo tiempo. Ahora, le llegaron emociones opuestas a las que la habían abrumado desde la recepción del libro. Ella lo besó y frotó su mejilla contra la suya.

-Sí, Dylan, enséñame. Me asusta, pero deseo saber como es correr salvaje y libre. Y no sólo en mis sueños.

-Lo amarás, Sue. Te lo prometo.- Su mano resbaló hasta su nuca y atrajo sus labios contra los suyos. Él la besó duro, un beso por completo de pasión y deseo. Ella sintió a su pene crecer erguido contra su cadera y su propio deseo manó dentro de ella.

-Más tarde -dijo ella sin aliento.- Puedes enseñarme más tarde. Ahora, tengo una idea mejor.

-Mmmm, debe ser la misma idea que tengo yo -susurró él contra su mejilla.

Sue tomó el libro abierto y comenzó a sacudirlo sobre la tabla de café. Ella vaciló cuando un pedazo de papel blanco cayó de entre las páginas y hasta su regazo.

La lengua de Dylan tocó justo debajo de su oído y la arrastró a lo largo del lado de su cuello. Ella tomó el papel y lo desdobló, no haciendo caso de la lengua insistente de Dylan por el momento.

-Mira esto.

El papel tenía en los bordes bastones de caramelo rayados en rojo y blanco, atados con arcos verdes. Impreso en verde, en la parte de arriba: Del escritorio de mama Claus, Christmastown, Polo Norte. Debajo, en letras cuidadas, pasadas de moda que se asemejaba al nombre de Sue que figuraba en el exterior del paquete cuando ella primero recibió el libro, había escrito:

Para Sue y Dylan

Feliz Navidad de Mama Claus

-No. -Dylan sacudió la cabeza.- No puede ser.

Sue casi estuvo de acuerdo entonces, hasta que lanzó los brazos alrededor del cuello de Dylan y rió a carcajadas.

-Si los hombres lobo son de verdad, ¿por qué no también Santa y mama Claus?

 

FIN

 

The Wolf’s Man’s Legacy (2003)

Traducido por Belle

Diciembre 2005


28 de diciembre de 2023

MÁS ALLÁ DEL PUNTO .- Caio Fernando Abreu

 


Llovía, llovía, llovía y yo iba yendo por dentro de la lluvia a su encuentro, sin paraguas ni nada, yo siempre los perdía por los bares, sólo llevaba una botella de coñac barato apretada contra el pecho, parece falso dicho de esa forma, pero asimismo yo iba en medio de la lluvia, una botella de coñac en la mano y un paquete de cigarrillos mojados en el bolsillo. Hubo un momento en que yo podría haber tomado un taxi, pero no iba muy lejos, y si yo tomaba el taxi no iba a poder comprar cigarrillos ni coñac, y yo entonces pensé con fuerza que sería mejor llegar mojado por la lluvia, porque entonces beberíamos el coñac, hacía frío, no tanto frío, era más la humedad que entraba por la trama de las ropas, por la suela fina agujereada de los zapatos, y fumaríamos, beberíamos sin medidas, habría música, siempre esas voces roncas, ese saxo gimiente y el ojo suyo puesto sobre mí, ducha tibia que distiende mis músculos. Pero llovía aún, mis ojos ardían de frío, la nariz comenzaba a gotear, yo me limpiaba con el dorso de las manos y el líquido de la nariz se endurecía enseguida sobre los vellos, yo metía las manos enrojecidas en el fondo de los bolsillos y me iba yendo, yo me iba yendo y saltando los charcos de agua con las piernas heladas.

