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3 de octubre de 2016

Paya Frank Las Bibliotecas en el Siglo XVII

-Las Bibliotecas en el Siglo XVII
Paya Frank

 La situación de la imprenta y el libro en Europa
El siglo XVI había sido un siglo muy revuelto religiosamente hablando. Europa se ve sumida en los primeros años del siglo XVII en la Guerra de los Treinta Años (1ª mitad silgo XVII). La crisis es fundamentalmente monetaria; bajó mucho el nivel de vida y hubo un gran índice de pobreza. Todo esto se refleja en el quehacer librario.
Tanto la calidad del papel como las tintas y las tipografías están en mal estado. La tipografía está gastada.
Toda esta recesión libraria influyó en el mercado del libro que sufrió un retroceso con respecto al período anterior.
En los siglos anteriores la temática general era religiosa ( obras de Padres de la Iglesia, etc) y también sufre grandes retrocesos.
La división entre católicos y protestantes es muy pronunciada. En los países católicos las ediciones que tenían que ver con materia de fe no podían realizarse en lengua vernácula. El latín ya no es la lengua unificadora.
Así pues, el castellano, el francés y el italiano serán las lenguas más empleadas en la elaboración de libros.
Se comienzan a editar obras de Historia, Física, Química, Matemáticas, Astronomía y Medicina. Perdían importancia las obras de Teología, Derecho y Filosofía.
Se publican obras de Calderón, Cervantes, Quevedo, Moliere (Francia), Shakespeare (Inglaterra).
Consecuencias de la guerra: se cambian los poderes. Las grandes potencias pierden importancia y los países menos importantes cobran gran importancia (Países Bajos, Inglaterra, Países nórdicos)
Además hubo ediciones lujosas que fueron patrocinadas por reyes, gobernadores y altos cargos eclesiásticos. Estas eran, por lo general, obras que responden a los intereses de los patrocinadores: equitación, esgrima, flora y fauna, arte militar, jardinería, paisajes, etc.
Control interno de las obras
Los gobernadores y los reyes durante el siglo XVII imponían una serie de condiciones al libro:
  • Censura: existe desde el siglo XVI en España (Sagrada Confección del Libro)
  • Impuestos: el papel está gravado con fuertes impuestos
España
Tanto el impresor como el editor (si son personas diferentes) debían aparecer en la portada. “A expensas de….”
También debía figurar el librero: “Véndese en….”
El colofón no desaparece y es el lugar donde parece la fecha de publicación
Además era obligatorio revisar la tasa, fe de erratas, aprobación, licencia y privilegio.
Las nuevas obras que aparecen desbancaron a los clásicos y respondieron, sobre todo, a los descubrimientos e inventos de una generación de científicos que revolucionaron el momento (Copérnico, Lepler, Galileo)
De ahí que el dogma de fe comience a cuestionarse paulatinamente.
jueves 12 diciembre 2002
A pesar de la crisis se ponen en marcha algunas bibliotecas públicas regentadas por bibliotecarios profesionales. Estas bibliotecas fueron en su mayoría patrocinadas por el dinero de personas influyentes y poderosas que van a valorar la obra nueva y las obras tradicionales. El aspecto formal del libro deja de tener importancia y se valora el contenido.
Del bibliotecario depende no sólo el mantenimiento de la colección sino el funcionamiento de la misma. Además elaboran catálogos de autores y materias.
Países Bajos (evolución de la imprenta)
Los herederos de Cristóbal Plantino, familia Moreto, continuaron el privilegio con la imprenta y serán uno de los principales pilares de la Contrarreforma.
Los Moreto en el siglo XVII van a contar con la colaboración de algunos artistas, entre ellos Pedro Pablo Rubens, para elaborar las ilustraciones de las portadas concebidas, a veces, en una sola pieza. Rubens trabajó con Baltasar Plantino (nieto de Cristóbal).
Elzevir. Luis Elzevir era hijo de un maquinista de Plantino. Se estableció primero en Ledger. Poco a poco comienza a abrir otros talleres y librerías en otras ciudades.
Concibieron una colección de obras llamadas Pequeñas República, con pequeño formato cuya finalidad era dar a conocer al lector información sobre otros países europeos y sobre países del lejano Oriente y de la Antigüedad, conocidos como elzeviros.
Los historiadores del libro han visto en la familia Elzevir en su proyecto a unos grandes libreros: porque sabían lo que querían imprimir y porque empiezan a trabajar en el negocio de colecciones privadas que luego subastaban. También practicaban la venta de libro de ocasión.
