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28 de febrero de 2024

La Señora Emory .- Richard Deming

 

Richard Deming

 

Yo no llegué hasta las once de la noche, confiando en que la casera ya se habría ido a la cama para entonces. Sin embargo, ella me estaba esperando levantada, y su puerta se abrió en cuanto pasé por delante, a pesar de todo el cuidado que puse para no hacer ruido.

-¡Señor Willard!

Compuse una mueca de desagrado y me volví hacia ella. Se hallaba de pie, en el mismo umbral, con sus gruesos brazos cruzados sobre el enorme pecho. Echaba chispas por los ojos.

-¿Sí, señora Emory? -pregunté dócilmente.

-¡Estamos a diecisiete!

-Sí, señora, ya sé que le prometimos el alquiler atrasado para hoy; no obstante, han aplazado el combate que teníamos previsto…

-¡Qué combate ni qué niño muerto!-me interrumpió la casera-. Me da la impresión de que no va a participar en otra pelea en su vida. ¡O me pagan esta noche, usted y el señor Jones, o se largan! ¡Esta misma noche!

-¿A estas horas? Sea razonable, señora Emory. Le garantizo que al mediodía, a más tardar…

En aquella ocasión me interrumpió un portazo. Alguien había entrado en la pensión. Reconocí a mi entrenador y compañero de cuarto por sus piernas larguiruchas. Eso era todo lo que podía verse de él, porque lo demás, incluida su cabeza, permanecía oculto tras el montón de paquetes que cargaba.

Corrí para ayudarle con el peso. Dentro de una de las bolsas de papel que le quité tintinearon unas botellas, lo que supuso una garantía de felicidad.

Ambrose Jones asomó la cabeza por entre dos paquetes.

-¡Ah, señora Emory!-exclamó con un tono excesivamente jovial, que llegó hasta resultar natural- ¡Esta noche tiene usted un aspecto particularmente repugnante!

Si los paquetes no le hubiesen delatado antes, el saludo que le propinó a nuestra casera habría bastado para decirme que Ambrose se hallaba forrado de dinero, de un modo u otro. Siempre insultaba a las mujeres de esa clase cuando tenía los bolsillos llenos. Además, por su tono desenfadado, deduje que también había bebido algo más de la cuenta.

La señora Emory conocía los síntomas, e ignoró el insulto porque sabía que eso significaba que iba a cobrar el alquiler atrasado. Nos abrió la habitación con su llave maestra y descargamos los paquetes sobre las camas gemelas. Luego, Ambrose sacó con una floritura un fajo de billetes.

-¡Tenga usted, mi benevolente gárgola!-exclamó, a la vez que ponía cuatro billetes de veinte dólares a la vieja en la palma de la mano-. ¡Dos semanas atrasadas y otras dos más como anticipo!

La casera emitió un gruñido entre despreciativo y satisfecho; y después, salió del cuarto. Entonces, mi entrenador cerró con llave y me abanicó con el fajo para mostrarme que los de veinte eran los más pequeños que tenía. La mayoría eran de cincuenta dólares.

-¿Para cuándo esperas que la poli empiece a llamar a la puerta? -pregunté.

-Escucha, Sam -me soltó en tono de reproche-; esto sólo representa un adelanto por un trabajo que nos han encargado. Mil dólares; claro que algo me he gastado en la tienda y en pagar el alquiler a la señora Emory. ¡Cuando cumplamos con nuestra parte, recibiremos cuatro mil más!

La única cosa que se me ocurrió fue que había arreglado un combate con el campeón, y que yo tendría que dejarme ganar. Pero eso no podía ser. ¿De qué iba a servir eso al campeón? Si yo llevaba dos años sin aguantar más de un round-, y desde mi último combate habían pasado ya seis meses.

Mientras me entretenía en semejantes elucubraciones, Ambrose iba abriendo bolsas. Había ropa cara para los dos. También conservas, comida congelada, queso, caviar y ostras ahumadas. Y para beber, champagne, whisky escocés, bourbon y varias mezclas.

Mi entrenador metió la comida en el armario. Y mientras él separaba su ropa de la mía, yo me preparé un buen sandwich.

Luego le pregunté:

-¿A quién tenemos que matar?

-A un tipo llamado Everett Dobbs -contestó con brillantez a la vez que llenaba dos vasos de champagne.

-Déjate de bromas, Ambrose. ¿De qué se trata? -insistí.

Elevó las cejas y se metió un par de ostras en la boca. Una vez que se las engulló, me contó lo siguiente:

-Ya te lo he dicho. Nuestra cliente es una tal Cornelia Dobbs, una mujer de mediana edad, cuya belleza empieza a declinar y que está harta de su marido. Me la encontré en un bar. Me invitó a un par de copas y, luego, introdujo en el tema del crimen. Ella me tomó por un asesino a sueldo, supongo que por mi pinta y debido a que estábamos en Monty’s.

Aquello empezaba a resultar comprensible. De hecho, muchos de los clientes de Monty’s eran criminales.

-Así que la engañaste con el cuento de qué necesitabas un anticipo como garantía.

-¿Qué dices? ¡Acepté éticamente un adelanto! ¿Me estás acusando de falta de honradez profesional?

Encontré vasos largos en el cajón de arriba, abrí una botella de bourbon y me serví un poco. Lentamente, nos la fuimos acabando, acompañándola con algunas conservas, ostras y queso. Al mismo tiempo, Ambrose me fue desvelando los detalles del negocio.

Everett Dobbs era un especulador de propiedades retirado y poseía la mitad del capital de todo el Condado. Nuestra futura víctima y su esposa vivían en una de las grandes mansiones del área de Glen Ridge. Y él se pasaba la mayor parte del tiempo en el club, que era donde Cornelia quería que nos lo cargásemos.