Tan heladas las piernas y los brazos y la cara que pensé abrir la botella para tomar un trago, pero no quería llegar a la casa de él medio borracho, el aliento fuerte, no quería que él pensara que yo andaba bebiendo, y yo andaba, todos los días un buen pretexto, y fui pensando también que él iba a pensar que yo andaba sin dinero, llegando a pie en medio de esa lluvia, y yo andaba, el estómago dolorido de hambre, y yo no quería que él pensara que yo andaba insomne, y yo andaba, ojeras moradas, tendría que tener cuidado con el labio inferior al sonreír, si sonreía, y casi con seguridad que sí, cuando lo encontrara, para que no viera el diente roto y pensara que yo me andaba descuidando, sin ver al dentista, y yo andaba, y todo lo que yo iba haciendo y siendo yo no quería que él viera ni supiera, pero después de pensar eso me dio un disgusto porque fui entendiendo, por dentro de la lluvia, que tal vez yo no quisiera que él supiera que yo era yo, y yo era. Comenzó a suceder algo confuso en mi cabeza, esa historia de no querer que él supiera que yo era yo, empapado en esa lluvia que caía, caía, caía y tuve ganas de volver hacia algún lugar seco y tibio, si hubiera habido, y no recordaba ninguno, o parar para siempre allí mismo en esa esquina gris que yo intentaba atravesar sin conseguirlo, los autos que me tiraban agua y barro al pasar, pero yo no podía, o podía pero no debía, o podía pero no quería o no sabía más cómo se paraba o se volvía atrás, yo tenía que continuar yendo al encuentro de él, que me abriría la puerta, el saxo gimiente al fondo y quién sabe un hogar, piñones, vino caliente con clavo y canela, esas cosas del invierno, y aún más, yo tenía que frenar las ganas de volver atrás o quedarme parado, pues hay un punto, yo descubría, en que se pierde el comando de las propias piernas, no es tan así, descubrimiento tortuoso que el frío y la lluvia no me dejaban masticar bien, yo apenas comenzaba a saber que hay un punto, y yo dividido quería ver el después del punto y también lo agradable de él esperándome cálido y listo. Un auto pasó más cerca y me mojó entero, habría salido un río de mis ropas si pudiera retorcerlas, entonces decidí en mi cabeza que después de abrir la puerta él diría cualquier cosa tipo pero cómo estás mojado, sin ningún espanto, porque él me esperaba, él me llamaba, yo sólo iba yendo porque él me llamaba, yo me atrevía, yo iba más allá de ese punto de estar parado, ahora por el camino de árboles sin hojas y la calle interrumpida que yo volvía a ver de esa forma extraña de haber estado ya ahí sin haber estado nunca, vacilaba pero iba yendo, por el medio de la ciudad como un invisible hilo saliendo de la cabeza de él hasta la mía, quien me veía así mojado no veía nuestro secreto, veía sólo un sujeto mojado sin capa ni paraguas, sólo una botella de coñac barato apretada contra el pecho. Era a mí a quien él llamaba, en medio de la ciudad, tirando del hilo desde mi cabeza hasta la de él, por dentro de la lluvia, era a mí a quien él abriría su puerta, acercándose más ahora, tan cerca que un calor me subía por el rostro, como si me hubiera bebido todo el coñac, cambiaría mi ropa mojada por otra más seca y tomaría lentamente mis manos entre las suyas, acariciándolas despacio para calentarlas, espantando el morado de la piel fría, comenzaba a oscurecer, era temprano aún, pero iba oscureciendo temprano, más temprano que de costumbre, y no era invierno, él prepararía una cama ancha con muchos cobertores, y fue entonces cuando me resbalé y caí y todo tan de repente, para proteger la botella la apreté más contra el pecho y ella golpeó contra una piedra, y además del agua de la lluvia y del barro de los autos mi ropa ahora también estaba empapada de coñac, como un borracho, oliendo mal, no beberíamos entonces, intenté sonreír, con cuidado, el labio inferior casi inmóvil, escondiendo el pedazo de diente, y pensé en el barro que él limpiaría tierno, porque era a mí a quien él llamaba, porque era a mí a quien él elegía, porque era a mí y sólo a mí a quien él abriría su puerta. Llovía siempre y me costó conseguir levantarme de aquel charco de barro, llegaba a un punto, yo volvía al punto, en que se necesitaba un esfuerzo muy grande, se necesitaba un esfuerzo tan terrible que tuve que sonreír más solo e inventar un poco más, entibiando mi secreto, y di algunos pasos, pero ¿cómo se hace? me pregunté, cómo se hace eso de colocar un pie detrás del otro, equilibrando la cabeza sobre los hombros, manteniendo erguida la columna vertebral, desaprendía, no era casi nada, yo, mantenido sólo por aquel hilo invisible unido a mi cabeza, ahora tan cercano que si hubiera querido yo hubiese podido imaginar algo como un zumbido electrónico saliendo de la cabeza de él hasta llegar a la mía, pero ¿cómo se hace? yo reaprendía e inventaba siempre, siempre en dirección a él, para llegar entero, los pedazos míos todos mezclados que él dispondría sin prisa, como quien juega con un rompecabezas para formar o un castillo, o un bosque, o un gusano o dios, yo no sabía, pero iba yendo por la lluvia porque ese era mi único sentido, mi único destino: llamar a aquella puerta oscura donde yo llamaba ahora. Y golpeé, y golpeé otra vez, y volví a golpear, y continué golpeando sin importarme que la gente en la calle se parara a mirar, yo quise llamarlo, pero había olvidado su nombre, si es que alguna vez lo supe, si es que algún día lo tuvo, tal vez yo tenía fiebre, todo había quedado muy confuso, ideas mezcladas, temblores, agua de lluvia y barro y coñac en mi cuerpo sucio gastado exhausto golpeando como un loco en aquella puerta que no se abría, todo era una equivocación, yo continuaba golpeando y continuaba lloviendo sin parar, pero yo no iba más yendo por dentro de la lluvia, en medio de la ciudad, yo sólo estaba parado en esa puerta hacía mucho tiempo, después del punto, tan oscuro ahora que yo no conseguiría nunca más encontrar el camino de vuelta, ni intentar otra cosa, otra acción, otro gesto además de continuar golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando golpeando a esta puerta que no se abre nunca.

© Caio Fernando Abreu (Brasil), trad. Graciela Ferraris © Beatriz Viterbo.

Fin.

 

25 de octubre de 2022

CLAIRE KEEGAN, Hombres y Mujeres

                             





Claire Keegan nació en el condado de Wicklow, Irlanda, en 1968, en el seno de una familia rural y católica. A los 17 años, en 1985, viajó a Nueva Orleans, Estados Unidos, donde estudió Filología Inglesa y Ciencias Políticas en la Universidad de Loyola. En 1992, decidió regresar a Irlanda, donde realizó un master de escritura creativa en la Universidad de Gales. En ese entonces, el país pasaba por una gran tasa de desocupación, lo cual llevó a que Keegan, estando desempleada, comenzase a escribir sus primeros cuentos. Así, en 1999, Keegan publicó su primer libro de relatos, Antártida, el cual le valió el William Trevor Prize y el Rooney Prize for Irish Literature. En 2007, publicó su segundo libro de relatos, Recorre los campos azules, con el cual ganó el Edge Hill Prize.






