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29 de febrero de 2024

LA EJECUCIÓN {Relatos}

 
                       


 

Cuando el presidente del jurado se puso en pie y leyó el veredicto, Warren Selby, el fiscal, escuchó las palabras que declaraban culpable al acusado, como si fueran un elogio personal a sus méritos. En los sombríos tonos de la voz reconoció no una condena del hombre, que se estremecía en el banquillo de los acusados, sino un tributo a su brillantez.

«Declarado culpable… no -pensó Warren Selby triunfalmente-. ¡Se ha demostrado la culpabilidad… gracias a mí!»

Por un segundo, la mirada melancólica del anciano juez se cruzó con la de Selby; y aquél no pudo reprimir una expresión de disgusto ante el brillo de felicidad que veía en aquellos ojos. No obstante, el fiscal no podía esconder el regocijo que le asomaba por sus pupilas, la satisfacción que sentía al comprobar que sus esfuerzos habían dado fruto.

Recogió los papeles con movimientos torpes, nerviosos, luchando por recuperar su eterna cara de póker, aunque le dolía la sonrisa reprimida. Con la carpeta bajo el brazo, se volvió, dando la cara a los asistentes al juicio.

-Perdónenme -dijo gravemente, y se abrió camino hasta la salida, pensando en aquel momento solamente en Doren.

Intentó imaginársela, con sus labios rojos que podían cerrarse implacables o entreabrirse generosamente, según le diera por estar de mal o buen humor. Trató de adivinar sus gestos cuando oyera las buenas noticias, la impresión que le produciría sentir su cuerpo caliente apretado contra el suyo, cómo los brazos de ella le estrecharían.

Pero aquella degustación anticipada de los encantos de Doren fue interrumpida bruscamente. Los ojos de muchos hombres le buscaban, e infinidad de manos luchaban por estrechar la suya para felicitarle. Garson, el fiscal del distrito, sonreía sinceramente y sacudía su cabeza de león aprobando el comportamiento de su cachorro. Vanee, el ayudante del fiscal del distrito, intentaba componer una mueca que pareciese una sonrisa, pero resultaba evidente que no se hallaba tan contento de que alguien más joven que él hubiese obtenido tal éxito. También había periodistas, que le lanzaban preguntas; y fotógrafos, que disparaban sus cámaras una y otra vez.

En otra época de su vida, esto le hubiera bastado a Warren Selby para sentirse feliz, viéndose rodeado de hombres que le admiraban. Pero, en aquellos momentos, tenía, además, a Doren; y al pensar en ella se apresuró para cambiar la arena de su victoria por un premio más privado y placentero.

Más no escapó a tiempo. Garson le tomó del brazo y se metió con él en el coche gris que les esperaba en la esquina.

-¿Qué tal te sientes? -sonrió de nuevo el fiscal del distrito, dándole unas palmaditas en las rodillas mientras se alejaban.

-Muy bien. Pero no ha sido nada -dijo Selby y, entonces, intentó formular algún comentario que mostrara una modestia que no sentía-: Pero, demonios, Gar, la gloria no me corresponde sólo a mí. Tus muchachos cumplieron a la perfección.

-Vamos, vamos, no disimules -le dijo Garson-. Te he estado observando durante todo el juicio, Warren. Olías a sangre. Eras la espada vengadora. Fuiste tú quien le puso en la lista para la silla eléctrica, no yo.

-¡Jamás digas eso! -exclamó Selby bruscamente-. Él era culpable, y tú lo sabes. Las pruebas estaban en su contra. El jurado dio el único veredicto posible.

-De acuerdo. Hicieron lo único que correspondía, según el modo en que tú les presentaste las pruebas. Con otro fiscal quizás hubiesen actuado de otra forma. ¡Hay que darle la medalla a quien se la merece, Warren!

Selby no pudo reprimir su sonrisa ni un segundo más.

Y ésta iluminó su largo rostro, por lo que se sintió aliviado al relajar sus facciones. Se recostó contra el alto respaldo del coche.