  • Blaeu
Se dedicaron a la elaboración y preparación de obras de geografía, fue nombrado cartógrafo de la Compañía Los Días Orientales.
Los herederos de Blaeu continuaron con la preparación e un Atlas Mayor (11 vol. Realizado entre 1650 - 1662) con mapas y textos en latín. Al poco tiempo de editarse, se preparan dos nuevas ediciones con el texto en español y francés
España
Desde finales del siglo XVI la corte está instalada en Madrid. Los intelectuales, los escritores, etc, estaban concentrados en Madrid. Desde finales del XVI encontramos una Imprenta Real a cargo de Julio Jonta, tipógrafo.
Al igual que se pone en marcha la imprenta Real en España se instaura en otros países.
Los libros de la Imprenta Real no tienen nada que ver con el resto de la producción libraria. Publican lo que el estado desea. Madrid contó con unos 100 talleres
  • Hermandad de impresores. Nace como un primer gremio de impresores.
Aparición de la Gaceta
En todos los talleres de imprenta se publican muchas obras de literatura; Relaciones y Pliegos de Cordel, fuera publicaciones muy populares. Contenían información muy variada: noticias, avisos, narraciones…. Eran como folletos en los que se describían cuestiones de la Corte, fiestas cortesanas….
  • Pliegos de cordel
Solía tener una primera página con una portada llamativa para atraer a los compradores. No excedían de 8 páginas. Contenían narraciones, cuentos, romances y eran vendidos por los pueblos por buhoneros o vendedores ambulantes o por ciegos.
  • Madrid
Luis Sánchez, Alonso Martín, Juan de la Cuesta, Jerónimo de la Quintana, Andrés García de la Iglesia, Francisco Martínez (impresores-editores)
Salamanca, Alcalá, Sevilla, Valladolid continuaron también con la labor impresora
Editor de la edición “Príncipe del Quijote” de 1605: Juan de la Cuesta. Consiguió el privilegio de editor en 1615 de la segunda parte del Quijote.
Jerónimo de la Quintana: impresor de comienzos de XVII. “A la muy antigua y noble villa de Madrid…”, no tiene unas ilustraciones muy buenas. Aparecen los emblemas característicos de la ciudad de Madrid.
Los títulos de los libros son muy extensos.
  • Gaceta
Fue una publicación periódica semanal. La primera publicación estuvo patrocinada por Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV. Contenía información muy variada, tanto internacional como nacional. A veces junto a las noticias aparecía algún grabado.
Antecedentes de la publicación periódica
Aparece un nuevo público que es capaz de leer en su idioma (lengua vernácula). Así empieza a elaborarse un proyecto de folletos de texto tipo.
Desde la EM se conoce la existencia de estos informes, avisos o noticias. Estos informes se voceaban y, a veces, se recogían por escrito (manuscritos).
En las principales ciudades que tenían cruces de caminos y confluencia de culturas (Venecia, Roma, etc...) son las primeras en publicar esas “publicaciones periódicas”.
Se conocen con diversos nombres: news o nouvele, Gacetz, Gaceta, Avisa, Lelatianem….
A lo largo del tiempo los políticos pedirán que se impriman a través de privilegios que se mediatizaban.
Aún con todo, también nacen con la intención de fomentar la comunicación y la circulación de la información, las distintas publicaciones de carácter científico. Son un antecedente inmediato de las primeras Sociedades Científicas.
Martes 17 Diciembre 2002
Bibliotecas europeas del siglo XVII
La principal característica es que fueron creadas por personalidades insignes cuyas iniciativas respondieron a afanes de investigación y afanes filantrópicos.
Tipos de bibliotecas:
  • Universitarias.
  • Privadas de catedrales, obispos y otros jerarcas de la Iglesia. Orientadas al servicio público.
  • Familias nobiliarias.
Todas ellas son bibliotecas privadas pero con finalidad públicas.
Los promotores de estas bibliotecas lo hacen con la ayudad de bibliotecarios profesionales (figura absolutamente definida en el siglo XVII, profesional que controla su trabajo). La biblioteca debe ser una herramienta de trabajo, debe servir a los usuarios.
El bibliotecario controla las compras, la clasificación, elaboración de catálogos, organización interna de la biblioteca….
Aspecto interno de la sala:
Organización de la sala (universitarias sobre todo). Se dieron dos formas de organizar la biblioteca (sala de lectura):
  • la disposición de la sala con en armarios y con estanterías perpendiculares a las paredes, de las cuales salía una especie de mesita donde acudían los usuarios.
  • manera escurialense. Estanterías están adosadas a paredes con espacio central libre donde se colocan las mesas.
  • En las estanterías ya no se encuentran los libros encadenados, se ve que los armarios suelen tener puertas con una tela metálica para proteger los documentos.
    Las bibliotecas estarán organizadas en virtud de las facultades (teología, medicina, derecho…).
    Los libros de mayor tamaño se sitúan en la parte inferior mientras que los más pequeños se disponen en la zona superior.
    Las bibliotecas universitarias
    • Oxford (1602). Biblioteca que apadrina Tomas Bodley. Esta biblioteca o biblioteca Bodleyana es la biblioteca universitaria de la universidad de Oxford. Se forma con su propia colección más los fondos que el va adquiriendo. A los cuatro años tenía ya catálogo impreso. Se formó gracias a los que recibió de otros personajes ilustres. Pero una institución ayudó y facilitó materiales a la biblioteca: “Stationer's Company” que es una imprenta real en Inglaterra (asociación de libreros) se comprometen con Bodley a que cada libro que saliera de esta asociación iría (un ejemplar) a parar a la universidad de Oxford. La aportación de esta institución contribuyó a que el fondo creciera enormemente. En la biblioteca de Oxford el fondo está organizado en cuatro secciones:
      • Teología
      • Derecho
      • Medicina
      • Artes
    Cada estante tenía ordenación alfabética (tamaños también) y éste contaba con una lista de los títulos que contenía. Bodley consideró siempre que fue una biblioteca pública y abierta a todos (investigadores que quisieran consultarla del país y no incluidos).
    Requisitos para ser bibliotecario:
      • Licenciado
      • Lingüista
      • Soltero
    • Biblioteca de Dublín. Situado en el Trinity Collage. Se debió a la aportación e influencia de muchos mecenas irlandeses. Estuvo abierta en un principio sólo para el profesorado, pero poco a poco esa accesibilidad se fue ampliando, hasta que pasó a ser usada por la comunidad universitaria y científica.
    A partir de 1801 pasó a tener el privilegio de tener el D.L.
    Hoy es la mayor biblioteca del territorio irlandés pues cuenta con más de un millón de ejemplares y aproximadamente 2.000 manuscritos muy valiosos.
    • Biblioteca de Cambridge (Massachussets). Es una biblioteca univesitaria que nace también gracias a los donativos e insistencia de un mecenas: John Harvard que desea que el primer centro de enseñanza británica superior de EEUU sea esta universidad y la biblioteca que él pone en marcha.
    Colección particular más donaciones, más adquisiciones.
    Contaba con el primer taller de imprenta el Collage de Cambridge. Esto ayuda a facilitar la tarea de Harvard.
    Se permitió al principio, el acceso a todos los estudiantes, pero se vio que la biblioteca contaba con gran número de libros repetidos (herramienta de trabajo); a mediados del siglo XVIII sufre un incendio que acaba con 5.000 volúmenes que volvieron a adquirir rápidamente.
    Hoy la biblioteca de Harvard probablemente es de las mejores y más importantes de las bibliotecas norteamericanas, y cuenta con más de 10 millones de ejemplares
    Bibliotecas de obispos, cardenales…, y personajes de la vida política
    • Bibioteca Ambrosiana de Milán perteneció al un arzobispo y cardenal de Milán Federico Borromeo. La finalidad (1609) luchar contra las ideas de la reforma protestante. Está inspirada decorativamente hablando en la biblioteca de El Escorial. La disposición interna de la sala es a la manera de esta biblioteca.
    Es una biblioteca que dejó cautivados a los habitantes de Milán y el cardenal desde que la abre la hace los jueves al público en general (investigador, nivel intelectual alto…)
    Creó dos juntas para dirigir y organizar la biblioteca:
  • administrativa
  • intelectual (bibliotecarios y responsables de las compras, organización interna, elaboración de catálogos….)
  • Hay catálogos para manuscritos e impresos (dos).
    Custodia, mantenimiento y actualización por parte de los bibliotecarios.
    • Biblioteca del Cardenal Mazarino: trata de crear la más importante biblioteca privada de Francia. Encargó a distintos embajadores franceses la búsqueda de libros curiosos por todo el mundo para su colección particular.
