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28 de febrero de 2024

LOS VIAJANTES {Relato}

 

 


 

Los viajantes de comercio además de lo que venden, como ustedes saben, deben venderse a sí mismos. Su sonrisa debe ser amplia, y el brillo de sus zapatos impresionantemente cegador. Tan perfectos individuos resultan ser, naturalmente, las víctimas perfectas.

Desde su ventana del décimo piso del hotel no había más vista que la pared ciega de un edificio contiguo. Pero no le importaba. Había decidido no ir a los mejores hoteles, como hacían otros viajantes (y como él mismo había hecho siempre, antes de empezar a perder representaciones y sentir la inseguridad de los tibios saludos); ni pidió la mejor habitación en éste. Sabía que tenía que mejorar su trabajo y dar una mejor impresión en su oficina, y pensó que reducir gastos sería una buena medida.

Había estado leyendo toda la velada. Luego se quedó adormilado, pero ignoraba cuánto tiempo. Era ya muy tarde cuando unos ruidos procedentes de la habitación vecina turbaron su sueño. En un principio creyó que se trataba de una pesadilla, pero se dio cuenta de que estaba despierto. Se incorporó estupefacto, desconcertado, como el que se despierta de súbito, sin enfocar bien la vista, tratando de irse acostumbrando tanto al despertar como a los extraños ruidos.

Oyó voces de un hombre y de una mujer. Estaban enzarzados en una discusión dura y amarga tras el endeble tabique. Le despertaron. Se enderezó en la butaca y se levantó. Acercándose al tabique e inclinó la cabeza, con los ojos muy abiertos.

-No me tragaré ésta -dijo la voz del hombre.

La voz femenina contestó, sus palabras eran ininteligibles, pero su calidad era indudablemente ordinaria.

Luego volvió a oír al hombre:

-Conque sí, ¿verdad? Pues a lo mejor será que no.

Esta vez las palabras de la mujer fueron claras y estridentes:

-No puedes impedírmelo. Lo único que tengo que hacer es salir por esa puerta. Después trata de explicarlo.

-Y yo te digo ahora que es mejor que no lo intentes.

La voz del hombre se notaba llena de rabia.

-Bueno, veamos si lo intentas.

La voz de la mujer y su amenaza se interrumpieron de pronto. Se oyó un grito de sorpresa y algo cayó al suelo. Siguió un rumor de lucha. Parecía como si la mujer tratara de chillar, pero su esfuerzo quedaba cada vez más ahogado.

Fríamente fascinado, pero también asustado, el viajante escuchaba, con el oído pegado al tabique, hechizado por la lucha. Ahora sonaba como si se arrastrara por el suelo, y oía unos gritos apagados y unos golpes frecuentes. En ese momento, los ruidos cesaron. Todo quedó en absoluto silencio. Permaneció pegado a la pared, esperando otros ruidos, pero no se oyó nada más. Una quietud irreal, inexplicable, llenaba la otra habitación. Esa misma quietud traspasó el tabique y se apoderó de él.

Esperó mucho rato. Luego, con paso quedo, se apartó de la pared experimentando la inquieta culpabilidad del intruso junto con su pánico. Retrocediendo, contempló el tabique como tratando de ver a través de él, esperando que la escena del otro lado se materializara en beneficio suyo. La pared desnuda no le proporcionó nada más que un vacío melancólico.

Volvió a sentarse, esta vez al borde de la butaca, estirándose el labio con enorme preocupación y nerviosismo reflejados en su rostro. Sentía un deseo casi abrumador de ocuparse solamente de sus cosas, el natural impulso humano de ignorar y dar la espalda a los problemas. Pero por encima de todo sentía con inquietante machaconería la persistente preocupación por la mujer. ¿Se habría limitado el hombre a hacerla callar con un golpe, o la habría asesinado…, como le parecía a él (y como le insistía su exasperada imaginación)?

Después de unos minutos de intensa y reflexiva indecisión, se levantó, volvió al tabique y arrimó la oreja esperanzado…, esperando oír la risa suave de dos amantes reconciliados. Pero persistía el silencio. Casi se enfureció. ¿Por qué no volvían a hablarse de nuevo? Estarían probablemente sentados, en silencio, mirándose con disgusto, sin la menor consideración por su mal rato.

