kirwi

Publicaciones de Paya Frank en Amazon

freelancer

PF

La Nostalgia del Pasado

LG

Buscador

1

29 de marzo de 2022

LAS VECINAS - JORDI NOPCA

 


Relato del libro @VENTE A CASA.


Jia llegó a Barcelona hace siete años. Durante todo este tiempo, ha trabajado duro para conseguir el objetivo que lo había motivado a dejar China poco después de cumplir veintiséis años: tener su propio bar. No le ha resultado fácil y tuvieron que darse varias circunstancias. Conoció a su futura pareja, Liang. Se mudó de Sants al Eixample. Aprendió castellano y un poco de catalán con más fortuna que muchos de sus compatriotas mientras trabajaba en bazares que desprendían un intenso olor a plástico y hacía horas extras en panaderías donde también servían cafés y vendían garrafas de agua, alineadas en el suelo siguiendo un orden riguroso, como si fuesen lápidas en un cementerio. Finalmente, Jia pudo reunir dinero suficiente para adelantar en un solo pago los seis primeros meses de alquiler del local de la entrada de la Filmoteca, situada en el número 33 de la avenida de Sarrià.

Jia se repite que es un hombre con suerte varias veces al día, mientras atiende a algún cliente, cuando a media mañana espera aburrido a que entre alguien en el bar o mientras prepara un bocadillo frío de jamón york, observándolo con un asco reprimido. Sea cual sea el ritmo de la jornada, a última hora resulta imprescindible echar una ojeada a los lavabos y comprobar que, una vez más, alguien ha hecho sus necesidades con una creatividad y eclecticismo exasperantes. Incluso entonces no olvida que es un hombre con suerte.

Las cosas le van bien. Se siente satisfecho con el negocio y orgulloso de tener a Liang a su lado: pasan buena parte del día detrás de la barra, un espacio que en su relación tiene mayor valor simbólico que el lecho conyugal. El suyo podría ser un ejemplo de superación reseñable, de tenacidad digna de admirar; un modelo que la clase política podría utilizar para barnizar discursos y estadísticas sobre los recién llegados. La pareja podría incluso aparecer en un selecto programa televisivo de cocinas del mundo y explicar las filigranas cantonesas que saben preparar y que consumen en el local mientras los clientes se sientan frente a un cortado, una cerveza o una tapa de patatas bravas; es igualmente cierto que algunos aficionados al cine de autor, en cambio, se detienen frente a las cristaleras y los observan comer mientras hacen cola para comprar las entradas y recuerdan, con una pizca de nostalgia, unos cuantos referentes asiáticos que en algún momento de sus vidas Cinefágicas los han cautivado: Kim Ki-duk, Tsai Ming-liang, Chen Kaige, Zhang Yimou.

La actitud modélica de Jia y Liang, merecedora de elogios de todo tipo —hasta en el bienaventurado costumbrismo literario—, no les sirve de nada cuando llega la señora que, siempre con el pelo grasiento y las uñas sucias, aparece de vez en cuando por su local desde hace un mes y medio. Las visitas son siempre imprevisibles, impregnadas por la misma fantasmagoría malsana que puede irrumpir en medio de un sueño y arruinar una noche plácida. Jamás han podido sorprenderla entrando en el bar: siempre se la encuentran dentro, sentada en una silla y con la cabeza sobre la mesa, como si se tratara de una botella derribada que espera el empuje de una brisa mínima para rodar hasta el suelo y romperse en trescientos veintiún trocitos.

La primera vez, Jia le tocó el hombro, protegido por un abrigo marrón que no parecía demasiado limpio, y cuando abrió los ojos, le preguntó si se encontraba bien.

—Gin tónic —dijo ella.

Eran las ocho de la tarde de un sábado. Jia le llevó el combinado, que la mujer se bebió en dos tragos nerviosos inmediatamente después de que el camarero se la hubiera servido. A continuación, la clienta volvió a dejar caer la cabeza sobre la mesa: parecía que se había dormido. Al cabo de un rato, Liang fue a buscar a Jia al baño. La mujer se había ido sin pagar. Se lo dijo mientras él fregaba un lavabo a conciencia.

