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26 de enero de 2022

La Nostalgia del Pasado 3

 

Capitulo 3

 

LOS PERSONAJES DE LA CIUDAD

 

Las lecheras. Don José el de los burros. Afeitagatos. Herrerita. La Torera y su caballo. Don Luis Somoano. La Vieja. Don Urbano y Arturín. Milio el tonto. El Piru. El Hombre del monóculo. Los Chatarreros. Atilano el de los huevos. Pachu La Jaspia. Cuchichi. Nicanor. Afilador y paragüero. Casa Marcela. Marujina el Tetu. La Vuelta a Oviedo. Foto Mely. La tragedia del Limpiabotas. Raqueta y Pelota. El Hongo. Los Vareadores. El Vejete Lolo. La Magina. La Nieve. Miss Fumo. Las Carretonas. Los ladrones de carbón. Don Luciano García-Jove. Los frailes legos.

 

Hubo una serie de individuos que destacaban entre nosotros por sus características inimitables de unos o por los comentarios que se producían con las anécdotas que protagonizaban los otros. Todos ellos merecen un modesto comentario, de modo que los que convivimos con ellos no los olvidemos y los que no los hayan conocido se asombren con el tipismo histórico de todas estas personas.

 

Las Lecheras

 

Constituyen un grupo característico de la época. Había tal vez dos grupos algo diferenciados: las que traían la leche a domicilio y las que la vendían en la plaza de El Fontán.

 

Las primeras venían desde los pueblos cercanos a la capital, montadas en burros y con su producto también a lomos del pollino. Tenían clientela fija e iban casa por casa, con su inconfundible olor a leche fresca y su medidor metálico. En estas casas eran recibidas cariñosamente y se producían pequeñas charlas que poco a poco finalizaban con amistades, llegando muchas veces a ser invitadas las jovencitas de la casa a la fiesta del pueblo de la suministradora del producto lácteo. Esta leche, recién ordeñada, era de gran calidad, con un contenido graso natural muy abundante, que producía en su tratamiento posterior, lo que conocíamos como “natas”, que untadas en una rebanada de pan y con un poco de azúcar morena, constituían la mayor de las veces una merienda infantil muy socorrida. El tratamiento posterior consistía en hervir la leche para desinfectarla, lo cual se realizaba en un recipiente específico: el hervidor. Éste era una especie de cacerola esmaltada provista de tapadera con grandes agujeros. Como la leche “subía” al hervir y se podía derramar parte de su valioso volumen, se metía dentro del hervidor una pieza triangular y ondulada hecha de cerámica que evitaba una ebullición tumultuosa y así no había riesgos de pérdidas. Una vez producida esta etapa se dejaba enfriar la leche y era en este momento en el que se originaban las natas, que solidificaban en toda la superficie, con un grosor de casi 2 mm, la cual se separaba fácilmente y se guardaba en una taza. La leche hervida y la nata se almacenaban posteriormente en el lugar adecuado llamado “fresquera”, que era un pequeño hueco aireado, bien en un armario o en un tabique de la cocina, que permitía con gran modestia la conservación de los alimentos durante un corto tiempo.

 

En ocasiones, durante el verano y con atmósfera tormentosa, la leche se agriaba y se producía así la leche cuajada que lógicamente se aprovechaba en su totalidad. Ignoro qué fenómeno electrostático podía producir tal modificación en la estabilidad láctea.

 

El otro grupo de lecheras, las de El Fontán, estaba constituido por profesionales que no tenían casa fija y por otras intermediarias de éstas. Estas últimas, más desvergonzadas y sin la conciencia profesional de las otras, vendían leche, pero muchas veces aguada y adulterada. Para que no se notase esta dilución, que muchas veces los niños veíamos hacer en el grifo de la fuente-león de esta Plaza, le añadían polvos de un producto llamado “Blanco España”, que servía como limpiador de zapatos de lona blanca y era aprovechada esta particularidad para producir densidad y blancura en la leche, así manipulada. Esto se descubrió al cabo de muchos años de tal delito alimentario y pese a su gravedad, no tuvo mucha importancia ni revuelo informativo.

 

 

Don José el de los burros

 

La gran afluencia de las lecheras con sus burros tenía el problema de qué hacer con éstos mientras ellas se iban a repartir por las casas o a vender en El Fontán. En una parte de la ciudad, el barrio de Santo Domingo, dada su proximidad a la Plaza, había un lugar idóneo donde dejar alojados a estos animales. Existía un portón de madera a la izquierda de la Iglesia, que comunicaba con una explanada en la que estaban situados unos cobertizos, hechos solo con tejado y pesebre, en donde se ataban estos pollinos durante el tiempo en que sus dueñas estaban ausentes y se les suministraba así protección y sustento por un módico precio. Los burros acudían a este lugar muchas veces sin la presencia de las lecheras, acostumbrados ya a su lugar de descanso, por lo cual era muy frecuente ver reatas solas provenientes del barrio de San Lázaro y en ocasiones teníamos espectáculo gratuito pues muchos machos se encelaban con las hembras presentes e intentaban seducirlas, pese a la albarda que todos portaban. Los rebuznos se oían en toda la zona, pues eran muchos los asnos que allí se recogían.

 

Don José era el dueño de los establos, de la casa y de la finca. Vivía en compañía de dos hermanas mayores, serias y enlutadas, que también revendían la leche que les suministraban sus inquilinas. La mayor de ellas se casó con un criado de la casa y la menor tenía un defecto en la locomoción, lo que motivaba que su caminar fuese con los pies rozando el suelo y en movimientos oscilantes de atrás para adelante.

 

Afeitagatos

 

En la misma calle del Arzobispo Guisasola había una modestísima peluquería de hombres, en una casa desvencijada por los años y por las huellas de la reciente guerra. Su propietario era un veterano peluquero, bajo, rechoncho y calvo, al que los chavales denominábamos con este apodo tan humillante para un peluquero.  Muchas veces nuestro atrevimiento era tal que nos asomábamos a la decrépita puerta y gritábamos a coro: “afeitagatos, afeitagatos”, lo que motivaba que el viejecillo se pillase un cabreo mayúsculo y dejando su tarea de afeitado, salía corriendo detrás de nosotros con la navaja barbera abierta y gritando como un poseso amenazas de lo que nos haría si nos pillaba. Presos del pánico corríamos acera arriba y llegados al Campillín, bajábamos velozmente la senda pedregosa que comunicaba con la calle de Santo Domingo, todavía perseguidos por el iracundo peluquero, hasta que éste, agotado, cesaba en su empeño y nosotros nos recuperábamos de la carrera todavía con el miedo metido en el cuerpo.

 

Herrerita

 

Fue el ídolo infantil por excelencia. En los juegos en que predominaba el fútbol, los chavales elegíamos el nombre del futbolista que más admirábamos y lógicamente el nombre no podía ser repetido por lo cual se echaba a suerte para ver quién era uno u otro. Herrerita era siempre el más disputado y el poseedor del sosias jugaba orgulloso de sentirse nada más y nada menos que el ídolo de toda la afición ovetense. Este magnífico jugador vivía así una doble vida, una en el verdadero campo de Buenavista, con la alineación de Argila, Jugo, Penedo, Sansón, Diestro, Sirio, Antón, Goyín, Cabido, Herrerita y Emilín; este magnífico equipo, de gran capacidad goleadora, creó el mítico “Jorobu”, el número 5 con un abultamiento en el centro. La otra era en el juego del fútbol con la personalidad suplantada en tantos niños que le idolatraban: “yo, Herrerita”.

 

Le veíamos muchas veces pasear por las calles de Oviedo, con aquel aspecto tan distinguido y elegante, el mismo que manifestaba en el campo de fútbol. Como solía comer, también en soledad, en un restaurante de la calle de Arzobispo Guisasola, íbamos muchas veces a la hora prevista para verle llegar y después, ya en el barrio decíamos orgullosamente: ¡ he visto a Herrerita !

 

La torera y su caballo

 

Ubicaba su lugar en pleno Campo de San Francisco y fue durante muchos años la encargada de hacer fotos tanto a niños como a mayores, con la compañía de un caballo de madera y cartón piedra que colaboraba en el lujo de la foto. Allí quedó el recuerdo amoroso de muchos quintos y muchachas de servir que eran los mayores pobladores del Parque tanto a diario como en los festivos. Fue un personaje entrañable y cariñoso que dejó tal recuerdo en la vida de la ciudad que nadie en el día de hoy desconoce la historia de esta inolvidable mujer con su gigantesca máquina de fotografías y su tablero expositor.

 

Don Luís Somoano

 

Era un sacerdote elegante, siempre con el manteo bien colocado y la cabeza cubierta con su típico sombrero de clérigo. Fumaba cigarrillos en larga boquilla, tal vez hechos en una clásica máquina Victoria y fue dueño durante muchos años del Colegio Hispania, hasta su venta a Don Félix Prendes. Era típico en su caminar felino pero más que nada era su presencia, al atardecer de orbayu en una pastelería de la calle de La Magdalena, sentado en una mesa con vistas a la calle, con el cigarrillo encendido, una copa de anís y un vaso de agua sobre la mesa de mármol. Las malas lenguas murmuraban sobre esta costumbre y se decía que el contenido de vaso y copa era inverso, es decir el agua en la copa y el anís en el vaso.


La Vieya

 

Durante muchas fiestas del año salían a la calle los gigantes y cabezudos. Los gigantes eran, entre otros, Telva, Pinón, un rey y una reina blancos y otra pareja real de negros con turbantes, acompañados por varios cabezudos, provistos de un palo delgado, sobre cuyo extremo un cordel sujetaba una vejiga de cerdo, desecada e hinchada con aire. Con este artilugio los cabezudos arremetían contra mayores y pequeños a base de inocentes golpes con dicha vejiga, que sonaban pero no lastimaban. No todos eran así y había un cabezudo vestido de mujer, peinada de moño en la nuca y de cara fea y contraída: La Vieja. Esta malencarada era el terror de los niños, tanto por su aspecto siniestro como con el modo de actuar pues llevaba la vejiga deshinchada, por lo cual sus golpes eran dolorosos y no contenta con ello golpeaba o pinchaba con el mismo palo e incluso pegaba patadas a los que tenían la mala suerte de estar en sus cercanías. Los niños le gritaban a coro ¡ Vieya ! ¡ Vieya ! Y las carreras desenfrenadas se producían durante todo el recorrido previsto, saliendo siempre triunfante esta fea criatura.

 

Don Urbano y Arturín

 

Aunque ambos personajes tienen la suficiente categoría para ser independientes, sus anécdotas se entrecruzan en una que fue el regocijo de la época.

 

Don Urbano era un sacerdote muy especial y conocido en la ciudad por muchas de sus excentricidades, tal como sus paseos en bicicleta, que producía un efecto chocante con sus ropas negras balanceándose al aire.

 

Arturín era un vendedor ambulante de periódicos, un tanto afeminado, que se le conocía por el sobrenombre de “el de los periódicos”. Era muy típico oírle gritar su mercancía por las aceras de las calles Argüelles, Fruela y Uría, su zona preferida, trajeado con unos pantalones típicos que le quedaban muy cortos.

