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20 de febrero de 2024

UNA PISTOLA CON CORAZÓN William Logan


 


 

Me he convencido de que los asesinos son hombres que aman su trabajo. Al terminar el día, cuando marchan a su casa, tienen realmente la sensación de que han cumplido bien su cometido. Al contrario del empleado de camisa blanca y traje de franela gris, llevan su trabajo hasta el final…, hasta el final de uno u otro.

-No quiero volver sin él -dijo George.

Su mujer, sentada ante la mesa blanca de la cocina, tenía un calcetín y el huevo de zurcir en la mano. Metió el huevo dentro del calcetín, levantó la mirada y preguntó:

-¿Por qué no? ¿Qué diferencia hay?

-En primer lugar, para mí, una gran diferencia -respondió George-. Y en segundo lugar, soy un hombre en el que se puede confiar y tengo que seguir siéndolo. Es cuestión de reputación.

-Terry no va a deshacerse de ti porque vuelvas sin ese hombre -observó su mujer-. Puedes irte y pasar un par de días buscando…, pero buscando de verdad. Sabes perfectamente dónde no está, no sé si me entiendes. Puedes hacer que parezca bien hecho, George. Luego regresas, ¿qué mal hay en ello?

-No me gusta, ahí está el mal -insistió George-. Nunca hice nada como esto.

-Tampoco nunca tuviste un encargo como éste -le recordó su mujer.

George se acercó a la nevera, la abrió, estudió por un momento su contenido, sacó una naranja y empezó a mondarla cuidadosamente, sentado al otro lado de la mesa blanca.

-Ésta no es la cuestión -replicó-. La cuestión es, ¿se puede o no se puede confiar en mí?

-George…

-Me gusta tan poco como a ti, pero Terry sabía lo que hacía al pedirme que me ocupara de esto. Debió de imaginar que yo le conozco mejor que nadie y, por tanto, soy el hombre indicado para encontrarle. Debió de pensarlo así.

George se metió un gajo en la boca. Su mujer no le quitaba ojo de encima, hasta que le preguntó:

-¿Cómo puedes estar sentado aquí comiendo, hablando de ello y sin perder la calma? ¿Para ti no significa nada?

-No digas eso -la recriminó George, tragando otro gajo-. Éramos íntimos. En algún momento, tan íntimos que más parecíamos hermanos. Y lo siento, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

-Puedes hacer lo que te he dicho. Simular bien que has estado buscándole. ¿Nunca has buscado a nadie sin encontrarle?

George movió la cabeza afirmativamente. Se metió otro gajo en la boca, lo masticó y lo tragó.

-Solamente una vez. Luego resultó que el hombre había muerto de muerte natural.

-No importa cómo resultó -insistió su mujer-. ¿Acaso entonces Terry quiso deshacerse de ti?

-Pero no quedó nada contento.

-Pero sigues aquí. -Dejó el calcetín y el huevo de zurcir sobre la mesa-. Sigues estando vivo.

-Sí -asintió George-, claro. Será mejor que me vaya. Me espera un largo viaje.

-Piensa en lo que te he dicho -insistió la mujer-. Quiero decir, piénsalo en serio.

-Claro que sí.

Se levantó, se tragó el resto de la naranja, se ajustó la pistolera y la cubrió con la chaqueta.

-Quizá convenga que me lleve un impermeable -dijo-. Puede que llueva. Nunca se sabe.

Su mujer permaneció sentada, sin contestarle. George fue al armario de la entrada, recogió el impermeable, lo dobló con cuidado y se lo colgó del brazo.

-Te veré cuando te vea.

-George, por favor…

-No discutamos más. Me voy. Tengo que irme.

-No me gusta nada -repitió la mujer.

-Pensaré en lo que me has dicho -aseguró George-. Te lo prometo.

-¿Es que no puedes hacer lo que yo quiera? Es lo mismo que quieres tú, o lo que me dijiste que querías.

-Ya hemos hablado bastante. -Se fue hacia la puerta-. Me voy de verdad.

-¡Por favor, George! -insistió su mujer.

George se encogió de hombros.