Unos días después, volvió a aparecer, con el mismo abrigo marrón —un poco más sucio que el primer día— e idéntica gravidez en la cabeza. Pidió otro gin tónic, que Jia no cargó demasiado. La mujer se quejó con palabras poco atinadas y, después de tomarse el combinado, pidió otro y todavía otro más una vez acabado el segundo. Jia se decidió a servirle la tercera consumición cuando vio que una de las manos rojas e hinchadas de la mujer medio ocultaba, arrugado, un billete de cincuenta euros.

Ese día pagó las copas, pero las vomitó en el lavabo. El camarero se encontró el regalo a media tarde y automáticamente decidió que esa mujer no entraría nunca más en el bar, pero, una semana después, Liang descubrió su cabeza roja abandonada encima de la mesa. Parecía más borracha que nunca. Le moqueaba la nariz salpicada de venas lilas. Tenía la boca abierta y los dientes de un amarillo de moneda de diez céntimos. Una pareja de estudiantes sentada cerca de ella pidió la cuenta enseguida y entró en la filmoteca: había un ciclo de cine contemporáneo portugués, con las últimas películas de Manoel de Oliveira, João César Monteiro y João Canijo. Liang recogió los cafés; cuando regresó detrás de la barra, le dijo a Jia que el olor de la mujer era insoportable. Resultaba evidente que tenían que echarla. El camarero se le acercó y, antes de que pudiera decirle nada, ella abrió uno de sus ojos y dijo:

—Gin tónic.

Jia le explicó que no le podía servir el combinado porque el bar estaba a punto de cerrar. El sol todavía iluminaba algunas mesas: eran poco más de las cuatro y media. La mujer se levantó con gran esfuerzo y dijo que se iba.


Regresó al cabo de unos días. A media mañana. En la barra había un hombre de unos setenta años, que llevaba unas gafas de pasta enormes, sucias de huellas dactilares y un bigote que recordaba un tosco pincel. Era un habitual del bar y resolvía los sudokus de todos los diarios que conseguía (Jia y Liang le permitían esa pillería porque dejaba buenas propinas). Fue ese hombre mayor quien se percató de la presencia de la mujer. Lo manifestó con un resoplido que captó la atención de Jia. Entonces la vio, y aunque procuraba camuflar cualquier mala vibración que tuviera en su interior, sobre todo delante de los clientes, él también se permitió resoplar.

—¿La conocen? —dijo el hombre, y Jia dejó escapar un sí que se parecía más a un «No sé de qué me habla».

Liang, que fregaba los platos en la otra punta de la barra, desvió la vista del fregadero unos segundos y, sin dejar lo que estaba haciendo, prestó atención mientras seguía trasteando. El hombre habló poco, pero lo que contó fue suficiente para que Jia se decidiera a acercarse a la mujer y, tras zarandear su abrigo marrón —sucio a más no poder—, le preguntara si se encontraba bien.

—Gin tónic —dijo ella.

Jia le respondió que se les había terminado la ginebra y le ofreció una coca-cola, que ella miró con una mueca de desprecio. Se la bebió de un trago y siguió durmiendo con la cabeza sobre la mesa.

—Vaya curda... —le dijo el hombre a Jia.

Estaba a punto de acabar el sudoku. Ese día tardó más de la cuenta en resolverlo, sentía curiosidad por saber si la mujer sería expulsada del bar o no. El camarero hablaba con Liang en una lengua que le resultaba imposible de descifrar, pero no parecía resuelto a dar el paso. El hombre repasó el diario de arriba abajo y finalmente se rindió: se iba a casa sin saber cómo acababa la historia.


Tuvieron que pasar tres o cuatro semanas antes de que Jia volviera a ver a la desconocida. Fue al anochecer, un día que había salido deprisa y corriendo a comprar leche. Inexplicablemente, estaban a punto de terminar el último cartón y, antes de discutir con Liang quién de los dos era más culpable por no haber hecho un pedido más generoso, se quitó el delantal y lo colgó al lado de la caja registradora mientras se despedía de su pareja. La iluminación navideña anunciaba, con solemnidad, al lado de los parpadeos rojizos de los rótulos de los prostíbulos, que se acercaba la conmemoración del nacimiento de Jesús.

