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27 de octubre de 2017

EL CAFÉ DÓNDE DE LA CALLE CUÁNDO José Luis Najenson




EL TIEMPO DEL SEXO, como el peligro, es una cinta de Moébius, invertida e inmanente; tiene fin, pero -igual que la superficie unilateral- puede prolongarse ad infinitum hacia este fin sin alcanzarlo nunca o, consecuentemente, volver a empezar todo de nuevo. En este último capítulo, el más «bizantino» de las Memorias en ambos sentidos de la palabra, las dos paradojas se funden, se confunden, en un mismo diapasón.

Todo volvió a pasar en esa efímera -y por ende eterna- mañana de diciembre, bajo una sabia lluvia que parecía cesar a ratos, como comprendiendo.
Recordé, mientras deambulaba al azar por la calle Allenby de Tel Aviv, cierta erudita disquisición que el Profesor Alfredo Castellanos había hecho más de treinta años atrás, en una de las conventuales aulas de mi Facultad de provincia, sobre el agente de los verbos impersonales: «Llueve», sentenciaba, «es una oración completa, aunque sólo contenga una palabra, pero ¿cuál es el sujeto, qué o quién llueve? Y dejemos el dónde para otro cuándo».
Las respuestas alternativas pertenecían a los arcanos de la filosofía del lenguaje, como el curioso «complemento de lugar meta-físico», que mi viejo maestro había acuñado para la quijotesca «vela de las armas»: un sitio hipotético, inconcreto, más propio de geografías fantásticas que de la gramática castellana.
Bien podría haberse usado aquel concepto para nombrar ese café adosado a una pequeña librería, al que fui a dar durante uno de los chaparrones súbitos, hacia el final de las galerías paralelas de la calle Allenby. Entre dos de ellas, o quizás en la conjunción de todas, carecía de nombre, y una de sus mitades descansaba sobre la acera, cubierta por una lona agalerada con dos rectángulos translúcidos que hacían las veces de ventanas.
De allí se divisaba la cúpula de la antigua Gran Sinagoga de Tel Aviv, un domo ceniciento, que desde ese ángulo inusitado lucía como un templo de otra índole o del pasado. Parecía remedar, también, el título de la novela que acababa de comprarle al inefable Dykler, dos cuadras más arriba: Triste, Solitario y Final, de Osvaldo Soriano. Pero sobre todo, era un rincón demasiado abstracto, ultra-geométrico (aunque no en sentido euclidiano), con un rumor de agua envolvente que debía haberse filtrado por los intersticios de la carpa, bastante visibles. Y sin embargo estaba seco y cálido, brillantemente iluminado en contraste con el grisáceo exterior, y en el medio bullía un fuego de estufa antigua, entre cocina y brasero, que convertía al recinto en una especie de cabaña campesina aislada en la tormenta.
Pero lo más inquietante -como esa y tantas otras veces- que lo hacía merecedor del atributo «metafísico», era la presencia de una mujer desnuda, cuyas ropas se secaban sobre la estufa colonial y su rostro traslucía un perfil, a lo Matisse, borroneado por el velo de la lluvia «de afuera»...
Aquello había ocurrido -por primera vez- hacia finales de los '60, en México, en un café similar (o tal vez idéntico); también inmerso en una galería casi siempre desierta, junto a un puesto de libros viejos, en la calle Universidad del Distrito Federal. El mismo toldo de lona verde, la misma estufa innegable, la imprecisa mujer estirando sus prendas íntimas, empapadas, sobre la rejilla de bronce.
Pero entre ambos, había ahora una barrera intangible que antes no estaba. Entonces me había acercado a ella, deslumhrado por la certeza de su cuerpo, y sus rasgos se fueron acentuando como si alguien, despaciosa, lorquianamente los diseñara: «anchos hombros, fino talle... boca triste y ojos grandes», un pubis enhiesto, de ralo vello azabache, y los pechos pequeños y duros, macizos y redondos como bolas de billar.
Yo no conocía a esa mujer, aunque me acordase de su dolor y estampa. Había venido de un afuera imposible, porque a través de los ventanales, mal protegidos por los aleros de tela basta, se alcanzaba a ver un templo y una calle que no podían estar allí. Todo el entorno y la estancia misma eran un «complemento de lugar metafísico», un sueño semántico, una quimera. No obstante, la mujer parecía real y sus muslos temblaban de frío -o de excitación- entre las ondas de calor ascendente que distorsionaban su forma, sin, al parecer, tocarla.
Cuando el borroso Matisse de su rostro se convirtió en un Mo-digliani casi caricaturesco, de pronunciada lascivia y agresiva tristeza, ya estaba a su lado ofreciéndole mi capa de lluvia «o cualquier otra cosa que pudiera desear», con un ademán que intentaba ser caballeresco y era simplemente obsceno.
«Quiero que se me pase el frío», dijo, «de cualquier modo que sea». Quizá fuera demasiado, e insólito por lo demás, aun para el decidido Donjuán que era yo en esa época. Tampoco las mexicanas solían ir tan al grano, sabedoras de caminos más misteriosos y enrevesados. Atiné apenas a ofrecerle un trago, mientras ella se ponía mi capa, no sin dejarla lo suficientemente entreabierta para que nada, o muy poco, quedase librado a la imaginación. (Así noté que las perfectas esferas de sus senos estaban cuarteadas, como si fuesen, en verdad, del más puro marfil).
Nos sentamos en la mesa más cercana al fuego, con sendos vasos de ron blanco y una música indefinible que brotaba del fondo de la librería, sin que nadie los hubiera pedido; ya que sólo nosotros (o así me parecía) estábamos allí atrapados. Esta sí era una sensación tan nítida, tan exacta, que debía ser verdadera.
A pesar de todo, extrañeza incluida, me fui al humo como cualquier galán atolondrado y comencé a sobarle las tetillas, que yacían, literalmente, en el hueco de mis manos. Eran tan similares a bolas de billar, que hasta creí escuchar un ruido al entrechocarlas y casi se me escapa una carambola, con los singulares medios a mano para ejecutarla. La capa cayó al suelo como un disfraz de medianoche, y nos tumbamos sobre ella, entre las mesas, cual una parejilla de perros trasnochados.
Después, vistiéndose de prisa con la ropa todavía húmeda, sin detenerse a liberar su trenza enredada en los pasamanos del corsé, me dijo en un susurro:
-Vete rápido, he puesto una bomba en las estanterías.
Y miró hacia un rincón del bar, donde campeaba la foto del Presidente Echeverría, cacheteada por un grafito elocuente: Tlatelolco, 68.
Eso fue todo, salí disparado por la abertura verde hacia la lluvia, que no cesaba. La capa quedó como una presa sojuzgada bajo las patas de las sillas.
No logré, o no quise, oír la explosión, o tal vez no se produjo nunca. Creo haberme salvado, haber huido. ¿Por qué entonces he vuelto tantas veces, y todo torna a repetirse casi de la misma manera? La barrera, implacable, se extiende paulatinamente. Esta vez, sólo alcancé a acariciarle los pechos.

FIN

2001 


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