 

Fue en una de estas calles donde se produjo un día el encuentro casual entre Don Urbano montado en bicicleta y Arturín el de los periódicos voceando La Nueva España, Carbón y La Voz de Asturias. A media mañana apareció en plena calle Don Urbano a todo pedal y con el manteo desplegado, como las velas de un galeón. Arturín caminaba gritando al aire sus productos y  héteme aquí que Don Urbano dirige su bici justamente a la acera en la que Arturín se encontraba, rodeado de compradores y curiosos. El sacerdote se para en seco y según estaba colocando su bicicleta, Arturín gritó con su voz afeminada: “¡ Meca, nunca vi a un cura montando en bicicleta !” a lo que Don Urbano respondió rápido y con voz aún más potente: “¡ Ni yo a un marica vendiendo periódicos !”. Lógicamente todos los presentes se rieron a carcajadas y la noticia de este duelo verbal corrió como la pólvora por toda la ciudad y su relato duró mucho tiempo en el anecdotario ovetense.

 

Milio “El Tonto”

 

Al final de la calle de Travesía Monte de Santo Domingo, después del puente del ferrocarril, había una típica finca asturiana, con ganado vacuno, hórreo y maizal, cuya familia propietaria tenía dos hijas, llamadas Lucina y América, y un hijo retrasado mental llamado Emilio. Este ser inocente, ya entrado en años, era muy querido entre los vecinos y población infantil y rondaba por el barrio de Santo domingo a todas horas. Tenía un vocabulario especial, poco académico, que conocíamos y no precisaba intérprete, tal como “Magüensu” equivalente a “Sinvergüenza” y “santominino” por “Santo Domingo”, que era el primero como nos llamaba cuando le provocábamos. Tenía un inconfundible olor corporal a cucho de las vacas que él cuidaba, y paseaba a diario por todas las calles. Su tendencia religiosa era muy profunda, oyendo misa en Santo Domingo y acudiendo a rezos y procesiones con una vela encendida, lo que le hizo muy popular en nuestro barrio y sus alrededores pero su principal afición era asistir a todos los duelos y velatorios y repetir cansinamente el pésame a todos los familiares presentes, lo que motivó muchas veces que le hicieran salir de la casa mortuoria sin muchas contemplaciones.

 

El pobre Emilio, Milio para todos, portaba en un bolsillo del pantalón una peseta, doblada al máximo y envuelta en papel de seda y posteriormente otra de metal, una rubia, también primorosamente envuelta y guardada celosamente en el mismo lugar del pantalón. Dicha peseta constituía su riqueza y era frecuente entre nosotros pedir que nos la enseñase pero no había forma humana de que la sacase del bolsillo y menos que la gastase en alguna compra.

 

Su padre estuvo ausente muchos años, se decía que exiliado, por lo cual el patriarca de la familia era su enérgico abuelo Lucio.

 

 

 

El Piru

 

Un personaje de lo más entrañable y recordado era este buen hombre, especialista en vender a la gente menuda toda una serie de artículos modestos y apetecibles. Como una de sus especialidades eran los pirulís, que el voceaba como “pirulís de La Habana”, se quedó lógicamente con el apodo simplificado de Pirulero. Vivía detrás de la Iglesia de Santo Domingo y provisto de una amplia bandeja de madera, sujeta con un tirante de cuero a su cuello, salía a vender sus golosinas durante la hora del recreo en los cercanos colegios de Santo Domingo de Guzmán e Hispania. Posteriormente iba al más alejado, Los Maristas, y de allí si aún le quedaba mercancía sin vender, se instalaba en el Campo de San Francisco.

 

Lógicamente era muy querido por todos nosotros, tanto por sus productos como por su trato bondadoso. La mayor parte de sus especialidades las fabricaba él mismo en su modesta vivienda y eran a base de productos infantiles, tales como los pirulís, caramelos de color rojo en forma cónico-alargada y envueltas en papel de estraza provistos de un palillo en la base para facilitar su degustación, manzanas rebozadas también de caramelo rojo y con un palillo para su manejo, chufas hinchadas en agua, caramelos de distintos precios de 5 a 50 cts por unidad y su mayor golosina: postres se llamaban y eran pequeños barquillos rectangulares con un relleno de dulce. Todos los que fuimos a estos colegios lo recordamos con cariño, rodeado de ávidas miradas pues en aquellos años las perrinas (5 cts) y las perronas (10 cts) eran el máximo capital de que disponíamos la mayoría de los niños para procurarnos algún capricho.

 

El Hombre del Monóculo

 

Su presencia fue siempre motivo de respeto mezclado con muchas dosis de miedo. Era un señor vestido de oscuro a la vieja usanza, muchas veces incluso con capa, lo que producía un halo de misterio. Su cara era cetrina y seria, sin asomo de ninguna mueca ni sonrisa, barba de chivo y un objeto que nos causaba el mayor de los misterios: un monóculo. Debido a este, y como le ocultaba uno de sus ojos, era conocido por nosotros como “el del ojo”, nombre que producía el alejamiento rápido cada vez que se le distinguía en la distancia. ¡ Que viene el del ojo ! Ante este aviso, emitido por el primer niño que lo veía, escapábamos todos a la carrera y escondidos en alguna ruina esperábamos su paso circunspecto y grave, con su mano apoyada en un bastón, con la respiración contenida y sin atrevernos a mirar su cara, temerosos del supuesto poder maléfico que emanaba del monóculo. Fue durante mucho tiempo la inquietud en nuestros juegos en plena calle, siempre pendientes y temerosos de su aparición, que debido a lo pausado de su caminar se presentaba siempre de improviso, por lo cual el grito de aviso era siempre una señal de precaución que nos alertaba ante aquel imaginario peligro que nunca fue real, ya que este viejo aristócrata solamente pretendía pasear por la ciudad y sus alrededores. No obstante nosotros le atribuíamos a su mirada, a través del monóculo, dicho poder maléfico que podía paralizarnos e incluso producirnos una grave enfermedad.

 

Los Chatarreros

 

En este tema podemos agrupar a los buscadores y a los compradores. En gran cantidad de casas en ruinas, debido al sitio de Oviedo, se escondían restos de materiales estratégicos: cobre, latón, hierro colado, etc. Éstos tenían mucho valor para ser vendidos, ya que la escasez de materias primas motivaba que se recuperase casi todo, incluso las suelas de goma de las zapatillas, las botellas de vidrio y los trapos, que vendidos en ciertas tiendas, chatarrerías, proporcionaban unas pesetas que eran muy necesarias y bien recibidas. Había muchos hombres, tanto jóvenes como mayores, que provistos de una azada y un saco iban desescombrando ruinas y buscando afanosamente restos de estos materiales. En estas excavaciones hubo muchos que perdieron la vida al encontrar algún obús sin explotar pero era un riesgo aceptado y éste no les impedía seguir con su peligroso trabajo. Observando a estos buscadores de chatarra se produjo lógicamente una imitación entre la población infantil ya que así podíamos lograr un modesto pecunio que nos permitía posteriormente disfrutar de algún capricho, más bien satisfacer una pequeña necesidad. De este modo entre varios amigos nos “juntábamos a chatarra”, es decir, creábamos una especie de sociedad limitada en la que sus miembros buscaban productos vendibles, escarbando a mano o simplemente revolviendo los trozos de tabiques en las abundantes ruinas y todo lo encontrado era almacenado y clasificado según su valor para transformarlo en su momento a pesetas reales y repartir después éstas entre los miembros de la sociedad. El precio de estos materiales iba en aumento a su calidad, comenzaba por el más barato, el hierro común y seguía por el hierro colado, plomo, latón (lo llamábamos metal) y cobre. La venta se producía en unos establecimientos especializados, las chatarrerías, donde sus dueños nos timaban en el peso, de modo que siempre recibíamos menos dinero que el esperado. Por nuestro barrio había dos establecimientos llamados Gontán y Garvi a donde íbamos con nuestros productos, deseosos e ilusionados por el modesto ágape de caramelos y cacahuetes que ansiábamos comprar con esta ganancia tan elaborada.

 

Atilano el de los huevos

 

Una firma muy famosa por aquellos años era especialista en productos avícolas y se llamaba Atilano San Pedro, nombre por el cual era muy conocido. Tenía varias furgonetas de reparto, con su rótulo en los laterales. En aquellos tiempos la propaganda estaba en sus inicios y tan solo se encontraba en modestos carteles y en anuncios sonoros con altavoces instalados en el capó de alguno de los escasos coches que circulaban por las calles.

 

Ignoro cuál fue el motivo por el cual indujeron al buen Atilano a redactar una frase publicitaria que decía: “Para huevos, los de Atilano San Pedro”. Se rotuló esta frase en sus camiones y furgonetas peo su aparición en la ciudad tuvo el efecto contrario al deseado ya que la clásica sorna ovetense hizo que ésta se limitase a una presunción de los órganos genitales de Atilano, por lo cual la duración de este anuncio tan original fue fugaz y en pocos días se restablecieron las rotulaciones de siempre en los laterales de sus vehículos.

 

Pachu “La Jaspia

 

Tal como recordamos anteriormente, los talleres del ferrocarril Vasco-Asturiano estaban situados en el barrio de Santo Domingo y el trasiego de obreros era muy abundante en las horas de entrada y salida, anunciados por un toque de sirena, el cual junto al paso de los ferrocarriles de viajeros, nos servían de marcador del horario, ya que pocos niños tenían acceso a un reloj de muñeca. Entre estos obreros destacaba por su simpatía e instinto comercial un hombre que venía a diario nada menos que desde Pola de Siero a trabajar en estos talleres mecánicos. Tocado con su gorra capada y provisto de un cesto cuadrado de mimbre, donde llevaba su comida, venía y volvía Pachu, siempre jovial y alegre y provisto muchas veces de pequeñas golosinas que repartía entre los chavales que le salían al paso. La otra actividad empresarial a la que se dedicaba con esmero era al tráfico y compra-venta de alimentos, al estraperlo vamos, y era muy frecuente verlo acarrear pequeños sacos con harina, azúcar y alubias que eran principalmente los productos más solicitados por su abundante clientela.

 

Cuchichi

 

En estos mismos talleres trabajaba este magnífico e histórico cantante, en sus años duros en los que la voz ya no le acompañaba y que también estaba falto de sus compañeros Botón, Miranda y Claverol. Todos los niños de este barrio conocíamos su fama y lo mirábamos respetuosamente durante sus idas y venidas por nuestras calles, pues vivía con su familia en una casa del mismo ferrocarril muy próxima a los Talleres. En esta casa la empresa reunió a los empleados más destacados y uno de ellos era este famoso cantante de tonadas ¿Quién no recuerda aquella de “Soy asturianín, soilo de verdad”?