-Puede que tengas razón -aceptó-. Sin embargo, para mí era culpable, e intenté convencer a los demás de ello. La evidencia de las pruebas no es lo único que cuenta, Gar, y tú lo sabes. Hay veces que, sencillamente, intuyes la verdad…

-Por supuesto. -El fiscal del distrito miró por la ventanilla-, ¿Cómo está tu mujer, Warren?

-Ah, Doren se encuentra perfectamente.

-Me alegro. Es una mujer adorable.

Ella estaba tumbada en el sofá cuando Selby entró en el apartamento. No había imaginado este detalle de su triunfal bienvenida al hogar.

Se acercó a ella, y consiguió que sus brazos le rodearan.

-¿Has oído, Doren?-preguntó-, ¿Te has enterado de lo que ha pasado?

-Lo he seguido por la radio.

-¿Y bien? ¿No sabes lo que eso significa? He conseguido mi primera sentencia favorable, ¡y una de categoría! ¡Ya no soy ningún don nadie, querida!

-¿Qué le harán a ese hombre?

La miró, intentando determinar de qué humor se hallaba.

-Yo pedí la pena de muerte. Asesinó a su esposa a sangre fría. ¿No es lo que se merece?

-Sólo preguntaba, Warren -comentó ella, y apoyó su mejilla sobre su hombro.

-La muerte forma parte de mi trabajo. Lo sabes tanto como yo, Doren. ¡No irás a reprochármelo!

Ella le apartó de sí un segundo, aparentemente para decidir si enfadarse o no. Enseguida se apretó contra él, y pudo sentir aquel aliento cálido que le hacía cosquillas en la oreja.

Se embarcaron en una semana de celebración. Una fiesta íntima, cenando en restaurantes discretos y sólo encontrándose con los amigos más cercanos. No hubiese estado bien que Selby apareciera en público organizando una juerga en tales circunstancias.

La noche del día en que Murray Rosman fue condenado a muerte, se quedaron en casa y bebieron unos cuantos brandis. Doren enseguida se mostró alegre y juguetona; luego, apasionada. Y Selby creyó que nunca había sido tan feliz como entonces. Con un currículo bastante mediocre como estudiante de Derecho, después de pasar por un puesto de tercera categoría en un departamento estatal, había saltado a una posición importante donde era respetado. Se había casado con una mujer bonita y mimosa, y él tenía el poder de hacerla derretirse entre sus brazos. Se sintió orgulloso de sí mismo. Siempre le estaría agradecido a Murray Rosman por la oportunidad que le había brindado.

No obstante, el día en que estaba prevista la ejecución de Rosman, Selby se vio abordado por un viejo canoso y algo jorobado, que llevaba puesto un sobrero todo manchado de grasa.

El personaje había salido del umbral de una droguería, con las manos metidas en los bolsillos de una sucia chaqueta y el ala del sombrero bajada. No se había afeitado en varios días, de eso se daba uno cuenta enseguida porque llevaba la cara cubierta de una pelusa blanquecina.

-Por favor, señor -dijo-, ¿Puedo hablar con usted un minuto?

Selby le miró de arriba abajo, y buscó en el bolsillo de la chaqueta por si tenía algunas monedas.

-No -se apresuró a decir el hombre-. No quiero una limosna. Sólo deseo hablar con usted, señor Selby.

-¿Me conoce usted?

-Sí, de eso puede estar seguro, señor Selby. Lo he leído todo sobre usted.

La mirada dura del fiscal se ablandó.

-Bueno, ahora mismo tengo cierta prisa. He concertado una cita.

-Esto es importante, señor Selby. ¡Dios es testigo de que lo es! ¿No podemos ir a alguna parte, tomar un café? Sólo le llevará cinco minutos.

-¿Por qué no me escribe una carta o viene a la oficina? Estamos en la calle Chambers…

-Se trata de ese hombre, señor Selby, ¡el que van a ejecutar esta noche!

El fiscal examinó los ojos del viejo. Contempló una mirada intensa, penetrante.

-De acuerdo -concedió Selby-. Hay una cafetería cerca de aquí. Pero que no sean más de cinco minutos, se lo ruego.

Eran casi las dos y media; la hora del almuerzo había terminado y apenas se encontraba gente en el local. Ocuparon una mesa al fondo, y se sentaron en silencio mientras el camarero retiraba los restos de una comida.