Según la señora, su marido salía del club todas las noches hacia las once, casi siempre solo, y subía al coche para ir a casa. También proporcionó a Ambrose una descripción del auto y el número de la matrícula. El plan era el siguiente: esperarle en el aparcamiento, abordarle y llevárnoslo en su propio coche. Uno de los dos lo conduciría mientras el otro llevaría el nuestro detrás. Y luego arreglaríamos las cosas para simular un fatal accidente. Claro está, para entonces ella se habría preparado alguna coartada.

A mí no me cabía ninguna duda de que, en aquel momento, Ambrose hablaba en serio. Y yo estaba seguro de la existencia de Cornelia Dobbs y de que mi entrenador había accedido a matar al esposo por cinco mil dólares, a pesar de que él tendía a perder el sentido de la realidad cuando estaba borracho. Me figuré que al pasársele la resaca, a la mañana siguiente, se asombraría de sus ideas de la noche anterior.

De hecho, pensé que me sería difícil convencerle de que no devolviese el anticipo de mil dólares. Cornelia tendría dificultades para recuperarlos sin meterse en problemas, pero Ambrose disponía de un código ético muy peculiar. Era muy capaz de arreglar un combate; pero siempre mantenía su palabra.

Me encontraba todavía dando vueltas a los argumentos a favor de quedarnos con el dinero y decirle a la mujer que se perdiera, cuando Ambrose se quedó dormido bajo los efectos de su curda.

En efecto, se despertó con la resaca que yo había predicho. En el momento en que fue capaz de abrir los ojos, sin que la luz le taladrase la cabeza, me sonrió débilmente y se apoyó en un codo para incorporarse.

-Parece que no debe uno mezclar ostras y champagne.

-No -bromeé-. Seguro que te han sentado mal las ostras.

Se levantó, enrolló en una toalla su delgadez y se metió en el cuarto de baño para ducharse y afeitarse. Y cuando salió, yo hice lo mismo.

Ambrose disponía de un poder de recuperación admirable. En el instante en que regresé al cuarto, se encontraba vestido y las ojeras le habían desaparecido. No hablamos hasta que yo me puse toda la ropa.

Entonces, le propuse lo siguiente:

-No tienes que devolver el dinero. Ella no nos podrá obligar a hacerlo.

-¿Devolverlo? ¿Por qué iba a realizar una tontería semejante?

-Lo que quiero decir es que ella no puede acudir a la policía.

Frunció el ceño.

-¿Para qué iba a hacerlo?

-Por incumplimiento de contrato, ya que no nos cargamos a su marido.

El entrenador me miró como si estuviera buscando los tornillos que me faltaban.

Y mostré impaciencia al decir:

-Supongo que no irá en serio lo de convertirnos en asesinos profesionales.

-¿Por cinco mil dólares? Claro que sí. Te lo expliqué todo anoche.

-Pero estabas borracho como una cuba. Nosotros jamás hemos hecho una cosa de ese tipo.

-Tú y yo no somos nada -me reprochó-. Ya has dejado de ser un boxeador. Te han retirado de la profesión, lo que me convierte a mí en basura. ¿Qué categoría le corresponde al entrenador de un ex boxeador?

En aquel punto debió verme muy perdido, porque en un tono más amable me explicó:

-Ésta es nuestra oportunidad, Sam. Con un poco de dinero podríamos encontrar otro boxeador. Yo llevaría las cuentas, y tú le entrenarías.

-¡Pero a costa de asesinar, Ambrose!

-¡Bah! No será para tanto. ¡Ya una vez mataste a un hombre en el ring!

-¡Fue un accidente! -exclamé-. No es lo mismo. Por un crimen así nos llevarían a la cámara de gas.

-Eso si nos pillan. ¿Tú sabes por qué apresan a casi todos los criminales?

-Claro. Porque no son tan listos como los polis.

-La mayoría no -reconoció Ambrose-. Según las estadísticas, un ochenta por ciento de los crímenes que se cometen en este país son llevados a cabo por amigos o familiares de las víctimas. A la policía le resulta muy fácil en estos casos. Sólo tiene que interrogar a cuantos se han relacionado en vida con la víctima; y, al final, encuentran al que apretó el gatillo, golpeó con el hacha o echó el veneno en el café.

-Lo cual supone que al final nos pillarán.

El entrenador sacudió la cabeza lentamente.

-¿Cómo? Nosotros no lo hemos visto nunca, y él a nosotros tampoco. No existe contacto a partir del cual la policía pudiera seguirnos la pista.

Aquello tenía sentido, pero llevaría un poco de tiempo adaptarse a la idea del asesinato. Por eso comenté:

-Lo malo es que siempre se sospecha de la esposa. Suponte que se pone nerviosa y nos acusa.

-Ella aguantará. Va a disponer de una coartada perfecta y, aparte de eso, la cosa parecerá un accidente.

Me rasqué una oreja mientras pensaba en ello. Finalmente, pregunté:

-¿Y si el tipo no sale del club solo?

-Pues entonces esperamos hasta la noche siguiente, y avisamos a Cornelia para que prepare otra coartada.

Sólo me quedaba una duda:

-¿Y cómo recibiremos los otros cuatro mil?

-Ella los traerá a Monty’s mañana por la noche.

-No sé, pero el asunto no me acaba de convencer -susurré; luego, me animé un poco-: Vamos a ver si desayunamos, y puede que me hagas entrar en razón mientras comemos.

Y lo hizo.

Nos pasamos el día metidos en planes y preparativos. Más tarde, fuimos con el coche al club de Glen Ridge, y echamos una ojeada al aparcamiento. Luego, seguimos la ruta que Dobbs tomaba todos los días para ir a su casa, hasta que encontramos un lugar adecuado para el «accidente».

La carretera serpenteaba por Glen Ridge, una colina en cuya cima había una curva muy cerrada, que sólo se hallaba protegida por una valla de madera. Si un conductor no lograse torcer a tiempo y cayese tras romper la valla, iría a parar unos catorce metros más abajo, justo sobre un tramo inferior de la misma carretera.

