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17 de enero de 2024

La pensión del señor Rojo

 




autor :Antonio Muñoz Molina 15/08/1992



Lorencito, todavía aturdido por la noticia de que su admirado Matías Antequera es el

autor del robo del Cristo de la Greña, se queda estupefacto al recibir las instrucciones de

Don Sebastián Guadalimar: deberá trasladarse esa misma noche a Madrid, localizar al

tonadillero en un tablao de poca monta llamado el Corral de la Fandanga y convencerle

de que restituya la imagen.

El folletín de Cuando, a las siete menos cuarto de la mañana, Lorencito Quesada

se encontró en el andén de la estación de Atocha, pensó durante casi un minuto

de pavor que se había equivocado de ciudad. Recordaba una gran bóveda con

pilares y arcos de hierro, un inmenso reloj y una lápida de mármol con la lista

de los caídos por Dios y por España. Y ahora estaba en un lugar que parecía

hecho únicamente de lejanías descorazonadoras y paredes y columnas de

cemento en las que retumbaban los avisos de los altavoces y los pitidos de los

trenes que iban a perderse en un túnel mucho más grande y todavía más lóbrego

que los túneles del metro. Apenas había pegado ojo en toda la noche, desde que

subió al expreso en la estación de Linares-Baeza a las tres de la madrugada. El

sobre que le entregó don Sebastián Guadalimar era de papel recio y tenía

impresas en relieve las armas condales, pero el billete que había en su interior

no era de wagon-lit, como en algún momento él llegó a imaginar, sino de

segunda clase, de modo que pasó todo el viaje en el rincón más angosto de un

departamento ocupado por un grupo de vehementes legionarios de paisano que,

a juzgar por su acento y por los cantos regionales que alternaban con los himnos

patrióticos, debían de ser aragoneses.Cuando hacia las seis de la mañana, y a la

altura de Manzanares, los legionarios dejaron de cantar y rompieron

alegremente en el pasillo los botellones de cubalibre que les venían amenizando

el viaje, reinó en el departamento un silencio alterado rítmicamente por

diversos tonos de ronquidos y un sosiego en el que a Lorencito Quesada le

habría sido posible conciliar el sueño si no llega a ser por un persistente olor a

pies sudados y a eructos de ginebra. Un caballero legionario se le había dormido

con la cabeza apoyada en su hombro, y con el traqueteo monótono del tren fue

deslizándose hasta acomodarse satisfactoriamente en su regazo, con la cara

hacia arriba y la boca abierta, de modo que su aliento vino atufando a nuestro

corresponsal hasta la misma estación de Atocha.

Al bajarse del tren, la ropa le olía como si se hubiera corrido una juerga. Por

culpa del sueño, y de la falta de hábito, estuvo a punto de caerse en las escaleras

mecánicas que suben desde los andenes hasta el vestíbulo principal, y allí se

sintió aún más perdido que antes, entre tantas columnas de cemento,

indicadores electrónicos en los que se sucedían velozmente las letras y ecos de

altavoces. Apretaba muy fuerte su bolsa de plástico marrón y miraba de soslayo

por miedo a los posibles malhechores; buscaba la salida, y en lugar de

encontrarla se internó en un pasillo que conducía al metro, y del que tardó

media hora angustiosa en escapar, dando vueltas y revueltas sin encontrar un

letrero donde cerciorarse de que de verdad estaba en Madrid y en la estación de

Atocha.

Sólo estuvo seguro cuando alcanzó la calle y vio delante de sí el edificio del

Ministerio de Agricultura, y luego los anuncios luminosos del hotel Mediodía, de

la casa Philips y de los colchones Flex, todavía encendidos, con tonos azulados y

vedes que le gustaban mucho y que ahora sí le permitieron acordarse de su

último viaje a Madrid, hacía ya más de veinte años, cuando vino a la capital con

motive, del II Festival de la Canción Salesiana, en el que el conjunto que

representaba a Mágina obtuvo un accésit por su interpretación del Pange lingua

adaptado al castellano y cantado con la música de El cóndor pasa. En su calidad

no sólo de corresponsal de Singladura, sino de miembro del ala más juvenil y

con más inquietudes de nuestra Acción Católica, nuestro Lorencito se unió a la

expedición de los hinchas locales y se quedó afónico de tanto animar los

cánticos durante el viaje. Madrid le entusiasmó: vieron el scalextric, el palacio

Real, el estanque del Retiro, la Casa de Fieras, la fábrica de cervezas Mahou,

visitaron El Escorial y el Valle de los Caídos, y hasta aparecieron en un plano

fugaz tomado por las cámaras de Televisión Española.

Y ahora estaba otra vez en Madrid, parado, como entonces, en la gran explanada

de Atocha, pero no había ido como monitor oficioso de un grupo de jóvenes de

ambos sexos con guitarras, bandurrias y flautas, sino completamente solo,

cumpliendo una misión secreta en la que era posible que no arriesgase su vida,

pero sí su palabra, el honor de su ciudad y el de un apellido varias veces

centenario. Ese mismo día era preciso que encontrara a Matías Antequera y le

transmitiera el ultimátum. Miró el tamaño de los edificios y la distancia

aterradora de las avenidas por las que bajaba el tráfico con un escándalo como

el de las cataratas del Niágara, y pensó que le sería imposible encontrar a nadie

en una ciudad tan grande. Por lo pronto, ni siquiera encontraba el scalextric.

