Fue después de una cena de amigos, de viejos amigos. Eran
cinco: un escritor, un médico, y tres solteros ricos sin profesión.
Se había hablado de todo, y se había llegado a una lasitud,
esa lasitud que precede y decide la partida después de una fiesta. Uno de los
comensales, que miraba desde hacía cinco minutos, sin hablar, el agitado
bulevar, constelado por las boquillas del gas y lleno de zumbidos, dijo de
pronto:
-Cuando no se hace nada de la mañana a la noche, los días
son largos.
-Y las noches también -añadió su vecino.
Yo apenas duermo, los placeres me cansan, las conversaciones
no varían; jamás encuentro una idea nueva, y experimento, antes de hablar con
no importa quién, un furioso deseo de no decir nada y no oír nada. No sé qué
hacer con mis veladas.
Y el tercer desocupado proclamó:
-Estaría dispuesto a pagar bien una forma de pasar, cada
día, sólo dos horas agradables.
Entonces el escritor, que acababa de echarse el abrigo al
brazo, se acercó.
-El hombre -dijo- que descubriera un vicio nuevo, y lo
ofreciera a sus semejantes, aunque eso redujera su vida a la mitad, haría un
servicio más grande a la humanidad que aquél que encontrara el medio de
asegurar la salud y la juventud eternas.
El médico se echó a reír, y mientras mordisqueaba un cigarro
dijo:
-Sí, pero las cosas no se descubren de este modo. Aunque se
ha buscado encarecidamente y trabajado el asunto desde que el mundo existe. Los
primeros hombres llegaron de golpe a la perfección en esto. Nosotros apenas los
igualamos…
Uno de los tres desocupados suspiró.
-¡Es una lástima!
Luego, al cabo de un minuto, añadió:
-Si tan sólo pudiéramos dormir, dormir bien sin tener ni
frío ni calor, dormir con ese anonadamiento de las noches de gran cansancio,
dormir sin sueños.
-¿Por qué sin sueños? -preguntó su vecino.
-Porque los sueños no siempre son agradables -respondió el
otro-, y siempre son extraños, inverosímiles, deshilachados, y porque durmiendo
ni siquiera podemos saborear los mejores sueños. Es preciso soñar despierto.
-¿Quién se lo impide? -preguntó el escritor.
El médico arrojó su cigarro.
-Mi querido amigo, para soñar despierto es preciso un gran
poder y un gran trabajo de voluntad, y el resultado es una gran fatiga. El
auténtico sueño, ese paseo de nuestro pensamiento a través de encantadoras
visiones, es con toda seguridad lo más delicioso del mundo; pero es preciso que
venga de forma natural, que no esté penosamente provocado, y que esté
acompañado por un bienestar absoluto del cuerpo. Este sueño puedo ofrecérselo,
a condición de que me prometa no abusar de él.
El escritor se encogió de hombros.
-¡Ah! Sí, ya sé, el hachís, el opio, la confitura verde, los
paraísos artificiales. He leído a Baudelaire; y yo mismo he saboreado la famosa
droga, que me ha puesto terriblemente enfermo.
Pero el médico se había sentado.
-No, el éter, tan sólo el éter. Ustedes, los hombres de
letras, deberían usarlo de vez en cuando.
Los tres hombres ricos se acercaron. Uno de ellos pidió:
-Explíquenos, pues, los efectos.
El médico prosiguió:
-Dejemos de lado las grandes palabras, ¿de acuerdo? No hablo
ni de medicina ni de moral: hablo de placer. Ustedes se libran todos los días a
excesos que devoran sus vidas. Quiero indicarles una sensación nueva, posible
tan sólo para hombres inteligentes, digamos incluso muy inteligentes, peligrosa
como todo lo que excita nuestros órganos, pero exquisita. Añado que les hará
falta una cierta preparación, es decir un cierto hábito, para captar en toda su
plenitud los singulares efectos del éter.
»Son diferentes de los efectos del hachís, de los efectos
del opio y de la morfina; y cesan inmediatamente después de interrumpirse la
absorción del medicamento, mientras que los otros productores de sueños
prosiguen su acción durante horas.
»Ahora intentaré analizar lo más claramente posible lo que
se siente. Pero la cosa no es fácil; tan delicadas, casi inaprehensibles, son
esas sensaciones.
»Sufría violentas neuralgias cuando utilicé este remedio,
del que quizás he abusado un poco después.
»Sentía vivos dolores en la cabeza y en el cuello, y un
insoportable calor en la piel, una inquietud de fiebre. Tomé un gran frasco de
éter y, tras acostarme, me puse a aspirarlo lentamente.
»Al cabo de algunos minutos creí oír un murmullo vago que se
convirtió muy pronto en una especie de zumbido, y tuve la impresión de que todo
el interior de mi cuerpo se volvía ligero, ligero como el aire, que se
vaporizaba.
»Luego hubo una especie de modorra del alma, de soñoliento
bienestar, pese a que persistían los dolores, aunque ahora dejaban de ser
penosos. Era uno de estos sufrimientos que se pueden soportar, y no ese
horrible desgarrar contra el cual protesta nuestro torturado cuerpo.
»Muy pronto, la extraña y encantadora sensación de vacío que
sentía en el pecho se extendió, alcanzó los miembros, que se volvieron a su vez
ligeros, ligeros como si la carne y los huesos se hubieran fundido y sólo
quedara la piel, la piel necesaria para hacerme percibir la dulzura de vivir,
de estar tendido en ese bienestar. Entonces me di cuenta de que ya no sufría.
El dolor se había ido, se había fundido, evaporado. Y oí voces, cuatro voces,
dos diálogos, sin comprender nada de las palabras. Tan pronto no eran más que
sonidos indistintos, tan pronto me llegaba alguna que otra palabra. Pero
reconocí que simplemente era el zumbido acentuado de mis oídos. No dormía,
estaba despierto; comprendía, sentía, razonaba con una claridad, una
profundidad, una potencia extraordinarias, y una alegría de espíritu, una
embriaguez extraña venida de esta multiplicación de mis facultades mentales.
»No era un sueño como con el del hachís, no eran las
visiones un poco enfermizas del opio; era una agudeza prodigiosa del
razonamiento, una nueva forma de ver, de juzgar, de apreciar las cosas de la
vida, y con la certidumbre, la conciencia absoluta de que esta forma era la
verdadera.
»Y la vieja imagen de las Escrituras me vino repentinamente
al pensamiento. Tuve la impresión de que había saboreado el árbol de la
ciencia, que todos los misterios se desvelaban, y que me hallaba bajo el
imperio de una lógica nueva, extraña, irrefutable. Y los argumentos, los
razonamientos, las pruebas, acudían atropellándose hacia mí, derribados de
inmediato por una prueba, un razonamiento, un argumento más fuerte. Mi cabeza
se había convertido en el campo de batalla de las ideas. Era un ser superior,
armado con una inteligencia invencible, y saboreaba una alegría prodigiosa ante
la constatación de mi poder..
»Eso duró mucho, mucho tiempo. Seguía respirando todavía por
el orificio de mi frasco de éter. De pronto, me di cuenta de que estaba vacío.
Y sentí un terrible pesar.»
Los cuatro hombres pidieron a la vez:
-¡Doctor, rápido, una receta para un litro de éter!
Pero el médico se puso el sombrero y respondió:
-En cuanto a eso, no: ¡vayan a hacerse envenenar por otros!
Y se marchó.
Señoras y señores, ¿Qué les dice su corazón al respecto?
FIN
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