Por fin, el anciano se reclinó hacia adelante y dijo:

-Me llamo Arlington, Phil Arlington. He estado fuera de la ciudad, en Florida. De no haber sido así, jamás hubiese permitido que las cosas llegaran tan lejos. Porque en todo este tiempo ni he leído periódicos, ni escuchado la radio o la televisión, ni nada de eso.

-No sé a dónde quiere llegar, señor Arlington. ¿Está usted hablando del juicio de Rosman?

-Sí, del caso Rosman. Cuando regresé a la ciudad y me enteré de lo que había pasado, no supe qué hacer. Lo entiende, ¿verdad? Me dolió. Me hirió mucho leer lo que le iba a suceder a ese pobre hombre. Pero tenía miedo. Entiéndame. ¡Sentí mucho miedo!

-¿Miedo de qué?

El hombre hablaba para el cuello de su camisa.

-Lo pasé fatal tratando de decidir qué hacer. Pero entonces se me ocurrió: ¡Demonios, este Rosman es joven! ¿Qué edad tendrá, acaso treinta y ocho años? Yo he cumplido sesenta y cuatro, señor Selby. Entonces… ¿Qué es mejor?

-¿Mejor para qué? -El joven fiscal empezaba a perder la paciencia; miró la hora-. Explíquese, señor Arlington. Soy un hombre ocupado.

-Pensé en pedirle consejo. -El viejo se pasó la lengua por los labios-. Me dio miedo acudir a la policía directamente. Consideré que era mejor hablar antes con usted. ¿Les digo lo que hice, señor Selby? ¿Les cuento que fui yo quien mató a esa mujer? Respóndame: ¿se lo confieso?

Al fiscal el mundo se le vino abajo. Sintió cómo sus manos se le helaban alrededor de la taza de café. Examinó al hombre que estaba sentado enfrente suyo.

-¿De qué está usted hablando? -preguntó-. Rosman mató a su esposa. Lo hemos probado.

-¡No, no! Ahí es donde yo voy a parar. Me encontraba en la carretera haciendo autoestop, con dirección al este. Me llevaron hasta Wilford. Estaba dándome un garbeo por la ciudad, intentando ver cómo me las apañaría para comer o encontrar algún trabajo, lo que fuera. Llamé a aquella puerta. Y una señora muy amable me abrió. No tenía trabajo para mí; pero me ofreció un bocadillo. Era de jamón…

-¿Qué casa? ¿Cómo sabe usted que pertenecía a los Rosman?

-Estoy seguro. He visto su foto en los periódicos. Era una señora muy bonita. Si no se hubiera metido en la cocina después, no habría pasado nada.

-¿Qué? -saltó Selby.

-Jamás debí hacerlo. De veras, se portó muy bien conmigo; pero yo estaba en las últimas, sin un centavo. Me dediqué a mirar en el interior de los jarrones del armario. Ya sabe usted cómo son las mujeres: siempre están metiendo «pasta» en los jarrones, dinero para gastos inesperados, como pagar el gas o el recibo de la luz o el plazo de la aspiradora. Me pilló y se puso furiosa. No gritó ni nada, pero yo me di cuenta de que ella estaba dispuesta a meterme en un lío. Perdí el control…

-No le creo -dijo Selby-, Nadie vio a ninguna persona en el vecindario. Rosman y su mujer se pasaban el tiempo peleando…

El viejo se encogió de hombros.

-Yo no sé nada de ese tema, señor Selby. No conozco demasiado a esa gente. Pero así fue como ocurrió, y por ello me gustaría que me aconsejara. -Se rascó la cabeza-. Lo que quiero saber es… si confieso… ¿Qué me harán?

-Lo freirán en la silla -replicó el fiscal con frialdad-. Lo ejecutarán en lugar de Rosman. ¿Es eso lo que usted quiere?

Arlington palideció.

-No. La prisión, todavía podría soportarlo. ¡Pero eso jamás!

-Entonces olvide tal asunto. ¿Me oye? Señor Arlington, a mí me parece que usted ha soñado todo lo que acaba de contarme, ¿A usted no? Mírelo de ese modo. Un mal sueño. Ahora vuelva a la carretera y deje de pensar en ello.

-Pero ese hombre… ¡le van a matar esta noche…!

-Porque es culpable -Selby golpeó la mesa con el puño-. Yo probé que lo era. ¿Entiende?

Los labios del viejo temblaron.

-Sí, señor -susurró.

Selby se levantó y dejó un billete de cinco dólares en la mesa.

-Pague la cuenta -dijo bruscamente-. Y quédese con el cambio.

Aquella misma noche, Doren le preguntó la hora por cuarta vez.

-Las once -respondió hoscamente.

-Sólo una hora más. -Ella se hundió en los cojines del sofá-. Me pregunto en qué estará pensando el condenado en estos momentos; cómo se sentirá, ahora mismo.

-¡Cállate de una vez!

-¡Vaya! ¡Estamos irritables esta noche!

-Yo ya no tengo nada que ver con el asunto, Doren. Te lo he dicho cuarenta veces. Ahora le toca al gobierno del Estado.

La punta de la lengua asomaba por entre los dientes de ella, una señal que él conocía y que significaba que se avecinaba una tormenta.

-Pero tú le pusiste donde está, Warren, no me lo niegues.

-El jurado lo llevó allí.

-No tiene usted por qué gritarme a mí, señor fiscal.

-Oh, Doren…

Se inclinó hacia ella, como disculpándose, cuando sonó el teléfono.

Lo descolgó furioso.

-¿Señor Selby? Soy Arlington.

El fiscal se estremeció.

-¿Qué quiere?

-Señor Selby, he estado pensando en lo que hablamos.

No creo que esté bien. No puedo aceptar que deba olvidarlo así como así. Quiero decir…

-Arlington, escúcheme. ¡Deseo que venga a mi apartamento ahora mismo!

Desde el sofá, Doren exclamó:

-¡Oye!

-¿Me ha oído, Arlington? Antes de que haga ninguna tontería, es necesario que hable con usted. Debo explicarle su situación legal. Creo que es lo menos que debe hacer por usted mismo.

Se produjo una pausa al otro lado del hilo.

-Supongo que tiene razón, señor Selby. Lo malo es que estoy aquí, en el centro de la ciudad; y para cuando llegue allí…

-Lo conseguirá. Tome el metro; la línea azul es la más rápida. Baje en la calle 86.

Cuando colgó, su esposa le aguardaba de pie.

-Doren, espera. Lo siento. Este hombre… es un testigo importante que tengo entre manos. Sólo puedo verle ahora.

-      ¡Qué te diviertas! -gritó ella, sin que su tono indicara que eso era lo que quería.

-      Y se fue a su habitación.

-Doren…

Ella cerró la puerta de golpe y echó el pestillo.

Selby maldijo el mal humor de su mujer entre dientes y abrió la puerta del mueble bar.

Para cuando Arlington llamó a la puerta, el fiscal se había bebido media botella de bourbon.

El aspecto de la chaqueta sucia y del sombrero manchado de grasa del vagabundo contrastó con la elegancia del apartamento. Se quitó ambas prendas y miró a su alrededor con timidez.

-Sólo contamos con tres cuartos de hora -dijo-. Tengo que hacer algo, señor Selby. Es preciso.

-Yo sé cuál ha de ser su conducta -comentó el fiscal sonriendo-. Echemos un trago y hablemos de todo esto una vez más.

-Me parece que no debería… -Tenía la mirada fija sobre la botella que Selby sostenía en la mano. Éste sonrió confiado.

Hacia las once y media la voz de Arlington sonaba ronca y torpe. Su mirada ya no era tan intensa, y su interés por la suerte de Rosman había perdido ya toda la fuerza.

Entretanto, Selby había seguido llenando el vaso de su visitante.

El anciano masculló entre dientes una serie de historias sobre su niñez, sobre la respetabilidad que una vez tuvo y sobre todos aquellos que habían jugado sucio con él, empujándole a la situación en que se hallaba. Al cabo del rato, comenzó a dar cabezadas, y los párpados, pesados, se le cerraron.

Sin embargo, las campanadas del reloj de pared le sacaron de su sopor con un sobresalto.