 

Nicanor

 

Al final de la Calle Mon, esquina con la de Santa Ana y frente al entonces Colegio del Santo Ángel tenía este venerable anciano su tienda. En ella vendía principalmente ex–votos de cera que él mismo fabricaba y que por entonces tenían mucha aceptación como pago de las promesas pro curaciones milagrosas, por lo cual el beneficiado ofrecía al santo curador aquella parte de su anatomía que había sido sanada, reproducida en cera. Aparte de estos productos Nicanor tenía un  pequeño escaparate en el que exponía otros materiales, esta vez dedicados a los niños. Había allí, a la vista infantil, miniaturas de objetos litúrgicos tales como misales con atril, cálices, candelabros y velas. No es de extrañar la existencia de tales artículos pues en estos años que ahora se evocan era muy frecuente jugar a ser sacerdotes. Además de estos había pequeños juguetes y sobre todo materiales pirotécnicos tales como voladores (cohetes), petardos, restallones, bombas explosivas, etc, en un surtido amplísimo y cuya descripción se verá más adelante. Aquí se trata ahora de rendir el merecido homenaje a este entrañable hombre, que siempre nos despachó sus productos con una bondad personificada. Su recuerdo es muy chocante pues siempre lo evocamos como un anciano de gafas muy pulcro y vestido con una bata verde oscura, por lo cual el imaginarlo como joven es tarea imposible, ya que lo conocimos siempre con ese aspecto de persona muy mayor.

 

Afilador y Paragüero

 

En los barrios periféricos de la ciudad era muy frecuente la aparición de unos profesionales que anunciaban su presencia con un sonido peculiar a base de varios silbatos unidos entre sí que al pasar sobre los labios emitían un sonido ondulado e inconfundible que servía para identificarles y requerir así sus servicios. Eran todos gallegos y portaban una caja grande de madera con una rueda que servía para mover la muela de afilar los cuchillos y las tijeras y a la vez para el transporte de sus modestos enseres en dicha caja. Arreglaban también paraguas, sustituyendo las varillas rotas y ponían remaches a las bases de las sartenes y las cacerolas agujereadas por el cotidiano uso en las cocinas de carbón, cuya llama directa erosionaba y corroía estos utensilios y eran estos profesionales los encargados de alargar su vida por un económico precio.

 

Los sobrantes de las varillas de los paraguas solían dejarlos abandonados en la misma calle y eran aprovechados por nosotros para fabricarnos rústicas ballestas y arcos con flechas.

Casa Marcela

 

Pese a nuestra educación rígida y moralista, los temas referentes al sexo nos eran conocidos perfectamente desde la edad más temprana y aunque los pecados sobre el sexto mandamiento nos tenían atemorizados, todos sabíamos perfectamente los secretos de la vida y procurábamos aumentarlos con cualquier experiencia que nos transmitían otros niños. De este modo sabíamos de la existencia en la ciudad de las prostitutas, fulanas las llamábamos, comenzando por su localización nada más y nada menos que en la Calle Covadonga, la menos apropiada para albergar todo lo contrario a la virginidad femenina.

 

Una de las casas de lenocinio de la ciudad más conocida era Casa Marcela, mucho más importante que las de dicha calle, del Café Suizo o de la Granja en el campo de San Francisco. Dicha Casa estaba a las afueras, en un barrio cercano al Campo de los Patos, llamado Fozaneldi. Allí se veía un edificio de tres plantas que destacaba en la lejanía y que siempre era observado por nosotros con cierta excitación, al conocer las actividades pecaminosas que allí se desarrollaban.

 

Había también otras profesionales del amor que eran muy conocidas en la ciudad y que ahora recordaremos a continuación.

 

Marujina “El tetu”

 

Era una chavala jovencita, cuya fama de frescachona todos los jóvenes conocían y de la que se aprovechaban muchas veces para hacer roces y tocamientos gratuítos en los bailes de las romerías. Vivía por la zona de Buenavista y sus andanzas eran seguidas y comentadas por la chavalería ovetense. Su triste fama y recuerdo se plasmó incluso en una canción de Jerónimo Granda dedicada a ella con su fina ironía.

 

La Vuelta a Oviedo

 

Era la decana de las prostitutas ovetenses. Esta pobre mujer caminaba mañana, tarde y noche en completa soledad por las calles de la ciudad, vestida pulcramente e intentando disimular el paso del tiempo a base de gruesas capas de cosméticos baratos. Debido a estos paseos solitarios se le puso el mote de “La Vuelta a Oviedo”, acertadísimo en su fundamento tal vez evocador del ciclismo. Su modestia en esta decrepitud hacía que el precio por sus servicios fuese muy económico. Hubo un dicho popular, muy cruel por cierto, relatando un récord que había establecido durante el día de San Mateo, en que cobrando a perrona (10 cts) cada servicio había recaudado 100 ptas solamente en dicho día.

 

Foto Mely

 

Era el especialista en acudir a fiestas familiares para hacer un recuerdo gráfico de acontecimientos tales como bodas y bautizos, incluso desplazándose a lugares alejados de la ciudad. Tenía su estudio en el Monte de Santo Domingo y sus fotos, a base de la ignición de magnesio en polvo, tenían su nombre impreso en la misma base o en el reverso con sello de caucho. Tal vez tenga en su estudio muchas historias archivadas, pues era un magnífico profesional. La utilización del polvo de magnesio para producir un fogonazo era entonces el “flash” necesario para las fotos interiores o con poca luz. Su combustión ocasionaba también una explosión apagada que asustaba a muchos de los retratados.

 

La tragedia del Limpiabotas

 

En plena plaza de la Escandalera estaban ubicados un kiosco de revistas y periódicos y un  pequeño edificio de limpiabotas, cuyo dueño tenía tres hijos de los cuales el mayor no superaba los 10 años. Fue una aciaga tarde en la que los tres niños estuvieron caminando en sus juegos por las vías del ferrocarril Vasco-Asturiano, que en su recorrido final atravesaba parte de la ciudad. La tragedia surgió en el puente de este ferrocarril sobre la calle Gascona. Allí se encontraban los tres niños cuando llegaba un tren e inconscientemente se subieron en el lateral metálico de dicho puente, lo cual fue su perdición ya que al pasar dicho tren, aspiró hacia el interior de la vía a los ligeros cuerpecitos de los niños y allí acabaron sus vidas, troceados entre las vías y el balasto. La noticia corrió como la pólvora y toda la ciudad sufrió esta gran tragedia cuyo recuerdo aún perdura en los que entonces éramos niños y conocimos la desventura de estos pobres niños y que recordábamos siempre al pasar por la Plaza de la Escandalera y mirar hacia el establecimiento de su padre el limpiabotas.

 

Raqueta y Pelota

 

Eran dos hermanos gemelos, rubios y con cara de traviesos tipo Zipi y Zape, que caminaban siempre juntos e inseparables, de ahí el doble mote con que eran conocidos. Solían realizar pequeñas travesuras aprovechando su idéntico parecido, una de las más conocidas era el entrar en el cine con una sola entrada. El truco que utilizaban era aprovechar un momento de distracción del portero en que uno de los dos, el poseedor de la entrada, una vez dentro del cine le decía que tenía que salir a la calle por algún motivo figurado y procuraba evadirse de nuevo hacia el interior del cine, llegando poco después su hermano y le decía al portero “he vuelto”, lo que le permitía entrar al cine sin la correspondiente entrada.

 

El Hongo

 

La historia del hongo puede incluirse aquí, dado que también era un ser vivo. No sé en qué parte de la península comenzó a cundirse el prodigio curativo de un hongo que se criaba metido en un recipiente de cristal y cubierto de agua. Este vegetal crecía enormemente en el interior de dicho recipiente y un pequeño trozo que se sacara y pusiera en otro contenedor producía en pocos días un nuevo hongo gigantesco de aspecto blanquecino y gelatinoso, similar a una medusa solidificada. La cuestión fue que la gente se bebía el líquido en el cual estaba este vegetal con tal fe que era un curativo de todos los males que aquejaban a la familia en que se criaba, desde dolores de cabeza a reumatismo. Todos bebimos de aquella agua milagrosa y creímos sanarnos de cualquier enfermedad. Lógicamente en casi todas las casas había uno pues dada su capacidad reproductora, se fue extendiendo fácilmente de unas familias a otras. No se recuerdan curaciones prodigiosas pero sí hizo un gran efecto placebo que alivió la vida de muchos de los que creímos a pies juntillas en sus beneficiosas propiedades.

 

Los Vareadores

 

Los colchones de la época eran a base de un relleno de lana, para así lograr un fondo de calor en los días duros del crudo invierno. Lógicamente sufrían un deterioro con su uso, consistente en el apelmazamiento de la lana, lo que motivaba la aparición de grumos en el interior y pérdida de solidez y comodidad. La solución a este problema era desarmar el colchón y volver la lana a su original forma esponjosa, a base de azotar ésta para que se soltase de su agrupamiento. Para realizar esta operación solían acudir periódicamente por las viviendas unos profesionales un tanto originales, llamados vareadores debido al útil con el que trabajaban que no era otra cosa que una vara larga de avellano, con la cual golpeaban a los grumos de lana y éstos se iban transformando nuevamente  a su aspecto original similar a un plumón de pájaro. Era muy típico ver a estos vareadores en los prados y zonas planas realizar su labor, con sonidos silbantes procedentes de la nerviosa vara. La operación tenía su verbo propio, derivado de la vara a “varear”. De este modo se lograba la rehabilitación de los clásicos colchones, tan típicos de aquellos años.

 

También había una operación de blanqueado de las sábanas, consistente en disponerlas extendidas sobre la hierba, con lo cual aumentaban su color blanco sin la ayuda del “azulete”, un modesto blanqueador del lavado. Estas operaciones eran muy típicas y con frecuencia podíamos ver parte de los prados ocupados por este tipo de ropa. La explicación científica actual es lógica, se aprovechaba el oxígeno que desprendía la hierba durante su función clorofílica y éste era el productor de tan ingenioso blanqueo.

 

El Vejete Lolo

 

Es uno de los personajes más locales, solo conocido por los chavales de nuestro barrio. Este buen anciano, de edad indefinida, vivía en el Monte de Santo Domingo, con toda su familia de hijos y nietos. Con el fin de sentirse útil era el encargado de ir a comprar la leche, tal vez hasta la Plaza del Fontán, y en su diario deambular lo encontrábamos diariamente con su andar cansino, arrastrando los pies al caminar y la colilla en sus labios. Hasta aquí es un recuerdo sin mucho interés pero la anécdota que lo destaca es que descubrimos, que pese a su deterioro físico frecuentaba periódicamente una modesta casa de fulanas de nuestra calle, lo cual nos producía un asombro mayúsculo al comprobar su otra faceta, tal vez con menos deterioro que el de sus piernas.