En 2010, Keegan publicó su novela corta Tres luces, la cual fue publicada, en una versión más corta, en la revista The New Yorker, y ganó el Premio Davy Byrnes. En 2021, publicó su último libro, la novela Pequeñas cosas como esas.


Es miembro de la institución Aosdána. Todos sus libros en castellano han sido publicados por la editorial argentina Eterna Cadencia.


Keegan fue la ganadora de la primera edición del Premio William Trevor. También ha sido reconocida con el Premio Rooney de Literatura Irlandesa, el Premio Olive Cook y el Premio Davy Byrnes de Escritura Irlandesa 2009, además de obtener la Beca Hugh Leonard y la Beca Macaulay.


La versión francesa de su novela Ce genre de petites choses, fue preseleccionada para el Premio Literario de los Embajadores de la Francofonía y el Grand Prix de L'Heroine Madame Figaro. En marzo de 2021, Keegan, junto a su traductora al francés Jacqueline Odin, ganó el Premio Literario de los Embajadores de la Francofonía.


                                                        Hombres y mujeres






Mi padre me lleva a lugares. Tiene caderas artificiales, de modo que me necesita para abrir portones. Para llegar a nuestra casa hay que manejar por un camino largo a través del bosque, abrir dos portones y, cuando se ha pasado, cerrarlos para que las ovejas no se escapen a la ruta. Soy hábil. Abro los portones, mi padre pasa sin problemas con el Volkswagen, cierro los portones detrás de él y vuelvo a saltar al asiento del acompañante. Para ahorrar nafta, enciende el auto en movimiento, tomando velocidad en la cuesta que hay antes del camino, y entonces vamos donde quiera que mi padre vaya ese día en particular.

A veces es al depósito de chatarra, donde busca un repuesto o, después de olfatear una ganga en algún aviso clasificado, terminamos en el campo embarrado de algún granjero, que arranca repollos o recoge semillas de papas en un cobertizo polvoriento. En la forja miro dentro del barril de agua, cuya superficie refleja retazos de cielos lechosos que pasan flotando, con pereza, hasta que el herrero hunde el metal al rojo vivo y quema las nubes. Los sábados mi padre va a la feria y examina ovejas en los corrales, tanteándoles el espinazo, inspeccionándoles la boca. Si compra unas pocas, no se molesta en ir a casa a buscar el remolque, sino que las carga en el asiento trasero del coche, y a mí me toca sentarme en el medio del asiento de adelante para mantenerlas ahí. Cagan como piedritas y dicen ¡beeeeh!; las lenguas de las Suffolk, negras como el hígado crudo que cocinamos los lunes. Las mantengo atrás hasta que llegamos a cualquier lugar en que pa se detenga para comer algo camino a casa. Generalmente, es en lo de Bridie Knox porque Bridie faena su propio ganado y siempre hay carne. El freno de mano no funciona, así que pa se detiene en el patio, yo salgo y pongo una piedra delante de la rueda.


Soy la chica de los mil usos.






—Por Dios, señora, ¿dónde se metió?






—¡Dan! —dice Bridie, como si no hubiese oído el auto.






Bridie vive en una casita humeante sin marido, pero tiene hijos que manejan tractores por los campos. Son hombres bajos y profundamente feos que huelen a bosta y emparchan sus botas Wellington. Bridie usa lápiz de labios rojo y polvo para la cara, pero sus manos son como las manos de un hombre. Me parece que su cabeza no va con el cuerpo, como pasa con mis muñecas cuando les cambio las cabezas.






—¿Tiene un bocado para la niña, señora? En casa pasa hambre —dice pa, mirándome como si yo fuera uno de esos chicos africanos para los que donamos azúcar durante la cuaresma.






—¡Ah! —dice Bridie, sonriendo por el chiste viejo—. A mí, esa muchacha me parece alimentada. Siéntense y voy a calentar el agua.






—Para decirle la verdad, señora, no me habría caído por acá con las manos vacías. Vengo de la feria y el precio de las ovejas es un despropósito.






Habla sobre ovejas y ganado y el clima y cómo nuestro pequeño país está en un estado calamitoso, mientras Bridie dispone la mesa, saca la salsa Chef y la mostaza Colman y corta grandes y gruesas tajadas de tocino o de jamón cocido. Me siento junto a la ventana y vigilo las ovejas, que miran, confundidas, desde el auto. Pa come todo lo que le pongan delante, mientras yo levanto una torre de galletitas y les lamo el chocolate y le doy el resto al terrier Jack Russell que está debajo de la mesa.






Cuando llegamos a casa, busco la pala del hogar y junto la caca de oveja del coche y guardo la cebada en el pajar.






—¿Adónde fuiste? —me pregunta mami.






Le cuento todo sobre nuestros viajes, mientras cargamos baldes de alimento balanceado y pulpa de remolacha por el patio. Pa pone un balde de cinc debajo de su vaca Shorthorn y se sienta a ordeñarla.






Mi hermano está sentado en la sala de estar, junto al fuego, y hace como que estudia. Prepara el Certificado Intermedio. El año que viene. Mi hermano va a ser alguien, de modo que no abre portones ni limpia caca ni carga baldes. Lo único que hace es leer y escribir y dibujar triángulos con lápices especiales. Pa se los compra para dibujos industriales. Es el cerebro de la familia. Se queda ahí hasta que lo llaman para cenar.






—Ve y dile a Seamus que la cena está servida —dice pa.






Antes de bajar, me tengo que sacar mis Wellington.