-Creerán que sufrió un accidente cuando regresaba a casa -dijo Ambrose-. Cornelia me ha contado que su esposo bebe más de la cuenta, así que parecerá que un borracho más no ha sabido tomar una curva…

 

Salimos hacia el club a las nueve, por si a Everett Dobbs se le ocurría aquella noche marcharse un poco más temprano. Ambrose aparcó nuestro cacharro y fuimos en busca del coche de la víctima. Como Cornelia se lo había descrito a mi entrenador, y le había dado el número de matrícula, lo encontramos sin problemas, a pesar de que estaba bastante oscuro y había otros cincuenta vehículos aparcados allí.

En cuanto lo localizamos, Ambrose puso el nuestro en un sitio libre que había justo detrás del de Dobbs. Y nos sentamos a esperar.

Ambrose había traído consigo un quinto de whisky escocés para él y un cuarto de bourbon para mí, como remedio para aliviar la apatía. Además, no nos venía mal para tranquilizar nuestros nervios.

-Quizá sea mejor que no vayamos tan deprisa con el alcohol -sugerí.

El entrenador frunció el ceño en la oscuridad y echó otro trago.

-Estoy tan sobrio como una esfinge -afirmó.

A las diez, una figura solitaria salió del club y nos saludó con la mano. Era un hombre alto y delgado, que llevaba un traje oscuro y, por sus andares, podía adivinarse que iba borracho perdido.

-Si este sujeto es Dobbs, llega una hora antes -advirtió Ambrose.

-Por su aspecto, le deben haber echado del club. Jamás habría aguantado hasta las once.

El hombre metió una llave en la cerradura del coche que estábamos vigilando.

-Parece que aquí está nuestra víctima -musité-. Yo solo puedo ocuparme de este payaso. Tú sígueme.

Salí del coche y me sorprendí al ver que el bourbon se me había subido a la cabeza, cosa que se reveló con mi falta de equilibrio. Me puse derecho y fui adonde el individuo aquel todavía estaba luchando con la cerradura.

-¿Algún problema? -pregunté.

-Pues sí señor, no hay modo de hacer que la cerradura se esté quieta -dijo-, ¿Podría mirar a ver si usted tiene suerte y atina?

Me entregó las llaves. En efecto, la cerradura se movía, según pude notar; pero me las arreglé para introducir la llave al segundo intento.

-      ¡Bravo! -exclamó el tipo cuando abrí la portezuela-. ¿Les puedo invitar a un trago por las molestias?

Decidí que sería más sencillo que viniese con nosotros sin forzarle, antes que matarle allí mismo.

-Claro -acepté-; pero no aquí. Sé de un lugar mejor.

-¡Magnífico! -gritó entusiasmado-. Cualquier sitio que sea bueno para mis amigos es bueno para mí. -Nos tendió la mano-. Me llamo Dobbs, socios.

Le estreché la diestra.

-Willard -dije-. Sam Willard.

-Es un placer, viejo. Y ahora déme las llaves, por favor.

-Mejor será que conduzca yo -aconsejé-. Sé dónde está el sitio ese, y usted no.

-Sea usted mi invitado -me saludó de nuevo, a la vez que intentaba una pequeña reverencia, que le hizo perder el equilibrio.

Le agarré para que no se cayera de morros, le ayudé a meterse en el coche, y me puse tras el volante.

Arranqué el motor sin problemas. Nuestro cacharro nos siguió de cerca. De inmediato, Dobbs cayó dormido. Sin ningún incidente que reseñar, llegamos a la curva que habíamos elegido, en la cumbre de Glen Ridge. Se hallaba justo en la cima, de modo que encontramos una pequeña pendiente hacia abajo. Aparqué justo en el punto más alto de la colina, y Ambrose aparcó nuestro auto detrás. No había ningún otro coche a la vista.

Dobbs todavía se encontraba dormido, y yo temí despertarlo si le colocaba en el sitio del conductor. Me figuré que nadie sería capaz de determinar que él no había estado al volante después de una caída de casi quince metros.

Ambrose vino hacia mí mientras yo salía del coche. Dejé la puerta abierta, metí la primera, quité el freno y me incliné para apretar el acelerador con la mano. Apenas lo presioné, sólo lo bastante para que el vehículo empezara a rodar. Luego, lo puse en punto muerto, saqué la cabeza y cerré de un portazo.

Había unos siete metros hasta la valla. El coche adquirió velocidad en la pendiente y la destrozó como si fuera de cartón. Después, el sonido de la vegetación arrancada de raíz produjo un tremendo estrépito.

Volvimos a nuestro coche corriendo, Ambrose dio marcha atrás y giró el volante. Enseguida regresamos por donde habíamos venido.

-Quizás hubiera sido mejor haber seguido en la otra dirección -comentó, preocupado, mientras tomábamos la curva-. Ahora tenemos que pasar obligatoriamente por donde el coche se ha estrellado. Y la carretera podría estar bloqueada.

-¡Bah! -comenté-. Seguramente habrá seguido ladera abajo.

Tomamos otra curva y aparecimos exactamente debajo del punto por donde habíamos arrojado a Dobbs y a su vehículo. La calzada estaba llena de cristales; vimos un parachoques y una rueda. Presumiblemente, el resto del coche había seguido colina abajo, hasta perderse en la maleza que cubría parte de la ladera. Había demasiada oscuridad para que pudiéramos comprobarlo.

Ambrose redujo hasta una velocidad de unos ocho kilómetros por hora, para evitar en lo posible los fragmentos que habían quedado desperdigados por el camino. De pronto, una figura alta salió, sacudiéndose el polvo de los pantalones, de entre la maleza. Mi entrenador pisó el freno.

El hombre se arregló un poco la corbata y la chaqueta, y se acercó a la ventanilla de mi lado. Tenía la ropa destrozada; pero él no parecía haber sufrido ni un solo rasguño.