Jia localizó los cartones de leche y se llevó media docena para tener provisiones hasta el día siguiente. Para pagar tuvo que unirse a una larga cola. No tardó en reparar en la presencia de su clienta fantasma: hurgaba en el bolso para sacar el dinero que costaba la botella de ginebra que pretendía comprar. O no lo tenía o no lo encontraba. Había gente que la apremiaba, harta de esperar sin ninguna justificación. Jia dejó en el suelo la caja con la media docena de cartones de leche, dispuesto a tolerar aquel contratiempo con paciencia. Se sorprendió cuando, en un arranque imprevisible, la mujer intentó arrebatarle la botella de las manos a la cajera. No lo consiguió y fue expulsada del súper por un guardia de seguridad que apareció de la nada.

La cola empezó a disminuir con fluidez tan pronto como la cajera se hubo repuesto del susto. El matrimonio de unos cincuenta años que Jia tenía delante murmuraba sobre la borracha. La llamaban Rosa, como si en algún momento hubieran tenido relación con ella. Quizá habían sido vecinos y habían compartido reuniones de escalera, en el transcurso de las cuales tuvieron que ponerse de acuerdo para cargar contra la persistente ineficacia del administrador. Quizá habían coincidido en la iglesia algún domingo. Jia arrugó la nariz cuando se descubrió imaginando esta posibilidad. Rápidamente oyó cómo el matrimonio mencionaba al hijo de la mujer, que se llamaba Sergi, y cada vez que pronunciaban su nombre añadían «pobre, pobre» —la repetición señalaba las dimensiones del desastre— y se miraban con cara de lástima mientras decían que había sido tan buen estudiante y que nadie habría podido imaginar un final así, tan prematuro e inexplicable. No añadieron mucho más; Jia los miraba lleno de curiosidad: con la excusa de que aquella mujer visitaba su bar de vez en cuando, estuvo a punto de pedirles más detalles pero lo dejó estar. Y se arrepintió, porque cuando volvió a ocupar su sitio detrás de la barra habría podido neutralizar la bronca de Liang —había tardado demasiado en volver a sus obligaciones— apelando a una historia extraña y memorable de la que, de momento, solo podía apuntar dos elementos: el hijo de la mujer rara y la desgracia que había sufrido.

Pocos días antes de Navidad, la Filmoteca estaba a punto de acabar un ciclo de películas de Raj Kapoor. Anunciaba, como cada año, un pase de ¡Qué bello es vivir!, que Jia había visto en la tele poco después de llegar a Barcelona, cuando se tragaba todas las películas para familiarizarse con las dos nuevas lenguas. Solo recordaba que el personaje principal estaba interpretado por James Stewart. Un mediodía, mientras preparaba bocadillos, le apeteció volver a verla y propuso a Liang que si la noche del pase no había mucho trabajo hicieran una excepción, compraran un par de entradas, cerraran el bar y se adentraran por primera vez en la Filmoteca. Ella levantó la vista de la bandeja donde troceaba patatas, se quedó mirándolo fijamente y le dijo que ya verían.

Ese mismo día, cuando ya anochecía, la mujer volvió a hacer acto de presencia. Jia se la encontró sentada en una silla después de haber estado ordenando cajas en el almacén. Se esforzaba en mantener erguida la cabeza y, cuando lo vio, le pidió que se acercara con un gesto.

—Gin tónic —murmuró cuando lo tuvo a unos metros de distancia.

Jia vio que lucía una mancha de sangre en el abrigo, que como siempre no se había quitado. Le preguntó si se encontraba bien, señalando sin demasiada convicción el lugar donde parecía que podría haber una herida. Ella vomitó una carcajada estridente y repitió la misma palabra de antes.

—Gin tónic.

Mientras regresaba a la barra, la mujer dejó caer la cabeza sobre la mesa. El ruido fue estrepitoso, un mal augurio clarísimo. Jia cogió el teléfono móvil y llamó a la policía. Cuando Liang escuchó que su pareja mencionaba una mancha de sangre, observó a la mujer y descubrió que cerca de sus gastados zapatos había aparecido una gota oscura y densa. En el bar solo estaban los tres, pero, antes de que Jia colgara el teléfono, entró un hombre menudo de calva brillante y mirada curiosa que se sentó en uno de los taburetes de la barra.

—No se puede hacer nada —le dijo a Liang, que se había acercado para preguntarle qué quería—. Está perdida, pero no se preocupen: hoy no es el día.

Después de una presentación tan imprevisible, el hombre pidió un café con leche y, pegando un salto del taburete, se acercó a la mujer y le dijo:

—Señora Rosa. ¿Me escucha? ¿Oiga? ¡Oiga! —La sacudió un poco y consiguió que levantara la cabeza de la mesa—. Ya ha bebido suficiente por hoy. Váyase a casa.