Aquel silencio no le satisfacía. Decidió que no podía ignorar lo que había ocurrido. ¿Cómo se sentiría si al despertar por la mañana se enteraba de que la mujer había sido asesinada y el asesino había huido por la noche? La culpabilidad le pesaba. Tal vez pudiera hacerse algo, si no salvar la vida de la mujer, por lo menos apresar a su asesino mientras el crimen estaba aún caliente en sus manos.

Silenciosamente se incorporó y se calzó los zapatos. Sigilosamente, como si él mismo estuviera cometiendo algo reprensible, abrió su puerta y salió al pasillo. No había nadie. Se dio cuenta de lo avanzado de la hora. Todo el mundo estaría dormido, de ahí que él había sido posiblemente el único en oír lo ocurrido. Se quedó quieto, retorciéndose las manos, embargado por una enloquecedora indecisión. Luego, dominando su inhibición se dirigió al ascensor y pulsó el botón. Mientras esperaba, contempló la puerta de la habitación donde había tenido lugar el conflicto. Incluso la puerta parecía sugerir algo desesperado, un mensaje silencioso, urgente, irreal.

El ascensor llegó crujiendo y la puerta se abrió. El pequeño cajón esperó a que entrara. Se metió rápidamente dentro, apretó el botón de la planta baja y contempló cómo se cerraba la puerta. Estaba nervioso, y sudaba mientras…, con un movimiento lento como de ataúd bajado a la tumba…, el ascensor iba bajando, sucediéndose los pisos, con un clic en solemne cadencia.

La puerta se abrió frente a un vestíbulo dormido, vacío, el típico vestíbulo de un hotel de segunda clase, desesperadamente lúgubre en las interminables horas nocturnas. El conserje estaba detrás del mostrador leyendo un periódico. Mientras el viajante iba acercándose al mostrador se preguntaba qué debía decir y cómo, si debía mostrarse serio o si sería mejor tomarlo a broma. No quería aparecer como un alarmista. Quizás un alboroto en aquella habitación era algo habitual y el empleado se reiría y lo reconocería. Quizá por eso nadie más había bajado a informar. Empezó a sentirse como un idiota. Habría seguido andando hacia la máquina de venta de cigarrillos si en aquel momento el conserje no hubiera levantado la cabeza del periódico.

-Dígame, Mr. Warren.

Mr. Warren se paró junto al mostrador, mirando al conserje. Éste se puso en pie con una sonrisa insulsa, competente, profesional.

-Me pareció -explicó Mr. Warren-, me pareció oír una discusión muy acalorada en la habitación contigua a la mía.

-¿De veras?

Animado, Mr. Warren continuó:

-Sí. Un hombre y una mujer discutían…, sobre no sé qué. Era una discusión bastante agria. El hombre la golpeó…, creo. Parecía una pelea tremenda. Después cesó. No sabría decir cómo. Pero ya no oí nada más. Creí que tenía que…, bueno, que informar de ello, para mayor tranquilidad.

El empleado repasó el registro.

-¿Qué habitación? -preguntó sin levantar la cabeza.

-La que está a mi derecha.

-Veamos. Usted tiene la 10/C. Así que se trataría de la

10/E. Está registrado en ella un tal Mr. Malcolm. Él solo.

-¿Solo?

El conserje miró a Mr. Warren con ojos pálidos, carentes de simpatía, y contestó:

-Sí.

-Pero eso es imposible. Quiero decir…, yo oí…

-Quizás oyó la radio de alguien -sugirió el conserje.

-No, no era una radio -protestó indignado-. Había estado medio dormido y oí con toda claridad…

-¿Medio dormido?

-No, no estaba soñando. Cuando lo oí estaba completamente despierto.

-Ya -murmuró el conserje. Se miró el reloj de pulsera-. Bueno, es muy tarde. No quisiera molestar a nadie, a menos que usted insista.

Se lo planteó claramente a Warren, cargó la responsabilidad sobre sus hombros: era un desafío. Podía insistir o retroceder, cruzar otra vez el vestíbulo, bajo la mirada condescendiente del empleado. Sintió su resolución por los suelos, desinflada. Le enfureció. Apoyó ambas manos sobre el mostrador y dijo con voz repentinamente firme:

-Sí. Creo que deberíamos comprobarlo.

Sin decir palabra, el conserje levantó el teléfono interior y marcó un número. Hubo que esperar un buen rato antes de que dejara de sonar el timbre que Mr. Warren podía oír. Respondió una voz de hombre, tensa, con desgana.

-¿Mr. Malcolm? -preguntó el conserje-. Aquí, recepción. Siento molestarle a estas horas. Su vecino, Mr. Warren, ha bajado a informar sobre cierto alboroto en su habitación. ¿Ha tenido algún problema?

Mr. Warren no pudo distinguir las palabras exactas, pero oyó una protesta indignada por parte del hombre. El conserje movió la cabeza, contemplando a Mr. Warren con aire de superioridad y clara satisfacción. Mr. Warren se ruborizó.

-Comprendo. Gracias, Mr. Malcolm. Lamento haberle molestado. -El conserje dejó el teléfono y miró fijamente a Mr. Warren-. Lleva durmiendo desde las diez -aclaró el empleado con una censura implícita tanto en la voz como en su expresión.

-No es posible -insistió Mr. Warren-. Yo… -Se disponía a describir con cuánta intensidad había estado escuchándolo todo, pero se dijo que tal admisión resultaría embarazosa-. Muy bien. Tal vez estaba equivocado. Siento (haberle molestado. Buenas noches.

Dio media vuelta y se alejó, sintiendo los ojos del empleado clavados en su espalda mientras iba hacia el ascensor.

Regresó a su habitación y volvió a sentarse. Pudo haberse equivocado. En la oficina le habían dicho que se estaba haciendo viejo, que perdía facultades. Quisieron separarle de su ruta y pasársela a otro más joven. Pese a una disminución en el volumen de ventas, había insistido en que era tan capaz como antes. Pero envejecía, se cansaba fácilmente. Sabía que a medida que uno se va haciendo viejo, los sentidos te engañan. ¿Serían ilusiones suyas? Sólo la idea le mareaba, le producía dolor de cabeza. Lo que debía hacer, se dijo seriamente, era dejar de pensar en semejantes cosas. Era ridículo. Sólo tenía cincuenta y siete años. ¿Tan viejo era?

Solamente pensar en todo eso le irritaba. Hubiera podido tener noventa y nueve años, se dijo, y estar chocho y senil, pero así y todo había oído las voces y el ruido de la lucha. Era una estupidez tratar de negárselo. Mr. Malcolm había mentido. Y si había mentido era porque tenía una buena razón para mentir.

Mr. Warren decidió llamar a la Policía y apretó los puños. La Policía no sería tan crédula como el conserje. No aceptaría la palabra de Malcolm sino que subiría a su habitación y buscaría por su cuenta. Animado por la idea, fue hacia el teléfono. Pero, de pronto, titubeó. El teléfono le pareció de pronto fatal. Claro, si insistía, vendría la Policía. Llamaría a la puerta de Mr. Malcolm y registraría la habitación de acuerdo con la queja de Mr. Warren. ¿Y qué pasaría sí no encontraba nada? No se libraría tan fácilmente. Mr. Malcolm podía presentar una reclamación si se le antojaba, y probablemente lo haría. La gente de los hoteles, Warren lo sabía por su larga experiencia, solían ser muy susceptibles. La irritación le ponía sobre ascuas. Podían demandar al hotel y la Policía tendría que redactar un informe y en medio de todo aparecería Fred Warren. Mandarían un informe a la oficina central, ¿y qué pensarían entonces? Serviría para afirmarse en sus sospechas. Fred Warren

empezaba a oír asesinatos a media noche.

Cansado, deprimido, volvió a sentarse y contempló el suelo. Estaba así sentado cuando oyó una suave llamada a la puerta. Alerta, suspicaz, se levantó y se acercó a ella, reflexionando antes de abrir; preguntó:

-¿Quién?

Una voz de hombre murmuró:

-¿Mr. Warren?

-Sí.

-¿Puedo hablar con usted? Es muy importante.

El tenso murmullo del hombre indicaba cierta urgencia. Intrigado, Mr. Warren abrió la puerta. Delante de él, un hombre más bien alto, joven, con un albornoz azul claro sobre el pijama. Su rostro reflejaba inquietud.

-¿Puedo pasar? -preguntó.

-¿Por qué?

-Se trata…

Y con un gesto que parecía terminar la frase indicó subrepticiamente la habitación contigua.

Ante esto, Mr. Warren le hizo pasar y cerró silenciosamente la puerta. El visitante estaba inquieto, abría y cerraba las manos.