—Ven a comer, haragán de mierda —le digo.






—Les voy a contar —me dice.






—No les dirás nada —le digo y vuelvo a subir a la cocina, donde le sirvo arvejas del huerto en el plato porque él no va a comer nabos o repollo como el resto de nosotros.






A la noche, saco mi mochila y hago la tarea sobre la mesa de la cocina, mientras ma mira la tele que alquilamos para el invierno. Los martes prepara una gran tetera antes de las ocho en punto y se sienta junto a la estufa y se pega al programa en el que un hombre le enseña a manejar a una mujer. Cómo hacer los cambios, dejar el embrague libre y acelerar. Salvo por una mujer hosca de detrás de la colina, que maneja un tractor, y por una protestante del pueblo, ninguna mujer que conozcamos maneja. Durante la pausa, los ojos de mami dejan la pantalla y viajan hasta el estante de arriba de la cómoda, donde escondió la llave de repuesto del Volkswagen en una tetera vieja y rajada. Se supone que yo no lo sé. Suspiro y sigo trazando el curso del río Shannon a través de un pedazo de papel encerado.






La víspera de Navidad, dejo carteles. Corto una caja de cartón y con un marcador rojo escribo: «POR ACÁ SANTA» y dibujo flechas que le indican el camino. Siempre tengo miedo de que se pierda o de que no se moleste en venir, ya que los portones son todo un problema. Cuelgo los carteles de la cerca al final del sendero y sobre los portones de madera y uno adentro de la puerta que da al vestíbulo, donde está el árbol. Le dejo un vaso de cerveza negra y un pedazo de torta sobre la chimenea y me imagino que, para la mañana de Navidad, Santa debe estar borracho como una cuba.






Papi saca su sombrero bueno y se mira en el espejo. Es un sombrero elegante, con una pluma dura metida en el ala. Le calza bien como para esconderle la parte calva.






—¿Y adónde vas a ir en la víspera de Navidad? —le pregunta mami.






—A ver a un hombre por un cachorro —le dice él y da un portazo.






Me voy a la cama y me cuesta dormir. Soy la única persona de mi clase a la que Santa Claus todavía visita. Lo sé porque el maestro preguntó: «¿A la casa de quién va Santa Claus todavía?», y la mía fue la única mano levantada. Soy distinta, pero cada año siento que hay una posibilidad mayor de que no venga, de que vaya a pasarme lo que les pasa a los otros.






Me levanto al alba y mami ya está prendiendo el fuego, de rodillas ante el hogar, rasgando un diario, sonriente. Hay un momento terrible en que pienso que tal vez Santa no vino porque dije «Ven a comer, haragán de mierda», pero viene. Me deja la muñeca Tiny Tears que le pedí, envuelta en el mismo papel de envolver que tenemos y pienso que el sistema postal es como magia, que puedo mandar una carta dos días antes de Navidad y que llega al Polo Norte de la noche a la mañana, aun cuando a Inglaterra tarda como una semana. Santa ya no le trae nada a Seamus. Sospecho que sabe lo que Seamus está haciendo en realidad todas esas tardes en la sala de estar, leyendo revistas Hit n Run y tomando la limonada roja del aparador, sin usar el cerebro para nada.






Nadie se levantó, salvo mami y yo. Somos las madrugadoras. Preparamos té y, como desayuno, comemos tostadas y dedos de chocolate. Después, mami se pone el mejor delantal, ese adornado con frutillas, y enciende la radio, corta cebollas y perejil, mientras yo rallo una hogaza hasta dejarla hecha migajas. Rellenamos el pavo y bailoteamos por la cocina. Seamus y pa bajan e investigan los paquetes que hay debajo del arbolito. A Seamus, para Navidad, le toca un tablero para dardos. Lo cuelga de la puerta y él y pa tiran dardos y anotan con tiza los puntos, mientras mami y yo nos ponemos nuestros anoraks y les damos de comer a los chanchos, a las vacas y a las ovejas y dejamos las gallinas afuera.






—¿Por qué ellos no hacen nada? —pregunto. Busco en la paja tibia, a ver si hay huevos. Las gallinas ponen menos en invierno.






—Son hombres —dice mami, como si eso explicara todo.






Como es Navidad, no digo nada. Entro y esquivo un dardo, que me pasa cerca de la cabeza.






—¡Ja! ¡Ja! —se ríe Seamus.






—En el blanco —dice pa.






La víspera de Año Nuevo nieva. Los copos de nieve caen y se derriten sobre los alféizares de las ventanas. Es el final de otro año. Me como un bol de postre con frutas para el desayuno y me quedo dormida mirando Lassie en la TV. Después de la cena, juego con mis muñecas, pero me canso de llenar con agua a Tiny Tears y de apretarle el agujero de la espalda, así que le saco la cabeza, pero tiene el cuello demasiado grueso como para que entre en el cuerpo de las otras muñecas. Empiezo a jugar a los dardos con Seamus. Él hace dos marcas sobre el linóleo: una para él y otra, cerca de la madera, para mí. Cuando saco un triple diecinueve, Seamus dice: «Pura suerte». Según mi hermano, todo lo que hago bien es por accidente.






—Ochenta y siete —le digo, sumándome el puntaje. Soy rápida para las sumas, aunque no tan buena para las restas.






—¡Pura suerte! —dice.






—No sabes lo que es la suerte —le digo.






—Exactamente —dice.