—Solo quiero un gin tónic.

—Sabe que es imposible. Lleva sangre en la ropa, señora Rosa. ¿Qué le ha pasado? ¿Se ha vuelto a caer?

—Me importa un pito. —Oiga. Cuando he salido de casa, me ha parecido ver a las vecinas delante de su portal. Creo que querían volver a hablar con usted.

—¿Las vecinas? ¿Hablar conmigo? ¿Qué querrán ahora?

La mujer abandonó la silla como buenamente pudo, ayudada por aquel hombre. Jia observaba la escena boquiabierto. Incluso levantó un brazo para despedirse de la clienta. Los dos cruzaron el bar arrastrando los pies y dejando un pequeño rastro de sangre. El hombre no había tocado el café con leche, que todavía humeaba en la barra mientras la pareja se alejaba a paso de tortuga. Ni Jia ni Liang fueron capaces de hacer nada por detenerlos.

Diez minutos después, cuando entraron dos policías en el local, se encontraron a la pareja quieta y en silencio, sentada a la mesa contigua a la del incidente. El agente Martínez les pidió rápidamente explicaciones. ¿Cómo se les podía haber escapado la mujer? ¿Habían visto alguna vez a aquel hombre que había aparecido en el bar y que había hipnotizado a la borracha del barrio? ¿No se habían fijado si llevaba algo debajo del abrigo? ¿De qué gravedad pensaban que era la herida? Las preguntas del agente llegaron a ser tan concretas que Jia se armó de valor y le preguntó si conocía a «la señora Rosa».

—¿Hay alguien en el barrio que no conozca su historia? —contestó el agente Martínez mientras sacaba el paquete de tabaco de uno de los múltiples bolsillos de su uniforme, cogía un cigarrillo y lo encendía con arrogancia.

Jia puso cara de circunstancias. Entonces, el policía empezó a contarle la historia de la mujer y de su hijo Sergi. Vivían muy cerca de la Escuela Industrial, a cinco minutos del bar. Los dos solos. Del padre no se sabía nada: no había o se había largado hacía tanto tiempo que nadie esperaba que volviese. Rosa era contable en una pequeña cadena de hoteles. El niño iba a la escuela. Los cursos fueron alternándose con los meses de vacaciones. Dos, seis, nueve años. La mujer celebró los cuarenta sin pareja. El niño cambió la escuela por el instituto. La madre empezó a teñirse el pelo de color cobre. Mientras se le llenaba la cara de granos, el hijo fumaba los primeros cigarrillos y probaba la marihuana; comenzaba a romper el cascarón infantil a marchas forzadas.

—La vida les iba más o menos bien —resumió el policía—. Hasta que, hace dos años, coincidiendo con Navidad, pasó algo gordo. Prepárese, porque seguro que habrá escuchado pocas historias como esta.

Dando largas caladas al cigarrillo, el agente Martínez les explicó que un buen día la señora Rosa había descubierto que Sergi escondía una escopeta dentro del armario. Esa noche se pelearon: el chico aseguraba que un amigo le había pedido que se la guardara unos días y que pronto le devolvería el arma. La madre le había exigido que se deshiciera de ella antes de que acabara la semana. Si no la obedecía, se vería obligada a dejarlo sin su paga mensual. Sergi encajó la amenaza sin quejarse demasiado, asegurando que devolvería la escopeta antes del lunes. Obedeció y se deshizo de ella o eso creyó Rosa, que olvidó el asunto hasta que, al cabo de unos días, cuando fue a poner una lavadora, encontró rastros de sangre en los calzoncillos de su hijo. Cuando lo vio por la noche le preguntó si se encontraba mal y, puesto que Sergi contestó que no, le mostró los calzoncillos sucios. «¿Esto te pasa a menudo?», quiso saber. El chico se puso rojo y se encerró en su habitación.

—Sorprendido, ¿verdad? —dijo el segundo policía, que escuchaba la narración del agente Martínez mascando un chicle sin clemencia—. Espere, espere, que ahora viene lo más fuerte.