 

La Magina

 

Se paseaba frecuentemente por la zona del barrio de Santo Domingo una anciana enjuta, enlutada, con gafas de cristales muy gruesos y cara cadavérica. Portaba un bolso negro, grande, en el cual traía jabón que ella misma fabricaba y que vendía a sus amistades. Esta visita comercial solía hacerla próxima a la hora de la merienda, con lo cual sacaba doble provecho: la venta y la manduca. Llegaba pues a la casa y una vez aposentada en la cocina o en el cuarto de estar, abría el bolso y sacaba la pastilla de jabón, muy bueno por cierto, de ahí su clientela fija. Una vez fijada la cantidad y precio del producto, la visitada le ofrecía, dada la hora, una taza de café con alguna compañía, tal vez un poco de pan pues las golosinas no abundaban. La Magina, que era éste su apodo, decía siempre “sí” a esta invitación y solía ampliar esta afirmación con la frase de “siempre llego a tiempo”, con una sonrisa fingida que asomaba unos dientes amarillentos. Además de este comercio, muy característico de aquellos años, La Magina se dedicaba a la usura, con préstamos a un interés del 10% mensual, con lo que a ella le parecía que haría una obra de misericordia. Muchas veces en sus conversaciones introducía una frase muy típica: “yo no necesito ir a la iglesia a confesar pues como ni robo ni mato, estoy en gracia de Dios”.

 

La Nieve

 

Aunque no se trate de una persona este meteoro, puede considerarse casi un ser vivo, ya que nos acompañó en varias ocasiones todos los años. El frío reinante durante los inviernos de los años cuarenta fue muy duro, durísimo y aún más significativo a causa de la escasez de alimentos y de carbón. Para nosotros los niños, la nevada suponía un espectáculo, con aquellos copos, como trapos los llamábamos debido a su gran tamaño y que cubrían la ciudad de un manto blanco permanente muchas veces más de una semana. Debido a esta dificultad, con nieve de 30 cm o más en todas las calles, se suspendían las clases de los colegios, lógicamente con la alegría de todos nosotros, lo que no nos impedía disfrutar con batallas a bolazos, patinazos y exploraciones en lugares que nadie había pisado. El reflejo condicionado de “nieve=vacaciones” quedó tan metido en nuestro intelecto que ahora, ya abuelos, se nos alegra el ánimo cada vez que caen cuatro copos, pues la verdad la nieve no es lo que era en nuestra infancia.

 

Miss Fumo

 

En las ruinas de los bloques de viviendas de la Plaza de Santo Domingo habitaba una pobre mujer viuda, en una habitación de la planta baja, que tenía dos hijos famélicos, y malvivían a base de las escasas limosnas que recibían, procurando incrementar sus ingresos realizando pequeños recados y transportando objetos. La madre era la protagonista principal y deambulaba por las calles del barrio, bien solicitando ayuda o bien cargando con bultos de una parte a otra. Al pasar cerca de ella se desprendía un fuerte olor al humo que se producía en su infravivienda y que se impregnaba en sus harapos. Por tal motivo fue bautizada con el apodo de Miss Fumo, adecuado lógicamente a sus características olorosas.

 

Las Carretonas

 

Hubo una humilde profesión muy conocida en aquellos años en los que el reparto de mercancías era prácticamente nulo, respecto a los productos a peequeña escala. Por tal motivo y para suplir tal carencia aparecieron unas personas que se encargaban de transportar cosas entre Oviedo y los pueblos cercanos. Generalmente eran mujeres mayores y del verbo asturiano “carretar” derivó el sustantivo por el que se las conocía: las carretonas. Estas heroicas mujeres , vestidas con ropas oscuras llevaban ocupados de fardos ambos brazos y para aumentar su capacidad de transporte se ponían en la cabeza una rosca de paño llamada “rodete”, gracias a la cual podían cargar más peso con la ayuda de esta parte del cuerpo.

 

Solían hacer sus trayectos de ida y vuelta tanto en los trenes del Vasco como del Norte y Económicos, pero lo más impresionante era verlas subir fatigadas por aquellas escaleras interminables de la estación del Vasco, características por los anuncios de color amarillo y negro en los bordes, con el nombre de Almacenes AlPelayo.

 

Una vez entregado su producto en el domicilio del destinatario, allí recibían nuevamente más encargos con el envío de nuevos paquetes que viajaban en sentido inverso.

 

Con este servicio a domicilio se facilitaba la recepción de productos hortícolas, en especial de las huertas de Grado y Candamo

 

Los ladrones de carbón

 

El carbón era un bien no muy abundante y muy necesario tanto en la incipiente industria como en el consumo doméstico, ya que el tipo de cocina que se utilizaba, llamada “vizcaína”, precisaba de este combustible para su funcionamiento cotidiano.

 

El reparto de este carbón familiar lo realizaban unos profesionales con su carro arrastrado por tracción animal, generalmente un humilde pollino y se medía en “quintales”, que era más o menos medio saco.

 

El suministro masivo hacia la ciudad se realizaba a través del ferrocarril, tanto del “Norte” como del “Vasco-Asturiano”. En este último era muy frecuente la llegada de largos trenes de mercancías llenos de carbón, con la superficie pintada de blanco, para garantizar su integridad, y con vagones de pequeña garita intercalados a lo largo de ellos, provistos de celosos guardias vigilantes armados de escopetas.

 

A la salida del túnel, próximo a los talleres, que iniciaba la última parte del recorrido y allí solían apostarse cuadrillas de profesionales del robo, se encaramaban en los vagones y con rápidos movimientos de sus manos arrojaban parte del carbón a las vías. El peligro era inminente pues al ser detectados por los vigilantes, se tiraban del tren y en muchas ocasiones fueron atropellados por éste. Era muy frecuente ver a supervivientes de este proceso montados en carros de ruedas de cojinetes, sin las dos piernas, los cuales engrosaban al otro número de mutilados de guerra.

 

Lógicamente el carbón derramado era hábilmente recogido y posteriormente vendido por las casas, lo que les procuraba un medio de subsistencia en aquellos años de vida tan dura.

 

También había grupos de niños y niñas que, provistos de un cubo y sin ninguna protección en sus manos, recogían los pequeños trozos de carbón que solían desprenderse de las locomotoras y con ello ayudaban a la maltrecha economía de sus familias. Se les conocía con el nombre de “carbonerines” debido a su corta estatura y era muy frecuente verlos caminar, con el cuerpo inclinado a lo largo de las vías del tren, en busca de los restos carboníferos.

 

Don Luciano García-Jove

 

         Este sacerdote que vivía en la calle de La Magdalena, fue muy famoso entre todos los niños ovetenses de muchas generaciones debido a ser el autor de unos magníficos libros de Religión, asignatura que entonces se estudiaba con gran devoción e importancia. La fisonomía de este buen cura era la peculiar de los paisanos asturianos, con unos rasgos faciales muy acentuados, que lo hacían inconfundible cuando nos acercábamos a besarle la mano, costumbre entonces de obligado cumplimiento para niños y niñas.

 

Los frailes legos

 

 

         En la Iglesia y Colegio de Santo Domingo había por aquellos años una numerosa congregación de frailes. Los estratos sociales de algunas órdenes religiosas eran muy clasistas, existiendo dos grandes grupos: Sagradas Órdenes y Legos. Los primeros eran la élite de la congregación, oficiantes de misa, predicadores y confesores. Los segundos eran los auxiliares que realizaban las tareas más modestas, tales como la vigilancia de la iglesia, adiestramiento de monaguillos, encendido y apagado de velas, etc y no podían decir misa pero participaban en todos los asuntos sociales de la Orden.

 

         En este modesto grupo hubo dos frailes que fueron muy populares, uno perteneciente al propio convento y otro al colegio.

 

         Fray Cueto, “fray” para los vecinos, poseía una gran humanidad y cariño fraternal para todos y vivió largos años en este clásico convento ovetense, desarrollando sus buenas actividades frente a los necesitados.

 

         Fray Epifanio se dedicó a colaborar en las tareas del colegio como vigilante de estudios. Provenía del Tercio y apareció en Oviedo en 1948. Todos los alumnos recordamos a este nada típico lego pues entre sus especialidades poco ortodoxas realizaba demostraciones de lucha libre durante los recreos. Para ello se subía el hábito hasta la cintura, se lo ataba con el rosario y desafiaba a dos o tres voluntarios, de los más mayores a luchar contra él todos a la vez, lo que producía un espectáculo, ya que siempre fue el ganador de las peleas.

La Nostalgia del Pasado 2

 Capitulo 2

 

ESTABLECIMIENTOS, LUGARES Y ACTIVIDADES

 

El Arco Iris. Casa Floro. El Barín. Garaje Laguna. Casa María la Gocha. Casa Lupe. Librería Guillaume. Librería Santa Teresa. Papelería La Estrella. Los zapateros remendones. El Fontán y sus actividades. Las casas semiderruidas. Casa Piñera. La  Boalesa. Bazar Uría. Bazar Elías. La Panoya. El Precio Fijo. Los cines. La Catedral. Los Tranvías. El Hogar del Frente de Juventudes. Los Talleres del Vasco-Asturiano. Gaseosas El Canelu. El Colegio y sus castigos. Los productos farmacéuticos. Los vecinos y nuestros alimentos básicos. Los lavaderos. La perrona radiactiva. Los entierros.

 

Me gusta recordar todo el entorno en que tantos recorridos y paradas fueron creando nuestro propio hábitat. Al ser un niño el que hace este relato y haber vivido en un determinado barrio, en este caso el de Santo Domingo, hace que este relato esté focalizado doblemente, por una parte al aspecto referido a los muchachos y por otra parte a la delimitación  territorial, que estaba muy circunscrita a la zona de nuestra propia vivienda. Cuando eres pequeño la escala de las cosas que te rodean es muy grande y por lo tanto eso dominaba nuestras andanzas. Por ejemplo, ir caminando desde nuestro barrio, centrado en la Iglesia de Santo Domingo, hasta la calle de Uría, era todo un acontecimiento y hoy, a escala de adulto, te parece un corto paseo.

 

Van ahora aquí descritas brevemente este conjunto de circunstancias, rescatadas directamente de la memoria, sin consulta bibliográfica alguna, de modo aque pueden tener ligeros errores de apreciación, pero pese a ello, lo que vale es la contribución histórica que pudieron tener en el conjunto de estos niños y niñas que ahora se presentan con todo merecimiento, como protagonistas de este escrito.

 

El Arco Iris

 

         Era una tienda de ultramarinos situada en la cercanía del Ayuntamiento. Allí se despachaba todas las semanas lo que se daba a la población con las Cartillas de Racionamiento, que duraron hasta el año 1954. En ella se pesaban en cucuruchos de papel de estraza, el azúcar moreno en terrones, el chocolate con mezcla de algarroba y lleno de grumos  blancos y de aspecto terroso, el arroz, la harina, etc que variaban según la abundancia o escasez del producto en la semana de su reparto. Su dueño Don José, de aspecto distinguido era uno más en el despacho cariñoso a su abundante clientela.

 

Es curiosa la unidad en que entonces se expresaba el chocolate, que era “una libra”, en lugar de tableta, y estaba dividida en 16 trozos llamados onzas, de ahí que lo más común era merendar “pan y una onza de chocolate”.