-Te llamaré cuando vaya a volver.

George conducía cuidadosamente, no demasiado de prisa; salió de la ciudad hacia la autopista. Había muy poco tráfico; George se permitió el lujo de fumar un pitillo mientras conducía y pensó en lo que iba a hacer a continuación.

Pensó en que Fred era su primo, y que quizá su mujer tuviera razón; había que pensarlo bien. No era lo mismo que ir tras un desconocido. El y Fred se habían querido más que como primos; durante muchos años habían sido como hermanos. George recordaba secretos compartidos, expediciones a las que habían ido juntos. Cuando Fred terminó en la escuela superior, George, un año mayor que él, ya era un correo para la organización y consiguió a Fred su primer empleo.

Ahora Fred había abandonado la organización: anunció que iría por el camino recto y que no quería tener nada que ver con la organización. Naturalmente, Terry también tenía razón; no podía permitir que se saliera con la suya; un hombre en una situación de responsabilidad debía mantener la boca cerrada si alguna vez decidía abandonar. No se podía volver a confiar en un hombre una vez alejado de la organización. Y si ese hombre conocía demasiados secretos, había que eliminarlo. Aparte de lo que decía Terry sobre dar una lección a los demás, estaba la cuestión de que Fred sabía demasiado y George se daba perfecta cuenta de que Terry tenía razón.

Fred no había sido un correo de poca monta ni siquiera un operador independiente cuando se fue, no era como un tenedor de libros o un segundón que apenas sabe nada sobre los jefes y el trabajo de la organización. Él había formado parte del grupo, un principiante que había subido. Nunca anduvo armado, naturalmente; no servía para este tipo de trabajos, y George, que estaba convencido de ser uno de los mejores tiradores de la organización, sabía también cómo era su primo. Fred había sido valioso a su modo, valioso y de confianza. "Si un hombre en un cargo de responsabilidad se aparta de la organización -se dijo George-, hay que cerrarle la boca; ya no se puede confiar en él." George lo sabía perfectamente: aunque uno le hubiera situado en la posición de responsabilidad, aunque fuera pariente cercano, aunque hubieran sido hermanos.

George tenía, pues, que hacer el trabajo, y lo aceptaba. Pero al salir de la autopista y acercarse a Nueva York donde Fred había ido, donde estaría escondido, empezó a sentir cierta angustia.

"Ella debería conocerme mejor y evitar discutir conmigo", se dijo George. Estaba nervioso, sin saber por qué; pensó que podía ser la conciencia o la compasión, no sabía bien lo que era o cómo podía manifestarse; lo achacó solamente al nerviosismo. "Debió callarse -pensó George-. Ella me conoce y sabe que haré lo mejor; pero empiezo a preocuparme."

George temió que esto afectara su búsqueda, o el momento en que lo encontrara. Tenía miedo a hacer algo mal y entonces, ¿qué ocurriría? A pesar de las palabras de ánimo, a pesar de la confianza de su mujer, ignoraba qué le ocurriría si informaba a Terry de haber fracasado. Era posible que se decidiera que su utilidad había terminado y entonces sería él el perseguido, tendría que correr para salvar la vida…, y enfrentarse finalmente a otra pistola, movida por las órdenes de la organización.

"Fred debió pensarlo mejor -se dijo-. Lo que hizo no ha sido por mi culpa. Sabe perfectamente lo que le espera."

George iba repitiéndose esto una y mil veces. El trayecto a oscuras iluminado sólo por las farolas de la autopista era largo y solitario. Fred sabía lo que estaba haciendo. Volvió a repetirse: "No puedo permitirme indisponerme con la organización o dejar que me maten sólo por su causa. Si él quiere hacerse el idiota no significa que yo no pueda seguir trabajando bien.

"Y lo que siento…, bueno, eso es cosa mía. Éste es mi trabajo. Esto es lo que hago y lo que tengo que hacer. No puedo jugar con mi trabajo, como si no significara nada".

George llegó a los suburbios de la ciudad, la primera salida fue Queens, y disminuyó-la velocidad. El trayecto casi había terminado; ahora empezaría la búsqueda. "Deja de pensar tonterías -se dijo desesperadamente-. Basta."