Estoy harta de ser tratada como una niña. Ojalá fuera grande. Ojalá pudiera estar sentada al lado del fuego y que me llamasen para cenar y dibujar triángulos, chupar la punta de los lápices especiales, sentarme detrás del volante del auto y tener a alguien para abrirme los portones que tuviera que cruzar. ¡Brum! ¡Brum! Al diablo con el auto, pondría una calcomanía en el guardabarros que dijese: CUIDADO, OVEJA A BORDO.






Esa noche nos vestimos bien. Mami lleva un vestido rojo, del mismo color que el de una vaca Shorthorn. Tiene la piel pecosa, como si alguien hubiera hundido un cepillo de dientes en pintura y la hubiese salpicado. Me pide que le cierre el collar de perlas. Solía pararme sobre la cama para hacer eso, pero ahora soy alta, la niña más alta de mi clase; el maestro nos midió. Mami es alta y delgada, pero tiene la piel de las manos dura. Me pregunto si algún día se verá como Bridie Knox, si será parte hombre y parte mujer.






Pa no se viste bien. Nunca supe que tomara un baño o que se lavara el cabello; se limita a cambiarse el sombrero y los zapatos. Ahora se calza el sombrero bueno en la cabeza y se mira al espejo. La pluma está más parada que lo habitual. Luego se pone zapatos. Son unos grandes zapatos negros que se compró cuando vendió el carnero Suffolk. Tiene problemas con los cordones, ya que le cuesta agacharse. Seamus lleva un suéter verde con parches en los codos, pantalones negros con las piernas en tubo y botas de cowboy que lo hacen más alto.






—No vayas a tropezarte con los tacos —le digo.






Subimos al Volkswagen, yo y Seamus en el asiento de atrás, y mami y pa en el de adelante. Aunque lavé todo el auto, puedo oler la bosta de oveja, un olor débil y acre que siempre nos devuelve al lugar del cual venimos. Papi enciende el limpiaparabrisas; hay uno solo y, cuando remueve la nieve, chirría. Los cuervos abandonan los árboles, dejando escapar sonidos chillones, hambrientos. Dado que atrás no hay puertas, mami es la que sale a abrir los portones. Me parece que, con sus perlas alrededor del cuello y la falda roja que se abomba cuando se da vuelta, es hermosa. Ojalá saliera mi padre, que la nieve cayera sobre él y no sobre mi madre así de bien vestida. He visto a otros padres sosteniendo los abrigos de sus esposas, abriéndoles las puertas, preguntándoles si hay algo que les gusta en los negocios, trayendo a casa barras de chocolate y peras maduras, incluso cuando ellas dicen no.






El Spellman Hall se levanta en el medio de un estacionamiento, un arco de lamparitas peladas de todos colores, rodeado por un cartel torcido de Feliz Navidad sobre la puerta. Adentro es grande como un depósito, con un piso resbaloso de madera y bancos en las paredes. Unas luces extrañas hacen que toda prenda blanca deslumbre. Es sorprendente. Puedo ver el sostén de la vendedora de diarios a través de su blusa, pelusa como nieve sobre los pantalones del rematador. El contador tiene un ojo negro y un suéter hecho de diamantes de lana grises y blancos. En lo alto, brilla tenuemente y gira con lentitud un globo de espejos quebrados. En un extremo del salón de baile, hay una mesa de fórmica repleta de botellas de limonada y naranja, galletitas con crema y queso y aros de cebolla marca Tayto. Atiende la mujer del carnicero, que reparte las pajitas y recibe el dinero. Varias de las mujeres que conozco de mis viajes por los alrededores están ahí: Bridie con su lápiz labial rojo fuerte; Sarah Combs, quien solo la última semana instó a mi padre a que tomara un vaso de jerez y me dio un pedazo de torta rancia, mientras llevaba a mi padre a su sala de estar para mostrarle su nuevo juego de muebles. Miss Emma Jenkins, que siempre se la pasa friendo y tomando café en lugar de té y nunca tiene nada dulce en la casa por algo que llama sus jugos gástricos.






Sobre el escenario, unos hombres de blazer rojo y corbata a rayas tocan la batería, las guitarras, los vientos y Nerves Moran está al frente, cantando «My Lovely Leitrim». Mami y yo somos las primeras en salir a la pista para el vals del cucú, y cuando para la música, ella baila con Seamus. Mi padre baila con las mujeres de nuestros recorridos. Me pregunto cómo es que puede bailar así y no abrir portones. Seamus baila con chicas adolescentes que conoce de la escuela vocacional, la mano arriba, la cola para afuera y las muchachas girando a toda velocidad. Los viejos de treinta me piden que salga.






«¿Te animas a este baile?», preguntan. O «¿Qué tal esta pieza?».






Me dicen que bailando soy leve.






—Cristo, eres como una pluma —dicen y me ponen a bailar.






En el «Paul Jones», la música se detiene y me quedo varada con un granjero que huele ácido, como el whiskey que les damos a beber a los corderos enfermos en primavera, pero se mete el muchacho que tranquiliza al ganado en la pista de la feria y me rescata.






—No le prestes atención —dice—. Se cree la gran cosa.






Trato de imaginar qué es la gran cosa y me suena extraño. Huele a cuerdas, a recién galvanizado, a desinfectante Jeyes Fluid, o quizás solo me lo imagino. La gente dice que yo imagino cosas.