¿También habría sucumbido a la devastadora manía de no respetar los edificios

del pasado? Dobló a la izquierda, guiándose por el anuncio de los colchones

Flex, y buscando el paso subterráneo que lleva al paseo de las Delicias y al de

Santa María de la Cabeza. En este último, en el número 12, estaba la célebre

pensión del señor Rojo, a la que han acudido sin falta durante medio siglo la

mayor parte de los viajeros de nuestra ciudad cuando iban a ver la Feria del

Campo y el desfile de la Victoria.

En el paso subterráneo echó a andar por la izquierda, y casi todas las personas

que se apresuraban en dirección contraria chocaban con él. Pensó, ya con un

brote de nostalgia: "En las capitales, la gente circula igual que los coches".

Ocupaban las paredes marañas de pintadas, esvásticas, hoces y martillos,

palabras obscenas que él procuraba no mirar. Sin darse cuenta pisó un puñado

de revistas extendidas en el suelo, y un hombre sin dientes que se cubría la

cabeza con un gorro de pana lo increpó: "Pasmao, que me esbaratas el

expositor". Lo rencito Quesada enrojeció y quiso formular una disculpa: al bajar

los ojos hacia las revistas que había pisado vio que todas tenían en la portada

fotos de mujeres desnudas, y entonces volvió a enrojecer y se apartó de allí a

toda prisa, chocando ahora con un joven de melena muy larga que casi medía

dos metros y llevaba una camiseta negra con una calavera dibujada en el pecho.

Se sintió perdido entre una multitud de descuideros y de carteristas, de

desalmados que lo engañaban a uno con el tocomocho y el timo de la estampita.

Era urgente salir del paso subterráneo y llegar a la pensión. En la escalera de

salida había un hombre que dormía encogido y arrimado a la pared, con un

cartón de ViñaLesa blanco entre las rodillas. Lorencito se acordó de que ésa era

la marca de vino que usaba su madre para cocinar. "El alcoholismo", pensó, "es

una lacra social, una droga como otra cualquiera". Al llegar a la calle agradeció

el aire frío de la mañana y se dio cuenta con espanto de que había salido a la

acera de los números impares y no había semáforo ni paso de peatones que le

permitieran cruzar sin peligro al otro lado. Con los faros todavía encendidos, los

coches venían a una velocidad de fórmula 1. "Mira que si me pilla un coche y me

mata y no se entera nadie...". Los coches surgían como manadas de búfalos en lo

más alto de la explanada de Atocha y se arrojaban por el paseo de Santa María

de la Cabeza igual que una riada amazónica.

Cuando por fin llegó a la otra acera, tras escapar de la muerte por una fracción

de segundo, a Lorencito Quesada le temblaba más que nunca el labio superior

(lo tiene muy hendido y muy levantado hacia la nariz) y le picaba toda la piel

bajo su camiseta de felpa. Buscaba algún sitio donde reponerse del susto y

entrar en calor con un bollo suizo y una leche manchada, pero sólo veía

restaurantes chinos. Pensó que la raza amarilla está empezando a dominar el

mundo. Temía que la pensión del señor Rojo tampoco existiera ya: vio con alivio

junto al portal del número 12 las iniciales azules de casa de huéspedes, y llamó

decididamente al portero automático. Le contestó una voz confusa que parecía

extranjera. No había ascensor, y llegó sin aliento al tercer piso, notando picores

interminables por culpa del recio paño de la camiseta. Al hombre que le abrió la

puerta, que parecía árabe, le dijo con afán de intimar que era un antiguo cliente

de la casa y le preguntó por el señor Rojo: no sabía quién era ni le sonaba el

nombre, dijo, no sin desprecio, el posible árabe, en un desastroso español. A

Lorencito Quesada, que ya llevaba preparado su carnet de identidad y su tarjeta

de colaborador de Singladura, le extrañó que aquel hombre no le pidiera la

documentación: en las capitales, con la prisa, con el ritmo de vida, la burocracia

se abrevia.

Juzgó que su habitación era acogedora, incluso íntima, y desde luego muy

tranquila, lo cual es una ventaja en una ciudad tan ruidosa como Madrid. Al

descorrer las cortinas para mirar por la ventana comprobó que no había

ventana, si bien disponía de un lavabo espacioso y de un teléfono. Se sentó en la

cama y decidió concederse una o dos horas de sueño. Apenas había cerrado los

ojos cuando el timbre del teléfono lo sobresaltó. Dijo varias veces "Aló", como

parece que es costumbre en Madrid, pero no obtuvo respuesta: alguien

respiraba en silencio al otro lado del hilo telefónico. Creyó oír una voz que

murmuraba algo, y luego la comunicación se interrumpió, y Lorencito Quesada

se quedó un rato oyendo en el auricular un pitido intermitente.

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