Tres días antes de Navidad, Rosa se había decidido a quedar con el encargado de uno de los hoteles de la pequeña cadena en la que llevaba la contabilidad. El hombre iba detrás de ella desde hacía tiempo. Fueron a pasear por el puerto olímpico y la invitó a cenar en un restaurante caro, donde la mayoría de comensales hablaba inglés, alemán, sueco y otros idiomas que ninguno de los dos conocían. Después le propuso de ir a tomar una copa y fue en primera línea de mar, con un whisky con cola medio vacío delante, cuando descubrió sus intenciones acercándosele a los labios con un movimiento rápido, casi furtivo. Ella se dejó dar el primer beso, pero en el transcurso del segundo, se apartó, pidió que su compañero de mesa la disculpara y volvió a casa.

—Tenía un presentimiento —aclaró el segundo policía, guiñándole un ojo a Jia.

—¿Me dejas que acabe? —el agente Martínez levantó una mano para que se callara—. Hay cosas con las que no está bien bromear.

Rosa entró en el piso. Cuando vio que había luz en el cuarto de Sergi, se encerró rápidamente en el baño: se sentía como si hubiese cometido una travesura y necesitaba unos minutos para pensar en una coartada. Aunque no le hizo falta explicar ninguna historia rara. Entró en el cuarto del hijo después de llamarlo un par de veces sin obtener respuesta y lo que allí encontró le hizo perder el conocimiento. Rodeado de una docena de peluches de grandes dimensiones de Papá Noel, su hijo yacía en calzoncillos y con la cabeza reventada. Tenía el cañón de la escopeta todavía metido dentro de la boca y las manos agarradas a la culata. Una veintena de grillos corrían por encima de la cama, liberados de las cajitas en las que los vendían en la tienda de animales: aquel alimento para serpientes y camaleones había pasado a ser el perturbador atrezo de un suicidio espectacular. El suceso había corrido por el vecindario como lo habían hecho aquellos insectos viscosos el día fatídico y, mientras, Rosa, transformada por los vecinos en señora Rosa —un trato de deferencia que los distanciaba de ella— se iba hundiendo más y más.

—Es lo más fuerte que ha pasado en el Eixample desde hace mucho tiempo —sentenció el segundo policía: su rostro quería mostrar abatimiento, aunque la pobreza con que se expresaba hacía que cada uno de sus comentarios pareciera una broma.

—Tengan paciencia con la mujer —solicitó el agente Martínez a Jia y Liang antes de encenderse el último cigarrillo—. Es incapaz de hacer daño a nadie. Ahora que se acerca Navidad, las crisis son más fuertes. Vamos a ir a echar un vistazo a su piso. No creo que le haya pasado nada grave, pero vamos a curarnos en salud.

A Jia le habría gustado preguntarle por el hombre que se la había llevado. ¿Qué pintaba en aquella historia? No fue capaz de abrir la boca, tan pasmado lo habían dejado, y cuando se quedó solo con Liang se prepararon dos whiskies con cola bastante cargados y se los tomaron dejando escapar comentarios que temblaban en el ambiente antes de desaparecer. Por un lado, habrían deseado no volver a ver a aquella mujer. Por el otro, les intrigaba saber más detalles de aquellos dos últimos años de decadencia, coronados por la posible autolesión: todavía quedaban rastros de sangre por el suelo del bar.


Dos horas y media más tarde, en el transcurso de las cuales habían limpiado el bar a conciencia, la película de Raj Kapoor acabó y el local se llenó de cinéfilos que mataban el tiempo hasta la próxima sesión. Phantom of the Paradise, de Brian de Palma, convocó una cantidad considerable de estudiantes universitarios. Jia y Liang despacharon tres docenas de coca-colas y cervezas en menos de diez minutos. La buena marcha del negocio les hizo olvidarse momentáneamente de la historia de la señora Rosa y su hijo Sergi. Animado por el ruido de las monedas cada vez que Liang abría y cerraba la caja registradora, Jia se repitió que era un hombre afortunado y cerró los ojos unos segundos, saboreando el placer de aquella afirmación.

El bar se vació poco después. Reapareció el desasosiego. Liang dijo que no le apetecía nada ver ¡Qué bello es vivir! aquella noche. A Jia le pareció razonable. Lo cierto era que a él tampoco le apetecía.

—En la vida real no hay ningún ángel que te haga entrar en razón el día que te quieres suicidar —dijo en mandarín, acordándose de la base argumental de la película: la criatura del más allá que visitaba a James Stewart lo invitaba a observar qué importante era para los demás paseándole por algunos momentos de su biografía.

