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24 de enero de 2024

LA GRAN MARISMA {Relatos}

 




 

Él me hizo salir de un terrible abismo, del sucio fango, y colocó mis pies sobre la roca y estableció mi camino.

Salmos, 40: 3

 

Corría una agradable y despejada mañana de mediados de verano, y acababa de amanecer. El-ahrairah y Rabscuttle avanzaban en su viaje de regreso a casa por un paso entre dos valles, en una zona cubierta de hierba. Se veían margaritas en flor aquí y allá, y las matas de pipirigallo salpicaban el paisaje. Los dos conejos se detuvieron a comer un rato, y una leve brisa les trajo el aroma de las ovejas y las plantas de ribera de más abajo.

Todo cuanto veían ante ellos les resultaba familiar. Sin embargo, por el lado de poniente, los campos estaban bordeados por marismas, que se extendían hacia el norte hasta donde les alcanzaba la vista. Había un hombre cortando carrizos, pero aparte de eso, el valle entero estaba tranquilo y callado.

Después de descender sin prisas, los conejos llegaron a un prado próximo a las marismas que terminaba por el lado opuesto en una larga pendiente en cuya cima había un seto de espino y saúcos. Había allí varios agujeros de conejo y, cuando se acercaban, dos conejos salieron y se detuvieron a observarlos. El-ahrairah los saludó y mencionó el tiempo tan agradable que hacía.

-Sois hlessil, ¿verdad? -preguntó uno de ellos. El otro observaba las orejas mutiladas de El-ahrairah, pero no dijo nada.

-Sí, supongo que sí -replicó El-ahrairah-. Llevamos ya un tiempo errando, y no nos vendrían mal unos días de descanso. ¿Sería posible que nos quedáramos aquí? Me gusta el aspecto de la madriguera y, si no está muy saturada, tal vez nadie ponga reparos si nos quedamos unos días.

-Eso debe decidirlo nuestro conejo jefe, por supuesto -replicó el segundo conejo-. ¿Deseáis venir a conocerlo? No creo que le importe que os quedéis. Normalmente es una persona muy tolerante.

Los conejos siguieron la pendiente y se detuvieron junto a un grupo de cuatro o cinco agujeros que había en un extremo.

-Nuestro conejo jefe suele estar aquí -dijo el primer conejo-. Entraré a avisarle. Por cierto, su nombre es Bardana -añadió antes de desaparecer por el primer agujero.

Bardana, que salió a recibirlos, le causó en seguida una buena impresión a El-ahrairah. Les habló educadamente, y parecía encontrar natural que los dos hlessil quisieran quedarse un tiempo en su madriguera.

-Prácticamente no tenemos problemas con los elil -les dijo-, y por el momento los hombres no nos han molestado. Supongo que venís de muy lejos, ¿no es así? Que yo sepa, no hay ninguna otra madriguera en las inmediaciones. Podéis quedaros tanto tiempo como queráis, desde luego.

El-ahrairah y Rabscuttle se instalaron en la madriguera, y se encontraban tan a gusto allí que no sentían una prisa especial por marcharse. Los conejos se mostraban muy sociables y amistosos. Y Bardana, particularmente, parecía sentir un gran aprecio por los visitantes y por tener la oportunidad de aprender cosas sobre su mundo. Al atardecer, él y algunos de sus Owsla solían salir a silflay con ellos y les pedían que les explicaran sus aventuras «fuera del más allá».

En sus relatos, El-ahrairah tenía siempre mucho cuidado de no mencionar al Conejo Negro y, dado que sus anfitriones eran demasiado educados para preguntar por sus orejas, podía eludir la cuestión de por qué estaban vagando y si se dirigían a algún sitio en particular. Las historias de los dos conejos, que habían viajado a lo largo y ancho del mundo y habían sobrevivido a toda clase de peligros, les granjearon el profundo respeto de todos.

-Yo no hubiera sido capaz de hacer todo lo que tú has hecho -le dijo Celidonia, el capitán de la Owsla, una tarde soleada, cuando estaban tendidos en la pendiente-. A mí, personalmente, me gusta sentirme seguro. Nunca he tenido el deseo de ir a ningún otro sitio.