Después del baile tengo sed y mami me da una moneda de cincuenta peniques para limonada y para la rifa. Empieza un vals lento y pa va hasta donde está Sarah Combs, que se levanta del banco y se quita el saco. Lleva los hombros desnudos; puedo ver la parte de arriba de sus pechos como dos huevos de pato. Mami está sentada con la cartera sobre la falda, observando. Esta noche hay algo triste en mami; es algo que la ronda, como cuando muere una vaca y viene el camión a llevársela. Algo que no entiendo del todo está pasando, como si hubiera una nube negra que podría estallar y causar un descalabro. Me cruzo y le ofrezco mi limonada, pero apenas toma un poco, un sorbo delicado y me agradece. Le doy la mitad de mis boletos de la rifa, pero no le importan. Mi padre rodea con los brazos a Sarah Combs, bailando lento ya que lentitud es lo que él quiere. Seamus está apoyado contra la pared más alejada, con las manos en los bolsillos, sonriéndole a la rubia que acapara el espejo en el baño de damas.






—Ve e interrumpe a pa.






—¿Qué? —me dice.






—Que lo interrumpas a pa.






—¿Para qué debería hacer eso? —pregunta.






—Y se supone que eres el que tiene cerebro —le digo—. Pedazo de mierda.






Cruzo la pista y golpeo suavemente la espalda de Sarah Combs. Le golpeo una costilla. Se da vuelta, su amplia y ostensible faja brillando a la luz que se derrama desde el globo que hay sobre nuestras cabezas.






—Disculpe —digo, como si fuera a preguntarle la hora.






—Je, je —dice, mirándome desde arriba. Tiene el globo de los ojos rajados, como la tetera de nuestro aparador.






—Quiero bailar con papi.






Ante la palabra «papi», su rostro cambia y suelta a mi padre. Asumo el control. Ahora, el hombre del escenario está soplando su trompeta. Mi padre me agarra fuerte de la mano, como si quisiera lastimarme. Puedo ver a mi madre en el banco, buscando un pañuelo en la cartera. Luego va al baño. En pa se percibe una sensación como de odio. Tengo la sensación de que está indefenso, pero no me importa. Por primera vez en toda mi vida, tengo algo de poder. Puedo entrometerme y hacerme cargo, rescatar y ser rescatada.






Hacia medianoche hay un alboroto generalizado. Todo el mundo está en la pista, las rodillas dobladas, los bolsos balanceándose. Nerves Moran cuenta de atrás para adelante los segundos que faltan para el Año Nuevo, y entonces hay besos y abrazos. Hombres a quienes no conozco me aprietan, me besan como si tuvieran sed y yo fuera el agua.






Mis padres no se besan. En toda mi vida, desde que tengo uso de razón, nunca los he visto tocarse. Una vez llevé a una amiga arriba para mostrarle la casa.






—Este es el cuarto de mami —le dije—, y este es el de papi.






—¿Tus padres no duermen en el mismo cuarto? —preguntó ella con una voz muy asombrada.






La banda retoma el ritmo. «¡Oh hokey, hokey, pokey!».






—¡Desháganse de los platos de pavo, sacúdanse los budines de ciruela! —grita Nerves Moran, e inclusive los fanfarrones de salón abandonan sus figuras de ocho pasos y bailan twist y se mueven y yo golpeo mi trasero contra el trasero del tipo de la feria y termino bailando con un extraño.






Todo el mundo se incorpora para el himno nacional. Papi se está secando la frente con un pañuelo y Seamus jadea porque no está acostumbrado al ejercicio. Se encienden más luces y nada sigue igual. La gente está colorada y sudorosa; todo vuelve a la normalidad. El rematador se apodera del micrófono y le agradece a un montón de gente y luego remata un ternero Charolais y un chivo y un lote de té y azúcar y panecillos y jamón, budín de ciruelas y empanadillas. Donde estuvo el chivo hay bosta, y me pregunto quién la limpiará. Hasta que no limpian todo, la rifa no comienza. El rematador le entrega la caja de cartón con los talones de los números a la rubia.






—Bien profundo —le dice—. Sin espiar. Primer premio: una botella de whiskey.






Ella se toma su tiempo, aceptando con entusiasmo la atención.






—Vamos —dice el rematador—. Bien, muchacha, no es la lotería.






Ella le entrega un número.






—Es un (¿de qué color dirías que es, Jimmy?)… Es un número color salmón, número setecientos veinticinco. Siete dos cinco. Número de serie 3X429H. Te lo diré de nuevo.






No es el mío, pero estoy cerca. De todos modos, no quiero el whiskey; lo guardarían para los corderos. Preferiría la caja de galletitas Afternoon Tea, que viene inmediatamente después. Hay un desorden general, una búsqueda en carteras, bolsillos traseros. El rematador repite los números, y parece que tendrá que sacar otro número, cuando mami se levanta de su asiento. Con la cabeza en alto, camina en línea recta a través de la pista. La multitud se abre, la gente se hace a un lado para dejarle paso. Sus nuevos zapatos de taco alto hacen clac-clac sobre el piso resbaladizo, y su falda roja destella. Nunca la he visto hacer eso. Por lo general, es demasiado tímida, me da los números y yo corro a buscar el premio.






—¿No quiere una gota de alcohol, señora? —pregunta Nerves Moran, leyendo el número de mami—. ¿Está segura de que no la mantendrá calentita en una noche como la de hoy? Ninguna mujer necesita a hombre alguno con una gota de Powers. ¿No es así? Siete veinticinco, es este.






Mi madre está allí parada, con su ropa elegante, y la cosa no cierra. No pertenece a ese lugar.