Encontrar a Fred iba a ser sencillo. Sabía que estaría con una muchacha, y conocía a la muchacha…

"Fred no se habría molestado en esconderse por nada", se dijo. Se irritaba, y no sabía por qué; se esforzó por no pensar. ¡Había tantas cosas en este trabajo que le angustiaban!; este trabajo era completamente distinto, no como los que estaba acostumbrado a llevar a cabo.

De todas formas, George sabía que la muchacha vivía en la Calle 53 Este y sabía que Fred estaría con ella tarde o temprano. Condujo el coche a través del enorme tráfico de Nueva York, teniendo buen cuidado de no verse envuelto en ningún accidente y se detuvo junto a la acera, a tres casas de los apartamentos donde vivía la novia de Fred.

Tan pronto como aparcó, vio pararse un taxi delante de la casa y bajar a una muchacha. George se preguntó si esperaría a Fred, pero decidió que puesto que la joven había llegado ya, sería mejor subir con ella y no darle a Fred la oportunidad de escabullirse. También cabía la posibilidad de que él ya estuviera arriba. Ahora pensaba maquinalmente, sin permitirse ni siquiera el placer de recordar otros trabajos bien hechos, limpiamente planificados y cuidadosamente ejecutados; en este trabajo, en particular, no podía haber el menor placer. Completamente insensible, supo que existía el peligro de que reaparecieran aquellas raras sensaciones, conciencia, compasión o lo que fuera; no podía permitírselo en aquel estado de cosas.

Siguió a la muchacha desde la puerta de entrada al ascensor. Contempló las paredes de espejos del vestíbulo y la puerta principal; él y la muchacha eran desconocidos y ni uno ni otro habló o dio a entender que podían conocerse. Unos segundos después llegó el ascensor. La joven entró y George tras ella.

Apretó el botón del cuarto piso. George se quedó esperando. Cuando el ascensor se detuvo, la joven abrió la puerta y George la siguió. Fue directamente a su puerta pensando, probablemente, si pensaba algo, que aquel hombre iría a otro apartamento del mismo piso. Pero iba pegado a ella hasta que llegaron a la puerta, donde sacó cuidadosamente la pistola procurando que quedara totalmente oculta por la chaqueta al tiempo que le decía en voz baja:

-Abra la puerta y entre delante de mí; no le pasará nada.

La joven se volvió y se le quedó mirando.

-No… -dijo finalmente.

-Abra la puerta -repitió George-. No quiero hacerle daño.

-… si está buscando a…, no está aquí. No sé lo que quiere.

-Sabe perfectamente lo que quiero. No nos quedemos aquí hablando. Vamos. Entremos.

-No puede…

George le hizo un gesto con la pistola.

-..: están esperándole dentro. Le matarán.

George movió la cabeza.

-Estoy harto de perder el tiempo.

Y volvió a señalar, irritado, con la pistola.

La muchacha se volvió sin decir palabra, abrió la puerta y entró. En el último momento trató de darle con la puerta en las narices, pero George se lanzó hacia delante y penetró en el apartamento.

Cerró la puerta tras él y se apoyó en ella un instante. Ante él se extendía un largo corredor alfombrado de rojo con las paredes pintadas de gris perla. Al final había una gran habitación. Las puertas daban al corredor, a su izquierda.

George sacó el revólver de debajo de la chaqueta. Los ojos de la muchacha se abrieron asustados.

-No trate de hacer ruido -le advirtió-. Puede que viniera alguien, pero llegaría demasiado tarde para usted. Y tampoco ayudaría en nada a su Fred.

-¿Fred? -repitió la joven-. No conozco a ningún Fred. ¿De quién está hablando?

-No juegue conmigo.

-Oiga… Por favor, por favor, créame, no conozco a ningún Fred.

George se apartó de la puerta, pero se mantuvo entre ella y la joven. La hizo retroceder por el corredor hasta llegar a la sala de estar y se sentó en un sofá.

-Siéntese y escuche. Puede que sea una larga espera.