Metió la cabeza por la ventanilla y nos dijo:

-Perdónenme, caballeros, pero, al parecer, he tenido un pequeño accidente. Debo haberme quedado dormido al volante…

Me estaba mirando; pero no había en sus ojos ni el menor asomo de reconocimiento. Aparentemente, era uno de esos tipos que, cuando se emborrachan, pierden por completo la capacidad de recordar nada de lo que hacen, porque era obvio que había olvidado totalmente nuestro encuentro anterior y todo lo demás…

-No estoy seguro de dónde me encuentro -confesó en tono de disculpa-. ¿Por casualidad lo saben ustedes?

-Glen Ridge -contesté.

-¡Ah, sí! -Miró a su alrededor vagamente-. Ahora lo reconozco. Y digo yo, ¿no será eso que hay ahí parte de mi coche?

Se refería al parachoques, que había quedado de lo más abollado.

-Me temo que sí. Y no creo que haga falta buscar el resto. Dudo mucho que funcione. -Salí del coche-. Entre.

-Bueno, muy amable de su parte, caballeros -dijo, sentándose entre los dos-. ¿Me permiten que les invite a una copa?

-Tenemos algo que puede servir de momento -le ofrecí, pasándole el bourbon.

Dio un trago generoso mientras mi compinche arrancaba el motor. Cuando me devolvió la botella, yo también bebí con ganas. Ambrose sacó su botella de whisky de la guantera y, a su vez, se refrescó el gaznate.

-¿Y ahora qué? -pregunté a mi entrenador.

-Estoy pensando -contestó.

-Supongo que sufrí el accidente cuando iba hacia el club -comentó Dobbs-; pero no puedo entrar ahí con esta pinta. Caballeros… ¿les importaría dejarme en mi yate?

-¿Qué yate? -preguntó Ambrose.

-Lo tengo anclado en el club náutico de Lakeshore. -De repente, su rostro se iluminó-. Se me ha ocurrido una idea. ¿Les gusta a ustedes la pesca nocturna?

Hasta en medio de la oscuridad que nos envolvía, pude ver lo mucho que Ambrose se interesaba por el nuevo proyecto.

-¿Qué clase de yate tiene?

-Nada… uno pequeño, de unos seis metros.

Mi entrenador y yo intercambiamos miradas. A los dos se nos había ocurrido lo mismo.

-¿Quiere decir que le gustaría ir a pescar esta noche? -preguntó Ambrose.

-Si ustedes, caballeros, disponen de tiempo para que les invite…

-Lo sacaremos de donde podamos -aceptó mi compinche.

El muelle del club náutico se hallaba bien iluminado, y se podían ver unas cincuenta embarcaciones, desde pequeños fuera borda hasta enormes yates con cabinas para sus pasajeros, cada uno en un embarcadero individual. Ninguno de los propietarios parecía compartir el entusiasmo de Dobbs por la pesca nocturna, ya que no había coches aparcados frente al muelle.

Una vez que dejamos el coche, nuestro anfitrión nos condujo a la amarra número doce. La embarcación era un pequeño yate, muy mono, con un puente de mando en la cubierta. En la proa llevaba el número de identificación y un nombre pintado: El Generoso.

Ambrose llevó consigo la botella de whisky a bordo. Dobbs y yo nos habíamos acabado el bourbon por el camino. Mi compañero de botella estaba de nuevo en tales condiciones, que tuvimos que ayudarle a subir a cubierta.

Luego, nuestra víctima fallida abrió la escotilla y nos guió al estómago del buque, bajando por la escalera sin tropezar una sola vez, lo que me pareció todo un milagro. Yo le seguí, apoyado en la barandilla. Accioné mi mechero, encontré un interruptor de la luz y encendí una bombilla que colgaba del techo. Ambrose se nos unió.

En el interior de la cabina había cuatro literas y un par de armarios. Dobbs abrió uno de éstos y sacó dos cañas de pescar.

-Los anzuelos están colocados del revés -nos advirtió, dejando caer las cañas y desplomándose él mismo sobre sus rodillas.

Le ayudé a ponerse en pie mientras mi compañero recogía las cañas. Ambrose las llevó sobre los hombros a la vez que yo ayudaba a Dobbs a subir las escaleras. Pero éste se dejó caer en una hamaca y se quedó dormido al cabo de un minuto.

-¿Sabes llevar este trasto? -preguntó el entrenador.

-Yo he manejado botes -contesté-. No en agua dulce, pero debe ser igual que en agua salada. Echaré una ojeada a los mandos.

Me metí en la caseta del timón y, con la ayuda del mechero, encontré el panel de control. Tardé un poco en acostumbrarme a la oscuridad; no obstante, acabé descubriendo la función de los distintos mandos. Luego, arranqué el motor, lo dejé en marcha y encendí las luces de señalización.

Ambrose entró también en el pequeño puente de mando.

-¿Conoces bien el muelle? -preguntó.

-Ya te he dicho que nunca he venido a este lago.

-Es verdad. Acabas de contarme que es la primera vez que navegas en agua dulce.

-Así es. No conozco el muelle, ni el puerto deportivo; pero habrá boyas para marcar el canal.

Ambrose apuntó con la mano hacia lo lejos.

-Aquello de allí parece un espigón. Ten cuidado y no choques contra él.

Miré en aquella dirección y vi vagamente un rompeolas de cemento, que casi cerraba la boca del puerto. Sin embargo, dos luces rojas, separadas entre sí unos catorce metros, flotaban en el agua, señalándonos por dónde podríamos pasar sin peligro.

-Yo sé cómo navegar -gruñí-. ¡Ve y suelta las amarras!

Se acercó con paso vacilante al extremo de la proa y, después de luchar un rato a tientas con la cuerda, soltó el yate. Saqué la embarcación marcha atrás, la hice girar en redondo y la dirigí hacia las boyas que indicaban la salida del puerto.