—Veamos ahora los números de serie —dice Nerves Moran, saliéndose con esa—. Lo siento, señora, el número de serie no es el correcto. Tal vez su marido la mantenga calentita esta noche. Vuelva con aquel en quien se puede fiar.






Mi madre se vuelve y camina clac-clac desandando el camino sobre el piso resbaladizo, con todo el mundo sabiendo que ella creyó que había ganado, cuando no había ganado. Y de repente, ya no camina, sino que corre, corre en la luz brillante y blanca, más allá del guardarropas, en dirección a la puerta, con el cabello violentamente suelto, como si detrás de ella tuviera una cola de caballo.






Afuera, en el estacionamiento, la nieve se acumuló sobre el pasto helado, los almácigos protegidos de hojas perennes, pero el pavimento está húmedo y brilla bajo los focos delanteros de los autos que se van. La luna brilla pesada y firme sobre la tierra. Mami, Seamus y yo nos sentamos en el coche, temblando, esperando a pa. No podemos encender el motor para calentar el auto porque pa tiene las llaves. Tengo los pies fríos como piedras. Una nube de vapor grasiento se alza desde la ventanilla posterior de la camioneta de las papas fritas, con una salchicha marrón y gorda pintada sobre el metal cromado. Alrededor, la gente se está yendo, saludando, diciéndose «¡Buenas noches!» y «¡Feliz Año Nuevo!». Recogen sus papas fritas y se van.






La camioneta de las papas fritas ya ha cerrado y el estacionamiento está vacío cuando sale papi. Se sienta al asiento del volante, enciende el motor, murmura y nos ponemos en movimiento, trepando la colina que está afuera del pueblo, zigzagueando por los caminos estrechos en dirección a nuestra casa.






—La banda no era mala —dice pa.






Mami no dice nada.






—Digo que era una banda bastante animada —dice más fuerte esta vez.






Mami sigue sin decir nada.






Mi padre comienza a cantar. Siempre que está enojado, canta, simula estar de buen humor cuando está furioso. Ahora, las luces del pueblo quedaron atrás. Estos caminos son oscuros. Pasamos delante de casas con velas prendidas en las ventanas, lamparitas que brillan intermitentemente en los arbolitos de Navidad, hojas de diario sujetas sobre los parabrisas de los coches estacionados. Pa deja de silbar antes de terminar la canción.






—¿Viste algo bonito en el salón, Seamus?






—Nada para volverse loco.






—Esa rubia estaba buena.






Pienso en la feria, todos los hombres en las barandas, ofertando por terneras y ovejas hembras. Pienso en Sarah Combs y en cómo siempre huele a hierba cuando vamos a su casa.






Las ramas del nogal al fondo de nuestra senda están duras de nieve. Pa detiene el auto, y nos vamos un poco para atrás hasta que pone el pie en el freno. Espera que mami baje a abrir los portones.






Mami no se mueve.






—¿Te lastimaste algo? —pregunta pa.






Ella mira hacia delante.






—¿La puerta está trabada o qué? —pregunta pa.






—Ábrela tú.






Él se estira y le abre la puerta, pero ella la cierra de un portazo.






—¡Sal y abre ese portón! —me ladra.






Algo me dice que no me moveré.






—¡Seamus! —grita—. ¡Seamus!






Ninguno de nosotros hace el menor movimiento.






—¡Cristoooo! —dice.






Tengo miedo. Afuera, uno de los bordes de mi cartel «POR ACÁ SANTA» se soltó y el cartón mojado ondea al viento. Pa se vuelve hacia mi madre y le dice con voz venenosa:






—Y tú caminando, haciéndote la fina, delante de todos los vecinos, creyendo que te habías ganado el primer premio de la rifa —y riéndose, abre su puerta—. Corriendo como una gitana para salir del salón.






Sale y en su modo de caminar hay rabia, como si caminase sobre carbón ardiente. Canta «Far Away in Australia». Llega, saca el cable del portón en el momento en que una ráfaga de viento le vuela el sombrero. Los portones se abren. Se agacha para recoger el sombrero, pero el viento lo pone fuera de su alcance. Vuelve a dar unos pocos pasos y se agacha nuevamente, pero otra vez el sombrero queda fuera de su alcance.






Pienso en Santa Claus, usando el mismo papel de envolver que nosotros y, de pronto, entiendo. Hay, obviamente, una única explicación.








Mi padre se hace cada vez más pequeño. Parece como si los árboles se movieran, el nogal, cuyas verdes ramas nos protegen en el verano, está retrocediendo. Entonces me doy cuenta de que es el auto. Somos nosotros. Estamos andando, deslizándonos hacia atrás sin el freno de mano, y no estoy afuera para poner la piedra detrás de la rueda. Y es entonces cuando mami toma el volante. Se desliza hasta el asiento de mi padre y pone el pie en el freno. Dejamos de ir para atrás. Acelera y pone el cambio, haciendo chirriar la caja de cambios; no apretó el embrague, pero entonces hay una crepitación y estamos en movimiento. Mami nos está llevando más allá de donde está el cartel de Santa, más allá de donde está mi padre, que ha dejado de cantar, y cruzamos los portones abiertos. Nos lleva a través de la nieve fresca. Puedo oler los pinos. Cuando me vuelvo, mi padre está allí, observando nuestras luces traseras. La nieve cae sobre él, sobre su cabeza calva, mientras se queda ahí, sujetando con fuerza el sombrero.

