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24 de noviembre de 2021

Agorafobia.

 Agorafobia.

 

Thomas Higginson era alguien diferente. Quizá por eso estaba destinado a cruzarse con otra persona aún más peculiar.

Thomas Higginson estaba en contra de la esclavitud y desde el principio militó muy activamente en las filas de los abolicionistas en unos Estados Unidos divididos por aquella controversia en pleno siglo XIX. Él era un hombre de principios férreos y, si acabar con la esclavitud implicaba el desmembramiento de la nación o incluso una guerra civil, estaba persuadido de que habría que pasar por ello. También tenía otras opiniones sorprendentes para la época: creía firmemente en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Y en medicina defendía la utilidad de los tratamientos homeopáticos (que hoy día, aunque discutidos aún en nuestro país, están incorporados a la sanidad nacional francesa o alemana). En suma, Thomas Higginson era alguien muy raro.

Tras la guerra civil americana, después de haber comandado con grado de coronel el primer regimiento de negros de Carolina del Sur, decidió centrarse en otras rarezas suyas como, por ejemplo, el fomento de la literatura. Ya les he dicho que Thomas Higginson era un hombre muy muy extraño que se ocupaba de muchas causas perdidas. Con el fin de promover, pues, la creación literaria, escribió un artículo en la prensa de la época, concretamente en el Atlantic Monthly, donde daba consejos para los jóvenes escritores. Él nunca imaginó que aquel artículo podría cambiar la historia de la literatura norteamericana. Pero así fue.

Higginson prosiguió con su vida y sus causas perdidas un tiempo, sin reparar en el impacto que un texto como aquél pudiera tener en nadie. Sinceramente, no pensó que lo fuera a leer mucha gente; sin embargo, al poco tiempo de publicarse el artículo, recibió en su casa una carta escrita por una mujer. La letra era claramente de mujer. Y es que, aunque Higginson era firme defensor de que tanto hombres como mujeres merecen los mismos derechos, también tenía claro que en muchos aspectos somos diferentes. A veces en grandes asuntos, otras veces en pequeños detalles (que a la postre nunca son realmente tan pequeños).

Thomas Higginson cogió la carta y, tras mirarla por arriba y por abajo con la curiosidad casi infantil del niño que inspecciona un regalo antes de abrirlo, se sentó en su despacho, tomó un abrecartas y rasgó el sobre. Al parecer, la autora de la misiva tenía treinta y dos años e intentaba ser poeta. Adjuntaba cuatro poemas para que fueran evaluados por Higginson. «No sé si usted estará demasiado ocupado para decirme si mi poesía está viva.» Eso decía la autora en la carta. Estaban en 1862 en Estados Unidos. Cualquier otro habría desechado aquellos versos sin leerlos siquiera, pero él no. Era congruente con sus principios. Le llamó además infinitamente la atención que la autora de la carta, y los poemas, no quisiera saber si su poesía era buena o publicable, sino si estaba viva. Higginson había leído muchas formas de definir un poema, pero rara vez había oído en boca de un crítico literario el calificativo viva.

Higginson, hombre metódico, extendió los poemas sobre la mesa y los leyó muy concentrado. Es cierto que él, como ya he referido más arriba, era peculiar, pero aquellos poemas eran aún más extraños que la más particular de sus rarezas. Y, sin embargo, los versos tenían algo que impedía que nadie se pudiera quedar indiferente ante ellos. La rima, desde luego, era torpe, irregular; el ritmo variaba, y la puntuación...

—¡Por Dios bendito! —exclamó Higginson en su despacho.

¿Cómo alguien que evidentemente tenía una gran sensibilidad y un vocabulario notable y hasta ingenio para generar curiosísimas imágenes poéticas y metáforas evocadoras podía saber tan poco sobre puntos y comas?

Sólo por eso muchos habrían desechado aquellos poemas sin dar respuesta siquiera a la autora, pero él no. Higginson le respondió animándola a que siguiera esforzándose y rogándole que le enviara más poemas. También intentó aconsejarla en lo referente al uso de los signos de puntuación. Él pensaba que todo el mundo podía mejorar.