 

Casa Floro

 

Ubicada en la Plaza del Fontán hasta hace poco tiempo, esta tienda, también de ultramarinos como la vecina de “Aceite Salat”, tenía una especialidad única para nosotros: los cacahuetes. Los tostaba a diario y en sus cercanías se desparramaba el exquisito aroma de este fruto seco. Éramos muchos los niños que allí acudíamos cuando nuestro humilde pecunio nos permitía gozar de aquella delicia por una peseta, que llegaba a nuestras manos aún con el calor de la reciente etapa del tueste.

 

El Barín

 

         Situado frente al Teatro Filarmónica, era un pequeño establecimiento, de ahí su nombre, especializado en unos bocadillos que por aquellos años de escasez eran gloria bendita. Tenían todo tipo del relleno típico de este producto, de los cuales había uno de anchoas y queso que era la meta inalcanzable para nuestros hambrientos estómagos de aquellos años, por lo cual muchas veces nos tuvimos que conformar con la mortadela, entonces el fiambre más económico, el de los pobres.

 

Garaje Laguna

 

         En la calle Quintana, cerca de Martínez Marina, tenía su modesto negocio un veterano ciclista asturiano: Laguna. En una de sus actividades tenía varias bicicletas de alquiler y las infantiles eran las buscadas por nosotros ya que por un módico precio, 2 pts/hora, podíamos disfrutar de un lujo que era inalcanzable y éste era en convertirnos dueños de una bici durante un corto intervalo de tiempo. Aquellas bicicletinas eran muy rústicas y poco agraciadas, con su tamaño enano que motivaba tropiezos de las rodillas con el manillar y éste disponía de una única manilla de freno, que sobresalía enormemente. Yo me pregunto ahora, al recordar aquella delicia temporal: ¿cómo podíamos saber el tiempo transcurrido del alquiler si no teníamos ninguno un reloj? Misterios de la ciencia pues que yo recuerde nunca llegábamos tarde pero me imagino que algún retraso fue generosamente perdonado por el bueno de Ramón.

 

Casa María la Gocha

 

         Era una tienda mugrienta y bastante sucia, de ahí su nombre, que estaba en la calle del Carpio y donde se vendía principalmente fruta, sin olvidar las típicas sardinas arenques de barril con su característico olor. Allí comprábamos las sabrosas granadas y alguna naranja en pleno invierno, que comíamos golosos en nuestro regreso a casa, muchas veces compartida esta pitanza entre varios niños pues el precio de estas frutas era entonces inalcanzable. La pobre María estaba siempre vigilando a su viejo marido, que tenía mucha apetencia por tomarse unos vasos de vino tinto en los bares próximos, aquel vino tierra de León tan ácido y que se distribuía en pellejos de cerdo.

 

Casa Lupe

 

El polo opuesto era esta tienda, también pequeña, que estaba al principio de la calle Arzobispo Guisasola y que vendía de todo en pequeña escala y que pese a la modestia de su establecimiento, el orden y la limpieza estaban asegurados. Para la chavalería nos vendía orejones, palodulce, cromos, tebeos y recortables. Lupe era bajita y morena y tenía unas piernas cortas y rollizas similares a los pegollos. Su fama era grande entre la gente del barrio, con una clientela abundante, que llenaba fácilmente el local pues su tamaño era pequeño, pero aprovechado al máximo.

 

Librería Guillaume

 

Estaba situada en la calle Magdalena. Las librerías de entonces eran locales antiguos en los que predominaban los típicos olores de la madera de cedro de los lápices y de la goma de borrar de miga de pan, principalmente de las marcas Johan Sindell y Milán respectivamente. Había también unos lápices que denominábamos “de tinta” por su peculiaridad de tintar de color morado cuando los humedecías con saliva, lo cual ocasionaba que muchos de nosotros tuviésemos la lengua llena de manchas amoratadas. También nos surtíamos de tintas de colores FIX, que en pequeñas pastillas originaban un producto sumamente económico que suplía al número uno de la tinta china, la Pelikán. Allí comprábamos también unos protectores metálicos en los que se introducía un lápiz y evitaba la rotura de la mina y también servía como alargadera, ya que al ir afilando el lápiz, cuando éste estaba demasiado corto, se encajaba en la parte así prevista de dicho protector, lo que alargaba la vida útil del lápiz y ahorraba la compra de otro sustituto. El dueño de esta librería era un señor delgado y de aspecto caballeresco, al que acompañaba en despachar una hija, también distinguida y entrada en años.

 

Librería Santa Teresa

 

En aquellos tiempos era la referencia de las librerías ovetenses. Las especialidades infantiles formaban una parte muy importante de sus productos, entre los que se destacaban los tebeos semanales Flechas y Pelayos, TBO, y El Coyote. También tenía un surtido amplio de recortables para los niños de la marca La Tijera y muñecas con vestidos, mariquitas las llamaban, para las niñas. Sus dependientes eran todos familiares, los Polledo, y atendían a la clientela generaciones completas con padres, tíos, hijos e incluso algunos sobrinos.

 

Papelería la Estrella

 

Estaba ubicada en la calle de la Rúa, próxima al colegio Santo Ángel y a otro de la misma calle, llamado Fruela. Por tal motivo de cercanía tenía una clientela abundante de gente menuda, que por poco dinero nos permitía la adquisición de pequeños tesoros tales como tebeos de todo tipo, recortables, tizas y pizarras. Las pizarras eran una parte importante de la indumentaria escolar, con sus pizarrines, unos comunes y otros especiales que denominábamos “pizarrín de manteca” por su textura suave. En aquellas pizarras hacíamos nuestros primeros palotes de escritura y las cuentas de aritmética, sirviendo también en los ratos libres para dibujar cualquier motivo creado por nuestra imaginación. El negocio era familiar, con el matrimonio que era el dueño, los dos bajitos y rellenos, acompañados muchas veces de sus dos hijas.

 

Los Zapateros remendones

 

Esta típica profesión era muy abundante en aquellos años tan difíciles. En cada calle había un pequeño local o chisquero, donde el humilde artesano se afanaba en recomponer una y diez veces el mismo modesto calzado, zapato o bota, que mantenía el estado del buen andar de mucha gente. A los niños era muy típico “herrar” la suela para que ésta durase más y era a base de herraduras en los tacones y tachuelas y protecores en la planta. Esto era motivo de presunción infantil, ya que el ruido de las pisadas era muy fuerte y eso enorgullecía a los propietarios de tales calzados herrados. Cerca de nuestro barrio, en la calle de Arzobispo Guisasola estaba uno de esos profesionales llamado Tino, muy aficionado al vino tinto (morapio) de los bares cercanos y era muy frecuente ver sus escapadas a tales apetencias. Había un dicho popular sobre las costumbres de estos artesanos, que se denominaba “el lunes de los zapateros”, creo que estaba basado en que debido a los excesos de bebida de los domingos por la tarde, el lunes por la mañana era acostumbrado no trabajar a causa de tales excesos dominicales.

 

El  Fontán y sus actividades

 

La zona colindante alrededor de la plaza de la carne hasta las Escuelas, era muy típica de pequeños establecimientos, puestos unipersonales en los que encontrábamos un mundo variopinto para nuestras necesidades literarias y de entretenimientos. Allí nos deleitaban los típicos charlatanes con su perorata y ofrecimiento de pequeños prodigios, que una vez comprados y abiertos en casa eran motivo de una gran decepción: pongo por ejemplo una experiencia personal que tuve, con la adquisición de unos productos que muchos años después, al estudiar química, me dejaron estupefacto por los peligros de intoxicación que implicaban aquellos “polvos mágicos”. Uno de ellos era una barrita que se introducía en el interior de un cigarrillo de tabaco (hecho a mano o el clásico de Ideales de color amarillo) y que servía para deslumbrar a la clientela, produciendo el encendido del cigarrillo con un escupitajo de saliva. La verdad de este producto es que la susodicha barrita era nada más y nada menos que sodio metálico, elemento químico que reacciona fuertemente con el agua y con tal violencia que produce una llamarada. Esta reacción química era la causante de tal prodigio del autoencendido. El otro era un caso similar, un líquido que plateaba los modestos cubiertos ya con latón visto, que había en muchas casas. Yo compré el tal prodigio y llegado a casa tomé todos los cubiertos que estaban desgastados por el uso y en un momento, con la ayuda del líquido mágico, los transformé en cubiertos nuevos y plateados. Mi madre, asombrada por mi éxito, los volvió a colocar en la cubertera y ese mismo día comimos con ellos toda la familia. El famoso plateado duró varios días hasta que con el uso se eliminó tal prodigio. Pues bien, este producto era una disolución de una sal de mercurio en ácido nítrico diluido, de tal manera que con el latón del cubierto se producía una reacción química y se depositaba mercurio metálico, de típico color plateado en toda la superficie tratada del cubierto. Lógicamente el mercurio es sumamente tóxico, produce enfermedades y alteraciones en nuestro organismo, pero mi familia tal vez por desconocerlo salió incólume de tal atrocidad realizada por este aprendiz de brujo.

 

Otra diversión asegurada eran los cantantes de coplas basadas en dramas y crímenes, a los que se les ponía música de canciones conocidas o bien se relataban con una melodía cíclica y constante en la que iban rimando las palabras que describían dichos acontecimientos. Muchos de estos cantantes eran inválidos de guerra, tal vez republicanos, que a su desgracia de miembros destrozados, añadían una voz desagradable y poco melodiosa que hacía aún más triste el relato que pregonaban. No obstante había algún otro, éstos los más buscados y exitosos, que cantaban mejor e incluso tenían un modesto acompañamiento de bombo y platillos y en ocasiones incluso de acordeón. Entre ellos se destacaba uno que llamábamos “El Chino” por su aspecto de oriental y su vestimenta de color negro.

 

Allí había también unos puestecitos muy modestos en los que por un módico precio se podían cambiar novelas (clásicas de Rodeo, Hombres Audaces, FBI, Pueyo, etc) y los tebeos que tanto nos gustaban (Jaimito, Chispa, El Campeón, Pulgarcito, SuperPulgarcito, Juan Centella, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, etc). Los tebeos nuevos solían aparecer todas las semanas en días fijos y como nuestro escaso poder adquisitivo no permitía su compra, ya que valían una peseta y eso era mucho para todos nosotros, en estos mismos puestos podíamos leer estas novedades por el módico precio de 10 cts, una perrona, y así era muy frecuente ver a muchos niños y niñas de pie, leyendo ávidamente aquella delicia momentáneamente alquilada. Finalmente hay que destacar una librería ambulante provista de ruedas de cojinetes y hecha de madera pintada de color verde. La tenían dos hermanos jóvenes y en ella se exponían todas las novedades semanales, tanto de novelas como tebeos y cromos, siendo un lugar muy frecuentado en el que nuestra vista recorría ávidamente todo lo bueno que para nosotros existía en aquellos expositores.

 

Las casas semiderruídas

 

 

En todos los barrios periféricos de Oviedo se mantuvieron durante muchos años las casas parcialmente destruidas, testigos de la guerra civil, en las que había una población de indigentes que las habitaban. Muchas de éstas tenían las entrañas abiertas y a la vista, las escaleras y habitaciones, casi al aire. De ellas salía un humo acre, que los pobres inquilinos producían al quemar todo tipo de combustible en especial la madera del propio edificio. Se distinguían así los habitantes de tales infraviviendas por su característico olor a humo, que los acompañaba en todas sus andanzas por la ciudad. En esta época permaneció durante muchos años una antigua fábrica de cerillas, al final de la calle de Caño del Águila, que sirvió de refugio familiar, aprovechando sus amplias naves, tabicadas por los moradores y transformada así en una especie de gueto para una población fija. Debido a su origen se le conocía por el apodo de “El Cerillero”. También de la época era otro edificio menos ruinoso, éste ubicado en la zona de El Postigo y calle Ecce Homo que debido a su modestia se le puso el mote de “Hotel Faba”. Ambos, Cerillero y Faba, sobrevivieron hasta casi 1960, de modo que constituyen un testigo veraz y trágico de las penurias y necesidades soportadas por muchos ovetenses en estos duros años.

 

Casa Piñera

 

Teníamos entonces establecimientos específicos, unos pequeños y otros más grandes, en los que la grey infantil nos surtíamos de juguetes y objetos adecuados a nosotros, muy accesibles en el precio y por lo tanto de aspecto y tamaños mínimos.

 

Estaba esta pequeña tienda frente a la Universidad y próxima al “Río de la Plata”. En su modesto escaparate se exponían un surtido durante todo el año, de infinidad de pequeños juguetes de hojalata, tales como coches de bomberos, camionetas, turismos, carros con caballos, aviones…con precios siempre también pequeños entre 1 y 2 pesetas. En ocasiones se exponía algún que otro juguete de mayor precio y calidad, que era entonces más admirado que adquirido por los muchachos que desfilábamos por esta tienda.

 

La Boalesa

 

Recordar a esta tienda en la calle de Santa Susana es volver de nuevo al mundo de los tesoros infantiles. Allí se podía comprar de todo, desde chufas hidratadas hasta bengalas de colores, pasando por recortables, cromos, caramelos, miniescopetas que disparaban granos de arroz, cigarrillos de manzanilla, regaliz…Estos últimos venían en pequeños racimos de 6 u 8 y con papel de diferentes colores, siendo su relleno a base de dicha planta. La adquisición de tal producto nos permitía fumar en plena calle, sintiéndonos unos verdaderos hombrecitos.

 

Bazar Uría

 

Era el más importante en juguetes inalcanzables. Allí mirábamos, embelesados, en sus escaparates unos productos que nos asombraban, tales como patinetes de colores vivos, bicicletas auténticas para niños y niñas, muñecas con movimientos, incluso ¡ coche de pedales ! Lógicamente era el más visitado en época de Reyes Magos.

 

Bazar Elías

 

Cerca del cine Principado estaba este otro establecimiento, también abundante en juguetes inaccesibles, con preferencia a magníficas cajas de soldados de plomo, juegos reunidos, balones y casas de muñecas. Era también un lugar muy visitado por nosotros para recrear nuestra vista y agrandar nuestra imaginación con la posible pertenencia de alguno de los tesoros que allí se exponían, si los Reyes Magos nos traían nuestros verdaderos pedidos.

 

La Panoya

 

Magníficos almacenes que se situaban en la calle Fruela. Lógicamente no era un bazar de juguetes pero aparece aquí con todo merecimiento por ser el lugar más idóneo para la instalación durante las navidades de unos magníficos trenes eléctricos, el juguete rey por excelencia de todos los niños de entonces. Sus escaparates eran enormes, de ahí que albergasen en muchas ocasiones a estos juguetes tan maravillosos, incluso los podíamos ver circular, lo que era para nosotros un verdadero acontecimiento.

 

El Precio Fijo

 

 

Estaba en la Plaza del Ayuntamiento y esquina a la calle Magdalena. En ella se exponían infinidad de artículos al mismo precio, entre los que había siempre juguetes modestos y figuras de barro para el Nacimiento. Con el tiempo cambió su oferta y en lugar de un único precio apareció el 5 Precios, aprovechando los muchos escaparates de que disponía y en este caso la oferta era muy variada y con precios de 5 niveles, pudiendo así encontrar alguna ocasión de compra de algún juguete o similar con nuestro escaso pecunio.

 

Los cines

 

La cartelera de cines era también modesta, con sus sesiones fijas de 5, 7½ y 10½ y otras especiales, algunas de ellos a las 3 de la tarde de los festivos y domingos en programación infantil y que era nuestra única posibilidad de asistencia asegurada. En el atrio de todas las iglesias se ponía la clasificación moral de cada película, con valoraciones morales “tolerada”, “jóvenes”, “mayores”, “mayores con reparos” y “gravemente peligrosa”, con un color específico para cada caso. Muchas de las películas clasificadas como “gravemente peligrosa” son ahora toleradas para menores cuando se reponen en la televisión.

 

Teníamos por lo tanto una serie de cines, no muy abundante, pero que cumplieron su cometido de llevarnos a aquel mundo imaginario tan irreal al compararlo con la dura realidad que soportábamos. La publicidad de las películas se hacía por radio y periódico pero existía también una modalidad de entrega en mano de un bello anuncio llamado “Programa”, alguno de ellos verdadera obra de arte en plan tríptico y que muchos de nosotros y otros menos niños coleccionábamos.

 

El Real Cinema era entonces un cine incómodo y algo deteriorado pero que con la calidad de las películas que allí se proyectaban siempre estaba lleno. Se estrenó en él la primera película en relieve: Los Crímenes del Museo de Cera. A la entrada unas enfermeras nos daban las gafas y ya dentro, con el efecto de relieve, nos asombrábamos con el movimiento de una pelota que uno de los protagonistas arrojaba contra el público. El patio de butacas tenía un apéndice lateral con una serie de ellas separadas de las otras, al tener entre éstas unas columnas que soportaban otra planta superior. Los que iban a aquellas butacas, que eran de menor precio, tenían que hacer un doble esfuerzo para ver la película: eludir la presencia de una columna y girar el cuello para ver la pantalla. Por tal motivo estas butacas fueron bautizadas con el nombre irónico de “pescuezu”.

 

El Teatro Principado era muy amplio, con dos pisos para entresuelo y principal (general se llamaba al último) y era en este gallinero donde estaba un acomodador muy malhumorado y geniudo tal vez debido a su fealdad, que nosotros apodábamos como “Drácula”. En este teatro actuó muchas veces La Compañía Asturiana “Los Mariñanes” con puesta en escena de pequeñas obras de ambiente y costumbres asturianas y acompañadas éstas con la actuación de cantantes como La Busdonga y El Presi. Otro tanto podemos recordar del Teatro Filarmónica en cuanto a este tipo de actuaciones.

 

El cine Santa Cruz solamente tenía patio de butacas, con pendiente muy pronunciada, lo que le hacía un cine muy confortable y con vista perfecta a la pantalla.

 

El cine Aramo, Palacio del Cine como indicaba la propaganda, era el más clasista y escogido de la ciudad, por lo cual la gente menuda no lo frecuentábamos en exceso. Verdaderamente nos producía su interior una gran impresión, que nos impedía hasta hablar en voz alta.

 

El Teatro Campoamor, reconstruido en los años 40, fue también cine y teatro simultáneamente y su enorme aforo nos permitía adquirir localidades muy baratas situadas en el tercer piso.

 

El cine Argañosa era quizás el más modesto, ya que tenía un aspecto desvencijado y poco limpio, lo que no era motivo para que la gente menuda lo frecuentase asiduamente.

 

El cine Asturias se inauguró a bombo y platillo a finales de la década de 1940, con la película “Las aguas bajan negras” de ambiente asturiano. Sus precios eran sumamente bajos, butaca 3 ptas, entresuelo 2 ptas y general 1 pta. Esta última localidad no tenía butacas individuales y estaba constituida simplemente por bancos de madera. Eran frecuentes, después del estreno, sesiones de dobles películas, que en aquellos tiempos fueron una novedad. No obstante esa doble sesión era un tanto extraña respecto a su duración. Como ejemplo baste recordar un programa de tarde que empezaba a las 5 con el NO-DO, Imágenes (un documental), un corto de dibujos animados,  Película 1ª, Descanso y Película 2ª. Harto de cine salías a la calle y resulta que solo eran las 6½ . Todo un récord. Como no teníamos reloj nos daba la impresión de una duración muy prolongada.

 

La Catedral

 

Estuvo muchos años con su torre llena de andamios de madera, pintados de negro, lo cual producía una imagen impactante de tristeza y duelo, que evocaba cada día los recuerdos de la guerra civil. Esta obra de restauración fue muy lenta, lo que motivó que su imagen fue casi el símbolo de la ciudad. Incluso un año, por Navidades, La Nueva España publicó el día de los inocentes que se había retirado el andamiaje y que la obra estaba finalizada, cosa que mucha gente creyó hasta que su vista alcanzó de nuevo la clásica estructura de los maderos renegridos.

 

Los tranvías

 

Aquellos vetustos y entrañables vehículos de color amarillo fueron muchos años el modesto medio de transporte de la ciudad. Había 3 líneas que comunicaban los extrarradios y pasaban por el mismo centro de la ciudad. La línea Nº 1 iba desde la Plaza del Ayuntamiento a Lugones, la línea Nº2 iba desde Buenavista a Colloto y la línea número 3 de San Lázaroo a La Argañosa. Recuerdo que era maravilloso viajar en su interior, sentado sobre sus asientos de láminas de madera barnizada. El conductor estaba en la plataforma, que no tenía puertas y solo una cadena como medida de seguridad. El cobrador llevaba una caja con bordes rectangulares, de hojalata, en cuyo interior iban fijados los tacos de los billetes multicolores en función del precio de cada recorrido. El sobrante de esos tacos eran muy codiciados por nosotros y cuando el cobrador agotaba alguno de ellos, lo tiraba al suelo, donde lo recogíamos como un verdadero tesoro. Lógicamente no tenían calefacción y durante el invierno eran sumamente fríos, con el suelo encharcado de agua, de ahí la disposición de éste con tiras de madera que sobresalían ampliamente y dejaban así un hueco para que el agua se depositase. El gélido ambiente motivaba que ambos empleados, cobrador y conductor, llevasen unos gruesos gabanes de color azul marino y para combatir el frío se calzaban nada más y nada menos que con las típicas madreñas, lo que les producía un aspecto muy original.

 

En los tranvías había una serie de recomendaciones escritas con letras que aparecían destacadas en negro sobre fondo blanco y de tamaño estrecho y rectangular. Así se describía su capacidad del interior “Diez y ocho asientos” y del exterior “Plataforma posterior 17 viajeros””Plataforma anterior 15”. Otros anuncios eran más concretos: “Se prohíbe hablar con el conductor” “Prohibido fumar” “Consérvense los billetes” y “Prohibido subir y apearse en marcha”.

 

Este ruidoso y lento medio de transporte ocupa en nuestros recuerdos un lugar muy importante y así como la infancia se fueron también los tranvías y con ellos se quedó un vacío silencioso con evocaciones de aquellos viajes familiares hasta algún merendero de las afueras de la ciudad.

 

El Hogar del Frente de Juventudes

 

En aquellos años era muy frecuente encontrar en nuestras casas camisas azules con el emblema del Yugo y las Flechas, pertenecientes a alguno de nuestros hermanos mayores. Lógicamente sería lo más cómodo hacer aquí un comentario despectivo de lo que significaba la Falange y sus actividades juveniles pero creo sinceramente que faltaría a la verdad. Pese a quien le moleste el Frente de Juventudes hizo unas actividades en las que nos enseñaban, además de querer a la Patria, cosa hoy en declive, hasta aprender a tener disciplina y respetar a los mayores.

No se puede tampoco obviar las estancias en los Campamentos Juveniles, en los que vestidos de “flechas” además de lo ya indicado nos alimentaban a base de bien y volvíamos a nuestras casas morenos y rebosantes de salud. Pese a todo no eran muchos los muchachos que participaban de esto, lo que demuestra que no había ninguna obligación de pertenecer a esta asociación.

 

Como punto de encuentro teníamos el llamado “Hogar”, un local situado en la calle de San Vicente cercano a la Iglesia de La Corte. En este Hogar teníamos la ocasión de participar en rondallas, excursiones a la montaña, biblioteca con títulos seleccionados y sobre todo ¡ bocadillos riquísimos y muy baratos !, sin olvidar también que durante las frías y lluviosas tardes del invierno había incluso calefacción.

 

Teníamos una oración, clásica falangista que rezábamos al iniciar alguna de las actividades escolares y también en las clases mensuales de “educación política” que se impartían por parte de la Delegación en los mismos colegios. Decía así: “Señor y Dios nuestro, José Antonio esté contigo, nosotros queremos lograr aquí, la España difícil y erecta, que él ambicionó, Señor, nos guía el Caudillo, protege su vida, hasta que alcancemos este destino supremo”.

 

Los talleres del Vasco-Asturiano

 

Este ferrocarril de vía estrecha constituía una verdadera atracción ya que contemplar los trenes que pasaban tenía una doble faceta: por una parte nos servía de espectáculo el ver a las locomotoras, rebosantes de ruido y humo, contar el número de vagones que arrastraban… y por otra nos servía de reloj ya que conocíamos de memoria el horario de todos los trenes diarios.

 

Eran típicas en aquellos años las caravanas de carros y carreteros que pasaban por la calle de Travesía Monte Santo Domingo, procedentes de los talleres del Vasco cargados de carbón. Había un carretero particularmente delgado que parecía un cadáver, tal vez de la necesidad que pasaba. Nosotros lo conocíamos debido a que hacía el camino de ida y vuelta varias veces al día y nos daba pena el burrín que acarreaba la carga, también triste y esmirriado como su dueño. Cercana a estos talleres estaba la vía principal  de los trenes, tanto de mercancías como de pasajeros, con sus vagones de madera. Muchas veces íbamos a aspirar el humo acre y blanco de las locomotoras cuando el tren salía de debajo del puente y en nuestra ingenuidad nos decíamos que era bueno para el catarro y la tosferina.

 

En un lateral de estos talleres había una vía muerta en la que reposaron durante muchos años varios vagones de un tren blindado que fue utilizado por los milicianos durante el cerco de Oviedo. Nosotros los observábamos con cierto recelo y respeto, ya que constituían un ejemplo viviente de las hazañas bélicas que muchas veces realizábamos durante nuestras imaginarias travesuras.

 

 

Gaseosas “El Canelu”

 

Esta modesta empresa de bebidas refrescantes tenía su sede en la calle Azcárraga y sus productos eran fundamentalmente gaseosas, en botellas de cristal verdoso con una bola del mismo material en su interior que servía como tapón auxiliar y sifones rellenables. Posteriormente fabricaba también un refresco similar a la gaseosa, de color y sabor anaranjado.

 

Era muy característico el carro con la mula en que repartía sus envases llenos y recogía los vacíos, con una tabla en los laterales que anunciaba pomposamente “Gaseosas El Canelu” y que recorría cansinamente las calles ovetenses. Esta entrañable industria perduró varios años hasta que la competencia de otras marcas la hicieron desaparecer. La primera competidora seria fue “La Panera” y ésta también fue eliminada posteriormente por la ya archiconocida de “La Casera”.

 

En el declive de “El Canelu” nos dio mucha tristeza ver su lucha desesperada por sobrevivir, con su ancianidad y modestia frente a sus modernos y más fuertes competidores. El famoso carro de reparto iba ya medio lleno y con los sifones casi vacíos, perdiendo líquido burbujeante debido a su decrepitud. Al contemplar aquel deterioro muchos de nosotros sentimos en nuestro interior que una etapa y forma de vida se nos iba irremisiblemente.

El colegio y sus castigos

 

No voy a entrar aquí en discutir y criticar aspectos de la educación que recibimos en nuestros años de estudiantes; nos tocó esa época y ese modo de actuación de los profesores y punto. En su defensa podría decir que esta manera de enseñar era común también en el resto de países civilizados, en los cuales predominaba el dicho certero de que “la letra con la sangre entra”.

 

La fuerte impresión que nos producían los primeros días de asistencia al parvulario era la de la pérdida de libertad. Pasar de una vida al aire libre y de juegos en plena calle o en prados y maizales a una habitación lóbrega y silenciosa, en la que había que pedir permiso para todo, era demasiado cambio en nosotros. Para colmo aparecía bruscamente el castigo, al que no estábamos acostumbrados y aunque fuese ligero, tal como estar de pie mirando a la pared o quedando más tiempo después de la hora de la salida, ese cambio nos afectó profundamente, mucho más que los acontecimientos de años posteriores.

 

Total, con nuestra pizarra y cuadernos de palotes pasábamos las horas eternas, con el añadido de actividades didácticas tales como despegar sellos de correos y entonar cánticos piadosos compuestos por la monja de turno. La presencia de las monjas en los años de parvulario era de lo mas común, bien porque en el colegio femenino tenían esa opción para niños o incluso en los mismos colegios masculinos preferían que fuesen las mujeres, por aquello del instinto maternal, quienes atendiesen a los pequeños hombrecitos que comenzaban esta nueva andadura.

 

La tarea de despegar sellos venía de la fiesta del Domund, en que además de las modestas contribuciones económicas se recogían sellos de correo usados. Se decía que “eran para los chinos” cosa un tanto chocante pues no creo que los orientales manifestasen un interés filatélico por un país tan alejado de ellos. La verdad del asunto es que los sellos usados y despegados de su sobre se vendían a los establecimientos del ramo y de esta manera se suplementaba la colecta del Domund. Así pasaban los primeros años de encierro, sin aprender gran cosa hasta que bruscamente pasábamos al preparatorio de ingreso en el Bachillerato. Aquí sí que comenzaba el verdadero suplicio ya que en nuestro caso aparecía el hombre-profesor, que generalmente portaba una regla larga con la que golpeaba nuestras manos cuando consideraba que habíamos hecho un acto de indisciplina. En ocasiones nos metían en la sala de “estudio” donde estaban los mayores y allí presenciábamos aterrorizados las bofetadas que el vigilante propinaba a diestro y siniestro  y que en ocasiones los alumnos mayores respondían, ya que hay que tener en cuenta que en aquellos años muchos de los estudiantes de los cursos superiores eran nada menos que excombatientes de la guerra civil.

 

El examen de ingreso era escrito y oral ¡ a los 10 años de edad ! Para ello, provistos del palillero, plumines y tintero, hacíamos el primer examen de nuestra vida, consistente en varias cuentas de aritmética (incluidos decimales) y un dictado. Tras esta prueba pasábamos a la siguiente, totalmente acongojados por la seria presencia de un tribunal, que nos hacía unas cortas preguntas sobre declinaciones de verbos y cultura general. De este modo desembocábamos en el primer curso del bachillerato, en el cual ya teníamos un profesor para cada asignatura y el calendario horroroso de comenzar todos los lunes con las odiadas clases de latín y matemáticas. La relación de cursos posteriores y materias estudiadas no tienen demasiado protagonismo pero sí hay que dejar constancia de los castigos físicos que sufríamos estoicamente y con la mayor naturalidad, a lo largo de nuestro recorrido en busca de cultura.

 

Las bofetadas eran muy comunes y había en mi caso un profesor expertísimo en suministrarlas pues era boxeador profesional, lo que suponía acierto pleno en la cara por mucho que la tapases con las manos.

 

Los capones también ocupaban un lugar preferente y sirvieron para introducir en nuestras pobres cabecitas las declinaciones latinas (¿quién ha olvidado el “bonus, bona, bonum” y “rosa, rosae”?). Otro sistema de aprendizaje era levantarte del asiento del pupitre agarrado por la oreja o por el pelo de la patilla y cuando estabas de pie, propinarte un fuerte capón con el puño cerrado, que daba con nuestros huesos nuevamente sobre el asiento.

 

Además de estos castigos “básicos”, a los que el golpe de regla también acompañaba, había otros más rebuscados y de tortura creciente, que comenzaba por ponerse de rodillas en el suelo y si esto no modificaba el motivo del castigo, se suplementaba con un garbanzo puesto entre la rodilla y el suelo, los brazos en cruz, los brazos en cruz cargados con libros y finalmente para los persistentes, un par de fuertes bofetadas si los libros se caían de las manos extendidas que los soportaban. Parece mentira, pero este tipo de correctivos físicos los hemos padecido en silencio, sin decir nada en nuestras casas pues corríamos el riesgo de ver aumentado el castigo debido a nuestro mal comportamiento escolar.

 

Otro tipo de castigos era el quedar encerrado en el colegio un par de horas después del horario, acudir al colegio las mañanas de sábados y domingos, visitar al director para acusarnos de nuestro mal comportamiento y escribir frases como “Debo portarme bien en clase” de 100 a 1000 veces. En este caso había un verdadero proceso de solidaridad y éramos muchos los escribanos que ayudábamos con nuestra contribución al pobre castigado.

 

Finalmente no faltaban epítetos y frases que nos dirigían, con las que se completaban la serie de castigos que hemos recordado, tales como “pollino”, “animal”, “Haz carrera y golpea tu dura cabeza contra un muro”, “dedícate a carpintero mecánico”, “acabarás con la cabeza en un pesebre”, etc., etc.

 

Los productos farmacéuticos

 

 

Hay una gran similitud entre la modestia de los juguetes y de los juegos con las medicinas de uso corriente aplicadas al mundo infantil. De tarde en tarde, ante la aparición de algún dolor significativo era la modesta tableta de Aspirina la encargada de solucionarlo. Este medicamento se despachaba en sobres con dos pastillas y en tubos de cristal con tapón de corcho, que era de vacío un premio para juguete del enfermo. Si al tomar la temperatura el termómetro se rompía, teníamos a nuestra disposición un nuevo entretenimiento, con las bolas del mercurio realizando divisiones y agrupamientos hasta su pérdida por derrame en el suelo o en la misma cama. Como competidor de la Aspirina también apareció la tableta Okal.

 

Para solucionar las enfermedades que nos aquejaban había un remedio infalible para todos los males: la purga. El lavado de tripas, que no era precisamente de indigestión por exceso de comida, estaba a la orden del día y era a base de aceite de ricino y agua de carabaña ¿quién no recuerda el terrible sabor de estos dos asquerosos productos? Uno aceitoso que te impregnaba con su olor todo el cuerpo durante horas y el otro como si bebieses agua del mar. Si te escapabas de estos manjares, tenías que soportar otra cosa más humillante: la lavativa. Era una jarra de porcelana esmaltada con una goma provista de un grifo de baquelita negra y su correspondiente llave de paso. Esta última pieza tenía un alargamiento para facilitar la introducción del líquido vía anal. En uno y otros casos los efectos sobre el desdichado enfermito eran de una súbita evacuación intestinal que te dejaba hecho unos zorros.

 

Como suplemento alimenticio era frecuente la ingestión de un producto difícil de deglutir llamado “aceite de hígado de bacalao” con unas propiedades reconstituyentes sobradamente probadas pero con un sabor horrible, incluso en su versión posterior como “Emulsión Scott”. De mejor tolerancia bucal era el Fósforo Ferrero, también utilizado como reconstituyente pero al ser en comprimidos era de muy fácil tragadera.

 

Cuando alguno de nosotros enfermaba con algo más serio, tal como pleuresía y ganglios pulmonares se sometía al enfermo a largos periodos de reposo y a una agradable sobrealimentación que producía una ganancia de peso muy destacada, lo cual se manifestaba a simple vista cuando el ya curado enfermo se incorporaba a su pandilla de amigos de calle y colegio.

 

Como ejemplo de nuestros conocimientos eróticos se puede recordar la compra en las farmacias de un producto excitante sexualmente, llamado Yohimbina, cuyo efecto alguno de nosotros intentó producir en alguna de nuestras compañeras de juegos pero sin el menor éxito, ya que éstas no se fiaban de nuestros interesados presentes.

 

Finalmente, evocar con tristeza, la utilización de la Sacarina, no como dietético de régimen alimenticio, más bien como sustitutivo del sabor dulce de la poco abundante azúcar, racionada y escasa incluso de estraperlo, con la cual fingíamos el sabor de tan indispensable alimento.

 

Los vecinos y nuestros alimentos básicos

 

En los tiempos de penuria y necesidades comunes a toda una población, se engrandecen nuestros corazones y se establece una solidaridad y afecto increíbles, lo que produce una sensación de protección en bloque que abarca más allá de la propia familia.

 

En los duros años de 1940 a 1950 esta etapa estaba en todo su apogeo. El feroz racionamiento de alimentos, los largos apagones del suministro eléctrico y la carencia económica eran un mal común para la mayoría de las familias ovetenses y esto propiciaba que las casas con vecinos tuviesen las puertas siempre abiertas a todo tipo de cooperación y reparto de los escasos bienes de cada uno, tal como sucedía con aquellas entrañables visitas de una a otra vivienda para pedir prestado algún producto, tal como un huevo, un pocillo de harina, leche o aceite y que generosamente era compartido sin ningún egoísmo. Con todo ello los vecinos de la casa eran para nosotros los niños, la continuidad de nuestras propias familias, entrando y saliendo en sus pisos con toda libertad y muchas veces con la merienda en la mano. Con esta familiaridad y comunicación vecinal se establecieron unos fuertes lazos de amistad y cariño derivados de aquella intensa convivencia, que aún permanecen y recordamos en nuestra actual situación, tan diferente por cierto en este aspecto a la ahora evocada, en que sucede todo lo contrario: incluso nos produce dificultad decir “buenos días” a nuestros desconocidos vecinos.

 

Los pisos en esta década estaban abarrotados, con familias enteras formadas por abuelos, padres, hijos y nietos. Algunas de ellas se estrechaban aún más y alquilaban una de sus habitaciones a otra familia todavía más necesitada, “con derecho a cocina”, gracias a lo cual se obtenía una pequeña ayuda económica.

 

Al igual que en los años posteriores a la revolución rusa en que la alimentación generalizada de la población era a base de papilla de mijo cocido, en los años de nuestra posguerra, con el conflicto mundial desatado y el bloqueo internacional subsiguiente fue el maíz el protagonista y soporte alimenticio familiar, tanto en forma de la típica “boroña” como en las “papas” o “fariñas”. La primera tenía una textura y sabor áspero y al poco rato de comerla producía una sequedad de boca muy grande debido a su capacidad de absorber saliva, lo que hacía un tanto difícil su deglución. La segunda se solía comer como una papilla cocida con agua y sal, se servía en un plato sopero y así se ingerían. En ocasiones se complementaban con leche azucarada, que al ir mezclándolas con ella se producía un sabor más aceptable.

 

Los niños no disponíamos de una alimentación específica y reforzada. Comíamos como los adultos, es decir, deficientemente, sin las golosinas y la variedad de alimentos básicos precisos. Cuando estábamos enfermos o si venía algún familiar a nustra casa, solían premiarnos con un pequeño paquete cilíndrico de galletas “María”, que nos sabían a gloria bendita y que comíamos lentamente con verdadero deleite, trocito a trocito desde el exterior al interior de cada galleta, en movimientos circulares.

 

La mantequilla, pese a su típica producción en nuestras aldeas, era un bien escaso y por lo tanto no abundaba en nuestra dieta.

 

¿Y qué podemos recordar de lo que llamábamos pan? Además de su racionamiento se elaboraba con una mezcla variada de harinas de baja calidad, entre las que la del trigo era la menos participativa. Esto motivaba un producto amarillento y heterogéneo en aspecto y sabor, predominantemente agrio. Con un trozo de este mal llamado pan y una onza de chocolate, también de textura áspera y mala mezcla, merendábamos ávidamente y asombrosamente esta frugal pitanza nos sabía a verdadero manjar.

 

De mayor calidad era el pan que se amasaba para los militares del Cuartel del Milán y la vecindad de alguno de ellos propiciaba la venta de alguno de estos panes, que se conocían con el nombre de “chuscos”.

 

Sin entrar en comparaciones, un menú infantil de tipo medio podía consistir en un desayuno a base de un trozo de pan y una taza de lecha con infusión de “malta y achicoria”, que era el sustitutivo del café; en la comida del mediodía un buen plato de potaje con no muy abundante acompañamiento de carne ya que ni el cocido disponía de tal complemento. Merienda ya mencionada y finalmente la cena con “fariñas” o alguna tortilla de pocos huevos repartida sabiamente entre toda la familia.

 

Total, que con estos “refuerzos alimenticios” no era de extrañar la delgadez de muchos de nosotros, entre los cuales nunca hubo un niño obeso. Esto motivaba que aprovechásemos cualquier ocasión para buscar en nuestros juegos algún producto nutritivo, tal como veremos en los capítulos posteriores. Como anticipo de ello podemos recordar que en la compra esporádica de los cacahuetes de Casa Floro, solíamos comerlos con la cáscara incluida para que nos llenasen un poco más nuestros vacíos estómagos y a la vez tardasen más en consumirse.

 

Los lavaderos

 

         Debido a la dificultad existente por la carencia de agua corriente en muchas casas de los extrarradios de la ciudad, el municipio suplía tal necesidad mediante la construcción de unos edificios públicos muy característicos, redondeados y con el techo en forma de paraguas.

 

         En su interior había pilas de lavado de la ropa, dispuestas en círculo y en cuyas bases onduladas circulaba el agua. Era muy frecuente ver en sus cercanías grupos de mujeres provistas de recipientes con ropa sucia y la correspondiente pastilla de jabón. Allí se hablaba de todo en voz alta, con el típico parloteo incesante de las mujeres, todas a la vez y criticando o comentando las novedades del barrio que protagonizaban alguno de los vecinos.

 

La “perrona” radiactiva

 

         La moneda de diez céntimos de curso legal, era conocida por el apodo de “perrona” y estaba fabricada en aluminio endurecido. Por una cara tenía el escudo nacional y por la otra un jinete a caballo portando lanza.

 

         Esta moneda fue nuestra más leal compañera y motivo de compras modestas en nuestro pequeño mundo. También nos servía en muchas ocasiones como entretenimiento durante las largas y tediosas horas de estudio en el colegio, consistente en dibujar el grabado de sus caras, colocando un papel sobre ella y pasando suavemente el lápiz con movimientos tales que reproducían las figuras de la moneda.

 

         Debido a su desgaste, por la blandura de su material de construcción, se deterioraba rápidamente y por tal motivo casi todos los años se realizaba una nueva emisión. Estas emisiones se diferenciaban únicamente por el año de su fabricación, que se localizaba debajo de la base del caballo.

 

         Lo más anecdótico de esta sencilla moneda sucedió al ponerse en circulación la correspondiente al año 1945, ya que coincidió con la explosión de las bombas atómicas sobre Japón. Pues bien, debido a esta particularidad corrió de boca en boca el comentario de que estas monedas tenían uranio en su composición, por lo cual hubo muchas personas que al creer este bulo las atesoraron durante algún tiempo con la creencia de que su valor iba a ser elevado, cosa que lógicamente no se produjo.


 

Los entierros

 

La ceremonia de los entierros era entonces un verdadero acontecimiento que incluso alteraba el discurrir de la vida ciudadana. Producido el fallecimiento, en el portal de la casa se instalaba una mesita para las firmas de pésame, ya que no todo el mundo disponía de tarjeta de visita; para éstas había una bandeja en la que se colocaban dobladas con el pico inferior derecho, en señal de duelo, según el lenguaje de dichas tarjetas, que ahora ya no se estila. El entierro propiamente dicho partía de la casa donde se había velado al difunto y estaba presidido por una cruz y dos ciriales decorados en negro, portados por monaguillos enlutados, después caminaban solemnes los sacerdotes, con bonetes, estolas y capas negras con bordes plateados, variando su número según la categoría social del finado. Seguía el coche-carroza fúnebre, impresionante de aspecto, negro en su totalidad y con la parte posterior en dosel abierto con flecos, donde se alojaba el ataúd. Venían después los familiares masculinos, de riguroso luto e incluso niños pero las mujeres generalmente no acudían a esta ceremonia. Finalmente iban los amigos y conocidos, caminando en apretadas filas que ocupaban el ancho de las calles. Todo ello constituía un espectáculo gratuito para nosotros los niños, que procurábamos presenciar cuando en nuestras incursiones por la ciudad nos encontrábamos con este ceremonial. El recorrido finalizaba en la calle de Arzobispo Guisasola, donde se despedía el duelo y concluía así este espectáculo, tan impresionante para nosotros, pues nos llenaba de pavor el imaginar que cualquier día podía ser nuestra propia familia la protagonista de tan triste situación.