    Desde principios del siglo XVII cuenta con la colaboración de Gabriel Naudé, que es considerado en el mundo de la Historia de las bibliotecas y la historia del libro como el precursor de la biblioteconomía, ya que en 1617 deja “Advis pour dresser une bibliothèque”, que es un tratado sobre cómo organizar una biblioteca y donde da las pautas de la organización.
    Naudé dice en su libro, y aplica en su vida, que el bibliotecario tiene que encargarse de la elección de los libros y de la forma de adquirirlos. Una vez que ha hecho esto tiene que tener claro cómo organizarlo dentro de la biblioteca. Esta forma de organización debe ser práctica ya que deber ser usad por la gente.
    Afirma que la importancia de la biblioteca radica en:
      • Servicios que presta, por tanto hay que primar el fondo nuevo
      • Si el presupuesto no es demasiado no hay que gastar más que lo necesario en encuadernaciones lujosas y en obras que por su temática no sean importantes para la biblioteca.
    También hace recomendaciones para montar la biblioteca debe estar en un lugar alejado de la casa para evitar ruidos y con una buena iluminación, ambiente agradable y aire limpio. Además Naudé sigue con la teoría de que el orden es esencial y lo hace por facultades. Para él son siete:
      • Derecho
      • Teología
      • Medicina
      • Historia
      • Filosofía
      • Matemáticas
      • Humanidades
    Éstas a su vez se subdividían en partes.
    Tampoco rechaza la bella apariencia de la sala de lectura. Recomienda que esté adornada con frescos en el techo, mapas mundi, globos terráqueos, porque desea que los lectores acudan y que estén allí a gusto.
    Se cree que la biblioteca estuvo en París. Inició su andadura en 1644 y a partir del momento en que fue usada fue la fuente de envidia de todos los personajes del gobierno hasta el punto que quisieron imitarla sin éxito.
    España
    Las principales bibliotecas que se crean en este siglo son nobiliarias. Las crean por afán de poder y porque son gente culta. Son bibliotecas para ellos y sus colaboradores.
    Hubo otras más modestas que pertenecían a intelectuales de la época como Nicolás Antonio, Juan Lucas Cortés, Ramírez de Prado….
    Si hubo tres bibliotecas importantes fueron:
  • Conde Duque de Olivares
  • Condes Gondomar
  • Duque de Uceda
  • La biblioteca de Nicolás Antonio. Está considerado como uno de los principales bibliógrafos españoles y en la formación de su biblioteca invirtió mucho dinero y también invirtió todos los años de su vida en elaborar la obra: “Biblioteca Hispana Nova” y “Biblioteca Hispana Vetus”. Es el índice bibliográfico más importante y más completo de los escritores españoles hasta su época. Se realizó entre 1672 y 1696. Al término de la misma ya había muerto.
    En 1672 publicó la primera parte de la Hispana Nova con la descripción de los autores españoles desde 1500 hasta sus días.
    La Hispan Vetus la dejó sin terminar. Arrancaba desde tiempos de Augusto hasta el año 1500. Ambas obras va a ser reeditadas en el siglo XVIII por la Biblioteca Real y fueron muy apreciadas durante mucho tiempo, pero cayó en desuso porque estaba escrita en latín.
    Biblioteca del Conde Duque de Olivares. Se puede afirmar que la biblioteca se hace a base de contactar con embajadores por el procedimiento de reunión de obras (biblioteca del Duque de Uceda también).
    Otro aspecto es que los tres cuentan con la confianza del monarca que es un pasaporte para que tengan facilidad de acceso a las obras. Muchos son cargos de responsabilidad en el gobierno y gran influencia en todos los ámbitos.
    Se practican muchas incautaciones y de éstas hay obras que van a sus colecciones. Se caracterizan también porque recibían regalos en forma de libro y todos contaron con palacios y casas donde tener las bibliotecas.
    Contaron con bibliotecarios profesionales para realizar sus catálogos. A la muerte de éstos sus bibliotecas pasaron a sus herederos y en bastantes casos se desgajaron las colecciones yendo a parar a:
    • Condes de Gondomar a la Biblioteca Real y la Biblioteca Nacional y a la Biblioteca de la Real Academia de la Historia
    • Conde Duque de Olivares buena parte a la biblioteca de El Escorial
    • Duque de Uceda Biblioteca del Palacio Real
    Historia de las Bibliotecas y Centros de Documentación - 9 -

    2 de octubre de 2016

    EN MEMORIA DE PAULINA


    Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecíamos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. Nuestras en aquel tiempo significaba la de ella y la mía.  
    Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad. 
    La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. 
    Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección. 
    A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados y, secretamente jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción. 
    La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta, y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó Montero, me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena en el cuarto donde había muerto una señorita. 
    Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento. Montero manifestó, una extraña ambición por conocer a escritores. 
    -Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. 
    Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche, 
    -Le seré franco -me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.  
    Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión. 
    Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó. 
    Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos.; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento. 
    Empezaron a llegar los invitados, yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, solo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa. 
    Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud. 
    Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de 
    Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas; pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: -Paulina está mostrando la casa a Montero. 
    Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero, 
    Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud, partieron otros. Llegó un momento en que solo quedamos Paulina yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina: 
    -Es muy tarde. Me voy. 
    Montero intervino rápidamente. 
    -Si me permite, la acompañaré hasta su casa. 
    -Yo también te acompañaré -respondí. 
    Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio 
    Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino , le dije: 
    -Has olvidado mi regalo. 
    Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el Portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. 
    No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: El es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege: no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. 
    Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa. 
    Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing. 
    Al verla, exclamé: 
    -Estás cambiada. 
    -Sí -respondió-. ¡Cómo nos conocemosl No necesito hablar para que sepas lo que siento. 
    Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. 
    -Gracias -contesté. 
    Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incredulamente) si las palabras de Paulina, ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto: 
    -Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados. 
    Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó: 
    -Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería. 
    Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: 
    -Me voy.. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. 
    -¿Quién? -pregunté. 
    En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. 
    Paulina contestó con naturalidad: 
    -Julio Montero. 
    La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto tomo esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté: 
    -¿Van a casarse? 
    No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. 
    Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. 
    Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco. 
    Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde. 
    Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente Y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima, y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado. 
    Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. 
    Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento, Paulina exclamó: 
    -Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. 
    Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:  
    -Es claro lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. 
    Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. 
    Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. 
    -Buscaré un taxímetro -dije. 
    Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: 
    -Adiós, querido. 
    Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. 
    Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecíá blanquecina y deforme. 
    Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua que habitan el fondo del mar. 
    Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. 
    Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi olvidarla. 
    La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires. 
    A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con su estruendosa cordialidad y me informó que desde hacía mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de esas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan, Me preguntó, como siempre: 
    -Tostado o blanco? 
    Le contesté, como siempre: 
    -Blanco. 
    Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío. 
    Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro. 
    Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. 
    Su llegada ocurrió así: tres golpes sonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí distraídamente. 
    Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano (¡La mano!, me dijo. ¡Ahora!) me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, -sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente como una pánica expansión de nuestro amor. 
    La emoción no me impidió, sin, embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. 
    Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. 
    Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.  
    Paulina dijo: 
    -Me voy. Julio me espera. 
    Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. 
    Tras un momento de vacilación, la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: Ha refrescado. Fue un simple chaparrón. La calle estaba seca.  
    Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. 
    No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) 
    Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. 
    Luego pensé que era mejor acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz; 
    No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde. 
    Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten. 
    ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina? 
    Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré, evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. 
    Muchas imágenes, animadas de inevitable energía pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto. Hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. 
    La visión, cuando se produjo, no me extrañó; solo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la, había regalado a Paulina hacía dos años. 
    Me dije que se trataría de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. Si no me duermo pronto, pensé, mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina. 
    Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías). 
    Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo. 
    Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. 
    No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad, las escenas de la tarde. 
    Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. 
    Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.  
    Ignoraba donde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. 
    No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo. 
    Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. 
    Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. 
    -¿Dónde vive Montero? -le pregunté. 
    Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan. 
    -Montero está preso -contestó. 
    No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: 
    -¿Cómo? ¿Lo ignoras? 
    Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento, caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. 
    Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir; la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil, de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años. 
    En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: 
    -Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? 
    Morgan se acordaba. Continué: 
    -Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero? 
    -Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo. 
    Volví a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté: 
    -¿Sabe que murió la señorita Paulina? 
    -¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía. 
    El hombre me miró inquisitivamente. 
    -¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-.  
    ¿Quiere que lo acompañe? 
    Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. 
    Después me encontré frente al espejo, pensando: Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerto para completar su destino, nuestro destino. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano. Luego me dije: Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte.  
    Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca. 
    Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad. 
    Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman. 
    Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.  
    La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. 
    Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. 
    La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que solo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. 
    Otro indicio es la estatuita, Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó, con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablando como él.  
    Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que solo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.