-¿Qué es eso?

-Nada… el reloj -respondió Selby.

-¿El reloj? ¿Qué hora es?

-Son las doce, señor Arlington. Ya no tiene por qué preocuparse. El señor Rosman ha pagado por su crimen.

-¡No! -El anciano se puso de pie y empezó a recorrer el salón de un lado para otro-. ¡No! ¡No es verdad! ¡Yo maté a esa mujer! ¡No él! ¡No le pueden ejecutar por algo que él no ha…!

-Tranquilícese, señor Arlington. Ya no se puede hacer nada por él.

-¡Sí, sí! Hay que decírselo… a la policía…

-Pero ¿para qué? Rosman ha sido ejecutado. Cuando sonó la última campanada de ese reloj, ya había muerto. ¿En qué va ayudarle a estas alturas con su confesión?

-¡Tengo que hacerlo! -exclamó el anciano lloriqueando-. ¿No lo ve? Jamás podría soportarlo, señor Selby. Por favor…

Se acercó tropezando hasta el teléfono. El fiscal puso la mano sobre el aparato con fuerza.

-¡No! -ordenó.

Los dos lucharon por coger el auricular pero el más joven se salió con la suya fácilmente.

-No me detendrá, señor Selby. Iré yo mismo, en persona. ¡Confesaré, y les diré lo que usted ha hecho…!

Seguidamente, fue tambaleándose hasta la puerta. Selby lo agarró por detrás.

-¡Maldito loco! Me estás poniendo muy difíciles las cosas. Rosman ha muerto…

-¡Me da lo mismo!

Selby le asestó un puñetazo en el rostro. El viejo vagabundo se tambaleó, gimiendo de dolor, pero persistió en su intención de alcanzar la puerta. La furia del fiscal aumentó y le golpeó de nuevo; y después, le echó las manos al cuello. En ese momento, naturalmente, le asaltó una idea: después de todo, había poca vida palpitando en aquella garganta. Mediante una pequeña presión, consiguió que la respiración frenética, la voz aguda, chirriante, y las palabras maldicientes cesaran…

Continuó apretando más y más.

Y    luego, lo soltó.

El viejo cayó al suelo, resbalando contra el cuerpo del fiscal.

De repente, en la puerta del dormitorio apareció la bella esposa con una expresión rígida, fría.

-Doren, escucha…

-Lo has estrangulado -musitó.

-¡En defensa propia!-gritó Selby-. Entró por la fuerza, quería robar en el apartamento.

Ella dio un portazo y echó el pestillo. El fiscal homicida fue a la puerta y empezó a golpearla, desesperadamente. Intentó forzar la entrada y la llamó a gritos, pero ella no le hizo caso. Entonces, escuchó cómo marcaba un número de teléfono.

Las cosas ya iban mal, sin necesidad de que encima Vanee estuviera entre los policías que entraron en el apartamento. El ayudante del fiscal del distrito no disimulaba la manía que le tenía a Selby, sobre todo después del éxito en el caso Rosman. Seguro que echaría por tierra, en un abrir y cerrar de ojos, la historia del vagabundo que entraba en la casa del joven jurista por la fuerza, con la intención de robar. Además, averiguaría, con la colaboración de la «amante» Doren, que el fiscal esperaba la visita del vagabundo. El enemigo iba a disfrutar con el caso.

Pero no se podía decir que estuviera disfrutando. Parecía más bien confundido. Miró el cadáver, que seguía en el suelo del apartamento de Selby, y preguntó:

-No lo entiendo, Warren. De verdad que no me entra en la cabeza. ¿Para qué querías tú matar a un viejo inofensivo como éste?

-¿Inofensivo? ¿Inofensivo?

-Pues claro. Inofensivo. Es el viejo Arlington. Lo reconocería enseguida, en cualquier parte.

-¿De qué lo conoces? -Selby estaba aturdido.

-¡Sí, claro, me tropecé con él cuando trabajaba en el condado de Bellaire! Un viejo loco que va por ahí confesando crímenes. Pero matarle, Warren… ¿para qué?

FIN

 

1998 Editado por Paya Frank @ Blogger

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