-Bueno, ninguno de vosotros ha tenido necesidad de hacerlo, ¿no? -replicó Rabscuttle-. Habéis tenido mucha suerte, por cierto.

-¿Y vosotros sí habéis tenido esa necesidad? -preguntó Celidonia.

Rabscuttle, consciente de la mirada de advertencia que le lanzó El-ahrairah, se limitó a contestar:

-Bueno, algo así -y como Celidonia no insistió, no dijo más.

Pocos días más tarde, cuando ya el sol se había puesto y la mayoría de los conejos estaban terminando de silflay y se disponían a bajar para dormir, otro hlessi desconocido apareció cojeando por la pendiente, pidiendo que lo llevaran a presencia del conejo jefe. Cuando le sugirieron que descansara y comiera un poco, se puso frenético, e insistió en que traía noticias muy urgentes, en que era cuestión de vida o muerte. Entonces se desplomó sobre la hierba, visiblemente agotado. Alguien fue a avisar a Bardana, el cual se presentó en seguida con El-ahrairah, Rabscuttle y Celidonia. Al principio no pudieron reanimar al extraño, pero al cabo abrió los ojos, se sentó y preguntó quién era el conejo jefe. Bardana le dijo afablemente que se tomara su tiempo antes de hablar, pero aquello sólo hizo que alterarlo más.

-¡Ratas! -jadeó-. ¡Vienen las ratas! Miles de ratas asesinas.

-¿Quieres decir que vienen hacia aquí? -preguntó Bardana-. ¿De dónde? ¿Y dices que estamos en peligro? Normalmente las ratas no nos asustan.

-Sí -respondió el hlessi-. La madriguera entera peligra. Una masa enorme de ratas vienen en esta dirección. No estarán a más de un día de aquí. Matan a cualquier criatura que encuentran en su camino. Ha sido esta mañana, mucho antes del amanecer… en mitad de la noche, en realidad… y todos… en la madriguera nos despertamos y las teníamos encima. Nadie las olió ni las oyó. Algunos intentamos luchar, pero era imposible. Había mil ratas por cada conejo. Sólo podíamos tratar de escabullirnos y correr, pero creo que yo he sido el único que lo ha logrado. Con la oscuridad no podía ver gran cosa, pero cuando por fin logré salir, no se oía a ningún otro conejo. Estaban por todas partes, como si se hubieran reunido allí todas las ratas del mundo. No había tiempo para buscar a otros conejos. Simplemente, corrí. Y tuve que pasar entre miles de ellas. Tengo las patas llenas de mordeduras. No sé cómo conseguí salir de allí. Yo no dejaba de morder y patalear, frenético y aterrorizado, y de pronto me di cuenta de que me habían dejado solo en la hierba. Me temo que no me paré a buscar a nadie, vosotros tampoco lo hubierais hecho. Pero después, mucho después, miré hacia abajo desde el lugar adonde había llegado y vi que las ratas, miles y miles de ratas, venían por el mismo camino. Había tantas que no se podía ver la hierba. Yo diría que estarán aquí mañana. La única posibilidad que tenéis es escapar, y deprisa.

Bardana se volvió hacia Celidonia con mirada de espanto e incertidumbre.

-¿Qué crees que debemos hacer?

Pero Celidonia parecía tan desorientado como él.

-No lo sé. Lo que decida el conejo jefe.

-¿Crees que deberíamos convocar a la Owsla y exponer el problema ante ellos?

El-ahrairah, que se había mantenido al margen, sintió que debía intervenir.

-Conejo jefe, no podéis perder tiempo con una reunión. Con toda seguridad, esas ratas estarán aquí mañana antes de ni-Frith. Debéis escapar cuanto antes.

-No sé si los otros querrán venir -dijo Bardana-. Es posible que se nieguen. Ellos no saben nada de las ratas todavía.

-No tenéis elección -dijo El-ahrairah.

-Pero ¿adónde podemos ir? -preguntó Celidonia-. Un río bordea la madriguera por dos lados, y es demasiado ancho para que podamos cruzarlo a nado. Las ratas atraparían a nuestros conejos en la orilla. Y por el lado de poniente están las marismas.

-¿Son muy grandes? -preguntó El-ahrairah.

-No lo sabemos. Nadie las ha cruzado nunca. Sería imposible. No hay senderos, y están llenas de pozos y ciénagas. Nosotros nos hundiríamos en el cieno, y las ratas no. Son mucho más ligeras.

-Sí, pero, por lo que dices, creo que tendremos que intentarlo. Conejo jefe, yo os guiaré por la marisma si me respaldáis y les decís que tienen que seguirme.

-¡Por el amor de Frith! Pero ¿qué sabes tú de marismas? -preguntó Celidonia furioso-. Un hlessi tonto que no lleva más que un par de días aquí.

-Como queráis -dijo El-ahrairah-. Pero tú no has sugerido nada mejor, y yo estoy dispuesto a hacer lo que pueda por salvaros.

Bardana y Celidonia empezaron a discutir sin otro motivo que su miedo, con la extraña y aterrorizada idea de que, si seguían hablando, algo sucedería. El-ahrairah lo comprendió en seguida.

-Rabscuttle -dijo con calma-. Ve por la madriguera y explica a los conejos lo de las ratas. Diles que tú y yo vamos a guiarlos por las marismas y que partiremos fu-Inlé. Nos encontraremos junto a aquel plátano, ¿lo ves?, no hay tiempo que perder. Si alguno dice que no quiere venir, no pierdas tiempo intentando convencerlo. Tendremos que dejarlo aquí. Y, sobre todo, no dejes que vean que tienes miedo. Actúa con tanta calma y confianza como puedas.

Rabscuttle restregó su nariz contra la de El-ahrairah y partió en seguida. El-ahrairah se volvió hacia Bardana y Celidonia, los interrumpió y les dijo lo que había hecho, convencido de que iban a acusarle y a insultarle, y hasta puede que incluso le atacaran pero, para su sorpresa, no hicieron nada parecido. Estaban resentidos y no pensaban darle su aprobación, pero El-ahrairah sabía que en el fondo se alegraban de haber podido librarse de la responsabilidad por aquel inquietante asunto. Si salía mal, como ellos creían, siempre podrían culparle. Y si al final resultaba que salía bien, dirían que ellos le habían dado autoridad para hacer lo que pudiera.

Las noticias tardaron un siglo en difundirse por la madriguera. Y entonces llegaron más problemas. De todas partes llegaban conejos que querían hablar con Bardana, con Celidonia y con él mismo. Algunos no creían que hubiera peligro y se negaban a marcharse. Algunas hembras no sabían qué hacer, porque tenían a sus camadas en las conejeras. Lo único que pudo decirles era que, si querían salvar la vida, tendrían que abandonar a sus crías y seguirle, y eso las enfureció. Otros preguntaban si la marisma era muy grande, y si se tardaría mucho en atravesarla y, aunque no lo sabía, les dijo que estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano por salvarles.

Después de un rato se reunió con Rabscuttle y fueron hasta el plátano, donde descubrieron con asombro que ya había bastantes conejos esperándole, entre ellos Bardana y Celidonia. Intentó darles ánimos y los alabó por haber sabido tomar la decisión acertada. Entonces, cuando la luna empezaba a elevarse a sus espaldas, se adentró sin la menor vacilación en las marismas.

Lo cierto es que El-ahrairah sabía sobre marismas más que la mayoría de los conejos, pues en otro tiempo había vivido en las tristes marismas de Kelfazin. Sabía que la única posibilidad que tenían aquellos conejos de salvar la vida estaba en las marismas y, dado que su conejo jefe parecía incapaz de ayudarlos, tendría que hacerlo él. Aun así, pidió a Bardana que fuera detrás de él, pues así los conejos tendrían la sensación de que era su jefe el que los guiaba. El-ahrairah no se había parado a considerar lo que significaba realmente entrar en las marismas, pero iba a descubrirlo muy pronto. Apenas habían entrado en la marisma, cuando sus patas delanteras se hundieron de repente en un trecho donde la tierra estaba desnuda. Retrocedió justo a tiempo y chocó contra Bardana. Se detuvo y reflexionó. Intentó dar unos pasos hacia la izquierda. Volvía a hundirse. Retrocedió. ¿Y la derecha? Aunque estaba convencido de que no sería mucho mejor, se obligó a intentarlo. Esta vez pudo avanzar un poco más antes de que el suelo cediera. Salió de nuevo, se tumbó en el suelo. Rodó por el suelo, una vez, y luego una vez más, antes de levantarse. El suelo era firme.