Durante ocho años, aquella autora desconocida fue enviando poemas a Higginson, y más cartas. La poesía mantenía aquella intensidad sorprendente y Thomas Higginson estaba conmovido por su fuerza expresiva, pero, por otro lado, la escritora no hacía el más mínimo esfuerzo por corregir los flagrantes errores en el uso de los signos de puntuación y aquello exasperaba a Higginson sobremanera. En su cabeza no había explicación posible a semejante contrasentido entre un manejo brillante de la imaginación poética y un desapego absoluto por las convenciones gramaticales.

Pero Higginson, hombre tenaz donde los haya, se había guardado un as en la manga. Él no era proclive a darse por vencido con facilidad, así que se decidió a invitarla y le propuso que fuera a su casa a conocerlo personalmente para así poder hablar con tranquilidad sobre toda aquella poesía tan enigmática.

La respuesta de la misteriosa poetisa no se hizo esperar. Higginson llegó a casa y allí, sobre la mesa del despacho, el servicio de la casa le había dejado la nueva carta. Él se sentó y la abrió con el mismo abrecartas con el que había abierto la primera de aquellas misivas: «Si usted pudiera desplazarse hasta Amherst, estaría encantada de conocerlo personalmente, pero no abandono la casa de mi padre para ir a ninguna otra residencia o ciudad».

No salía nunca.

Y no parecía estar dispuesta a hacer una excepción ni siquiera con la única persona que se había molestado en leer sus poemas, comentarlos y animarla a seguir escribiendo. Ni siquiera por alguien así.

Una vez más, cualquier otro hubiera dado el caso por imposible, pero Higginson aceptó desplazarse y fue hasta Amherst para visitar a la misteriosa escritora.

Cuando llegó a su casa, Lavinia, la hermana de la poetisa, lo recibió en el hall.

—No sabe cómo le agradecemos esta atención suya. Sus cartas han animado mucho a Emily, pero debo advertirlo: mi hermana es...

—Distinta —dijo Higginson concluyente.

—Sin duda —aceptó Lavinia al tiempo que sonreía—, pero en grado extremo. No sale de casa desde hace años. Y acepta muy pocas visitas, aunque es una persona maravillosa y tremendamente cariñosa con los niños.

Higginson asentía mientras escuchaba las explicaciones de la hermana e iban ascendiendo por las escaleras de la casa para llegar al piso de arriba.

Emily Dickinson lo recibió a solas, en una habitación pequeña, pero luminosa, con una espléndida ventana desde la que la poetisa contemplaba el mundo. Él extendió la mano para estrechar la de la escritora; pero ella, tras una tímida sonrisa, dio un paso atrás. Siempre rehuía cualquier contacto físico con personas de fuera de la familia. No se estrecharon las manos.

Se hizo un breve silencio. Lavinia se dirigió a Higginson en un intento por mitigar la frialdad del recibimiento de Emily.

—Siéntese, por favor. —Y lo invitó a acomodarse en una silla junto a la ventana, justo frente a la escritora, que, en ese momento, miraba hacia el exterior a través de los cristales—. Bien, perfecto. Os dejo a solas —continuó Lavinia—. Debe de haber muchos temas de los que hablar.

Y salió.

—Gracias por venir —dijo Emily.

—Gracias por enviarme sus poemas —respondió Higginson.

Empezaron despacio, pero pronto pudieron ir hablando de diferentes asuntos, relacionados siempre con los poemas, hasta que llegaron al delicado punto del inapropiado uso de los signos de puntuación. Él intentó persuadirla de que debía aceptar algunas correcciones en sus versos, pero ella simplemente sonreía.

—El mal uso de los signos de puntuación distorsiona la fuerza emotiva de sus poemas —sentenció Higginson.

—¿Usted cree? —se limitó a decir ella.

Hablaron un poco más. Luego se despidieron.

Siguieron intercambiándose decenas de cartas y tres años después se verían una vez más.

Emily Dickinson falleció.

Thomas Higginson estaba convencido de que toda aquella obra poética no podía simplemente desvanecerse en el olvido, e impulsó la publicación de parte de aquellos poemas irrepetibles que Emily guardaba en un arcón y que su hermana Lavinia había descubierto. Eran centenares. Un regalo para la historia de la literatura: poemas escritos en la soledad intensa de una vida circunscrita, prácticamente, a una pequeña habitación. Emily sólo le había mostrado a su amigo Higginson la punta del iceberg. Había más de mil setecientos.

Ahora bien: cuando Higginson, junto con la familia de Emily, por fin publicó una parte sustancial de aquellos poemas, corrigió la ortografía, eliminó las mayúsculas que no procedían y quitó todos esos absurdos guiones que ella usaba en lugar de puntos, comas o puntos y comas.

Thomas Higginson supo apreciar la potencia de aquellos textos, pero nunca comprendió que a Emily Dickinson los signos de puntuación le importaban un pimiento y que las mayúsculas están para destacar lo que se quiere destacar, para las cosas importantes. La vida para ella no estaba hecha de puntos y comas, sino de esas líneas intermitentes entre las que ella insertaba palabras mágicas. Ahí va un botón de muestra traducido al español, con mis limitaciones, pero con inmenso fervor; y eso sí: sin cambiar ni una mayúscula y sin sustituir ninguna línea de Emily Dickinson por ningún punto o coma. Dios me libre de enmendar una sola coma a alguien tan absolutamente genial. Éste es el poema, como todos los de ella sin título, numerado como 327 en la mayoría de las ediciones actuales:

 

 

Before I got my eye put out

I liked as well to see—

As other Creatures, that have Eyes

And know no other way—

 

 

But were it told to me—Today—

That I might have the sky

For mine—I tell you that my Heart

Would split, for size of me—

 

 

The Meadows—mine—

The Mountains—mine—

All Forests—Stintless Stars—

As much of Noon as I could take

Between my finite eyes—

 

 

The Motions of the Dipping Birds—

The Morning’s Amber Road—

For mine—to look at when I liked—

The News would strike me dead—

 

 

So safer—guess—with just my soul

Upon the Window pane—

Where other Creatures put their eyes—

Incautious—of the Sun—

 

 

 

 

Antes de que se apagaran mis ojos

Me encantaba ver—

Como a otras Criaturas, que tienen Ojos

Y desconocen otra manera—

 

 

Pero si se me dijera—Hoy—

Que podría tener el cielo

Para mí—te digo que mi Corazón

Se partiría, por el tamaño—

 

 

Las Praderas—mías—

Las Montañas—mías—

Todos los Bosques—las Eternas Estrellas—

Tanto del Día como pudiera absorber

Entre mis ojos finitos—

 

 

Los Movimientos de los Pájaros Mojados—

El Camino Ámbar de la Mañana—

Para mí—para mirar cuando quisiera—

Las Noticias me matarían—

 

 

Mucho más segura—imagina—con sólo mi alma

Sobre el alféizar de la Ventana—

Donde otras Criaturas posan sus ojos—

Ignorantes—del Sol—

 

 

Higginson fue muy criticado después por corregir la puntuación y hasta algo del texto de los poemas. Hasta 1955 no se publicaron los poemas de Emily Dickinson tal y como ella los escribió, pero a Higginson hemos de agradecerle que le respondiera y que la animara a seguir escribiendo poesía; que hasta la visitara y hablara a menudo con ella de literatura. Quizá nunca comprendió la excelencia de la obra de la autora, pero intuyó su genialidad y, seguramente, favoreció al contradecirla que ella se reafirmara en su forma de escribir, porque los genios parecen navegar mejor a contracorriente. Gracias, Higginson. Y por supuesto, gracias, Emily, por mirarnos con tanta atención desde tu ventana. La agorafobia te impidió salir al mundo, pero tú supiste ver, mejor que nadie, a las personas desde dentro.

Emily fue perdiendo la vista poco a poco (de ahí el sentido de los primeros versos del poema transcrito), pero parecía que cada vez veía con más nitidez el alma compleja de la humanidad. Leer a Emily Dickinson es mirar muy dentro de uno mismo. A veces puede dar vértigo.

 

* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.

 

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