Así pues, dejamos el espigón atrás y llegamos a lago abierto. El oleaje era muy débil pero bastó para que Ambrose protestara. Abrí la válvula de admisión a tope y nos alejamos de la costa con rumbo perpendicular a la misma.

Aunque mi entrenador me había dicho que me alejase un par de kilómetros, yo fui incapaz de prestar la debida atención a la brújula. Y temí que, si nos adentrábamos tanto en el lago, al final nos perderíamos por no ver las luces del puerto. Al cabo de unos setecientos metros puse el punto muerto y dejé que el yate fuese a la deriva; luego, salí a cubierta. Nadie tan borracho como Dobbs sería capaz de recorrer aquella distancia a nado.

Por otra parte, éste todavía seguía durmiendo. Ambrose estaba agarrado a la barandilla de popa y respiraba con dificultad. Había mudado de color.

-¿Estás mejor?

-Me siento bien. ¿Nos encontramos lejos?

-Lo suficiente -dije, y levanté a Dobbs de su hamaca.

El borracho apoyó la cabeza en mis hombros, como un bebé.

Le arrastré hasta la popa y le arrojé por la borda. Cayó al agua ruidosamente, se le oyó chapotear con desesperación. Luego, todo quedó en silencio.

-¡Socorro! -nos llegó aún su voz desde lejos, en la oscuridad.

El yate se alejaba con rapidez, arrastrado por la marea. Yo volví a la cabina, metí el embrague y dirigí la embarcación con dirección al puerto. Ambrose se vino conmigo.

Mientras nos acercábamos a la luz de la boya que yo no había destrozado, pensé en un detalle que se me había escapado. Entonces comenté:

-¿Cómo se va a tragar la policía que Dobbs llegó tan lejos si dejamos el yate en el embarcadero del muelle?

Ambrose me dio unas palmaditas en el hombro.

-Menos mal que tienes un entrenador que piensa por ti, pues, si contaras con tanto cerebro como músculo, serías premio Nobel. Claro que, si la cosa fuese al revés, seguro que te debería considerar un inválido. Cuando hayamos atracado, apuntaremos la embarcación hacia mar abierto y dejaremos el motor encendido y la marcha puesta. Al final, se le acabará la gasolina y lo encontrarán a la deriva. Cuando localicen el cadáver de Dobbs, y la autopsia muestre que estaba lleno de alcohol, parecerá obvio que se cayó por la borda debido al exceso de bebida.

Yo no fui tan estúpido como para dejar de observar un agujero enorme en sus planes. Estábamos llegando al canal.

Cerré la válvula de admisión un poco y dirigí el yate con cuidado hacia el extremo del espigón.

-¿Qué sucede ahora? -preguntó Ambrose.

-No es tan fácil apuntar una embarcación como una pistola -indiqué-. Aunque me pasara la vida intentándolo, no conseguiría nunca que el yate se metiera entre las dos boyas desde la posición de amarre. Se estrellaría contra la parte interior del rompeolas, lo cual daría qué pensar a la policía. Así que será mejor atracar en el mismo espigón para, desde allí, dirigirlo lago adentro; y, luego, recorreremos a pie el espigón hasta el principio del muelle.

La maniobra fue larga y costosa, y requirió varios intentos; pero, al final, me las arreglé para colocar el barco con cuidado junto al muro de cemento y con la proa hacia fuera.

Una docena de gaviotas que dormitaban en el espigón salieron volando cuando el yate rascó el cemento.

Ambrose saltó al rompeolas y sujetó desde allí el barco por la barandilla. Yo pude notar cómo saltaba un trozo de cemento, pero el daño no iba a resultar muy serio.

Puse el timón de forma que el yate se alejara en dirección perpendicular al espigón, metí el embrague y dejé el motor apenas acelerado. Sólo lo suficiente para que la embarcación se alejara sola. Después salí de la cabina de mando. Sin embargo, Ambrose no consiguió sujetar el barco y tuve que dar un buen salto para alcanzar el muro.

Nada más llegar al rompeolas fui a parar sobre Ambrose, al que derribé. Otra bandada de gaviotas, un poco más lejos, salieron volando.

Mi compinche se puso en pie, estudió sus manos y trató de averiguar el estado del trasero de sus pantalones. Sacó un pañuelo y se limpió cuidadosamente.

-El muro está recién pintado -se quejó.

-Eso no es pintura -le dije-. Son cagadas de gaviota.

Una expresión de disgusto asomó en su rostro. Limpió la parte de atrás de sus pantalones con el pañuelo; y luego arrojó este último al agua. Yo me puse a caminar delante, a lo largo del espigón, en dirección al puerto. Gaviotas dormidas se levantaron al oírnos, para situarse de nuevo en otras partes del muro. Al llegar al final, vi una luz roja y me detuve.

-¿Qué pasa? -preguntó Ambrose.

-Ojalá me equivoque. Lo sabremos dentro de un momento.

En efecto, descubrimos lo que yo me temía. La luz roja pertenecía a la boya que quedaba para marcar el canal. Todavía quedaban unos veintidós metros de agua entre nosotros y la playa.

Ambrose dijo amargamente:

-Nunca debería dejarte pensar.

-Parece que tendremos que mojarnos. Hay que nadar un poco.

-¡Yo no sé nadar! -anunció Ambrose.

Solucionamos el problema después de una discusión poco amistosa. Ambrose se agarró a mi cinturón mientras yo cruzaba a braza la escasa distancia. Llegamos por fin a lo que parecía ser el muelle público. Había algunos remolcadores; pero ningún ser humano se encontraba allí.

-Al menos ahora tengo los pantalones limpios -dijo Ambrose, volviéndose para ver su trasero.

Todavía quedaba un kilómetro a lo largo de la playa hasta donde estaba aparcado nuestro coche. Caminamos en silencio. A pesar de que la noche era muy agradable los dos estábamos helados dentro de nuestras ropas empapadas. De vez en cuando oía el castañeteo de los dientes de Ambrose.

Al llegar al muelle del club, contemplé las luces de un barco que acababa de entrar en el puerto y que se dirigía hacia nosotros.

Los dos nos detuvimos frente al amarradero número doce y vimos cómo El Generoso atracaba allí. Se apagaron las luces de señalización, y una figura alta y espigada bajó y amarró el yate. Entonces nos vio.

-¡Hola, amigos!-exclamó Dobbs en tono cordial, examinando con interés nuestras ropas mojadas-. ¿También pasados por agua?

-Pues sí -dijo Ambrose, que empezaba a divertirse.

-¿Han perdido su barco?

Otra vez se había olvidado de todo. Ni siquiera se acordaba de nosotros. Yo le contesté:

-Sí.

-Mala suerte -nos consoló Dobbs con simpatía-. Yo la tuve mejor -señaló sus propias ropas, también empapadas-. No estoy seguro de lo que me ha sucedido porque he estado bebiendo un poco pero, de repente, me vi en el agua y lejos de mi yate. Pueden apostar lo que quieran a que eso me devolvió la sobriedad en un segundo. Estuve nadando un rato, que se me hizo eterno, hasta que El Generoso volvió a mí tan despacito que pude subir a bordo.

-Es usted un tipo con suerte -reconoció Ambrose amargamente, torciendo el gesto.

En tono de disculpa, Dobbs nos dijo:

-Les prestaría con gusto ropa seca; pero sólo tengo una muda a bordo. ¿Viven ustedes lejos de aquí?

-Justo en el centro de la ciudad -respondió mi entrenador.

-Bueno, si se esperan hasta que me cambie, podrán venir conmigo. Tengo una casa cerca de aquí, donde podrán secar su ropa. No es muy grande pero dispone de una secadora y también cuenta con algo de beber.

Decidimos esperarle.

Dobbs desapareció y, a los diez minutos, reapareció llevando puestos unos zapatos de lona, unos pantalones blancos de dril y un suéter de cuello vuelto. Al saltar al muelle, casi pierde el equilibrio, pero no llegó a caerse. Entonces me di cuenta de que el baño le había devuelto gran parte de su sobriedad, aunque todavía se hallaba en precarias condiciones.

Luego, miró a su alrededor y se sorprendió al comprobar que el único coche que había en el aparcamiento era el nuestro.

-¿Cómo demonios he llegado hasta aquí? -preguntó-. Creo recordar que el mío está en el taller de reparaciones.

«Debe conservar un vago recuerdo del accidente» -pensé.

Ninguno de los dos le revelamos que su vehículo no se encontraba en un taller, sino que sus pedazos cubrían una extensa área de Glen Ridge.

-Tal vez he venido en taxi -se le ocurrió. Entonces me tendió la mano-: Me llamo Dobbs.

-Willard -me presenté.

Al tenderle la mano a Ambrose, a éste se le ocurrió dar su apellido:

-Jones.

-Encantado -sonrió Dobbs-. ¿Qué les sucedió para perder su barco?

-Volcó -contestó mi entrenador con brevedad-. Era sólo una barquita y, por fortuna, le dio por hundirse hacia la parte interior del espigón.

Dejamos que Dobbs se acomodara en el asiento de atrás, para que no se mojase. Desde allí, se dedicó a indicarle a Ambrose por dónde debía ir. Fuimos dos manzanas al sur; y luego tres al oeste.

-Métase por ahí.

Pasamos entre dos pilares, en uno de los cuales había un letrero que decía Funeraria Dobbs. Aparcamos junto a la casa.

Mientras nuestro anfitrión luchaba con la llave, le susurré a Ambrose:

-Creí que este hombre se dedicaba a inversiones inmobiliarias.

-Pero se retiró del negocio -me contestó él-. Supongo que se ha metido en otro.

Al fin Dobbs consiguió accionar la llave y nos pasó a un pequeño recibidor. Por una puerta que había abierta, a la izquierda, vimos un despacho. Aquél nos condujo, escaleras abajo, hasta el sótano.

Pasamos de un cuarto lleno de ataúdes vacíos a otro en el que había una pila, un par de mesas metálicas con ruedecitas y un mostrador que tenía toda clase de herramientas. Debía ser la habitación que usaban para embalsamar.

Dobbs sacó de un armario unas pequeñas telas plegadas, que parecían sábanas aunque estuvieran hechas de un material más pesado. Nos dio una a cada uno.

-Lamento no tener otra ropa que dejarles mientras la suya se seca -se disculpó-; pero, entretanto, pueden envolverse en esto.

Vaciamos nuestros bolsillos encima de una de las dos mesas de embalsamar, nos quitamos las prendas húmedas y nos pusimos las sábanas a modo de togas. Luego, nuestra víctima, fallida por partida doble, se llevó toda nuestra ropa, incluidos los zapatos, a un pequeño cuarto adyacente. Un momento después, oímos el ruido de una secadora.

Cuando Dobbs volvió, Ambrose le preguntó:

-¿Qué es esto que nos hemos puesto?

-Sudarios -contestó el borracho, tranquilamente.

No llegué a estremecerme pero deseé vehementemente que hubiera puesto la secadora a la temperatura máxima.

Dobbs se acercó a un mueble bar, y sacó tres vasos y una botella de whisky. Vi que allí había más botellas. Colocó los vasos en una de las mesas de embalsamar y los llenó.

-Vengan aquí dentro. Estarán más cómodos -dijo, y nos pasó a un pequeño cuchitril. En aquel lugar, dejó la botella en una mesita y se sentó en una butaca mientras Ambrose ocupaba otra y yo elegía un sofá.

-¡Salud! -exclamó el tipo afortunado, levantando el vaso.

Alzamos los nuestros y brindamos. Dobbs vació el suyo de un trago. Nosotros preferimos beber tan sólo la mitad.

Y    así transcurrió la siguiente media hora. Por cada vaso de whisky que Ambrose y yo bebíamos, Dobbs vaciaba dos. Al cabo de ese tiempo, no quedaba ni una gota en la botella. El sujeto intentó levantarse de la butaca sólo para descubrir que, de momento, le resultaba una misión imposible.

-Dígame, viejo amigo -le pidió a Ambrose-, ¿le importaría traernos otra botella?

El baño en el lago me había devuelto gran parte de la sobriedad pero, en aquel momento, volvía a sentirme un poco mareado. En cambio, mi compinche y entrenador parecía hallarse en perfecto estado. Al levantarse, se envolvió en su toga y se metió en el cuarto de embalsamar. Me percaté de que se llevaba consigo la botella vacía de whisky.

-¿Cuánto tardará la ropa en secarse? -pregunté a Dobbs.

-¿Cómo…? ¿Qué dice usted, amigo…?

-¿No recuerda que ha metido nuestra ropa en la secadora?-insistí-, ¿Cuándo estará lista?

-¡Ah, su ropa… sí, claro! Está en la secadora, creo…

-Pero, ¿cuánto tardará? -pregunté pacientemente.

-¿La secadora? Unos cuarenta y cinco minutos. ¿No había otro caballero aquí, con nosotros, hace un momento?

-Ha ido a por más whisky -le informé.

-¿Sí? No hacía falta. Tengo de sobra en el cuarto de embalsamar.

Intentó mirar su reloj de pulsera, pero se rindió y preguntó:

-¿Qué hora tiene, viejo amigo?

Según mi cronómetro eran las once y media, pero no podía ser. Entonces me di cuenta de que se había parado. No era sumergible.

-No lo sé -dije-. Deben ser las doce y media.

Ambrose regresó con dos botellas. Dio una a Dobbs, me sirvió a mí, y se sirvió a sí mismo de la otra, llenando completamente su vaso. Nosotros bebimos despacio pero él acabó todo el contenido de un trago. Luego, pareció sorprendido.

-¿Qué clase de whisky era ése? -preguntó con voz chillona.

Alcanzó con sus manos la botella que Dobbs le había dado, y miró la etiqueta. Como sus ojos no conseguían distinguir las letras, yo mismo me acerqué y eché una mirada.

-Es whisky -verifiqué.

El tipo afortunado, aunque por poco tiempo, asintió con alivio, y se sirvió otro vaso. Enseguida regresé al sofá, me senté y miré a Ambrose, que no le quitaba los ojos de encima.

Mi entrenador levantó su vaso y dijo:

-¡Salud!

Dobbs volvió a vaciar su vaso y, de nuevo pareció confundido.

-¡Qué raro! -exclamó, mirando el vaso.

Ambrose se levantó, se arregló la toga un poco y le llenó un tercer vaso. Sin embargo, nuestra obstinada víctima se quedó mirándolo pensativo.

Estuvimos allí sentados, en silencio, unos diez minutos. Ambrose y yo nos acabamos nuestras bebidas y yo volví a llenar los vasos. Pero Dobbs todavía no había atacado su tercer vaso. ,

-¡Salud!»-insistió mi compinche, levantando el suyo.

Luego, el dueño de la funeraria levantó la mano con extrema lentitud. Le llevó un par de minutos decidirse a beber pero, al final, logró hacerlo. Acabó con el brazo derecho descansando en el de la butaca, y con el vaso aún entre los dedos.

Ambrose preguntó:

-¿Cuánto tardará la ropa en secarse?

Nuestro anfitrión no respondió. Yo le dije:

-Tres cuartos de hora.

-Entonces ya debe estar lista -calculó él.

Encontramos que la secadora se había parado. La ropa ya estaba seca, pero los trajes se habían arrugado y los zapatos estaban para tirarlos a la basura.

Después de vestirnos, Ambrose volvió a plegar los sudarios con mucho cuidado y los colocó en el armario, donde antes habían estado. Recogimos el contenido de nuestros bolsillos, que habíamos dejado en una de las mesas, y nos lo guardamos.

-¿Qué hacemos con él? -pregunté, señalándole con el pulgar.

-Me parece que también está listo.

Con paso vacilante entró en el cuchitril. Yo le seguí. Dobbs permanecía sentado en la butaca, mostrando una sonrisa fija en el rostro. Ambrose le sacudió. No hubo respuesta.

Mi compinche intentó retirarle el vaso pero no pudo. Lo tenía sujeto con demasiada fuerza.

-¿Qué le pasa? -pregunté.

-Se ha bebido casi un cuarto de litro de líquido embalsamador.

Miré a Dobbs con incredulidad.

-¿Quieres decir que por fin está muerto?

-Frío como un témpano. Mejor será que nos lo llevemos de aquí.

-¿Para qué? -pregunté.

Ambrose no supo responder enseguida. Pensó en ello un momento y me expuso:

-Me parece que será mejor cobrar esta misma noche y largarnos de la ciudad, en lugar de esperar hasta mañana por la noche. ¿Y qué mejor prueba de que hemos cumplido con nuestra parte del contrato que enseñar el cadáver?

Me tocó en aquel instante juzgar sobre la conveniencia de hacer lo que mi amigo decía. Es cierto que no dudaba de que el plan fuera estratégico. Si dejábamos a Dobbs donde estaba, la policía pensaría que había cogido tal borrachera que no pudo distinguir el whisky del líquido embalsamador, que era lo que más o menos había sucedido. Pero ir por ahí con un cadáver en el coche, a mi entender, era algo muy arriesgado; claro que Ambrose había apuntado: ¿qué mejor prueba que el mismo cadáver?

Luego, él me dijo que le quitara al muerto el vaso de la mano, pero yo también fui incapaz de doblarle los dedos.

-¡Al diablo!-exclamó Ambrose-. Da lo mismo. Mételo en el coche tal y como está.

Estaba tan rígido como un palo, y así permaneció cuando lo tomé en mis brazos. Parecía que estaba sentado en el aire, y todavía sujetaba el vaso con la mano derecha.