-No conozco a ningún Fred -insistió la joven-. Estará usted en un sitio equivocado. La verdad es que…, no sé de qué me está usted hablando.

-Claro -dijo George-, claro.

-Puede usted bajar y preguntar. Le dirán que vivo sola. Así que a quien esté buscando…

-Siéntese -ordenó George, señalando con la pistola. La joven se dejó caer, atontada, sobre una silla-. ¡Con que vive sola! ¡Ya! ¡Ya! Fred paga el alquiler. Bien, no me engaña y es inútil que lo intente.

La joven guardó silencio largo rato. George supuso que intentaba decidir si continuaba o no con su cuento.

-No puede matarle -dijo con dulzura, a media voz-. Fred no quiere hacer daño a nadie. Lo único que quiere es que le dejen en paz.

-Pero yo tengo un trabajo que hacer -replicó George.

-Pero es que Fred no ha hecho nada.

-Ésa es una suerte que no podemos correr.

Estudió a la muchacha y admiró el gusto de Fred. No era muy alta, pero sí esbelta, con cabello castaño claro y un rostro en forma de corazón. Era muy bonita y agradable y esto contaba mucho.

De pronto no supo si podría llevar a cabo el trabajo. Estaba asustado y se esforzaba por acallar sus sentimientos.

- ¡Por favor! ¡Por favor, haré cualquier cosa! -suplicaba la muchacha.

-¡Es inútil y usted lo sabe -dijo George, irritado.

Si abandonaba ahora, Terry mandaría a alguien más, y quizás incluso a un tercero a por él. Incluso imaginar que podía dejar el trabajo sin hacer, era pura demencia…

-¿Por qué me hace esto?

-Quiero que se quede sentada aquí, donde está, y deje de hablar. Una sola palabra y disparo. Llevo silenciador, así que podré seguir esperando a que llegue Fred.

-Por favor…

Al fin se quedó callada.

Permanecieron sentados, sin moverse. El apartamento estaba mudo; estaban como envueltos en una masa de algodón, y no había solución, no había salida posible, no podía volver a un período más simple de su vida pasada.

Sostenía el arma en una mano, como una pesa, y se mantenía inmóvil, esperando.

Se oyó el timbre de la puerta y George y la joven salieron juntos del salón hacia la entrada. George andaba tras ella, pero ahora el revólver estaba escondido en el bolsillo.

-Abra -ordenó a la muchacha.

El timbre volvió a sonar y ella alargó la mano. Una voz dijo desde fuera:

-Tintorería.

Abrió la puerta. El muchacho que esperaba fuera llevaba una percha en la mano.

-Un dólar cincuenta.

A George le pareció que el chico se asemejaba un poco a Fred. Tenía sus mismos ojos, su misma mandíbula, era delgado, nervioso; pero sabía que el chico no tenía nada que ver con él. Tanteó la pistola y trató de apartar la mano del bolsillo, pero la mano siguió allí, pegada al frío metal. Le pareció que el chico le miraba de un modo raro, después de cobrar y mientras se cerraba la puerta.

"Puede que algún día vaya tras él -pensó George. Y al momento-: ¿Cómo se me ha ocurrido esto? ¿Qué demonios me está pasando?"

-Quizá Fred no venga hoy -iba diciendo la joven-. Quizá…

-Si hoy no aparece -declaró George-, esperaré hasta que lo haga. Usted camine y vaya a sentarse.

La muchacha se sentó en la silla. George anduvo paseando nervioso por la habitación, pero se paró de pronto al oír que la puerta se movía y una llave se introducía por fuera en la cerradura.

La joven se puso en pie y George se colocó rápidamente a su lado, murmurando, con el arma apoyada en su espalda:

-No haga ruido.

En la muchacha el silencio fue tan tenso como su cuerpo. La puerta se abrió lentamente.

Fred les vio inmediatamente a los dos, pero se detuvo una vez dentro, y de un empujón cerró la puerta tras él. Sonrió, relajó su rostro y se apoyó en la puerta sin decir una palabra.

-Te he estado esperando -anunció George.