24 de octubre de 2022

Amor por los animales

 





Era un gato viejo y negro, que tenía algunos años viviendo en ese cementerio,
Conocía todas las tumbas y con gran orgullo podía decir que ya había dormido varias siestas en muchas de ellas.
Pero hubo un día en que el viejo minino contempló un extraño suceso, había un fantasma sentado encima de una de las lapidas de aquel cementerio.
El gato contempló al fantasma, pero el fantasma sólo contemplaba el cielo.
Fueron varios los días y las semanas en las que el fantasma se la pasaba sentado viendo al firmamento, ya fuera de noche o en un día muy nublado, el viejo gato también buscaba en el cielo aquello que con tanta fascinación tenía embobado al fantasma, pero el gato nunca logró encontrar nada que fuera peculiar para sus gatunos ojos...
Pasaron uno y dos, tres y cuatro años más…
y el gato se volvió más lento y dormilón.
El fantasma en cambio seguía como estaba y donde estaba, con la cabeza apuntando hacia el cielo y sentado encima de aquella tumba.
Un cierto día en que hacía mucho frío y mucha neblina, el gato sintió sus huesos congelados, también cansados, caminaba lento y tenía mucho mucho sueño, tanto como no había tenido en toda su vida.
Decidió que tomaría una siesta, llego a una tumba, dio un par de vueltas en círculo y cayó rendido.
El gato comenzó a temblar y se dio cuenta que no se despertaría nunca mas, abrió por última vez sus ojos y miró con asombro que la tumba que había escogido para tener su última siesta era la de aquel fantasma que ya no seguía viendo el cielo, ahora lo veía a él.
El fantasma entonces extendió una de sus manos y acarició al gato y el gato dejó de temblar, ya no tuvo frió.
Ese día nublado se escuchó algo en aquel cementerio y si hubiera habido alguien más a parte de los muertos lo hubiera escuchado con facilidad.
" Te esperé durante mucho tiempo mi despistado y dormilón minino"


El Perro Negro

 




EL PERRO NEGRO
— Papá, ¿Crees en el destino?— le preguntó el pequeño Ronny de 6 añitos a su padre que se encontraba viendo la TV.
— Por supuesto que no hijo, el destino lo hacemos nosotros mismos con nuestras decisiones — respondió Ramiro con mucha seguridad
Luki me ha dicho que nuestro destino es morir toda la familia menos él, justo la noche de halloween.
— ¿Luki? ¿Me estás diciendo que el perro te ha hablado? Ja ja ja— Ramiro soltó una carcajada mientras miraba a aquel perro negro que se encontraba recostado sobre la alfombra, era un perrito criollo cuyo pelaje color negro resaltaba con un brillo hermoso. Luki no quitaba su vista de él y eso le empezaba a incomodar.
— Sí papá, Luki me ha dicho que se siente muy triste porque todos vamos a morir esa noche, le pregunté que como será y dijo que si lo supiera me lo diría.
—Ronny, hijo los perros no pueden hablar, no me digas mentiras por favor — masculló el padre con cierto aire de confusión.
— Los perros negros si papá, Luki dice que los perros negros pueden hablar con los niños— dijo Ronny con mucha seguridad.
Ramiro se quedó pensando en aquellas palabras, intentó varias veces hacer hablar al perro porque algo dentro de él le aterraba, había leído muchos libros de terror, había visto muchas películas en dónde le hacían pensar que quizá su hijo no estaba mintiendo y la idea de que toda su familia muera le producía escalofríos. Su madre con una edad avanzada, su esposa embarazada y sus 4 hijos era el motivo de su felicidad y no quería perderlos por nada del mundo, aquel padre no podía dejar de pensar en la conversación que tuvo con su hijo menor, pensar que en todos morirían, ¿Cómo? ¿De qué forma? ¿Quien los atacará?
Ramiro sabía que la cuidad se había vuelto muy peligrosa, hace una semana que habían asesinado a una pareja a solo una cuadra de dónde él vivía, la inseguridad de las calles era realmente alarmante así que tomó la decisión de reforzar su casa, compró varias cerraduras para todas las entradas y salidas, para puertas y ventanas e incluso para la terraza.
Llegó el día de halloween y Ramiro estaba preparado para enfrentarse a su mayor miedo, se había asegurado de cerrar completamente su casa, clavó unas fuertes tablas desde la parte interna en todas las puertas. Esa noche no podría entrar nadie que les hiciera daño y desde luego, se sentía tan aterrado con Luki que decidió echarlo de la casa, ya que supuestamente el perro era el único que no moriría aquella noche.
Daban las 23:45 y Ramiro no había podido conciliar el sueño, entonces empezó a temblar levemente, era un temblor que hacía remecer las habitaciones de la casa de tres pisos, no era muy fuerte pero si lo suficiente para alarmar seriamente a todos,los miembros de su familia intentaron salir corriendo pero era imposible, pasados 45 segundos aquel movimiento empezó a ser más y más fuerte, y la familia de Ramiro no había podido desclavar las tablas ni las cerraduras.
La desesperación, la angustia y el miedo se apoderó de aquel padre de familia que lo último que supo fue que Luki tenía razón; esa noche la casa aplastó por completo a él y a su familia, pues el terremoto había dado la oportunidad de que casi todos en la cuidad salieran de sus casas antes de alcanzar los 8.1 grados en la escala de Richter, mientras el perro negro no dejaba de aullar a pocos pasos de la casa de Ramiro...
© Alexander JR