-Sé que es una molestia -dijo-. Lamento molestarle a estas horas. Pero me pregunto si ha oído usted lo ocurrido al lado. He supuesto que sí, sentado tan cerca…, como está.

-Sí que lo he oído -asintió Mr. Warren. Alargó su mano-. Soy Fred Warren.

El hombre la tomó tímidamente, dijo:

-Soy John Burka. Llamé al conserje y me dijo que me volviera a la cama, que había tenido una pesadilla, que en esta habitación sólo había una persona y que era imposible que hubiera…

-A mí me dijo lo mismo -explicó, excitado. Mr. Warren a su nuevo aliado-. Bajé y le hice llamar. El -y señaló la habitación vecina- dijo que yo estaba loco.

-Bien, pero los dos no podemos estar locos -afirmó Mr. Burka.

-Claro que no. ¿Y los demás?

-¿Quiénes?

-¿No hay más gente en este piso que pueda haber oído algo? A lo mejor les da miedo…

-La mayoría de las habitaciones están desocupadas. Hay una vieja al extremo del pasillo, pero está sorda. Me la encontré esta mañana en el ascensor y casi no oye nada.

-¿Y qué propone que hagamos? -preguntó Mr. Warren.

-Pues esto es lo que he venido a preguntarle.

-Yo… -empezó Warren, y se calló.

El otro le dejaba la decisión.

Él era el jefe…, era el mayor, el más sabio. Captó la tremenda responsabilidad, pero decidió no esquivarla.

-Bien, tendremos que hacer algo -afirmó haciéndose cargo del timón-. No podemos quedarnos a un lado y…, dejar que lo que ha ocurrido ahí quede silenciado.

-Estoy de acuerdo -dijo Burka.

-Iba a llamar a la Policía, pero me lo he pensado dos veces. Siempre cabe la posibilidad, la muy remota posibilidad, de que pudiéramos estar equivocados. Resultaría muy embarazoso.

-Estoy de acuerdo con usted.

-Le advierto que no creo que nos hayamos equivocado. Pero creo que podríamos ser capaces de averiguarlo sin llamar a la Policía.

-De acuerdo.

-¿Miró por la cerradura? -preguntó Mr. Warren.

Parecía una tontería. Pero era una sugerencia.

-No.

-Intentémoslo.

Silenciosamente salieron al corredor. Una vez allí, mientras Mr. Burke, con albornoz, pijama y zapatillas montaba guardia, Mr. Warren, con crujido de huesos, se arrodilló y miró por la cerradura. Se puso en pie. Agarró a Mr. Burke por el brazo y se lo llevó a la habitación.

-¿Qué? -preguntó Burka ansiosamente.

-Está negro -contestó Warren.

-¡Oh! -exclamó Burka, decepcionado.

Mr. Warren se le quedó mirando y sugirió:

-Pero no podemos pasarlo por alto. Tenemos un deber que cumplir.

-De acuerdo.

-Quizá pudiéramos insistir con el conserje para que nos abra la puerta. ¿Por qué aceptar la palabra de aquel hombre? Después de todo…

-Podría llevarnos a un juicio por calumnia.

-Sí -aceptó Warren, pensativo, frotándose la barbilla.

Y también eso llegaría a oídos de la oficina central. Mr. Burke le contemplaba, esperando órdenes.

-Si pudiéramos mirar dentro de la habitación…

-No hay forma.

-Hay un medio -insinuó Mr. Burka con voz queda y temerosa.

-¿Cuál?

-Desde el saliente.

-¿El saliente?

-Hay un saliente, una cornisa, que da la vuelta al edificio.

-¿Es ancha?

-Bastante ancha. Los que limpian las ventanas la utilizan.

-Pero ellos llevan cinturones de seguridad -objetó Mr. Warren.

-No. Es cuestión de equilibrio. Claro que es peligroso…

-Nos permitiría echar una ojeada a la habitación -dijo Mr. Warren.

-Por lo menos sabríamos cómo actuar. Sabríamos si hay uno o dos ahí dentro.

Warren fue hacia la ventana y la abrió. Miró a la cornisa. Era bastante ancha. Miró a la ventana vecina. Estaba a unos dos metros y pico de distancia. Luego miró abajo. Demasiado oscuro para poder ver el patio. La oscuridad era como un enorme pozo sin fondo.

-Quizá no debiera hacerlo -dijo Mr. Burka nerviosamente-. Ya ha demostrado un gran valor.

Warren se volvió a mirarlo. Era joven, sólo que un poco nervioso. La oficina podría aprender mucho de él. Insistió:

-Es el único camino. El hombre de al lado está muy seguro de sí. Tenemos que procurar que le den su merecido. Seguro que usted no oyó llorar a la pobre mujer, y yo sí.

Mr. Burka movió afirmativamente la cabeza.

-Quédese junto a la puerta -ordenó Mr. Warren- y mantenga el oído alerta. Yo saldré y echaré un vistazo.

-¿Podrá descubrir algo, a oscuras?

-Creo que podré. Tengo una sorprendente visión nocturna.

-Y mucho valor -añadió Mr. Burka.

Ésta fue la última palabra. Ahora ni mil leones podían evitar que Warren saltara a la cornisa.

Empujó la ventana tanto como pudo y, a continuación, sujetándose al marco, sacó un pie al alféizar, luego el otro, y medio agachado, tembloroso, pasó a la cornisa. La noche le envolvió inmediatamente en un abrazo de vientos oscuros que silbaban, le barrían y zumbaban junto a él. Apoyó la espalda contra la fría pared de ladrillo, extendió los brazos para mantener el equilibrio, con la cabeza contra la pared, levantando la barbilla como si quisiera mantenerse fuera del agua.

Cada paso era una eternidad. Una tremenda vanidad le excitaba. No podía esperar estar de vuelta en la habitación…, y no porque tuviera miedo, sino porque quería reflexionar sobre su hazaña y hablar de ella con Mr. Burka.

La ventana, a pocos pasos de distancia, le parecía un trofeo maravilloso. De pronto le tuvo sin cuidado que allí hubiera o no dos personas, que la mujer estuviera muerta o no. Respiró los vientos desatados y se le subieron a la cabeza.

Poco después, tampoco tuvo la menor importancia quién estaba en aquella habitación, porque no llegó a la ventana. Por detrás de él oyó que Burka le siseaba. Poco a poco, cuidadosamente volvió la cabeza y vio la de su aliado asomar por la ventana, vuelto hacia él, sujetándose el albornoz al cuello con una mano y con la otra gesticulando como loco para que volviera.

Tuvo que desandar lo andado, haciendo los mismos movimientos, sólo que esta vez iba en dirección contraria.

Al acercarse a la pequeña plataforma de luz bajo su ventana, Burke levantó la vista hacia él y le dijo:

-Creo que he encontrado lo que estaba buscando.

Frente a su ventana, tratando de afianzar los pies, Mr. Warren echó una rápida mirada al interior. Acostada sobre su cama, vio el cuerpo de una mujer desmelenada que parecía muerta. Y fue únicamente la visión fugaz del interior de la habitación, porque lo que vio inmediatamente fueron las manos de Burke, con las palmas levantadas, precipitándose contra él y el rostro diabólicamente satisfecho. Aquellas manos empujándole con fuerza sobre el estómago, y luego la luz y la ventana dando un vuelco y precipitándole desde su visión a un torbellino de negrura sin fondo…

-Dijo que había oído ruidos en la habitación de Mr. Malcolm -explicó el conserje al detective.

-La verdad -aclaró Mr. Malcolm, ciñéndose aún más el albornoz azul pálido al cuerpo- es que los ruidos procedían de su habitación, pero no quise intervenir. Tengo por norma no meterme en líos.

-Ya -dijo el detective.

-Debió de traer a la muchacha sin que nadie lo supiera -comentó el conserje-. Probablemente se le ocurrió que si se quejaba de que había una mujer en la habitación contigua, se cubriría de toda sospecha.

-Les oí toda la noche -insistió Mr. Malcolm-. Después me quedé dormido. Volvieron a pelearse; ella chilló; unos minutos más tarde le oí estrellarse en el patio.

Miró hacia la ventana donde la cortina se agitaba por el viento. Por poco se echa a reír al recordar la mirada de profundo asombro en el rostro de Mr. Warren.

El detective miró a la cama, al cuerpo cubierto por una sábana.

-Las historias que se cuentan de los viajantes de comercio -musitó el detective- me atrevería a jurar que son ciertas.

 

FIN

 

2010 Reeditado por Paya Frank @Blogger

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