Fred tenía un rostro delgado; empezaba a perder el pelo y llevaba un traje liso, marrón. George se fijó que era como uno que él había tenido colgado en el armario de su casa. Pensó en meter una bala en el traje y experimentó una extraña mezcla de miedo y asco. Fred dijo:

-No…

George se apartó de la joven, sosteniendo el arma delante de sí, situándose en una posición desde donde pudiera vigilar a los dos. Fred quiso dar media vuelta hacia la puerta, pero él le apuntó directamente:

-No llegarías -le advirtió-. Antes de terminar de traspasar la puerta, te habría puesto como un colador.

Fred volvió a la habitación, muy despacio:

-No podrás matarme. -Hablaba despacio, muy quedo-. Tú no, George. No podrás hacerlo.

-Para eso he venido.

-Soy Fred -le recordó.

George tosió para aclararse la garganta. Se preguntó: "¿Por qué no disparo? ¿Por qué no termino el trabajo y me largo…?". El silencio era interminable.

-Oye -declaró Fred-, lo que quiero decir es…, que ella no tiene nada que ver. Puedes dejarla en paz.

-Está bien -concedió George.

-Óyeme, yo tampoco haría nada, George. No iría a la Policía. ¿Qué te crees que soy? Me conoces bien.

-Sí, sí, pero te fuiste.

Entonces habló la joven.

-Oh, Dios mío, por favor… Oiga, es sincero. No hará nada. Puede dejarnos en paz…

George guardó silencio, esperando, no sabía bien qué.

-Un hombre debe tener la oportunidad de ir por el buen camino, George.

George movió la cabeza afirmativamente.

-Me di cuenta de que no tenía por qué estar en la organización…, para siempre -explicó Fred.

-No tenías que hacer nada -añadió George, asintiendo con demasiada rapidez-, en efecto.

-Oye, George, ¿por qué te portas así? Eramos amigos, éramos más que amigos…

George seguía allí, empuñando el arma.

-No puedo escucharte -dijo de pronto-. No puedo.

Creía oír la voz de su mujer, oyó la de Fred, la de la joven, todas ellas moviéndose y hablando en su mente, agitándose en fragmentos sonoros.

-Tienes que escucharme -insistió Fred-. Tienes que hacerlo, George.

La joven, que estaba a su lado, se movió de pronto y George se volvió, pero no lo bastante rápido. Se le echó encima, tratando de hacerle girar, pero George movió su mano libre sin esfuerzo, golpeando a la joven y derribándola. Fred corrió hacia delante, pero se detuvo en seco, George había dado un paso atrás y la pistola volvía a apuntarle.

-Es inútil -exclamó George.

-Cielos… -exclamó Fred, y George sintió que los dedos se le tensaban en el gatillo. Hubo un estallido y George, sorprendido, vio caer a Fred, en un mundo de silencio, en un mundo de horrenda pantomima y consciencia, la extraña sensación que ahora entendía y reconocía y que ya nunca le abandonaría.

La joven estaba arrodillada junto a Fred. George la contemplaba porque era como una figura de piedra, como un ídolo presidiendo un sacrificio.

-¿Por qué tuvo que…? -preguntó la muchacha, contemplando a Fred, con los ojos llenos de dolor y de lágrimas.

George contempló el arma en su propia mano. Ya no había nada que hacer, ninguna decisión que tomar. Uno tenía que vivir en el mundo, tal como era; había que ser digno de confianza y cuidar las responsabilidades. Había un trabajo que hacer y debía hacerse, le gustara o no, pensara en él o no, sintiera lo que sintiera…

La muchacha no representaba ningún peligro, lo sabía.

El apartamento y el edificio estaban en silencio.

George se dijo que tenía que marcharse rápidamente. El trayecto de regreso era largo; la Policía no tardaría en llegar; Terry querría saber lo que había ocurrido. Pero seguía en la habitación, empuñando el arma. Bruscamente dio media vuelta y anduvo hacia la puerta, muy despacio, en medio del silencio sepulcral, con sumo cuidado.

Le pareció que nunca llegaría a la puerta o al rellano, vacío y libre, que había detrás.

 

FIN

 

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