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23 de enero de 2024

Según Aristóteles por Paya Frank

 


Según Aristóteles

EL HOMBRE ES UN ANIMAL SOCIAL POR NATURALEZA

La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad 1, que tiene, por así decirlo, el extremo de toda suficiencia, y que surgió por la causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien. De modo que toda ciudad es por naturaleza, si son las comunidades primeras; porque la ciudad es el fin de ellas, y la naturaleza es fin. En efecto, llamamos naturaleza de cada cosa a lo que  cada una es, una vez acabada su generación, ya hablemos del hombre, del caballo o de la casa. Además, aquello para lo cual existe algo y el fin es lo mejor, y la suficiencia es un fin y lo mejor.

De todo esto resulta, pues, manifiesto que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es un animal social y que el insocial por naturaleza y no por azar o es un mal hombre o más que hombre, como aquel a quien Homero increpa: "sin tribu, sin ley, sin hogar", porque el que es tal por naturaleza es además amante de la guerra, como pieza aislada en los juegos.


La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto; y es exclusivo del hombre frente a los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto,.. y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casas y la ciudad.

1. Cuando Aristóteles habla de la ciudad se refiere al estado, puesto que los estados griegos eran estados-ciudades; y cuando habla de la casa se refiere a la familia.


COU 1980 por Paya Frank Blogger

23 de noviembre de 2023

IDEOGRAMAS HÚMEDOS Mercedes Abad

 


 

Los franceses son así. Créanme: nadie que no haya nacido francés, que no tenga su gusto por la poésie y esa proclividad a comportarse como personajes que acabaran de abandonar las páginas de una novela para echarle un vistazo a la realidad puede convocar en plena Navidad una fiesta destinada a celebrar la llegada de la primavera.

Al menos no con la pasmosa naturalidad con que lo hizo Chantal, quien a continuación me rogó, en un voluptuoso susurro, que acudiera a la fiesta con ropas ligeras y vaporosas, con ánimo de evocar (palabras textuales)

l’épanouissement du corps et la profonde réjouissance qui s'empare des sens quand le printemps arrive. Si no se es francés, más vale no decir jamás cosas de este calibre, a menos que uno esté agonizando en su lecho de muerte y aspire a dejar una última frase que proporcione tema de conversación a sus allegados.

Durante todo aquel mes de diciembre, París nos había regalado una lluvia incesante y cielos de un gris plomizo empecinado, que parecían directamente salidos de algún manual para uso exclusivo de poetas tenebrosos en busca de inspiración. Pero en el invernadero que Chantal había hecho construir en la terraza de su fastuoso ático de la Rue de Rivoli la sugestión primaveral era casi perfecta; los olores me alcanzaban en sucesivas oleadas y el aire era tan tibio y ligero que no pude evitar cierta agitación sensorial. Mientras observaba a Chantal moverse entre agapantos, orquídeas y hortensias gigantescas con la delicada elegancia de un felino y la gracia de una etérea criatura de los bosques pese a sus altísimos tacones, me sentí una auténtica zarrapastrosa y recordé lo que un día me había dicho un obrero cuando pasé a su lado haciendo retumbar el pavimento bajo mis zancadas:

«¡Oye! ¡Que vas a romper el suelo!». Con tantas francesas por metro cuadrado, envueltas en sutiles transparencias y rebosantes de charme et d'esprit, me dije que mis posibilidades de encontrar algún atractivo compañero de cama con quien romper un mes de mona calle enclaustramiento eran por desgracia escasas.

Mientras me servía una copa, un soplo de brisa procedente de los ventiladores que había hecho instalar la anfitriona me trajo una intensa fragancia de flores blancas. Localicé en un rincón un frondoso macizo de madreselvas en el que me precipité a hundir la cara hasta marearme con su aroma. Estaba convencida de que nadie me veía pero, apenas retiré la cara del lujuriante lecho de madreselvas, mis ojos toparon, en un impresionante aunque silencioso choque frontal, con la mirada de un hombre. Había en ella un fulgor tan vehemente e imperioso que, aunque no soy una mujer tímida o pusilánime, no pude sostenerla más de tres o cuatro segundos. Cuando recobré el ánimo y volví a mirarlo, sus ojos no habían perdido un ápice de su turbadora intensidad. Tenía rasgos orientales y parecía un príncipe. Y, a juzgar por la forma en que me miraba, el abordaje era inminente.

Entonces sucedió algo extraño. Un desconocido se abalanzó sobre mí, me saludó entre exclamaciones de placer y efusiones, como si nos conociéramos de toda la vida, y me arrastró con inapelable autoridad hacia el extremo opuesto del invernadero. Cuando el oriental estaba ya fuera de nuestro campo visual, el tipo me obligó a sentarme. Yo estaba tan perpleja que ni siquiera formulé la menor objeción.

-Espero que no estuvieras pensando en tener una aventura con ese hombre -dijo el desconocido sin perder un minuto en preámbulos-.

Es un individuo realmente peligroso, dueño de una crueldad sin límites.

Por toda réplica, parpadeé dos o tres veces. Me dije que, por el momento, la perplejidad no corría el menor riesgo de verse desplazada en su calidad de sentimiento dominante.

Tras presentarse sucintamente, mi ángel de la guarda pasó a contarme todo lo que sabía del hombre de mirada fulgurante. Había nacido en Japón, hijo de una japonesa y de un oficial norteamericano que la abandonó mucho antes de que el niño naciera, ella se había quitado la vida poco después de dar a luz y el niño fue educado por sus abuelos.

Ahora era profesor de japonés y sobre él circulaba toda clase de historias, a cual más siniestra. Había quien decía que albergaba una feroz animadversión hacia los norteamericanos; otros sostenían que su odio no conocía prejuicios, pues abarcaba a la humanidad entera; otros más aseguraban que su acritud tenía por objeto exclusivo a las mujeres, sin distinciones de raza, condición o nacionalidad. Había tenido centenares de amantes y todas ellas habían sido víctimas de refinadas crueldades e inconfesables humillaciones.

Pero la historia más abominable de cuantas habían llegado a su conocimiento era la de una joven estudiante norteamericana a quien él sedujo cuando era su alumna. El día en que la chica cumplió veintiún años, el hombre de mirada fulgurante le regaló un hermoso estuche de madera, delicadamente decorado con bonitos ideogramas, y lleno de pinceles de distinto grosor y de barritas de tinta. Le dijo que lo había hecho todo con sus propias manos, tanto el estuche como los utensilios que contenía; así, cuando ella hiciera sus ejercicios de caligrafía, no podría dejar de pensar en él. Días después, en el curso de una cena, ella le mostró orgullosa sus ejercicios, y él le contó una ancestral tradición japonesa que su abuela le había referido muchos años atrás. Cuando en Japón una mujer quería retener a un hombre y hacerlo suyo para siempre, le explicó, le escribía cartas de amor sirviéndose para el o de un peculiar sistema. En lugar de humedecer en agua las barritas de tinta, las mujeres se las introducían en el sexo para humedecer la tinta en sus propios jugos vaginales, de forma que los ideogramas que trazaban sobre el papel estaban hechos con una parte de sí mismas, y sus efluvios, mezclados con la tinta, envolvían al amante en un sutil aunque poderoso sortilegio.

Llegaron las vacaciones de verano y el hombre de mirada fulgurante tuvo que regresar de forma repentina a Japón, reclamado por un asunto familiar. La joven estudiante norteamericana, que bebía los vientos por él, recordó entonces la historia que le había contado y se dispuso a escribirle una carta de amor en japonés mezclando la tinta con sus secreciones íntimas.

Era verano y la joven llevaba tan sólo una ligera bata de seda. Se quitó las bragas, aspiró su propio olor y luego frotó con el as el papel en blanco, como si quisiera intensificar de ese modo la eficacia del sortilegio. Luego introdujo con delicadeza la barrita en su sexo y la movió suavemente hacia dentro y hacia fuera. Sólo cuando la barrita estuvo bien empapada en sus jugos, mojó la muchacha el pincel en la tinta y se dispuso a dibujar con gran aplicación los ideogramas de su carta. Pero, al poco, una intensa comezón en su sexo le hizo desear introducir nuevamente la barrita. La joven atribuyó su excitación al calor, a su semidesnudez y al tono erótico que había cobrado su amorosa misiva.

Sus labios se abrieron de nuevo y acogieron la barrita con un hospitalario ruidito de succión. Imaginó que era la verga de su amante la que se abría paso en su interior. Se le ocurrió entonces que si utilizaba la barrita para darse placer hasta alcanzar el orgasmo, el hechizo surtiría un efecto más poderoso aún. Y así lo hizo.

Lamentablemente, la muchacha nunca acabó de escribir la carta, con lo que la supuesta eficacia de sus jugos vaginales quedó en entredicho. Tampoco pudo llegar al orgasmo porque se lo impidió un agudo dolor en su sexo, como si se lo estuvieran quemando con un hierro al rojo vivo. Pese a que sacó inmediatamente la barrita, el dolor era cada vez más intenso. Haciendo de tripas corazón, logró vestirse, bajar a la calle y coger un taxi que la llevó al hospital. En el hospital hicieron por ella cuanto pudieron, pero su clítoris y gran parte de su vagina habían sido corroídas por algún tipo de ácido desconocido y jamás volvería a experimentar placer sexual. Por mucho que la interrogaron para saber cómo se había hecho aquello, ella persistió en su obstinado mutismo.

-Lo amaba tanto -dijo por último mi informante subrayando sus palabras con una mirada melancólica que realzaba el atractivo de sus grandes ojos castaños- que se negó a denunciarlo.

-¿Y cómo sabes tú esa historia? -le pregunté.

-Soy químico. La norteamericana conocía a una amiga mía y acudió a mí para que analizara la barrita. Supongo que todavía se resistía a creer que aquel tipo hubiera envenenado la tinta. Pero los análisis fueron concluyentes: la tinta había sido mezclada con raíz de shimuki en polvo, un veneno de efecto corrosivo que sólo se encuentra en Japón.

Aquella noche, no tardé en acabar en brazos del tipo que tan oportunamente me había salvado de quién sabe qué refinadas torturas.

Tres días después, el azar quiso que me topara con Chantal.

-Veo que hiciste muy buenas migas con mi amigo Marcel -dijo con una sonrisita llena de sobrentendidos.

-¿Marcel? -pregunté yo fingiendo haberlo olvidado por completo -. ¿Quieres decir el químico?

-¿Químico? No es químico... Puede que, efectivamente, entre vosotros dos haya mucha química, pero Marcel, de eso estoy segura, es escritor. Todavía no ha publicado nada, pero está en tratos con una editorial. Desde luego, tiene una imaginación prodigiosa. No me digas que no lo notaste.

-¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que lo noté! -dije recordando al punto la historia con la que Marcel (sólo ahora lo comprendía) había conseguido el doble propósito de apartarme de cierto oriental de mirada turbadora y envolverme en sus propias redes.

Tras despedirme de Chantal, me alejé pensando en el enorme y sincero aprecio que por la literatura siente el pueblo francés.

 

Barcelona, abril de 1999

 

FIN

 


10 de noviembre de 2023

EL CORAZÓN DEL PARQUE * Flannery O’Connor

 



Enoch Emery supo al despertarse que ese día llegaría la persona a quien podría mostrárselo. Se lo decía su propia sangre. Tenía sangre sabia, como su padre. Esa tarde, a las dos, saludó al guarda del segundo turno.

-Hoy llegas un cuarto d’hora tarde na más -le dijo, irritado-. Pero m’he quedao. Me podía haber ido, pero m’he quedao.

Vestía un uniforme verde con un ribete amarillo en el cuello y las mangas, y un galón amarillo en la parte externa de cada pernera. El guarda del segundo turno, un muchacho de cara prominente, con la textura de la pizarra y un palillo colgado del labio, vestía igual. La entrada en la que se encontraban estaba hecha de barrotes de hierro, y el arco de cemento, que les servía de marco, tenía la forma de dos árboles; las ramas se unían para formar la parte superior, donde unas letras retorcidas rezaban: parque municipal. El guarda del segundo turno se apoyó en uno de los troncos y empezó a hurgarse los dientes con el palillo.

-To los días -se quejó Enoch-, to los santos días pierdo un cuarto d’hora esperándote aquí como un pasmarote.

Todos los días, cuando terminaba su turno, entraba en el parque y, todos los días, cuando entraba, hacía las mismas cosas. Primero iba a la piscina. Le tenía miedo al agua pero le gustaba sentarse cerca de la orilla, un poco más arriba, y, si en la piscina había mujeres, las observaba. Una mujer, que iba todos los lunes llevaba un bañador con una raja en cada cadera. Al principio pensó que ella no se había dado cuenta, y, en lugar de mirar abiertamente desde la orilla, se había ocultado entre los arbustos, riéndose para sus adentros, y la había espiado desde allí. En la piscina no había nadie más -el gentío no llegaba hasta las cuatro- para avisarle lo de las rajas, y la mujer había chapoteado en el agua y luego, después de acostarse en el borde de la piscina, se había quedado dormida más de una hora, sin sospechar en ningún momento que, desde los arbustos, alguien le miraba las partes que asomaban por el traje de baño. Otro día, cuando Enoch pasó por ahí un poco más tarde, vio a tres mujeres, todas ellas con rajas en los bañadores, la piscina llena de gente y nadie se fijaba en ellas. La ciudad tenía esas cosas, siempre lo sorprendía. En cuanto le sobraban dos dólares se iba a visitar a una puta, pero no paraba de sorprenderle la relajación que veía en la calle. Se escondía entre los arbustos por puro sentido del decoro. Con frecuencia, antes de tumbarse, las mujeres se bajaban los tirantes de los bañadores.

El parque era el corazón de la ciudad. Había llegado a la ciudad con una certeza en la sangre, y se había establecido en el corazón mismo. Todos los días observaba el corazón de la ciudad; todos los días; y se sentía tan asombrado, tan turbado, tan apabullado que de sólo pensarlo le entraban los sudores. En el centro mismo del parque había algo, algo que él había descubierto Era un misterio, pese a que estaba ahí, en una vitrina, a la vista de todos, y que una tarjeta escrita a máquina lo describía con lujo de detalles. Pero había algo que la tarjeta no decía y eso que no decía lo llevaba él muy dentro, un conocimiento terrible, despojado de palabras, un conocimiento terrible como un nervio inmenso que le crecía por dentro. No podía enseñarle aquel misterio a cualquiera; pero tenía que enseñárselo a alguien. A quien fuera a enseñárselo tenía que ser alguien especial. Ese alguien no podía venir de la ciudad, aunque no sabía explicar por qué. Sabía que lo conocería en cuanto lo viera y sabía que debía verlo pronto porque, si no, aquel nervio que llevaba dentro crecería tanto que entonces él se vería obligado a asaltar un banco o a echarse encima de una mujer o a estrellar un coche robado contra un edificio. Su sangre se había pasado toda la mañana indicándole que esa persona llegaría hoy.

Dejó al guarda del segundo turno y llegó a la piscina por un sendero discreto que llevaba hasta la parte trasera de la caseta de baños de señoras, donde había un pequeño claro desde el que se veía toda la piscina. No había nadie bañándose; el agua era un espejo de color verde botella, pero por el extremo opuesto vio acercarse a la mujer con los dos niños, caminaban hacia la caseta de baños. Ella iba casi todos los días y llevaba a los dos niños. Se metería en el agua con ellos, nadaría un largo y luego se tumbaría a tomar el sol en el borde. Llevaba un bañador blanco con manchas que le quedaba muy holgado, y, en varias ocasiones, Enoch la había espiado con placer. Abandonó el claro y se subió a una cuesta cubierta de arbustos de abelia. En la parte de abajo había un túnel, se arrastró en su interior hasta un lugar algo más amplio donde tenía la costumbre de sentarse. Se puso cómodo y apartó un poco las ramas de abelia para ver bien. Cuando estaba entre los arbustos, la cara se le ponía siempre muy colorada. Si alguien llegaba a separar las ramas de abelia donde él se encontraba pensaría que había visto un diablo, caería cuesta abajo y acabaría en la piscina. La mujer y los dos niños se metieron en la caseta de baños.

Enoch nunca iba inmediatamente al centro oscuro y secreto del parque. Esa parte era la culminación de la tarde. Las otras cosas que hacía conducían a eso y se habían convertido en algo muy formal y necesario. Cuando salía de los arbustos, iba a la botella helada, un puesto de perritos calientes en forma de naranjada Crush con la escarcha pintada en azul alrededor de la tapa. Allí se tomaba un batido de leche malteada y chocolate y le hacía unos cuantos comentarios sugerentes a la camarera, a la que creía enamorada de él en secreto. Después se iba a ver a los animales. Estaban metidos en una larga serie de jaulas de acero como el penal de Alcatraz de las películas. Las jaulas tenían calefacción eléctrica en invierno y aire acondicionado en verano, y seis hombres contratados se encargaban de cuidarlos y alimentarlos con chuletas. Los animales no hacían más que pasarse el día tumbados. Embargado por la turbación y el odio, Enoch los observaba a diario. Después se iba para el lugar aquel.

Los dos niños salieron corriendo de la caseta de baños, se zambulleron en el agua y, en ese mismo momento, por el camino que había en el extremo opuesto de la piscina, llegó un chirrido.

Enoch asomó la cabeza entre los arbustos. Vio un coche de color gris que sonaba como si estuviese llevando el motor a rastras. El coche pasó de largo, y él oyó su traqueteo al doblar la curva del sendero y seguir adelante. Escuchó con atención tratando de oír si se detenía. El ruido se hizo más apagado y luego aumentó poco a poco. El coche volvió a pasar. En esta ocasión Enoch vio que dentro iba una sola persona, un hombre. El sonido del motor se fue apagando de nuevo para volver a aumentar. El coche pasó por tercera vez y se detuvo casi enfrente de Enoch, al otro lado de la piscina. El hombre del coche se asomó a la ventanilla y paseó la mirada por la cuesta cubierta de césped hasta llegar al agua donde los dos niños chapoteaban y gritaban. Enoch ocultó la cabeza entre los arbustos todo lo que pudo y entrecerró los ojos para ver mejor. La portezuela del lado en que iba el hombre estaba atada con una cuerda. El hombre se apeó por la otra portezuela, caminó delante del coche y bajó hasta la mitad de la cuesta que llevaba a la piscina. Se quedó allí un instante, como si buscara a alguien, luego se sentó muy erguido en el césped. Llevaba un traje que daba la impresión de tener como un brillo. Estaba sentado con las rodillas encogidas.

-¡Hay que ver! -exclamó Enoch-. ¡Hay que ver!

Y enseguida salió arrastrándose de los arbustos; el corazón le latía tan deprisa que era como una de esas motocicletas de feria que un tipo conduce por las paredes de un foso. Si hasta recordaba cómo se llamaba el hombre: Hazel Weaver. Al cabo de un instante, llegó a cuatro patas hasta el final de las abelias y miró hacia la piscina. La silueta azul seguía allí sentada, en la misma postura. Era como si una mano invisible lo retuviera, como si al levantarse la mano, la figura fuera a llegar a la piscina de un salto sin que el gesto le mudara una sola vez.

La mujer salió de la caseta de baños y fue directa al trampolín. Extendió los brazos, empezó a botar y produjo con la tabla un fuerte sonido como el del batir de unas alas enormes. Y, de repente, giró hacia atrás y desapareció en el agua. El señor Hazel Weaver volvió la cabeza muy despacio y siguió con la vista a la mujer.

Enoch se levantó y bajó por el sendero que había detrás de la caseta de baños. Apareció sigiloso por el otro extremo y echó a andar hacia Haze. Se mantuvo en lo alto de la cuesta y avanzó con cuidado por el césped, al lado de la acera, tratando de no hacer ruido. Cuando estuvo detrás de Haze, se sentó en el borde de la acera. Si hubiera tenido unos brazos de tres metros, habría posado las manos en los hombros de Haze. Lo observó en silencio.

La mujer salió de la piscina apoyándose en el borde. Primero asomó la cara, alargada y cadavérica, con aquel gorro de baño que parecía una venda y le cubría casi hasta los ojos, y la boca llena de dientes enormes. Entonces se impulsó apoyándose en las manos hasta levantar un pie enorme y una pierna y luego la otra, y así salió del agua y se quedó acuclillada y jadeante. Se levantó con calma, se sacudió y dio pataditas en el charco formado a sus pies. Los miraba de frente y sonreía. Enoch alcanzaba a ver una parte de la cara de Hazel Weaver observando a la mujer. No correspondió a la sonrisa, sino que siguió mirándola mientras ella se iba para un lugar soleado, justo debajo de donde ellos estaban sentados. Enoch tuvo que moverse un poco para ver.

La mujer se sentó en el lugar soleado y se quitó el gorro de baño. Tenía el pelo corto y apelmazado, de todos los colores, desde el rojizo intenso al amarillo limón desteñido. Sacudió la cabeza y luego miró otra vez a Hazel Weaver, sonriendo con aquella boca llena de dientes. Se tendió en el lugar soleado, levantó las rodillas y apoyó bien la espalda contra, el cemento. En el otro extremo de la piscina, los dos niños se golpeaban las cabezas contra el borde. Ella se acomodó hasta quedar bien plana en el cemento y luego se bajó los tirantes del traje de baño.

-¡Jesús mío de mi alma! -susurró Enoch, y, antes de que consiguiera apartar los ojos de la mujer, Haze Weaver se había levantado de un salto y ya casi estaba en su coche.

La mujer se sentó con la parte delantera del bañador medio caída y Enoch miraba hacia ambos lados a la vez. Le costó apartar la vista de la mujer y, cuando lo hizo, salió corriendo detrás de Hazel Weaver.

-¡Espérame! -gritó mientras agitaba los brazos delante del coche, que ya traqueteaba otra vez y empezaba a moverse.

Hazel Weaver apagó el motor. A través del parabrisas se veía su cara agria, como de sapo; parecía llevar un grito encerrado en su interior, como las puertas de esos armarios que salen en las películas de gángsteres, detrás de las cuales hay alguien atado a una silla con una toalla en la boca.

-Vaya -dijo Enoch-, pero si es el mismísimo Hazel Weaver. ¿Qué tal, Hazel?

-El guarda me dijo que t’encontraría en la piscina -comentó Hazel Weaver-. Dijo que t’escondías en los arbustos a espiar a los que nadan.

Enoch se sonrojó.

-Siempre m’ha gustao la natación -dijo. Metió un poco más la cabeza por la ventanilla-. ¿Me buscabas a mí? -preguntó, entusiasmado.

-Esa gente, esos que se llaman Moats -dijo Haze-, ¿te dijeron dónde vivían?

Enoch no parecía haberlo oído.

-¿Has venío hast’aquí na más pa verme? -preguntó.

-Asa y Sabbath Moats… la chica te regaló el pelapapas. ¿Te dijo ella dónde vivían?

Enoch sacó la cabeza del interior del coche. Abrió la portezuela y se sentó al lado de Haze. Por un momento se limitó a mirarlo y a mojarse los labios. Luego murmuró:

-Tengo que mostrarte algo.

-Busco a esa gente -insistió Haze-. Tengo que ver a ese hombre. ¿Te dijo ella dónde vivían? .

-Tengo que mostrarte una cosa -dijo Enoch-. Tengo que mostrártela, aquí, esta tarde. Sin falta.

Agarró a Hazel Weaver del brazo y Hazel Weaver se zafó.

-¿Te dijo ella dónde vivían? -volvió a preguntar Hazel.

Enoch seguía mojándose los labios. Eran pálidos salvo por la boquera color violeta.

-Claro -respondió-. ¿Acaso no m’ha invitao pa que vaya verla y lleve l’armónica? Primero tengo que mostrarte una cosa -repitió-, y después te lo digo.

-¿Qué cosa? -refunfuñó Haze.

Una cosa que te tengo que mostrar -contestó Enoch-. Tira pa adelante, que te digo dónde parar.

-No quiero ver nada tuyo -dijo Hazel Weaver-. Necesito esa dirección.

-Si no vienes, no me voy acordar -dijo Enoch.

No miraba a Hazel Weaver. Miraba por la ventanilla. Al cabo de un momento, el coche arrancó. A Enoch le latía la sangre muy deprisa. Sabía que antes de ir para allá debía pasar por la botella helada y el zoológico, ya estaba viendo que la pelea con Hazel Weaver sería terrible. Debía llevarlo para allá, aunque tuviera que golpearlo en la cabeza con una piedra y cargarlo a la espalda si hacía falta.

Enoch tenía la cabeza dividida en dos partes. La parte que se comunicaba con su sangre era la que lo calculaba todo, pero nunca decía nada con palabras. La otra parte estaba repleta de palabras y frases. Mientras la primera calculaba cómo conseguir que Hazel Weaver pasara por la botella helada y el zoológico, la segunda preguntaba:

-¿De ande has sacao un coche tan lindo? ¿Por qué no le pones unos carteles por fuera que digan algo así como: «Súbete, nena»? Una vez vi uno con un cartel así y también vi uno con…

La cara de Hazel Weaver parecía tallada en la roca.

-Mi papá tuvo una vez un Ford amarillo que se ganó en una rifa -murmuró Enoch-. Un despacotable, con dos antenas y una cola d’ardilla d’adorno. Lo cambiamos. ¡Para! ¡Par’aquí! -gritó… pasaban delante de la botella helada.

-¿Dónde está? -preguntó Hazel Weaver en cuanto entraron.

Se encontraban en un cuarto oscuro, con un mostrador dispuesto en el fondo y taburetes marrones, con forma de seta, delante del mostrador. En la pared de enfrente de la puerta había anuncio enorme de helado en el que se veía una vaca vestida de ama de casa.

-No es aquí -dijo Enoch-. Tenemos que parar aquí. Nos tomamos algo y después vamos. ¿Qué quieres?

-Na -refunfuñó Haze.

Se quedó tieso, en medio del cuarto, con las manos en los bolsillos y el cuello encogido entre los hombros.

-Siéntate -le dijo Enoch-. Me tengo que tomar algo.

Detrás del mostrador hubo un movimiento y una mujer con el pelo cortado a lo paje se levantó de la silla donde estaba leyendo el diario y avanzó hacia ellos. Lanzó una mirada agria a Enoch. Vestía un uniforme cubierto de manchas marrones que, en otro tiempo, había sido blanco.

-¿Qué quieres? -le preguntó en voz alta al tiempo que se le acercaba al oído como si fuera sordo. Tenía cara de hombre y brazos grandes y musculosos.

-Un batido de leche malteada y chocolate, nena -contestó Enoch en voz baja-. Con mucho helao.

Se apartó de él con rabia y miró ceñuda a Haze.

-Él no quiere na, dice que se va sentar aquí a mirarte un rato -le aclaró Enoch-. Dice que l’único que l’apetece es mirarte.

Haze miró a la mujer con cara inexpresiva, ella le dio la espalda y se puso a preparar el batido. Haze se sentó en el último taburete de la fila y empezó a hacer crujir los nudillos.

Enoch lo observaba con atención.

-Me parece qu’has cambiao bastante -murmuró al cabo de un momento.

Haze volvió la cabeza con un respingo.

-Quiero la dirección d’esa gente. Ara mismo -le ordenó.

Enoch se acordó de inmediato. La policía. Se le iluminó la cara con aquel recuerdo secreto.

-No sé -dijo Enoch-, me parece que ya no vienes con tantos humos como antes. «Habrá robao el coch’ese», pensó.

Hazel Weaver volvió a sentarse. Su cara siguió impasible, pero en el fondo de los ojos amargos y húmedos algo se movió. Se apartó de Enoch.

-¿Cómo es qu’allá en la piscina te levantastes tan rápido? -preguntó Enoch.

La mujer se volvió hacia él con la leche malteada en la mano.

-Claro que -añadió Enoch con malicia- yo tampoco no hubiera tenío tratos con una tipa tan fea como ésa.

La mujer plantificó la leche malteada sobre el mostrador, delante de él.

-Son quince centavos -rugió.

-Tú vales más qu’eso, nena -dijo Enoch.

Rió entre dientes y se puso a hacer burbujas en la leche malteada con la pajita. La mujer se acercó a grandes pasos hasta Haze.

-¿Para qué vienes aquí con un hijo de puta como éste? -le gritó-. Mira que venir aquí con un hijo de puta como éste, un muchacho tan guapo y tranquilo como tú. Deberías fijarte mejor con quién te juntas.

Se llamaba Maude y se pasaba el día bebiendo whisky de un bote que guardaba debajo del mostrador.

-¡Ay, Jesús! -exclamó limpiándose la nariz con el dorso de la mano.

Se sentó en una silla de respaldo recto, delante de Haze, pero mirando a Enoch, y cruzó los brazos sobre el pecho.

-Viene to los días -le contó a Haze mirando a Enoch-, viene to los santos días, el hijo de puta.

Enoch pensaba en los animales. Tenían que ir cerca de donde estaban los animales. Los odiaba; de sólo pensar en ellos, la cara se le ponía morada tirando a chocolate, como si la leche malteada se le subiera a la cabeza.

-Tú eres un muchacho guapo -dijo Maude-. Se nota qu’eres trigo limpio, sigue así, no te juntes con un hijo de puta como ese qu’está ahí sentao. Siempre sé reconocer a los muchachos que son trigo limpio.

Le gritaba a Enoch, pero Enoch observaba a Hazel Weaver. Era como si algo dentro de Hazel Weaver estuviese juntando presión, aunque por fuera se lo viese tranquilo y ni siquiera moviera las manos. Parecía embutido en aquel traje azul, encerrado en él, mientras aquella cosa seguía juntando presión. La sangre le dijo a Enoch que debía darse prisa. Chupó con fuerza la pajita y se terminó la leche malteada.

-Sí, señor -dijo la mujer-, no hay nada más dulce que un muchacho limpio. Pongo a Dios por testigo. Y distingo a un muchacho qu’es trigo limpio en cuanto lo veo, así como distingo a un hijo de puta en cuanto lo veo, y qué diferencia, vaya qué diferencia, y ese cabrón, granujiento, que chupa la pajita, es un maldito hijo de puta y tú, qu’eres trigo limpio, más te vale fijarte con quién te Juntas. Porque yo distingo a un muchacho limpio en cuanto lo veo.

Enoch hizo rechinar el fondo del vaso. Se hurgó el bolsillo, sacó quince centavos, los puso sobre el mostrador y se levantó. Hazel Weaver ya estaba en pie; se inclinó sobre el mostrador hacia la mujer. Ella no lo vio enseguida porque miraba a Enoch. Hazel apoyó las manos en el mostrador y se impulsó hasta que su cara quedó muy cerca de la de ella. La mujer se dio la vuelta y se lo quedó mirando.

-Vamos -dijo Enoch-, no hay tiempo pa tontear con ella. Tengo que mostrarte eso ara mismo, tengo que…

-No soy trigo limpio -dijo Haze.

Enoch no oyó aquellas palabras hasta que Hazel las repitió.

-No soy trigo limpio -repitió, sin torcer el gesto, sin que le temblara la voz, mirando a la mujer como quien mira un pedazo de madera.

Ella le clavó los ojos, asombrada, y luego enfurecida.

-¡Y a mí qué! -gritó-. ¿Qué carajo m’importa lo que tú seas?

-Vamos -gimió Enoch-, vamos o no te diré dónde vive esa gente.

Agarró a Haze del brazo, lo apartó del mostrador y tiró de él en dirección a la puerta.

-¡Cabrón! -chilló la mujer-. ¿Qué carajo m’importa a mí de ninguno de vosotros, mugrientos?

Hazel Weaver abrió la puerta de un empellón, a toda prisa, y salió. Se subió a su coche y Enoch se montó detrás de él.

-Mu bien -dijo Enoch-, tira to recto por este camino.

-¿Qué me pides por decírmelo? -preguntó Haze-. No me voy a quedar. Tengo que irme. Ya no puedo quedarme aquí.

Enoch se estremeció. Empezó a mojarse los labios.

-Tengo que mostrarte una cosa -dijo Enoch con voz quebrada-. Solamente te la puedo mostrar a ti. Tuve una señal que eras tú cuando te vi en la piscina. Desd’esta mañana supe qu’iba venir alguien y, cuando te vi en la piscina, tuve una señal.

-A mí qué m’importan tus señales -dijo Haze.

-Voy a ver esa cosa to los días -dijo Enoch-. Voy to los días y hast’ara nunca he podío llevar a nadie. Tenía qu’esperar la señal. Te voy a dar la dirección d’esa gente cuando veas esa cosa. Tienes que verla -insistió-. Cuando la veas, algo va pasar.

-No va pasar na -dijo Haze.

Puso el coche otra vez en marcha y Enoch se sentó en el borde del asiento.

-Los animales -masculló-. Antes tenemos que pasar por dond’están los animales. Va ser rápido. No tardamos na.

Vio a los animales esperándolo con ojos malvados, dispuestos a hacerle perder el oremus. Se preguntó qué pasaría si de pronto llegaba la policía, con las sirenas y los coches patrulla, dando gritos, y se llevaban a Hazel Weaver justo antes de que él le mostrase aquella cosa.

-Tengo que ver a esa gente -dijo Haze.

-¡Para! ¡Par’aquí! -gritó Enoch.

A la izquierda se alineaba una hilera larga y reluciente de jaulas de acero, y, detrás de los barrotes, unas siluetas negras se paseaban o estaban sentadas.

-Baja -ordenó Enoch-. No tardamos na.

Haze se apeó, se detuvo y dijo:

-Tengo que ver a esa gente.

-Ya lo sé, ya lo sé, ven -refunfuñó Enoch.

-No me creo que sepas la dirección.

-¡Sí que la sé! ¡Sí que la sé! -gritó Enoch-. ¡El número empieza por un dos, vamos!

Tiró de Haze hacia las jaulas. En la primera había dos osos negros. Estaban sentados frente a frente, como dos matronas tomando el té, las caras amables, ensimismadas.

-Se pasan to el día ahí sentaos oliendo mal -observó Enoch-. Cada mañana viene un hombre a limpiar las jaulas con una manguera; cuando se va, güelen igual de mal que antes.

Todos los animales del zoo le tenían un odio arrogante como el que siente la gente de sociedad por los trepadores. Enoch pasó delante de otras dos jaulas de osos, sin mirarlos siquiera, y se detuvo en la siguiente, donde dos lobos de ojos amarillos olfateaban los bordes de cemento.

-Hienas -explicó-. No las aguanto.

Se acercó un poco más, escupió dentro de la jaula y le dio a uno de los lobos en la pata. El animal se fue hacia un costado con mirada aviesa. Enoch se olvidó un instante de Hazel Weaver. Después echó una rápida ojeada por encima del hombro para asegurarse de que seguía allí. Estaba a sus espaldas. No miraba a los animales. «Está pensando en la policía», se dijo Enoch. Y en voz alta añadió:

-Vamos, no hay que ver los monos de las jaulas esas d’ahí.

Normalmente cuando se detenía delante de cada jaula hablaba solo y hacía comentarios obscenos, pero hoy, los animales no eran más que una formalidad por la que había que pasar. Dejó atrás a toda prisa las jaulas de los monos y en dos o tres ocasiones volvió la vista para asegurarse de que Hazel Weaver lo seguía. En la última jaula de los monos, como si no pudiera evitarlo, se detuvo.

-Fíjate en ese mono -dijo con rabia. El animal le daba la espalda gris salvo por el pequeño parche rosado del trasero-. Si yo tendría un culo así -comentó con gazmoñería-, me pasaría el día sentao y no iría por ahí enseñándoselo a toa la gente que viene al parque. Vamos, no tenemos que ver los pájaros d’ahí.

Pasó corriendo delante de las jaulas de los pájaros y llegó al final del zoo.

-El coche no hace falta -anunció sin detenerse-, bajamos por esa colina d’allá, entre los árboles.

Se detuvo y vio que, en lugar de seguirlo, Hazel Weaver se había parado en la última jaula de los pájaros.

-¡Jesús mío de mi alma! -refunfuñó. Se quedó donde estaba, agitó los brazos con desespero y gritó-: ¡Vamos!

Pero Haze no se movió y siguió mirando en el interior de la jaula. Enoch fue corriendo hasta él y lo agarró del brazo, pero Haze lo apartó con gesto distraído y siguió mirando el interior de la jaula. Estaba vacía. Enoch clavó la vista en su interior.

-¡Está vacía! -gritó-. ¿Pa qué te paras a mirar una jaula vacía? Vamos. -Se quedó allí parado, sudoroso y lívido-. ¡Está vacía! -insistió a los gritos, y entonces se dio cuenta de que no estaba vacía.

En un rincón, en el suelo de la jaula, se veía un ojo. El ojo estaba en el centro de algo, una especie de mata de pelo, y la mata de pelo estaba sentada encima de un trapo viejo. Se acercó a la malla metálica, entrecerró los ojos y vio que la mata de pelo era un búho con un ojo abierto. Miraba a Hazel Weaver directamente.

-Pero si es un búho -gimió-. Ya los vistes otras veces.

-No soy trigo limpio -le dijo Haze al ojo.

Se lo dijo tal como se lo había dicho a la mujer en la botella helada. El ojo se cerró con suavidad y el búho volvió la cabeza hacia la pared.

«Éste ha asesinao a alguien», pensó Enoch.

-¡Ay, Jesús mío de mi alma, vamos! -gimió-. Tengo que mostrart’esa cosa ara mismo.

Tiró de él, pero a pocos metros de la jaula Haze volvió a detenerse y a mirar algo a lo lejos. Enoch era bastante corto de vista. Entornó los ojos y al final del camino, detrás de ellos, distinguió una figura y a ambos lados se veían otras dos figuras saltarinas más pequeñas.

Hazel Weaver se dio la vuelta de repente y le preguntó:

-¿Dónde está esa cosa? Vamos a verla ara mismo. Venga.

-Pero si yo te quiero llevar hast’ahí -murmuró Enoch.

Notó que el sudor se le secaba en la piel causándole escozor y que se llenaba de sarpullido hasta la cabeza.

-Hay qu’ir andando -anunció.

-¿Por qué? -rezongó Haze.

-No sé -contestó Enoch.

Sabía que le iba a pasar algo. Sabía que le iba a pasar algo. La sangre dejó de latirle. Todo el rato había estado latiendo como tambores y ahora ya no latía. Echaron a andar colina abajo. Era una colina empinada, repleta de árboles con los troncos pintados de blanco hasta un metro del suelo. Era como si llevaran puestos calcetines cortos. Aferró a Hazel Weaver del brazo.

-Está mojao según vas bajando -dijo mirando a su alrededor vagamente.

Hazel Weaver se zafó de él. Al cabo de un instante, Enoch volvió a agarrarlo del brazo y lo detuvo. Señaló hacia los árboles.

-Muuvseeo -dijo.

Aquella palabra rara le produjo escalofríos. Era la primera vez que la pronunciaba en voz alta. Hacia donde señalaba se vio parte de un edificio gris. Se fue ensanchando a medida que bajaban la colina y, cuando llegaron al final del bosque y enfilaron el camino de grava, pareció encogerse de golpe. Era redondo, color del hollín. Tenía columnas en el frente y entre cada columna había una mujer sin ojos, con una vasija en la cabeza. Encima de las columnas había una banda de cemento que llevaba grabadas las letras m v s e o. Enoch tuvo miedo de volver a pronunciar aquella palabra.

-Tenemos que subir la escalera y entrar por la puerta d’adelante -susurró.

Había diez peldaños hasta el porche. La puerta era ancha y negra. Enoch la empujó con cuidado y asomó la cabeza por la rendija. Se apartó enseguida y dijo:

-Ta bien, entra y camina despacio. No quiero despertar al viejo ese que hace guardia. No es muy amable conmigo.

Se metieron por un corredor en penumbra. En el aire flotaba un fuerte olor a linóleo y creosota, y, oculto debajo de éstos, había otro. El tercero era un tufillo que Enoch no lograba nombrar, no se parecía a nada de lo que había olido antes. En el corredor sólo había dos urnas y un anciano que dormitaba sentado en una silla de respaldo recto, apoyada contra la pared. Llevaba el mismo uniforme que Enoch y era como una araña disecada, atrapada en aquella silla. Enoch miró a Hazel Weaver para saber si él también olía el tufillo. Le pareció que sí; a Enoch volvió a palpitarle la sangre, y esta vez, el sonido estaba más cerca, como si los tambores hubiesen avanzado medio kilómetro. Agarró a Haze del brazo y recorrió el corredor de puntillas hasta otra puerta negra que había al final. La entreabrió un poco y asomó la cabeza por la rendija. Al cabo de nada, volvió a apartarla y con el índice le hizo a Haze una seña para que lo siguiera. Entraron en otro corredor igual al anterior pero dispuesto de través.

-Está por esa primera puerta d’allá -dijo Enoch con un hilo de voz.

Entraron en una sala en penumbra, llena de vitrinas de cristal. Las vitrinas de cristal tapizaban las paredes y, justo en el centro, había tres con forma de ataúd. Las arrimadas contra las paredes estaban llenas de aves puestas sobre bastones barnizados, se inclinaban hacia abajo y miraban con expresiones cáusticas, resecas.

-Vamos -musitó Enoch.

El sonido de tambores que notaba en la sangre se fue acercando más y más. Pasó delante de las dos vitrinas del centro y fue hacia la tercera. Se colocó en el extremo más alejado y se detuvo. Se quedó mirando hacia abajo, con el cuello estirado y las manos entrelazadas; Hazel Weaver se le acercó.

Los dos se quedaron allí de pie; Enoch tieso. Hazel Weaver ligeramente inclinado hacia delante. En la vitrina había tres recipientes, una fila de armas desafiladas y un hombre. Enoch miraba al hombre. Medía menos de un metro. Estaba desnudo, tenía la piel reseca y amarillenta y los ojos cerrados con fuerza, como si un bloque gigantesco de acero le presionara la cabeza.

-Mira’l cartel -dijo Enoch en un susurro de iglesia, al tiempo que señalaba un tarjetón mecanografiado, a los pies del hombre-, pone que antes era alto como nosotros. Unos sárabes lo dejaron así en seis meses.

Volvió la cabeza con mucha prudencia para ver a Hazel Weaver. Lo único que pudo adivinar era que Hazel Weaver tenía los ojos clavados en el hombre reducido. Estaba inclinado hacia delante, de modo que la cara se le reflejaba en el cristal superior de la vitrina. El reflejo era pálido, y los ojos, como dos agujeros de bala perfectos. Enoch esperó, tieso. Oyó pasos en el corredor. «¡Ay, Jesús mío, ay, Jesús mío de mi alma -rogó-, que se dé prisa y haga lo que sea que tenga que hacer!». Los pasos se oyeron en la puerta. Vio a la mujer con los dos niños. Los llevaba de la mano, uno a cada lado, y sonreía. Hazel Weaver seguía con la vista clavada en el hombre reducido. La mujer fue hacia ellos. Se detuvo en el otro extremo de la vitrina y miró dentro; el reflejo de su cara apareció sonriente en el cristal, encima del de Hazel Weaver. Se rió por lo bajo y se tapó los dientes con dos dedos. Las caras de los niños eran como dos platillos dispuestos a ambos lados para recoger las sonrisas que ella dejaba escapar a raudales. Haze echó la cabeza hacia atrás e hizo un ruido. Era un ruido que Enoch oía por primera vez. Podía muy bien haber salido del hombre de la vitrina. En un instante Enoch supo que era de ahí de donde había salido.

-¡Espera! -gritó, y salió disparado de la sala, detrás de Hazel Weaver.

Adelantó a Hazel cuando ya se encontraba en mitad de la colina. Lo agarró del brazo, le dio la vuelta y se quedó inmóvil, repentinamente débil, ligero como un globo, con la mirada perdida. Hazel Weaver lo aferró por los hombros y lo sacudió.

-¿Cuál es la dirección? -gritó-. ¡Dame esa dirección!

Aunque Enoch hubiese sabido la dirección, le habría sido imposible pensar en ella en ese momento. Ni siquiera era capaz de tenerse en pie. En cuanto Hazel Weaver lo soltó, cayó de espaldas y fue a dar contra uno de los árboles de los calcetines blancos. Se dio la vuelta y se quedó tendido en el suelo, con cara de exaltado. Creyó estar flotando. Lejos, muy lejos, vio la silueta azul pegar un salto y coger una piedra, y vio la cara enloquecida volverse, y vio la piedra que volaba hacia él; sonrió y cerró los ojos. Cuando los abrió otra vez, Hazel Weaver ya no estaba. Se pasó los dedos por la frente y los puso delante de los ojos. Estaban manchados de rojo. Se volvió y vio una gota de sangre en el suelo y, mientras la miraba, tuvo la impresión de que se ensanchaba como un arroyuelo. Se incorporó, aterido de frío, la tocó con el dedo y, muy débil, le llegó el latido de su sangre, de su sangre secreta, en el centro de la ciudad.

 

FIN

 

* El corazón del parque. Partisan Review, vol. 16, febrero de 1949. Reescrito y revisado para La Colina Digital.

 


7 de noviembre de 2023

USURPACIÓN DE DERECHOS DE AUTOR de David F. Bischoff

 



 

-No lo sé, Jim - dijo Keith, contemplando el disco flexible -. Tengo la sensación de que no está bien. Es como si fuera un robo.

-¿Eh? - Jim tomó un sorbo de cerveza y dejó la lata junto a su Atari 800. Junto al CPU se veía la unidad de disco con su interior al descubierto y el revestimiento a un lado, como el caparazón de una tortuga disecada. Jim eructó y efectuó un pequeño ajuste en un tornillo de las entrañas del chisme.

-Comprados al por menor, estos programas tal vez valgan trescientos o cuatrocientos dólares. ¿Vale la pena desprenderse de ese dinero cuando se pueden conseguir gratis?

Keith examinó el disco. Parecía un disco de 45 r.p.m. barato, metido en una funda de cartulina; sólo que en vez de música estaba lleno de lenguaje de máquina registradora. En el lado derecho había una muesca, evidentemente de origen. A la izquierda, debajo de una insignia que representaba un elefante, había una muesca más chapucera y reciente.