Ambrose se llevó la botella de whisky que habíamos empezado, y también la del líquido embalsamador. Apagó la luz del cuchitril y se metió con los dos recipientes en el cuarto de embalsamar.

Dejó un momento la botella de whisky en una mesa y vació la otra en la pila. Yo sostuve entre mis brazos el cuerpo de Dobbs mientras él limpiaba nuestras huellas de todos los vasos y de la botella; luego, enjuagó ésta y la tiró a una papelera. Seguidamente, agarró la de whisky y me siguió hasta el cuarto donde estaban los ataúdes. Se cuidó de apagar la luz del cuarto de embalsamar al pasar por la puerta.

También dejó a oscuras la estancia de los ataúdes desde arriba de las escaleras.

Una vez que alcancé el recibidor con el cuerpo en brazos, cerró las puerta tras él. Pero no apagamos la luz del recibidor ya que nos la habíamos encontrado encendida. Por último, Ambrose colocó el cerrojo interior antes de cerrar la puerta.

Dejé a Dobbs en el asiento trasero del coche. Allí se quedó sentado como un niño bueno, con la sonrisa helada y levantando su vaso como para brindar. Mi compinche puso el motor en funcionamiento y dio marcha atrás, para volver a la calle.

Había un gran trecho hasta la casa de Everett y Cornelia Dobbs. Cuando pasamos por el lugar donde habíamos provocado el accidente, vimos que alguien había apartado a un lado la rueda y el parachoques, pero el suelo seguía lleno de cristales.

Debían ser las dos de la madrugada cuando, por fin, llegamos a la casa. Había una piscina con luces encendidas bajo el agua. Como no vimos a nadie por allí, interpreté que las dejaban iluminadas como precaución, para que nadie cayera dentro en la oscuridad de la noche.

El edificio tenía dos pisos. Ambrose aparcó justo enfrente del porche, y los dos fuimos a llamar a la puerta. Por la ventana, vimos una lucecita encendida en el salón. Ambrose pulsó el timbre.

-Supongamos que no está -dije.

-Sí que la encontraremos. Me reveló su plan al detalle. Había quedado aquí con unas amigas para jugar al bridge; y ésa sería su coartada. Calculaba que se irían hacia la medianoche, e iba a pedirle a la mujer que hubiese traído en coche a las demás que la telefoneara para asegurarse de que habían llegado a casa sin problemas. Eso la pondría a salvo hasta las doce y media. A esta hora tenía pensado irse a dormir, con el fin de que la policía la tuviera que sacar de la cama para comunicarle el fallecimiento de su esposo.

Pasaron unos minutos, y Ambrose tuvo que volver a tocar el timbre antes de que la puerta se abriera. Una rubia teñida, de unos treinta y ocho años, se asomó en batín.

-¡Ah, señora Dobbs! -exclamó Ambrose con una reverencia formal que casi le hizo perder el equilibrio-. Éste es mi socio, Sam Willard.

Ella ni me miró.

-¡Pero en nombre del cielo…! ¿Qué está usted haciendo aquí?

-He venido para comunicarle que la misión ha sido cumplida. Tenemos la prueba en el coche.

Salió del porche y nos miró: primero a Ambrose, y luego a mí.

-¡Pero eso es imposible!

-Eche una mirada en el asiento de atrás del coche -le pidió Ambrose, estirando el brazo en aquella dirección.

-¿De qué está hablando? -preguntó enojada-. Everett me llamó desde el club. Tuvo que prestar su auto a Hermán, y él se quedó allí a dormir.

Bajó los tres escalones del porche y miró dentro del coche. Sus ojos se abrieron como platos.

-¡Hermán! -gritó-. ¿Qué le ocurre?

Nosotros la habíamos seguido. Ambrose preguntó:

-¿Hermán?

Ella se le echó encima, enfurecida.

-Este es el hermano menor de Everett, ¡imbéciles!, el hombre con el que me quiero casar. ¿Qué habéis hecho con él?

Una cosa sí que tenía Ambrose: ya podía estar de alcohol hasta las cejas… ¡que nunca perdía su aplomo! Dijo con prontitud:

-Nada, señora. Sólo está borracho perdido. Haremos lo posible para que llegue a casa sano y salvo. Lamentamos el error. Como se metió en el coche de su marido, diciendo que se llamaba Dobbs, supusimos que era él.

-¿Y para qué lo habéis traído aquí? -nos increpó.

Mi entrenador aún demostró que su lucidez no tenía fin, pues se le ocurrió lo siguiente:

-Pensamos desnudarle, ponerle su bañador y ahogarle en la piscina.

-¡Cállese! -chistó-. Hermán no sabe nada de mis planes. O al menos los desconocía.

-Bah, no puede oírnos -la reconfortó Ambrose-. Está inconsciente.

Se despidió de ella con otra de sus reverencias, rodeó el coche y se puso al volante. Yo me senté a su lado. Ambrose puso la marcha atrás, giró y volvimos por donde habíamos venido. Al doblar por la primera esquina, paró el motor y apagó las luces del coche.

-¿Y ahora qué, genio? -pregunté.

-Esperaremos hasta que la casa se quede a oscuras, para estar seguros de que ella se ha metido en la cama.

Al poco rato, todas las luces se apagaron, menos la lucecita que se dejaba encendida toda la noche en el salón.

-Muy bien -me ordenó Ambrose-. Sácalo.

Salí del coche y cogí como pude el cadáver en brazos. Ambrose me mostró el camino hasta la piscina. Había unas cuantas hamacas en el césped. El me indicó que pusiera en una de ellas a Hermán Dobbs.

También había traído consigo la botella de whisky. Se quedó de pie, contemplando durante un momento la sonrisa helada del cadáver; luego, le llenó por la mitad el vaso que todavía sujetaba en la mano.

-¡Salud! -exclamó tristemente-. ¡Ahora larguémonos de aquí, recojamos nuestras cosas y vayámonos para el sur!

 

FIN

 


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