Jia salió a tomar el aire, pero en lugar de quedarse delante del bar empezó a caminar. Primero parecía desorientado. Entonces descubrió una gota de sangre en el suelo y aceptó que lo que quería era seguir el rastro de la señora hasta perderlo. Caminó dos manzanas y cuando llegó a la calle París giró a la derecha. La Escuela Industrial quedaba delante de la acera por donde perseguía las gotas rojizas. Fue a parar a un portal donde había un rastro más generoso, que seguramente habían pisado las botas del agente Martínez y su acompañante. La señora Rosa vivía allí. Si el portal hubiese estado abierto, habría subido hasta su rellano. Entonces se habría dado media vuelta y habría regresado al bar. Como no fue ese el caso, decidió irse, pero después de unos cuantos pasos volvió la cabeza —por instinto— y levantó la vista hasta los balcones. Dos ancianas lo observaban con atención, refunfuñando algo. Jia notó cómo se le ponía la carne de gallina. Cruzó la calzada y entró en el patio de la Escuela Industrial. Sentado en un banco, dejó pasar unos minutos sin saber muy bien por qué. Desanduvo el camino, todavía bastante aturdido, y mientras entraba en el bar se dio cuenta de que, plantado en la barra, volvía a estar el hombre menudo de calva brillante y mirada curiosa.

—Buenas tardes —le dijo cuando pasó delante de él. Jia lo saludó asintiendo con la cabeza. A continuación miró a Liang, que preparaba un café con leche un poco desconcertada.

El hombre tosió para llamar la atención de la pareja. Lo consiguió sin demasiado esfuerzo.

—Les pido disculpas por haberme ido sin pagar antes. Me he visto obligado por las circunstancias. Aquella mujer... La señora Rosa... ¿Me comprenden?

Liang se le acercó con el café con leche humeante.

—Tenga —dijo el hombre, dándole un billete de cinco euros—. ¿Será suficiente? Cobre el café con leche de antes y el de ahora, por favor. No me gusta deber nada a nadie.

Jia se colocó delante del fregadero y empezó a lavar tazas y vasos. Liang se puso a limpiar la máquina de café. Mientras, el hombre hojeaba un diario gratuito e iba tomándose el café con leche a pequeños sorbos. Pasó un cuarto de hora durante el cual entró una pareja —pidieron dos tónicas— y Jia y Liang hicieron un par de expediciones a los lavabos y al almacén. Intercambiaron pocas palabras en mandarín: ella le reprochaba haberse ido sin motivo; él le contestó, en un primer momento y sin éxito, que había salido porque estaba mareado, pero después admitió haber buscado el portal de la mujer misteriosa.

—Quisiera saber más cosas de ella —dijo a Liang. Su respuesta fue breve pero contundente:

—No te servirá de nada.

Habría podido empezar la investigación preguntándole algo al desconocido, pero no se atrevía. Fue el hombre el que habló, poco antes de irse. Dijo que estaba a punto de terminar un libro sobre sus dos vecinas, Amèlia y Concepció. Ellas todavía no sabían nada de su proyecto: era prácticamente un secreto y se lo encontrarían un día en el buzón, en una edición moderna, rústica pero elegante. En él contaba cómo le habían hecho la vida imposible a base de pequeñas mezquindades, hasta que un día se había hartado, había salido a la galería y las había amenazado con un gesto inconfundible y pueril que convertía su mano en una pistola que disparaba. Bang-bang. Las mujeres lo habían denunciado. Él, al principio, se lo había tomado a broma. El caso es que había un proceso abierto como una herida vergonzosa: el abogado de la acusación pedía una multa de 30.000 euros y tres años de cárcel. Al cabo de un mes exacto, conocería la sentencia.

Jia escuchó toda la historia sin moverse en absoluto, patidifuso, y finalmente preguntó:

—¿Y la... señora Rosa? ¿Qué tiene ella que ver en todo esto?

—Me temo que ella es la próxima víctima de las vecinas. No hay nada que hacer: son implacables.

El hombre se levantó del taburete y dijo adiós con la mano. Jia y Liang no supieron nunca nada más de él. Ni de él ni de la mujer. Tampoco de las vecinas. Al cabo de tres semanas, traspasaron el bar y abrieron una peluquería muy cerca de la estación del Norte.

No hay comentarios: