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3 de noviembre de 2017

EL DESERTOR José María Merino



El amor es algo muy especial. Por eso, cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su naturaleza a la presencia recobrada.
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que al principio hacían referencia, aunque confusa, a los sucesos y a los parajes, fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.
Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él, y la vieja, aunque muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él, y las oscuras noticias de la guerra. Al año, murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.
Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día -excepto cuando se acercaba a donde su hermana para alguna breve charla- en un pueblo también silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo, segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.
Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal diabólico y temible, infecciosos como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de algún país lejano y mortífero.
Hasta tal punto que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían hecho imaginar:
-¡No tienen rabo!
No tenían rabo, ni pezuñas, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos con capotes sucios, con chaquetas raídas. Sobre las cabezas peladas, llevaban pasamontañas y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros flacos, aunque también se veían barbilampiñas de algunos mozalbetes.
A ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la imaginación de su propio marido, acaso en esos momentos, también acarreado en algún camión embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que la llenó de angustia.
Pasó el tiempo. Otro año. El pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron los niños, las mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión alegre de contar fábulas y recordar sucesos, y eran ya solamente motivo de rezos. Rosarios y letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la comunicación colectiva.
Cuando llegó aquel San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su rey, encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro.
Fueron los niños los que suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza. El fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara, cálida, sin una pizca de viento.
Los niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla de indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, aquella noche se añoraba como una parte amputada de su vida.
Porque aquel año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos.
Y tampoco nadie borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares.
El pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una particular melancolía.
Cuando la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por casa de su hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa. Entonces vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y le abrazó con todas sus fuerzas.
Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido, y en sus gestos había adquirido una especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de una granada, había ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y volver a casa. Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero allí estaba ya, silencioso y sonriente.
Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la vida de costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas de luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se sentaban uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los pájaros que se reclamaban entre las enramadas invisibles.
Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio, y la congoja de los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial, todos los problemas -la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario para una regular subsistencia- pasaron a una consideración muy secundaria.
Su única preocupación era que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba con unas cargas de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la denuncia que produjo la deserción -cuyo propósito había sido al parecer anunciado entre las pesadillas febriles del hospital- los guardias registraron la casa. Y aunque no fueron capaces de encontrarlo, aquella visita inesperada la colmó de angustia, al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo otra vez, para castigar acaso su huida con la muerte.
Así, entre las dulzuras de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus temores, fue transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo callado y mohíno su actitud era acogida con sorpresa desconcertada.
Sin embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la noche y, a pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel desordenado de miedos sombríos, como si el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda clase de augurios desfavorables.
El mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era un día gris, oloroso a humedad. Lo buscó en la casa, en el corral, pero no pudo hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en ella una intuición temerosa.
A la hora de ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua.
Lo habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los miembros estirados para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo.
Sin duda la herida se le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba reseco como una muda de culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan.

FIN


27 de octubre de 2017

EL CAFÉ DÓNDE DE LA CALLE CUÁNDO José Luis Najenson




EL TIEMPO DEL SEXO, como el peligro, es una cinta de Moébius, invertida e inmanente; tiene fin, pero -igual que la superficie unilateral- puede prolongarse ad infinitum hacia este fin sin alcanzarlo nunca o, consecuentemente, volver a empezar todo de nuevo. En este último capítulo, el más «bizantino» de las Memorias en ambos sentidos de la palabra, las dos paradojas se funden, se confunden, en un mismo diapasón.

Todo volvió a pasar en esa efímera -y por ende eterna- mañana de diciembre, bajo una sabia lluvia que parecía cesar a ratos, como comprendiendo.
Recordé, mientras deambulaba al azar por la calle Allenby de Tel Aviv, cierta erudita disquisición que el Profesor Alfredo Castellanos había hecho más de treinta años atrás, en una de las conventuales aulas de mi Facultad de provincia, sobre el agente de los verbos impersonales: «Llueve», sentenciaba, «es una oración completa, aunque sólo contenga una palabra, pero ¿cuál es el sujeto, qué o quién llueve? Y dejemos el dónde para otro cuándo».
Las respuestas alternativas pertenecían a los arcanos de la filosofía del lenguaje, como el curioso «complemento de lugar meta-físico», que mi viejo maestro había acuñado para la quijotesca «vela de las armas»: un sitio hipotético, inconcreto, más propio de geografías fantásticas que de la gramática castellana.
Bien podría haberse usado aquel concepto para nombrar ese café adosado a una pequeña librería, al que fui a dar durante uno de los chaparrones súbitos, hacia el final de las galerías paralelas de la calle Allenby. Entre dos de ellas, o quizás en la conjunción de todas, carecía de nombre, y una de sus mitades descansaba sobre la acera, cubierta por una lona agalerada con dos rectángulos translúcidos que hacían las veces de ventanas.
De allí se divisaba la cúpula de la antigua Gran Sinagoga de Tel Aviv, un domo ceniciento, que desde ese ángulo inusitado lucía como un templo de otra índole o del pasado. Parecía remedar, también, el título de la novela que acababa de comprarle al inefable Dykler, dos cuadras más arriba: Triste, Solitario y Final, de Osvaldo Soriano. Pero sobre todo, era un rincón demasiado abstracto, ultra-geométrico (aunque no en sentido euclidiano), con un rumor de agua envolvente que debía haberse filtrado por los intersticios de la carpa, bastante visibles. Y sin embargo estaba seco y cálido, brillantemente iluminado en contraste con el grisáceo exterior, y en el medio bullía un fuego de estufa antigua, entre cocina y brasero, que convertía al recinto en una especie de cabaña campesina aislada en la tormenta.
Pero lo más inquietante -como esa y tantas otras veces- que lo hacía merecedor del atributo «metafísico», era la presencia de una mujer desnuda, cuyas ropas se secaban sobre la estufa colonial y su rostro traslucía un perfil, a lo Matisse, borroneado por el velo de la lluvia «de afuera»...
Aquello había ocurrido -por primera vez- hacia finales de los '60, en México, en un café similar (o tal vez idéntico); también inmerso en una galería casi siempre desierta, junto a un puesto de libros viejos, en la calle Universidad del Distrito Federal. El mismo toldo de lona verde, la misma estufa innegable, la imprecisa mujer estirando sus prendas íntimas, empapadas, sobre la rejilla de bronce.
Pero entre ambos, había ahora una barrera intangible que antes no estaba. Entonces me había acercado a ella, deslumhrado por la certeza de su cuerpo, y sus rasgos se fueron acentuando como si alguien, despaciosa, lorquianamente los diseñara: «anchos hombros, fino talle... boca triste y ojos grandes», un pubis enhiesto, de ralo vello azabache, y los pechos pequeños y duros, macizos y redondos como bolas de billar.
Yo no conocía a esa mujer, aunque me acordase de su dolor y estampa. Había venido de un afuera imposible, porque a través de los ventanales, mal protegidos por los aleros de tela basta, se alcanzaba a ver un templo y una calle que no podían estar allí. Todo el entorno y la estancia misma eran un «complemento de lugar metafísico», un sueño semántico, una quimera. No obstante, la mujer parecía real y sus muslos temblaban de frío -o de excitación- entre las ondas de calor ascendente que distorsionaban su forma, sin, al parecer, tocarla.
Cuando el borroso Matisse de su rostro se convirtió en un Mo-digliani casi caricaturesco, de pronunciada lascivia y agresiva tristeza, ya estaba a su lado ofreciéndole mi capa de lluvia «o cualquier otra cosa que pudiera desear», con un ademán que intentaba ser caballeresco y era simplemente obsceno.
«Quiero que se me pase el frío», dijo, «de cualquier modo que sea». Quizá fuera demasiado, e insólito por lo demás, aun para el decidido Donjuán que era yo en esa época. Tampoco las mexicanas solían ir tan al grano, sabedoras de caminos más misteriosos y enrevesados. Atiné apenas a ofrecerle un trago, mientras ella se ponía mi capa, no sin dejarla lo suficientemente entreabierta para que nada, o muy poco, quedase librado a la imaginación. (Así noté que las perfectas esferas de sus senos estaban cuarteadas, como si fuesen, en verdad, del más puro marfil).
Nos sentamos en la mesa más cercana al fuego, con sendos vasos de ron blanco y una música indefinible que brotaba del fondo de la librería, sin que nadie los hubiera pedido; ya que sólo nosotros (o así me parecía) estábamos allí atrapados. Esta sí era una sensación tan nítida, tan exacta, que debía ser verdadera.
A pesar de todo, extrañeza incluida, me fui al humo como cualquier galán atolondrado y comencé a sobarle las tetillas, que yacían, literalmente, en el hueco de mis manos. Eran tan similares a bolas de billar, que hasta creí escuchar un ruido al entrechocarlas y casi se me escapa una carambola, con los singulares medios a mano para ejecutarla. La capa cayó al suelo como un disfraz de medianoche, y nos tumbamos sobre ella, entre las mesas, cual una parejilla de perros trasnochados.
Después, vistiéndose de prisa con la ropa todavía húmeda, sin detenerse a liberar su trenza enredada en los pasamanos del corsé, me dijo en un susurro:
-Vete rápido, he puesto una bomba en las estanterías.
Y miró hacia un rincón del bar, donde campeaba la foto del Presidente Echeverría, cacheteada por un grafito elocuente: Tlatelolco, 68.
Eso fue todo, salí disparado por la abertura verde hacia la lluvia, que no cesaba. La capa quedó como una presa sojuzgada bajo las patas de las sillas.
No logré, o no quise, oír la explosión, o tal vez no se produjo nunca. Creo haberme salvado, haber huido. ¿Por qué entonces he vuelto tantas veces, y todo torna a repetirse casi de la misma manera? La barrera, implacable, se extiende paulatinamente. Esta vez, sólo alcancé a acariciarle los pechos.

FIN

2001 


22 de octubre de 2017

LA REFORMA RECUPERADA Ossawa Henry



Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel, donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.
-Bueno, Valentine -dijo el alcaide-. Mañana por la mañana quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.
-¿Yo? -dijo Jimmy con aire de sorpresa-. ¡Si yo nunca he forzado una caja fuerte!
-¡Oh, no! -dijo el alcaide, riendo-. Claro que no. Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes víctimas.
-¿Yo? -dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso-. Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!
-Lléveselo, Cronin -dijo sonriendo el alcaide-. Y provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.
A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.
El escribiente le dio un boleto de ferrocarril y los cinco dólares con que la ley esperaba verlo rehabilitado y convertido en un buen ciudadano, próspero y floreciente. El alcaide le regaló un cigarro y le estrechó la mano. Valentine, número 9762, fue registrado en el libro de egresos con las palabras “Indultado por el gobernador”… y el señor James Valentine salió de la cárcel al sol.
Haciendo caso omiso de los gorjeos de los pájaros, de los verdes árboles ondulantes y del perfume de las flores, Jimmy se encaminó directamente hacia un restaurante. Allí saboreó las primeras alegrías bajo la forma de un pollo asado y una botella de vino blanco, seguidos por un cigarro algo mejor que el que le ofreciera el alcaide. De allí se dirigió lentamente a la estación. Dejó caer un cuarto de dólar en el sombrero de un ciego sentado junto a las puertas y subió a su tren. A las tres horas llegó a un pueblecito situado cerca de la frontera estatal. Allí fue al café de un tal Mike Dolan y le estrechó la mano a Mike, que estaba solo detrás del mostrador.
-Lamento que no hayamos podido hacerlo antes, Jimmy -dijo Mike-. Pero teníamos que luchar contra esa protesta de Springfield y poco faltó para que el gobernador se negara al indulto. ¿Te sientes bien?
-Espléndidamente -dijo Jimmy-. ¿Tienes mi llave?
Se la entregaron, subió un piso y abrió la puerta de un cuarto del fondo. Todo estaba como lo había dejado. En el piso vio aun aquel gemelo del cuello de Ben Price que le arrancara al eminente detective cuando la superioridad numérica de la policía lo había vencido.
Jimmy hizo surgir de la pared una cama plegadiza, corrió un panel y sacó una maleta cubierta de polvo. La abrió y contempló afectuosamente el conjunto de herramientas para robos más perfecto del Este. Era un equipo completo, de acero especialmente templado, con los últimos diseños en materia de taladros, punzones, berbiquíes, palancas, grampas y barrenos, con un par de novedades inventadas por el propio Jimmy y que lo enorgullecían. Le había costado más de novecientos dólares hacer fabricar todo aquello en… un lugar donde hacen esas cosas para la profesión.
Al cabo de media hora, Jimmy bajó y fue al café. Ahora vestía ropa hecha a su medida y de buen gusto, y llevaba en la mano su maleta, a la cual había quitado el polvo y limpiado.
-¿Andas en algo? -le preguntó cordialmente Mike Dolan.
-¿Yo? -replicó Jimmy en tono perplejo-. No entiendo. Represento a la Sociedad Fusionada de Bizcochos y Trigo Descortezado de Nueva York.
Estas palabras le causaron tanto deleite a Mike que Jimmy hubo de tomar un agua de Seltz con leche inmediatamente. Nunca tocaba las bebidas “fuertes”.
A la semana de haber sido liberado Valentine, número 9762, tuvo lugar en Richmond, Indiana, un limpio trabajo de robo, ya que forzaron una caja fuerte de hierro sin que quedara el menor indicio sobre el autor. El ladrón encontró solamente ochocientos dólares. A las dos semanas, en Logansport, abrieron como un queso una caja de hierro patentada, mejorada y a prueba de robos, y se llevaron mil quinientos dólares en efectivo, dejando intactos los títulos y la platería. Esto comenzó a interesar a los cazadores de bribones. Luego, una anticuada caja de banco de Jefferson City entró en actividad y vomitó por su cráter una erupción de cinco mil dólares. Las pérdidas eran ahora suficientemente importantes para clasificar los robos entre los casos dignos de Ben Price. Al comparar las observaciones efectuadas en cada caso, se advirtió una notable analogía en los métodos usados. Ben Price practicó investigaciones en el escenario mismo de los robos y se le oyó decir:
-Esto ostenta el autógrafo de Dandy Jim Valentine. Ha vuelto a las andadas. Miren ese dial disco de la combinación: lo han arrancado con la misma facilidad con que se arranca un rábano con tiempo húmedo. Valentine tiene las únicas grampas que permiten hacerlo. ¡Y fíjense en la limpieza con que fueron perforados esos fiadores de la cerradura! Jimmy nunca necesita taladrar más que un agujero. Sí, creo que debo atrapar al señor Valentine. Cumplirá su condena la vez próxima sin indultos ni tonterías parecidas.
Ben Price conocía las costumbres de Jimmy. Las había estudiado al trabajar en el caso de Springfield. Saltos largos, fugas rápidas, nada de cómplices y la afición a la buena sociedad: todo esto había ayudado al señor Valentine a eludir victoriosamente el castigo y a destacarse en ese terreno. Se insinuó que Ben Price había hallado la pista del escurridizo ladrón… y otras personas que poseían cajas de hierro a prueba de robos se sintieron más tranquilas.
Una tarde Jimmy Valentine y su maleta bajaron de la diligencia del correo en Elmore, un pueblecito situado a ocho kilómetros del ferrocarril en Arkansas.
Jimmy, que parecía un joven y atlético estudiante que volvía de la universidad, se dirigió al hotel por el paseo tablado.
Una joven cruzó la calle, pasó a su lado en la esquina y entró por una puerta que ostentaba sobre su dintel el letrero “Banco de Elmore”. Jimmy Valentine la miró a los ojos y olvidó quién era: se convirtió en un hombre más. Ella bajó los ojos y se sonrojó ligeramente. Los jóvenes de la elegancia y donaire de Jimmy eran escasos en Elmore.
Jimmy abordó a un muchacho que holgazaneaba en la escalinata del banco como si fuera uno de los accionistas y empezó a formularle preguntas sobre el pueblo, alimentándolo a ratos con monedas de diez centavos. A poco, la joven salió, aparentó la despreocupación de una reina ante el joven de la maleta, y se alejó.
-¿No es esa la señorita Polly Simpson? -preguntó Jimmy, con plausible ingenuidad.
-No -dijo el muchacho-. Es Annabel Adams. Su padre es el dueño del banco. ¿A qué ha venido usted a Elmore? ¿Es de oro la cadena de su reloj? Me van a regalar un bull-dog. ¿Tiene más monedas de diez centavos?
Jimmy fue al Hotel de los Hacendados, se anotó en el registro con el nombre de Ralph D. Spencer y tomó una habitación. Se inclinó sobre el mostrador de la mesa de entradas y le reveló sus planes al empleado. Dijo que había venido a Elmore en busca de un lugar para dedicarse a los negocios. ¿Qué perspectivas tenía allí el negocio del calzado? Había pensado en dedicarse a aquel ramo. ¿Había posibilidades de hacerlo?
El empleado se sintió impresionado al ver la indumentaria y los modales de Jimmy. Él mismo era algo así como un modelo de elegancia para la juventud escasamente dorada de Elmore, pero ahora notaba sus defectos. Mientras trataba de adivinar cómo se anudaba Jimmy la corbata, le proporcionó cordialmente una información.
Sí, debía haber buenas posibilidades en el ramo del calzado. En el pueblo no existía un solo comercio que vendiera exclusivamente zapatos. Estos se vendían en los almacenes de ramos generales y bazares. Se hacían muy buenos negocios en todos los ramos.
El empleado del hotel manifestó su esperanza de que el señor Spencer se decidiría a radicarse en Elmore. Ya vería que el pueblo era agradable y la gente muy sociable.
El señor Spencer contestó que se proponía quedarse unos días en el pueblo y estudiar el asunto. No, no hacía falta llamar al botones del hotel. Él mismo subiría su maleta: era bastante pesada.
El señor Ralph Spencer, el ave fénix surgida de las cenizas de Jimmy Valentina -cenizas causadas por las llamas de un repentino acceso de amor- se quedó en Elmore y prosperó. Estableció una zapatería e hizo buenos negocios.
Desde el punto de vista social, obtuvo también éxito y se creó muchas amistades. Y realizó el anhelo de su corazón. Conoció a la señorita Annabel Adams y sus encantos lo cautivaron cada vez más.
Al cabo de un año, la situación del señor Ralph Spencer era la siguiente: se había ganado el respeto de la población, su zapatería prosperaba y estaba comprometido con Annabel, faltando dos semanas para la boda. El señor Adams, un típico banquero rural, activo y laborioso, aprobaba la elección de su hija.
El orgullo que le inspiraba el señor Spencer a Annabel casi igualaba su afecto. Y Jimmy se sentía tan a sus anchas con la familia del señor Adams y de la hermana casada de Annabel como si fuera ya miembro de la misma.
Cierto día, Jimmy se sentó en su cuarto y escribió esta carta, que envió al domicilio de uno de sus viejos amigos de Saint Louis, un lugar seguro:
Querido compañero:
Quiero que estés en el café de Sullivan, en Little Rock, el miércoles próximo a las nueve de la noche, y que me arregles unos asuntitos. Y quiero regalarte también mi caja de herramientas. Sé que te alegrará tenerlas: no conseguirías una igual ni por mil dólares. Mira, Billy. He dejado el oficio… hace un año ya. Tengo un bonito comercio. Me gano la vida honradamente y me voy a casar dentro de dos semanas con la muchacha más linda del mundo. Esa es para mí la única vida posible, Billy: la del camino recto. Ahora no tocaría un dólar ajeno ni por un millón. Cuando me haya casado liquidaré mi negocio y me iré al Oeste, donde no habrá tanto peligro de que me vengan a cobrar cuentas viejas. Te aseguro, Billy, que ella es un ángel. Cree en mí: y yo no cometería otra bribonada ni por todo el oro del mundo. No dejes de esperarme en el café de Sully, porque necesito hablar contigo. Te traeré las herramientas.
Tu viejo amigo
Jimmy
Días después, un lunes por la noche, Ben Price llegó a Elmore sin llamar la atención, en un coche de alquiler. Se paseó perezosamente por el pueblo con su calma habitual hasta encontrar lo que quería. Desde la farmacia que estaba enfrente de la zapatería de Spencer pudo ver bien a Ralph D. Spencer.
-¿De modo que vas a casarte con la hija del banquero, Jimmy? -se dijo en voz muy baja-. Bueno, no estoy seguro.
A la mañana siguiente, Jimmy fue a almorzar a casa de los Adams. Ese día iba a Little Rock para encargar su traje de novio y para comprarle algo hermoso a Annabel. Desde su llegada a Elmore era su primera salida del pueblo. Había transcurrido más de un año desde el último de aquellos “trabajos” profesionales y creía poder aventurarse sin peligro.
Después del almuerzo, toda la familia fue al centro del pueblo: el señor Adams, Annabel, Jimmy y la hermana de Annabel con sus dos niñitas, de cinco y nueve años de edad. Pasaron por el hotel donde se alojaba aún Jimmy y este subió corriendo a su habitación y trajo su maleta. Luego, fueron al banco. Allí
los esperaban el coche de Jimmy y Dolph Gibson, que lo llevaría a la estación del ferrocarril.
Todos entraron en el recinto del banco, franqueando aquellas altas barandillas de roble tallado, inclusive Jimmy, porque el futuro yerno del señor Adams era bienvenido en todas partes. A los empleados les agradaba que los saludara aquel joven agradable y gallardo que se casaría con la señorita Annabel.
Jimmy dejó su maleta en el suelo. Annabel, cuyo corazón rebosaba dicha y animación juvenil, se encasquetó el sombrero de su prometido y tomó la maleta.
-¿Verdad que yo sería un buen viajante? -dijo-. ¡Caramba, Ralph! ¡Qué pesada es! Se diría que está llena de ladrillos de oro.
-Contiene una partida de calzadores de níquel -dijo Jimmy serenamente-. Una partida que debo devolver. Se me ocurrió ahorrarme el gasto del flete llevándolos personalmente. Me estoy volviendo muy económico.
El Banco de Elmore acababa de instalar una nueva caja de seguridad. El señor Adams se enorgullecía mucho de ello e insistió en que todos la inspeccionaran.
La caja era pequeña, pero tenía una nueva puerta patentada. Se cerraba con tres sólidas cerraduras de acero que giraban simultáneamente con una sola manija y que funcionaban con un mecanismo de reloj. El señor Adams le explicó con aire radiante su funcionamiento al señor Spencer, el cual reveló un interés cortés pero no demasiado inteligente. Las dos niñas, May y Agatha, quedaron encantadas al ver el reluciente metal y el extraño mecanismo de reloj y los diales.
Mientras estaban entretenidos así, Ben Price entró espaciosamente y se acodó sobre la barandilla, mirando con aire negligente lo que ocurría allí. Le dijo al pagador que no quería nada, que solo esperaba a un amigo.
Repentinamente, las mujeres profirieron un par de chillidos y hubo un alboroto general. Sin que lo notaran los mayores, May, la niña de nueve años, con ánimo juguetón, había encerrado a Agatha en la caja de hierro. Luego hizo funcionar las cerraduras y girar los diales como se lo viera hacer al señor Adams.
El viejo banquero saltó hacia la perílla y tiró de ella durante unos instantes.
-No es posible abrir esta puerta -gimió-. El mecanismo del reloj no tiene cuerda aún y la combinación no está fijada.
La madre de Aghata volvió a proferir un grito histérico.
-¡Silencio! -dijo el señor Adams, alzando su trémula mano-. Cállense todos por un momento. ¡Agatha! -le gritó a su nietecita con toda la fuerza posible-.
Escúchame.
Durante la pausa que siguió, los presentes solo pudieron oír el débil chillido de la criatura, que gritaba frenéticamente presa del pánico en la oscuridad de la caja.
-¡Tesoro mío! -gimió la madre-. ¡Se morirá de miedo! ¡Abran la puerta! ¡Oh, fuércenla! ¿No pueden ustedes hacer algo?
-Solo en Little Rock hay un hombre que pueda abrir esa puerta -dijo el señor Adam, con vez trémula-. ¡Dios mío! ¿Qué haremos, Spencer? Esa criatura… esa criatura no se puede quedar mucho tiempo ahí. No hay suficiente aire, y además sufrirá convulsiones de miedo.
La madre de Agacha golpeaba con frenesí la puerta de la caja. Alguien sugirió la descabellada idea de usar dinamita. Annabel se volvió hacia Jimmy, con los grandes ojos llenos de angustia, pero sin desesperar aún. A una mujer nada le parece totalmente imposible para el hombre a quien adora.
-¿No podrías hacer algo, Ralph …? ¿No podrías… intentarlo?
-Annabel -dijo-. Dame esa rosa que luces… ¿quieres?
Incrédula, creyendo no haber oído bien, Annabel desprendió el capullo de su pechera y lo depositó en su mano. Jimmy se lo metió en el bolsillo del chaleco, se despojó del saco y se arremangó. Con ese acto, Ralph D. Spencer desapareció y lo substituyó Jimmy Valentine.
-Apártense todos de la puerta -ordenó, lacónicamente.
Puso la maleta sobre la mesa y la abrió. A partir de este momento pareció no notar la presencia de nadie. Sacó con rapidez y ordenadamente las relucientes y extrañas herramientas, silbando para sí como lo hacía siempre cuando trabajaba. Sumidos en un profundo silencio e inmóviles, los demás lo observaban como hechizados.
Al cabo de un minuto, el taladro favorito de Jimmy penetraba suavemente en la puerta de hierro. A los diez -superando su propio récord de ladrón- Jimmy descorrió los pasadores y abrió la puerta.
Agatha, casi desvanecida pero ilesa, cayó en brazos de su madre.
Jimmy Valentine se puso el saco, franqueó la barandilla y se dirigió hacia la puerta del banco. Al hacerlo le pareció oír que una lejana voz, conocida antaño, le gritaba: “Ralph!”. Pero no vaciló.
En la puerta parecía esperarlo un hombre corpulento.
-¡Hola, Ben! -dijo Jimmy, siempre con su extraña sonrisa-. Por fin me ha echado el guante… ¿eh? Bueno, vamos. Ahora creo que tanto me da.
Y entonces Ben Price obró de una manera bastante extraña.
-Creo que se equivoca, señor Spencer -dijo-. Que yo sepa, no lo conozco. Tengo entendido que su coche lo espera… ¿verdad?
Y Ben Price le volvió la espalda y echó a andar despaciosamente calle abajo.

FIN


2 de octubre de 2017

EL ZORRO EN EL AGUA Richard Adams



El hermano zorro sabe que va a salir muy mal parado.
Joel Chandler Harris, Uncle Remus


-Los zorros -decía en ese momento Diente de León mordisqueando una ramita de pimpinela y tendiéndose bajo el sol del atardecer-, los zorros pueden causar muchos problemas si viven cerca de donde uno vive. Nosotros no hemos tenido ningún problema desde que estamos aquí, gracias a Frith, y espero que siga así.
-Pero tienen un olor muy fuerte -dijo Pelucón-, y además, por muy astutos que sean, es fácil verlos por el color.
-Lo sé. Pero es malo que un zorro se instale cerca de una madriguera, porque es difícil para los conejos permanecer todo el tiempo alerta. -Y continuó:

Dicen que, en una ocasión, en la madriguera de El-ahrairah tuvieron dificultades porque un zorro instaló su guarida en las inmediaciones. En realidad eran una pareja. Estaban subiendo a su camada y, como necesitaban cazar para comer, la madriguera no tenía un momento de paz. El problema no era que perdieran muchos conejos, aunque sí perdieron algunos, sino la continua tensión y el miedo, que hicieron que en la madriguera los ánimos decayeran rápidamente. Todos esperaban que El-ahrairah encontrara una solución, pero él estaba tan perdido como los demás. Hablaba poco, y sus conejos suponían que era porque estaba dándole vueltas al asunto. Pero los días pasaban y la situación no cambiaba. La ansiedad empezaba a inquietar a las hembras.
Una mañana El-ahrairah desapareció. Ni siquiera Rabscuttle, el capitán de su Owsla, tenía idea de adónde podía haber ido. Cuando vieron que pasaba un día, y después otro, y que no regresaba, algunos empezaron a murmurar que los había abandonado y se había ido a buscar otra madriguera. Todos se sintieron abatidos, sobre todo más tarde cuando, aquel mismo día, el zorro mató a otro conejo.
El-ahrairah había estado errando casi en trance. Necesitaba tiempo y espacio para pensar. Necesitaba encontrar algo que le ayudara a solucionar el terrible problema de la madriguera.
Pasó dos días por las afueras de una ciudad. No hubo nada que lo perturbara, pero su mente seguía sin decidirse. Una tarde, cuando yacía medio dormido en una zanja, junto a un huerto, se sobresaltó al oír que algo se arrastraba cerca de él. Pero no era un enemigo, era Yona, el erizo, que buscaba comida. El-ahrairah lo saludó amablemente y charlaron un rato.
-Es muy difícil encontrar babosas -le dijo el erizo-. Parece que cada vez hay menos, sobre todo en otoño. No sé dónde se meten.
-Yo te lo diré -le respondió El-ahrairah-. Están en los huertos de esta ciudad. Los huertos están llenos de verduras y flores, y eso las atrae. Si quieres babosas, entra en los huertos de los humanos.
-Pero me matarán -dijo Yona.
-No, al contrario. Ahora lo veo. Te recibirán con los brazos abiertos, porque saben que vienes a comerte las babosas. Harán lo que sea para que te quedes. Ya lo verás.
Así es que Yona se introdujo en los huertos de los humanos y prosperó, tal como había dicho El-ahrairah. Y desde aquel día, los erizos han frecuentado los huertos y han sido bien recibidos por los hombres.
El-ahrairah siguió deambulando, con la mente enturbiada. Dejó la ciudad y pronto se encontró en tierra de cultivos. Y había allí conejos. Él no los conocía, pero ellos sí sabían quién era él y solicitaron su consejo.
-Mirad -le dijo su conejo jefe-, aquí hay un bonito campo de verduras. Pero el granjero sabe que somos muy listos, y por eso lo ha rodeado con un alambre, y lo ha enterrado tan hondo que no podemos llegar hasta él. Mirad todo el trabajo que han hecho nuestros mejores excavadores, y sin embargo no pueden llegar al fondo del alambre. ¿Qué debemos hacer?
-No vale la pena seguir intentándolo -dijo El-ahrairah-. Sería una pérdida de tiempo.
En ese momento una bandada de grajos llegó volando desde el cielo. Su jefe se posó junto a El-ahrairah y le habló.
-Vamos a caer sobre ese campo y lo haremos pedazos. ¿Quién nos va a detener?
-El hombre os espera -le dijo El-ahrairah-. Está escondido entre los arbustos con su escopeta. Si entráis ahí os matará.
Pero el jefe de los grajos no le hizo caso y voló con su bandada sobre la alambrada. En cuanto entraron en el campo de verduras, dos escopetas empezaron a disparar, y no pudieron escapar sin perder antes a cuatro de los suyos. El-ahrairah aconsejó a los conejos que no se metieran en aquel lugar y así lo hicieron.
Dicen que después de esto El-ahrairah se alejó más y más en su búsqueda, y allá adonde iba, siempre daba buenos consejos y ayudaba a los pájaros y a los otros animales. En su camino encontró ratones, ratas de agua e incluso una nutria, que no le hizo daño. Pero seguía sin encontrar la respuesta.
Por fin, un día llegó a una gran extensión de terreno comunal, donde el suelo de turba negra aparecía cubierto durante kilómetros y kilómetros de brezo, enebros y abedules de los cánoes. En aquella zona pantanosa había plantas que comían insectos y murajes de las marismas, y los culiblancos que revoloteaban de un lado a otro no le decían nada a El-ahrairah, porque no lo conocían. Pasó por aquellos parajes como extranjero, hasta que al fin, agotado, se tumbó en un lugar donde daba el sol, sin pararse a pensar que algún armiño o alguna comadreja descarriados pudieran pasar por allí.
Mientras dormitaba sintió la presencia de alguna criatura muy cerca de él, y al abrir los ojos vio que una serpiente lo observaba. No tuvo miedo de la serpiente, por supuesto; la saludó y esperó para ver qué le decía.
-¡Qué frío! -dijo por fin la serpiente-. ¡Qué frío hace!
El día era cálido y soleado y a El-ahrairah casi le sobraba la piel. Cautelosamente, alargó una pata y tanteó con ella el cuerpo de la serpiente. Realmente estaba muy frío. Reflexionó sobre este hecho, pero no pudo encontrar ninguna explicación.
Estuvieron tendidos sobre la hierba durante largo rato, hasta que El-ahrairah reparó en algo que no se había parado a pensar.
-Tu sangre no es como la nuestra -le dijo a la serpiente-. No tienes pulso, ¿verdad?
-¿Qué es pulso?
-Ven y sentirás el mío.
La serpiente se pegó a El-ahrairah y sintió cómo latía su corazón.
-Ése es el motivo de que estés fría. Tu sangre es fría. Serpiente, tienes que yacer bajo el sol todo el tiempo posible. Cuando no lo hagas, estarás adormecida. Pero cuando estés bajo el sol, éste calentará tu sangre y te sentirás más activa. Ésa es la respuesta a tu problema, el calor del sol.
Siguieron tendidos bajo el sol algunas horas más, hasta que la serpiente empezó a revivir y sintió ganas de cazar.
-Eres un buen amigo, El-ahrairah -le dijo la serpiente-. Había oído antes que has ayudado a muchas criaturas con tu consejo. Quiero ofrecerte un regalo. Te daré el poder hipnótico que tengo en mis ojos. Pero si alguna vez lo utilizas, ten cuidado, porque no dura mucho. ¡Mírame fijamente!
El-ahrairah miró directamente a los ojos de la serpiente y sintió que su voluntad se esfumaba, no podía moverse. Al cabo, la serpiente apartó la mirada.
-Ya está -le dijo, así es que El-ahrairah se levantó y se despidieron.
El-ahrairah emprendió el camino de regreso. Era larga la distancia que le separaba de su madriguera, y no fue sino hasta la tarde siguiente que la avistó.
Según se cuenta, para llegar a la madriguera, El-ahrairah debía cruzar un pequeño puente que pasaba sobre un arroyuelo. El-ahrairah se detuvo en el puente y esperó, pues en su corazón sabía lo que iba a suceder.
Poco después, el zorro salió del bosque. El-ahrairah lo vio venir y su corazón titubeó, pero se quedó donde estaba hasta que el zorro llegó junto a él y empezó a relamerse.
-¡Un conejo! -dijo el zorro-. ¡Por mi vida! Un conejo fresco y regordete. ¡Qué suerte!
Y entonces El-ahrairah le dijo al zorro:
-Puede que huelas a zorro y que seas un zorro, pero yo puedo leer tu destino en el agua.
-¡Ja, ja! -dijo el zorro-, ¿que puedes leer mi destino? ¿Y qué es lo que ves en el agua, amigo mío? ¿Conejos rollizos que corren por la hierba?
-No -replicó El-ahrairah-, no son conejos lo que veo, sino rápidos sabuesos que siguen un rastro, y a mi enemigo que corre para salvar su vida.
Y con esto se volvió y miró al zorro fijamente a los ojos. El zorro lo miró también y se dio cuenta de que no podía apartar la mirada y fue como si empequeñeciera y se encogiera ante él. A El-ahrairah, como en un sueño, le pareció que veía grandes perros que corrían colina abajo, y hasta pudo oír débilmente sus ladridos.
-¡Vete! -le susurró al zorro-. ¡Vete y no vuelvas jamás!
El zorro, como hechizado, se levantó y fue tambaleándose hasta el borde del puente e intentó saltar, pero cayó. El-ahrairah lo vio flotar con la corriente. Consiguió salir por la orilla más alejada y se escabulló entre los arbustos.
El-ahrairah, exhausto por el terrible encuentro, volvió a la madriguera, donde todos sus conejos se alegraron de verle. El zorro y su hembra desaparecieron, y seguramente explicaron lo sucedido, porque nunca vino ningún otro zorro a ocupar su sitio y la madriguera tuvo por fin paz, igual que nosotros, loado sea Frith.

Fin


30 de agosto de 2017

EL HOMBRE SUPERIOR Víctor Giménez Morote



Jajali era un famoso asceta, es decir, uno que practicaba una auto disciplina extrema. Tenía un profundo conocimiento de los Vedas,1 los libros sagrados más antiguos, y atendía los fuegos sacrificiales. Jajali realizaba largos ayunos. Durante la estación de las lluvias dormía al aire libre y permanecía de día bajo el agua.

1. Son los textos de los que arranca la religión hinduista. Hay cuatro textos. Se complementan con los Upanisads.
En la estación del calor Jajali no aceptaba ninguna protección contra el ardiente sol ni el cortante viento. Dormía en los lugares más incómodos y manchaba su cuerpo, incluso sus cabellos, con porquerías y fango. Si quería usar alguna ropa, la hacía de trapos y pieles. Viajaba por toda la tierra atravesando los bosques, las montañas y las orillas del océano. Una vez, cuando estaba cerca del océano, decidió ocultarse bajo sus aguas. Era capaz de hacerlo mediante las grandes autodisciplinas que conocía. También podía proyectar su mente en todas las direcciones y tomar consciencia de todo lo que sucedía en diferentes partes del mundo.
Estaba Jajali sentado un día en el fondo del océano, pensando en cómo su mente podía viajar por todos los lugares, cuando la soberbia nació en su corazón y se dijo a sí mismo que no había nadie como él en todo el mundo. Cuando se estaba jactando de esto una voz resonó en su oído. Era la voz de un espíritu que le estaba cuidando.
-No deberías presumir así, nobilísimo brahmín. Yo conozco a un vendedor, un hombre muy virtuoso que vive en Benarés, que se gana la vida comprando y vendiendo perfumes. Muchos dicen que es el más virtuoso de los hombres, ¡pero él no tiene ni un pensamiento de orgullo!
-¡Un vendedor! -dijo el asceta-. Deseo ver aese maravilloso vendedor. Dime dónde vive e iré ahora mismo.
El espíritu le dio las oportunas indicaciones y Jajali dejó su asiento acuático y se fue hacia Benarés.
En el camino encontró un bosque, donde decidió pasar un tiempo practicando austeridades corporales. Durante muchos días permaneció absolutamente inmóvil. No movía ni un músculo y su apariencia era más la de un pilar de piedra que la de un hombre, con un gran montón de suciedad, su descuidado pelo en lo alto.
Sucedió que poco después dos pájaros, buscando un lugar donde construir su nido, decidieron que no encontrarían mejor lugar que la cabeza del asceta. Así que construyeron su nido entre sus cabellos usando para ello pajas y hierba.
Poco después el nido se llenó de huevos, pero Jajali ni se movió. La piedad le impidió hacerlo. Cuando los huevos hubieron madurado, las jóvenes aves emergieron. Los días pasaron y sus plumas crecieron. Cuando hubieron pasado más días, empezaron a volar. Más tarde aún empezaron a acompañar a sus padres varias horas al día en su búsqueda de comida. Pero ahora que el asceta había cumplido con sus obligaciones, en cuanto al bienestar de sus huéspedes, siguió sin moverse.
Llegó un momento en el que las aves estuvieron ausentes durante una semana, pero él siguió esperando por si volvían. Finalmente esperó durante un mes y, cuando vio que no volvían, consideró que habían abandonado el nido para siempre y que, por lo tanto, ya era libre para moverse.
Por desgracia, Jajali se sentía muy orgulloso de sí mismo por estimular su noble conducta.
«No hay nadie semejante a mí en todo el mundo», se dijo a sí mismo. «Debo de haber adquirido un gran mérito por este acto de generosidad.»
Se sentía tan orgulloso de sí que empezó a dar palmadas con manos y a bailar diciendo:
-¡No hay nadie como yo en ningún lugar!
Y una vez más oyó una voz que parecía salir del cielo que le dijo:
-¡Jajali! No digas eso. No eres tan bueno como el vendedor de Benarés y él no presume como tú lo haces.
El corazón de Jajali se llenó de rabia y decidió ir a Benarés sin más tardanza y ver a ese maravilloso vendedor.
Cuando llegó a Benarés, la primera persona que vio fue el vendedor, atareado en su tienda, comprando y vendiendo hierbas y perfumes. El vendedor le vio y le llamó con afecto.
-Te he esperado, nobilísimo brahmín, durante largo tiempo. He oído hablar de tu gran ascetismo, de cómo has vivido inmerso en el océano y de cuanto has realizado, incluso de los pájaros que has alojado en tu cabeza. Sé también de la soberbia que anida en tu corazón y de las voces que te la han reprochado. Estás enfadado y por eso has venido aquí. Dime lo que deseas. Mi mayor deseo es ayudarte.
El brahmín replicó:
-Tú eres un vendedor, amigo mío, y el hijo de un vendedor.
¿Cómo ha podido una persona como tú, que gastas la mayor parte de tu tiempo comprando y vendiendo, adquirir tanto conocimiento y sabiduría? ¿De dónde ha salido?
-Mi conocimiento y sabiduría -dijo el vendedor- consisten nada más que en seguir y obedecer aquella antigua enseñanza que todo el mundo conoce y que habla de la universal amistad y bondad de los hombres y los animales. Yo gano mi sustento con el comercio, pero me precio de ser siempre justo. Nunca he estafado ni injuriado a nadie ni de pensamiento ni de palabra o hecho. Nunca me he peleado ni he asustado, ni he odiado, ni he abusado, ni he difamado a nadie. Estoy convencido de que vivir así conduce a la prosperidad y al cielo con tanta seguridad como la vida de mortificación y sacrificio.
Prosiguiendo, el vendedor se volvió más y más enérgico y crítico, incluso un poco presuntuoso. No sólo condenaba la muerte de animales, sino que también manifestó su desacuerdo con la agricultura, ya que causa heridas a la tierra y es la causa de la muerte de muchas pequeñas criaturas que viven en el suelo, además de suponer el trabajo forzado de los bueyes y los esclavos. Del sacrificio de los animales dijo que había sido establecido por los glotones sacerdotes. El verdadero sacrificio era el sacrificio realizado por la mente y, si el pueblo deseaba realizar sacrificios, debían usarse hierbas, frutos y bolas de arroz. Dijo no creer en las peregrinaciones, que no era necesario vagabundear por el país visitando ríos y montañas sagradas. Que no hay lugar más sagrado que la propia alma.
Jajali estaba indignado. Dijo que el poseedor de una escala de valores así debía de ser un ateo. ¿Dónde viviría el hombre si no podía pisar el suelo? ¿Qué comería? Y respecto a los sacrificios, dijo que el mundo llegaría a su fin si dejasen de hacerlos.2

2. Existe la creencia generalizada en la India de que si se dejasen de hacer sacrificios a los dioses, éstos, enfadados, acabarían con el mundo.
El vendedor declaró que si un hombre comprendiera las enseñanzas reales de los Vedas, no necesitaría pisar el suelo. En los antiguos días la tierra producía todo lo que era necesario. Las plantas y las hierbas crecían por sí mismas.
A pesar de la fuerza de los argumentos del vendedor, el asceta no estaba convencido. Hablaron durante mucho tiempo. Algún tiempo después ambos murieron y cada uno fue a su paraíso particular. Sus paraísos fueron tan diferentes como lo habían sido sus formas de vida.

FIN



UN NIÑO PIENSA Camilo José Cela




Da gusto estar metido en la cama, cuando ya es de día. Las rendijas del balcón brillan como si fueran de plata, de fría plata, tan fría como el hierro de la verja o como el chorro del grifo, pero en la cama se está caliente, todo muy tapado, a veces hasta la cabeza también. En la habitación hay ya un poco de luz y las cosas se ven bien, con todo detalle, mejor aún que en pleno día, porque la vista está acostumbrada a la penumbra, que es igual todas las mañanas, durante media hora; la ropa doblada sobre el respaldo de la silla; la cartera —con los libros, la regla y la aplastada cajita de cigarrillos donde se guardan los lápices, las plumas y la goma de borrar— está colgada de los dos palitos que salen de encima de la silla, como si fueran dos hombros; el abrigo está echado a los pies de la cama, bien estirado, para taparle a uno mejor. Las mangas del abrigo adoptan caprichosas posturas y, a veces, parecen los brazos de un fantasma muerto encima de la cama, de un fantasma a quien hubiera matado la luz del día al sorprenderle, distraído, mirando para nuestro sueño... Se ve también el vaso de agua que queda siempre sobre la mesa de noche, por si me despierto; es alto y está sobre un platito que tiene dibujos azules; en el fondo se ve como un dedo de azúcar que ha perdido ya casi todo su blanco color. Si se le agita, el azúcar empieza a subir como si no pesase, como si le atrajese un imán... Entonces, uno ladea la cabeza, para verlo mejor, y del borde del vaso sale un destello con todos los colores del arco iris que brillan, unas veces más, otras veces menos, como si fuera un faro; es el mismo todas las mañanas, pero yo no me canso nunca de mirarlo. Si un pintor pintase un vaso con agua hasta la mitad y un reflejo redondo en el borde con todos los colores, un reflejo que parece una luz y que saliese del cristal como si realmente fuera algo que pudiésemos coger con la mano, estoy seguro de que nadie le creería.
Volvemos a dejar caer la cabeza sobre la almohada y tiramos del abrigo hacia arriba; notamos fresco en los pies, pero no nos apura, ya sabemos lo que es; sacamos un pie por abajo y nos ponemos a mirar para él. Es gracioso pensar en los pies; los pies son feos y mirándolos detenidamente tienen una forma tan rara que no se parecen a nada; miro para el dedo gordo, pienso en él y lo muevo; miro entonces para el de al lado, pienso en él y no lo puedo mover. Hago un esfuerzo, pero sigo sin poderlo mover; me pongo nervioso y me da risa. Los cuatro dedos pequeños hay que moverlos al mismo tiempo, como si estuvieran pegados con goma; los dedos de la mano, en cambio, se mueven cada uno por su cuenta. Si no, no se podría tocar el piano, la cosa es clara; en cambio, con los pies no se toca el piano; se juega al fútbol y para jugar al fútbol no hay que mover los dedos para nada... Entonces desearía ardientemente estar ya en el recreo jugando al fútbol; miro otra vez para el pie y ya no me parece tan raro. A lo mejor, con este pie, saco de apuros al equipo, cuando el partido está en lo más emocionante y se ve al padre Ortiz que cruza el patio para tocar la campana. Después, en la clase, todos me mirarían agradecidos. ¡Ah! Pero, a veces, ese pie no me sirve para nada; me cogerán hablando y me ponen debajo de la campana, mirando para la pared; la pared es de cal y con el pie me entretengo en irle quitando pedazos, poco a poco. Pero eso tampoco es divertido...
Vuelvo a tapar el pie, rápidamente; de buena gana me pondría a llorar...
Pienso: a las botas les pasa como a las violetas o a las hortensias azules... Es curioso: se van a dormir al office porque nadie se atreve a dejarlas de noche dentro de la habitación... Cuando pienso unos instantes en las violetas me invaden unas violentas ganas de llorar. Después lloro, lloro con avidez unos minutos, y llego a sentirme tan feliz al ser desgraciado que de buena gana me pasaría la vida en


la cama, sin ir al colegio, sin salir a jugar a ningún lado, sólo llorando, llorando sin descanso...
Me disgusta no ser constante, pero cuando lloro, por las mañanas acabo siempre por quedarme dormido. Duermo no sé cuánto tiempo, pero cuando me despierta mi madre, que es rubia y que tiene los ojos azules y que es, sin duda alguna, la mujer más hermosa que existe, el sol está ya muy alto, inundándolo todo con su luz.
Me despierta con cuidado, pasándome una mano por la frente como para quitarme los pelos de la cara. Yo me voy dando cuenta poco a poco, pero no abro los ojos; me cuesta mucho trabajo no sonreír... Me dejo acariciar, durante un rato, y después le beso la mano; me gusta mucho la sortija que tiene con dos brillantes. Después me siento en la cama de golpe, y los dos nos echamos a reír. Soy tan feliz...
Me visten y después viene lo peor. Me llevan de la mano al cuarto de baño; yo voy tan preocupado que no puedo pensar en nada. Mi madre se quita la sortija para no hacerme daño y la pone en el estantito de cristal donde están los cepillos de los dientes y las cosas de afeitarse de mi padre; después me sube a una silla, abre el grifo y empieza a frotarme la cara como si no me hubiera lavado en un mes. ¡Es horrible! Yo grito, pego patadas a la silla, lloro sin ganas, pero con una rabia terrible, me defiendo como puedo... Es inútil; mi madre tiene una fuerza enorme. Después, cuando me seca, con una toalla que está caliente que da gusto, me sonríe y me dice que debiera darme vergüenza dar esos gritos; nos damos otro beso.
Si el desayuno está muy frío, me lo calientan otra vez; si está muy caliente, me lo enfrían cambiándolo de taza muchas veces...
Después me ponen la boina y el impermeable. Mi madre me besa de nuevo, porque ya no me volverá a ver hasta la hora de la comida.


FIN



1 de agosto de 2017

EL MILAGRO DE SAN ANTONIO Vicente Blasco Ibáñez



Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.
A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.
Al volver a su casa, después de amanecido, le habían entregado una carta traída en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenía así. Parecía que era ella la que le escribía, citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!
Hacíale gracía pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o, como decía él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas si tenía noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabía que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residía largas temporadas en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es Paris ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los dias a la hora en que, el frac arrugado y la pechera abombada, se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerias.
Se casaron muy jóvenes, casi unos niños, y los revisteros mundanos hablaron mucho de aquella hermosa pareja que todo lo tenían para ser felices: ricos y casi sin familia. Primero, los arrebatos de pasión:
una dicha que, encontrando estrecho el elegante nido de los recién casados, paseaba su insolencía feliz por los salones para dar envidía al mundo; después, la monotonia, el cansancio, la separación lenta e insensible, sin dejar por esto de amarse; a él le atraían sus amistades de soltero, y ella protestaba con escenas y choques que hacían odiosa para Luis la vida conyugal. Ernestina quiso vengarse, haciendo sentir celos a su marido; se entregó con entusiasmo a tan peligroso juego, y tuvo sus coqueteos comprometedores con cierto attaché de Legación americana, que hasta alcanzaron visos de infidelidad.
Bien sabía Luis que la cosa no tenía malicia; pero, ¡qué demonio!, él no servía para casado, le abrumaba aquella vida, y aprovechó la ocasión, tomando el asunto en serio. Con el americano se arregló, propinándole una estocada leve. ¡Pobre muchacho, qué gran servicio le había prestado sin saberlo! Y de Ernestina se separó sin escándalo, sin intervenciones judiciales. Ella, con sus parientes, con quien le diese la gana, y él, otra vez a su cuarto de soltero, como si nada hubiera pasado y sus dos años de matrimonio fuesen un largo viaje por el pais de las quimeras.
Ernestina no se resignaba, y se revolvió, queriendo volver a Luis. Le amaba de veras; lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero, aun cuando esto halagaba a Luis, provocaba su indignación como una amenaza a su libertad, milagrosamente recobrada. Por esto oponía la más terminante negativa a los señores respetables, antiguos amigos de la familia, que su mujer le enviaba como embajadores; ella misma fue varias veces a la casa, sin conseguir que le franqueasen la puerta, y tan tenaz era la resistencía de Luis, que hasta dejó de asistir a ciertas reuniones, adivinando que allí protegían a su esposa, y algún día procurarían que se encontrasen casualmente.
¡Bueno era él para ablandarse! Era un marido ultrajado, y ciertas cosas, ¡vive Dios!, nunca se olvidan.
Pero su conciencia de buen muchacho le replicaba con dureza:
«Tú eres un pillo que finges ultrajes por conservar tu libertad. Te presentas como marido infeliz para seguir soltero, haciendo infelices de veras a otros maridos. Te conozco, egoista.»
Y la conciencia no se engañaba. Sus cinco años de emancipación habían sido para él muy alegres; sonreía recordando sus éxitos, y ahora mismo pensaba con fatuidad en aquella desconocida que le aguardaba:
alguna mujer que él habría conocido en los salones y tenía interés en rodear de misterio su pasión. Ella había tomado la iniciativa con una carta insinuante; después mediaron preguntas y respuestas en las planas de anuncios de los periódicos ilustrados, y, por fin, aquella cita, a la cual acudía Luis con la ansiedad que despierta lo desconocido.
El carruaje se detuvo ante San Antonio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña a su cochero de que esperase. Había entrado a su servicio, cuando él vivía aún con Ernestina; era el eterno testigo de sus aventuras, le seguía fiel y obediente en todas las correrías de su viudez; pero pensaba con envidia en los pasados tiempos, deseando trasnochar menos.
Buena mañana de primavera. La gente alegre gritaba en los merenderos; pasaban por entre la arboleda, rápidos como pájaros de colores, los encorvados ciclistas con sus camisetas rayadas; por la parte del río sonaban cornetas, y sobre el follaje, enjambres de insectos ebrios de luz, moscardoneaban, brillando como chispas de oro. Luis, influido por el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas, venían a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. ¡Aquéllos eran buenos tiempos!
Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del tranvía y se dirigía al encuentro de Luis. Vestía de negro, y el velillo del sombrero cubría su cara. Esbelta y de gracioso andar, sus caderas movíanse con armónica cadencia, y a cada paso resonaba el frufrú de la fina ropa interior.
Luis percibía el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo. Si; era ella. Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó antes que su vista.
¡Ernestina!
Creyó en una traición. Alguien había avisado a su mujer. ¡Qué situación tan ridícula! … ¡Y la otra que iba a llegar!
-¿A qué vienes?… ¿Qué buscas?
-Vengo a cumplir mi promesa. Te cité a las diez, y aquí estoy.
Y Ernestina añadió con triste sonrisa:
-A ti, Luis, para verte, hay que apelar a estratagemas que repugnan a una mujer honrada.
¡Cristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable había salido de casa tan temprano! ¡Citado por su propia mujer! ¡Cómo reinan los amigos del Casino al saber aquello!
Dos lavanderas se pararon en el camino, a corta distancia, con pretexto de descansar, sentándose sobre sus talegos de ropa. Querían oir algo de lo que se decían los señoritos.
-¡Sube…, sube! -dijo Luis a su esposa con acento imperioso. Le irritaba lo ridiculo de la escena.
El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar.
Ella comenzó. ¡Ah la maldita! Era un muchacho con faldas; siempre lo había dicho Luis. Por esto la huía, teniéndole mucho miedo, porque, a pesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡ Señor, y qué educación dan a las niñas en esos colegios franceses!
-Mira, Luis…; pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eres mi marido, y contigo debo vivir. Trátame como quieras: pégame; te querré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mío y no te suelto. Olvidemos lo pasado, y aún podemos ser felices. Luis, Luis mío, ¿qué mujer puede quererte como la tuya?
¡Vaya un modo de entrar en materia! Él quería callar, mostrarse altivo y desdeñoso, fatigarla con su frialdad, para que le dejara tranquilo; pero aquellas palabras le pusieron fuera de sí.
¿Volver a unirse? En seguida. ¿Acaso estaba loco?… ¡Ah señora! Olvida usted, sin duda, que hay cosas que jamás se perdonan; cosas… En fin: que quien bien está, que no se mueva. Ellos no servían para casados, no congeniaban; bastaba recordar el infierno en que se desarrollaron sus últimos meses de matrimonio. Él se encontraba bien; a ella no le probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes (palabra de honor, señora), y sería una locura deshacer por tonterías lo que el tiempo había hecho sabiamente.
Pero ni el ceremonioso usted ni las razones de Luis convencían a la señora. Ella no podía seguir así. Ocupaba en la sociedad una posición muy equivocada; casi la igualaban con mujeres infieles; era objeto de declaraciones y asiduidades que la sublevaban; creíanla una joven alegre y fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte a otra, como el Judío Errante.
-Di, Luis: ¿es esto vivir?
Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa.
Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos. Valses y polcas formaban el acompañamiento de aquella voz triste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis pensaba que el sitio para el encuentro había sido escogido con premeditación. Todo hablaba allí del amor legítimo sometido a reglamentación oficial. Aquí, dos bodas; en el restaurante de más allá, otras; en último término, un cortejo nupcial, zarandeándose al compás de los pianos, con la panza repleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis. ¡Todo Dios se casaba! … ¡Qué brutos!… ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!…
Atrás se quedaron los Viveros, con sus regocijadas bodas; los valses sonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, hablando cada vez más cerca del oído de su esposo.
Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía celosa. «Si, Luis; ríe cuanto quieras.» Celosa desde hacía un año, en vista de sus locos amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo: su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su marido, que era lo único que tenía en el mundo?
Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnífico. ¡Ah señora! ¡Y cuán mal le aconsejaban sus amigos! Él hacía su santa voluntad, ¿estamos? No tenía que dar cuenta a nadie, pues, de darlas, también tendría que exigírselas a ella, «~recuerde usted, señora! … Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.»
Y mientras enumeraba sus desdichas, que, en el fondo, no le importaban un comino, y llamaba infidelidades a lo que fueron imprudentes coqueterías, todo con voz y ademanes que recordaban sus abonos en el Español y la Comedia, Luis iba fijándose en su mujer.
¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bonita, pero débil y delicada, que tenía horror al escote, no queriendo enseñar lo saliente de sus clavículas. Los cinco años de separación habían hecho de ella una mujer adorable, espléndida, con las redondeces, el color y la suavidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que fuese su mujer! ¡Cómo debían desearla los que no estaban en su caso!
-Si, señora. Puedo hacer lo que guste, y no tengo que dar cuenta de mis acciones… Además, cuando se tiene el corazón destrozado, hay que aturdirse, olvidar, y yo tengo derecho a todo…, a todo, ¿lo entiende usted?, para olvidar que he sido muy desgraciado.
Le encantaban sus palabras; pero no pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metía sus rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comenzaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable… ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina!
Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del expréso que unos años antes los había llevado a París, ebrios de dicha y palpitantes de deseo.
Y ella, con aquella facilidad que siempre había tenido para leer sus pensamientos, se aproximaba a él tierna y sumisa, como una victima, pidiendo el martirio a cambio de un poco de cariño, arrepintiéndose de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándole con el perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que, estremeciéndole, envolvía su cerebro en humareda embriagadora.
Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de los amigotes era su única defensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación? Aquél era un hombre. Había que terminar una escena que juzgaba ridícula.
-No, Ernestina -dijo, por fin, tuteando a su mujer-. Nunca nos uniremos. Te conozco; todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, y como si no nos conociéramos…
Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda. Lloraba, descansando la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducía el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.
Luis hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!… Pero no; lloraba de veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientos nerviosos que conmovían todo su cuerpo.
Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaban fuera de la Puerta de Hierro: no pasaba nadie en aquel momento por el camino.
-Trae agua…, cualquier cosa. La señorita está enferma.
Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su mujer.
-Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña.
Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la precipitación había olvidado el vaso.
-No importa; bebe.
Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido. Nada de mejunjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fila. Tenía una palidez fresca, de rosada transparencia.
Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían para ajustarse al cuello de la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba, resbalando lentamente por la barbilla, redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible pelicula de la epidermis. Él la seguía con la vista, aproximándose cada vez más. ¡Iba a caer!… ¡Ya caía!…
Pero no cayó, pues Luis, sin saber casi lo que hacía, la cogió en sus labios, se sintió cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo:
-Por fin…, Luis mio… ¡Si yo ya lo decía! ¡Si eres muy bueno!
Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar su amor, se besaron ruidosamente, sin fijarse en el asombro de la mujer del ventorrillo que recogió la botella.
El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.
-Ya tenemos ama -murmuraba, soltando latigazos a sus bestias-. A casa, pronto, antes que el señorito se arrepienta.
El coche rodaba por la carretera con la arrogancia de un cano triunfal, y en su interior los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse con pasión. El sombrero de Luis estaba a sus pies, y ella le acariciaba la cabeza. Despeinándole, el juego favorito de su luna de miel.
Y Luis reía, encontrando el suceso graciosísimo.
-Nos van a tomar por novios impacientes. Creerán que escapamos de los Viveros por estar solos y libres de convidados.
Al pasar frente a San Antonio Ernestina, reclinada en un hombro de su esposo, se incorporó.
-Mira: ése es quien ha hecho el milagro de unirnos. De soltera le rezaba, pidiéndole un buen marido, y por segunda vez me protege, dándome mi Luis.
-No, vida mia: el milagro lo has hecho tú con tu belleza.
Ernestina dudó algunos instantes, como si temiera hablar, y, por fin, dijo con maliciosa sonrisa:
-¡Ah señor mío! No creas que me engañas. Lo que te vuelve a mi no es el amor tal como yo lo quiero; es eso que llaman mi belleza y los deseos que en ti despierta. Pero he aprendido bastante en estos años de consuelo y soledad. Ya verás, Luis mío. Seré muy buena; te querré mucho… Me tomas como una amante; pero con bondad y con cariño he de conseguir que me adores como a esposa.


FIN