Esperó a que Bardana y Celidonia se reunieran con él y entonces empezó a rodear el lugar donde había empezado a hundirse. Después de haber recorrido cierta distancia, volvió de nuevo hacia la izquierda, tanteando el suelo a cada paso. Esta vez no se hundió. Tal vez ya habrían rodeado aquella ciénaga. Si era así, podría avanzar de nuevo hacia el frente, con la luna a sus espaldas.

Avanzaba cautelosamente, tanteando cada pedazo de tierra antes de apoyarse en él con todo su peso. A veces el suelo aguantaba, y a veces sus patas se hundían antes de que tuviera tiempo de retroceder. Ahora que la luna llena le permitía ver mejor, observaba con atención lo que tenía delante, intentando percibir alguna diferencia, por pequeña que fuera, entre el terreno firme y el que no lo era. Pero no encontró ninguna. Sin embargo, con el olfato era distinto. El olor de la tierra cambiaba y, gracias a su nariz, pudo conseguir que avanzaran algo hacia el oeste, aunque muy despacio, pues en la mayoría de los casos tenían que dar largos rodeos a izquierda o derecha antes de encontrar terreno firme que les permitiera seguir hacia delante. En una ocasión se encontró frente a una especie de charca, ancha y fangosa, cuyas aguas estancadas eran lo bastante profundas y tranquilas para reflejar la luna. Dio un largo rodeo para evitarla, suponiendo acertadamente que los bordes no serían más que barro líquido.

Después de lo que le pareció la mitad de la noche, empezaba a sentirse cansado. Tener que sacar constantemente las patas del cieno era agotador, pero además estaba la continua tensión de oler y tantear cada paso para asegurarse de que el terreno era firme. ¿Cuánto habrían avanzado realmente? ¿Era muy extensa la marisma? Comprendió que no habrían podido salir aún para el amanecer y que seguirían allí al día siguiente, tal vez incluso por la noche. Los conejos tendrían que descansar tarde o temprano, y tendrían que hacerlo al raso, sin siquiera un seto o un arbusto bajo el que resguardarse. Eso no les iba a gustar, ni a él tampoco. Y, si conseguían salir de allí, ¿en qué clase de lugar se encontrarían?

Interrumpió estas reflexiones para concentrarse en el siguiente paso. Aquélla seguía siendo su única salida. Un paso, y luego otro y otro, y retroceder una y otra vez con rapidez. Dos veces molestó El-ahrairah a unas pollas de agua, que echaron a volar ruidosamente, furiosas. Sin duda, consideraban que iba en contra de la naturaleza que unos conejos (¡conejos!) estuvieran en un lugar como aquél en mitad de la noche.

Tiempo después, El-ahrairah solía decir que, de todas sus aventuras, aquélla fue la peor. En más de una ocasión se le pasó por la cabeza que no saldrían con vida. Y, en cierta manera, se alegró de no tener otra alternativa pues, de haberla tenido, la hubiera seguido sin dudarlo. La luna mostraba a sus ojos un paisaje vasto y desolado, lleno de peligros que acechaban por todas partes y sin un solo lugar donde pudieran esconderse. Su cuerpo no tardaría en hundirse en el cieno. Y entonces, ¿qué? Si Rabscuttle tenía que hacerse cargo, sería mejor que le diera algunas instrucciones.

Cuando partieron había colocado a Rabscuttle en la retaguardia, para que se ocupara de que nadie se quedara atrás. Le envió un mensaje para que se reuniera con él. Después de lo que se le antojó una eternidad, Rabscuttle apareció por fin y El-ahrairah le preguntó cómo iban las cosas por la retaguardia.

-¿Cómo lo llevan?

-Mejor de lo que esperaba -dijo Rabscuttle-. Nadie se ha rezagado. Todos están convencidos de que van a llegar al otro lado, esté donde esté. Y da la casualidad de que llevan un narrador entre ellos, un conejo llamado Escarola. No ha dejado de contar historias desde que salimos. Así es que no se quedan atrás porque quieren saber lo que viene después. Pero bueno, ¿qué puedo hacer para ayudaros, señor?

El-ahrairah le expuso el problema y se quedó con él hasta asegurarse de que lo había comprendido todo. Entonces dejó que fuera él el que los guiara y se detuvo a esperar que pasaran los otros conejos. Rabscuttle tenía razón. La mayoría tenían buen ánimo y, obviamente, no se sentían cansados, pues se habían limitado a ir por donde les decían. Su desánimo y su fatiga había que atribuirlos sin duda a la responsabilidad con la que tenía que cargar, y a la tarea agotadora y estresante de tantear el camino. Aguardó allí hasta que llegó Escarola, y le divirtió comprobar que estaba narrando la historia de la lechuga del rey. Al final de la columna encontró a un conejo menudo y joven que tenía dificultades para mantener el ritmo. Lo acompañó durante un rato y le dio ánimos y luego regresó con Rabscuttle y Bardana.

Tal como había imaginado, Rabscuttle supo estar a la altura de aquella desagradable tarea y lo hacía incluso mejor que él. Por lo visto le resultaba divertido ver cómo sus patas se hundían en el cieno. No parecía pensar que estuviera en peligro, y si lo pensaba, lo disimulaba muy bien. Además, se le veía muy bien avenido con Bardana y Celidonia, y había permitido incluso que Celidonia le sustituyera un rato. «Es muy fácil» le decía, y «yépale», cuando Celidonia se hundía hasta los hombros.

El cielo empezó pronto a iluminarse después de la breve noche de verano. Cuando el sol salió, El-ahrairah miró al frente con la esperanza de ver lo que sea que hubiera al otro lado de la marisma, pero delante de ellos sólo había la misma desolación descorazonadora. ¿Cuánto pasaría antes de que empezaran a resentirse por el hambre y el agotamiento? Si tenían que pasar otro día en las marismas empezarían a dispersarse, y se dividirían en grupos, los de los más fuertes y los menos fuertes. Y, peor aún, empezarían a buscar comida cada uno por su cuenta. Eso sería fatal. Les habló a Bardana y Celidonia de su inquietud y sugirió que se mezclaran con los conejos para mantenerlos juntos.

-No sé si me harán caso -dijo Celidonia-. Están acostumbrados a hacer lo que se les antoja. Lo han tenido todo demasiado fácil hasta ahora.

El-ahrairah no tenía ninguna solución para eso.

Estaba a punto de relevar a Rabscuttle cuando una garza se posó muy cerca y empezó a caminar con dificultad, con cara de pocos amigos.

-Conejos desgraciados, ¿qué hacéis aquí? -le graznó a Rabscuttle-. Estas marismas nos pertenecen a mí y mi familia. No queremos conejos por aquí. ¿Por qué no os vais?

El-ahrairah le explicó que eso era precisamente lo que intentaban hacer. Le habló a la garza de las ratas y de su huida precipitada por la noche.

-¿Quieres decir que lo que queréis es salir de aquí cuanto antes? -preguntó la garza-. Si es así, yo os enseñaré el camino con mucho gusto.

-Nos haría muy felices que nos mostraras el camino -dijo El-ahrairah-. Pero no olvides que nosotros no podemos andar por el cieno, y que lo que a ti te parece seguro, por lo largas que tienes las patas, es mortífero para nosotros. ¿Tenemos que ir muy lejos para salir?

-No muy lejos -replicó la garza escuetamente.

-¡Es la mejor noticia que he oído nunca!

El-ahrairah se colocó inmediatamente detrás de la garza y, tal como temía, resultó bastante arriesgado. A pesar de lo que le había dicho, el pájaro no parecía entender que los conejos no pueden andar por el agua y, cuando El-ahrairah intentó explicárselo se impacientó y después se puso furiosa. Al final, después de aguantar sus insultos durante un rato considerable, logró convencerla de que los llevara por un suelo en el que no se hundieran y que evitara los lugares que ella no consideraba peligrosos pero que sí lo eran para los conejos. Cuando por fin comprendió la diferencia, la garza resultó muy útil, aunque siguió mostrándose brusca y desagradable. Era evidente que los despreciaba, y seguramente pensaba que unos cuantos conejos ahogados en la turba no importarían gran cosa, pero a El-ahrairah no le quedaba otro remedio que contenerse.

Sin embargo, avanzaban mucho más deprisa y tuvo que admitir que caminaban seguros por trechos por los que él nunca se hubiera atrevido a pasar. A pesar de lo que había dicho la garza, recorrieron una gran distancia. Para ni-Frith seguían luchando entre los juncos y las matas de hierba, y no había indicios de que la situación fuera a mejorar. El-ahrairah no sabía qué hacer. No se atrevía a confiar el liderazgo a nadie, ni siquiera al casi exhausto Rabscuttle, ni se atrevía tampoco a dejar el frente para dar ánimos a los otros conejos y ayudarlos a mantenerse juntos. Estaba cansado como nunca y, a pesar de los esfuerzos que hacía por ocultarlo, sabía que también Rabscuttle estaba al borde de la extenuación. ¿Cómo estarían entonces los otros conejos? Le ordenó a Rabscuttle que esperara a que lo alcanzaran los conejos que iban últimos y después volviera a informar.

Suplicó a la garza que se detuviera para que pudieran descansar, pero ésta lo hizo tan a disgusto que temió que los dejara.

-¡Condenados conejos! ¿Por qué no podéis volar? -preguntó la garza-. Saldríais de aquí en un momento si pudierais volar, como cualquier criatura razonable.

-Ojalá pudiéramos -replicó El-ahrairah-, pero si no volamos es porque Frith lo ha querido así.

En ese momento vio que Rabscuttle estaba a su lado.

-Señor, faltan dos conejos, y por la retaguardia están todos bastante mal.

¿Se iban a desmoronar ahora? Sería mejor que continuaran antes de que todos se vinieran abajo. Suplicó a la garza que continuara.

Entonces, en lo que pareció apenas un instante, divisó una franja de castaños de Indias que coronaban una loma verde, muy por encima del nivel de las marismas. Pronto se encontraron trepando por ella, sobre tierra seca.

-Ya hemos salido, ¿verdad? -le preguntó a la garza-. ¿Ya estamos fuera de las marismas?

-Sí -replicó la garza-. Y no volváis nunca más. -Y dicho esto, salió volando, agitando sus alas pesadas con movimientos lentos y grandiosos, sin esperar a que le dieran las gracias.

El-ahrairah llegó a la cima de la loma. Sintió bajo sus patas las raíces secas de un castaño de Indias que sobresalían del suelo. Rabscuttle estaba junto a él. Nunca se había sentido tan aliviado.

El siguiente conejo que vio fue Bardana, que se había sentado allí cerca para observar a los conejos que salían de la marisma y trepaban por la loma. Tal vez Bardana no había sabido estar a la altura de su cargo en un momento de crisis, pero ahora demostró que había otra faceta en su personalidad. Conocía a todos los conejos por su nombre, y se encargó de recibirlos uno a uno, felicitándolos y elogiando su coraje y determinación. Ellos, por su parte, lo apreciaban y respetaban, no cabía duda. Mencionó también a los dos conejos desaparecidos, visiblemente afectado por su pérdida.

-Milenrama y Botón de Oro -le dijo a El-ahrairah con tristeza y pesar-. Dos de los mejores conejos de la madriguera. Hubiera preferido prescindir de cualquier otro.

Y El-ahrairah, que no se había preocupado mucho por aprender los nombres de los conejos, se sintió avergonzado.

Al subir aquella loma se encontraron en el lado de una pradera extensa y exuberante, donde la hierba alta de mitad del verano aguardaba paciente a que la cortaran. Los conejos estaban exhaustos, y se arrastraron hasta la pradera, comieron y cayeron dormidos en seguida.

-Dejemos que hagan lo que mejor les parezca -dijo Bardana-. Se lo han ganado.

El-ahrairah no vio ninguna razón para oponerse.

 

FIN

 

Relato por Paya Frank

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