-¿A qué viene esta otra muesca, Jim?

-Para que se pueda usar el otro lado - explicó Jim -. Basta con que lo coloques y lo pongas en marcha y funcionará con normalidad. - El corpulento personaje cogió un disco, lo metió en la ranura e hizo funcionar el 800 -. Un cronómetro - explicó a Keith -. Desde que metí este tablero copiador ahí dentro, se ha portado de un modo un poco extraño.

Volvió su atención hacia el monitor. Los números de la pantalla cambiaban de vez en cuando.

Jim era el mentor de Keith en materia de ordenadores. Se habían conocido durante unas partidas mensuales de póker en las cuales, y dado lo poco elevado de las apuestas, Jim dispuso de mucho tiempo para charlar sobre su ordenador personal. Y aunque era sarcástico, Jim siempre se mostraba amistoso, y Keith sintió que podía confiar en él. Jim tenía una sólida confianza en sí mismo.

Hacía sólo un mes que, entre apuestas y puñados de palomitas de maíz, había dicho:

-Mira, el otro día leí en el periódico que los 800 habían bajado a doscientos dólares por aparato. ¡Doscientos! ¡Y yo pagué ocho! Y con una memoria de 48K. ¡Qué mundo éste! - echó un trago de cerveza y una mirada a los naipes que acababa de recibir -. Keith, deberías ir a comprar uno cuanto antes. Se te acabaría el salir de noche a ligar. Y yo te echaría una mano.

Keith pensó: «¿Por qué no? Puedo probarlo. ¿Quién sabe? Podría llegar a ser un genio de la programación y ganar mucho más dinero del que gano ahora, enseñando en la universidad del condado.»

Y así, Keith acudió a la tienda más próxima y compró un Atari más la unidad de disco, mucho más cara… («Las cintas son tan lentas que tienes tiempo hasta de echarte una siesta mientras esperas a que se traguen el programa», le había dicho Jim.)

Uno de los compañeros de Keith había adquirido un TRS-80, había aprendido a programar y ahora era un fanático del trabajo. «¡Amigo, a veces programar es mejor incluso que practicar el sexo!», había sido la conclusión de Robert. «¡Es fascinante!»

Así que mientras Keith rondaba por los bares e invitaba a las mujeres a bebidas caras, pensaba en su compañero Robert, que estaba tecleando en su máquina, urdiendo intrincados conjuros de algoritmos y disfrutando de una amante que nunca se quejaba.

Keith se tomó lo de la máquina con mucha menos seriedad; no le había costado demasiado dinero, era divertido practicar juegos como PacMan y Pilotos del Espacio e incluso había empezado a aprender BASIC.

Entonces Jim le llamó, invitándole a su casa para enseñarle algunas cosas.

Y allí estaba, con tres discos en la mano cuyos anversos y reversos estaban llenos de programas pirateados. Aquello le había puesto muy nervioso.

Lo único que había robado en su vida había sido una revista en una librería. Y después, cuando la hubo leído, volvió al local y, disimuladamente, la devolvió.

-¡No seas tonto, muchacho! - insistió Jim -. Quédatelos. No son más que juegos. La próxima semana creo que podré pasarte un par de programas de tratamiento de textos. Y quizás incluso un Extracalc.

Keith se sintió nervioso mientras conducía el coche hacia casa. Pero después razonó. ¿Qué podía ocurrir? ¿Iba a seguirle el rastro el FBI sólo porque había aceptado unos programas copiados? ¡No, claro que no!

Dentro de su mal amueblada sala de estar, salpicada de libros, manuscritos y ejemplares atrasados de The New Yorker desparramados por el suelo, dejó los discos a un lado y fue al refrigerador a buscar un refresco. Después de abrir la botella y echar un trago, se dejó caer en su silla y probó el primer disco.

SACA EL CARTUCHO DE BASIC, ATONTADO, decía la pantalla. ESTO ESTÁ EN LENGUAJE DE MÁQUINA.

Oh.

Después se echó a reír. Aquel Jim podía ser un verdadero bromista.

Abrió la cubierta del 800, sacó el cartucho etiquetado ATARI BASIC y volvió a meter el disco.

¡LA CAJA DE JUEGOS!, proclamó la parte alta de la pantalla.

Después salió la lista del contenido.

LOS INVASORES LOS MONSTRUOS MÁGICOS PARTIDO DE CRICKET EL TRAGÓN LA MISIÓN EL LABERINTO Eligió EL TRAGÓN, que resultó ser una divertida imitación de PacMan. Al cabo de unos minutos, sin embargo, ya estaba aburrido. Seleccionó otro juego.

¡Los monstruos mágicos! ¿Por qué no? ¡El título sugería un buen juego de fantasía!

Tan pronto como se oyeron las señales de que el programa había sido asimilado, la pantalla se puso completamente blanca. Poco a poco, una sustancia de color rojo sangre comenzó a gotear desde la parte superior, formando unas letras horripilantes: LOS MONSTRUOS MÁGICOS.

Rodeadas de telarañas y cuajarones. «¡Qué maravilla de imágenes!», pensó Keith.

Por el altavoz brotó una música fantasmagórica: unos cuantos acordes de órgano, un suave gemido coral, un fantasmagórico temblor de cortinajes agitados por el viento, el tintineo de un candelabro. ¡Unos sonidos increíbles!

Jim le había dicho que parte de aquel material no estaba todavía en el mercado. «¿De dónde diablos lo habría sacado?», se preguntó Keith. Jim sólo sabía que era un programa de gran calidad, y se alegraba de haber tenido que ver en ello.

¡Seguro! Keith se había sentido de pronto tan feliz que se había tragado los escrúpulos y había aceptado los discos. Aquel juego probablemente estaría a la venta por cuarenta dólares en las tiendas.

Con un estertor y un jadeo de muerte, las letras del título se esfumaron. Se formó una boca, mostrando unos labios agrietados y unos agudos colmillos. La boca se animó y emitió una carcajada.

«¡Bienvenido a Los monstruos mágicos!», dijo, con un ceceo parecido al de Boris Karloff. «¿Qué tipo de monstruo le gustaría crear esta noche? ¡Oh, tenemos todo tipo de bellezas para deleitar y asombrar su sentido de lo macabro!»

Apareció una lista.

VAMPIRO (1)

DUENDE (2)

GLÓBULO (3)

MOMIA (4)

DRAGÓN (5)

ELIJA SEGÚN EL NUMERO. NUEVAS POSIBILIDADES PULSANDO OPCIÓN Keith alargó el dedo meñique y oprimió OPCIÓN, justo debajo de REAJUSTE DEL SISTEMA.

MONSTRUO DE FRANKENSTEIN (6)

JINETE SIN CABEZA (7)

SELKIE (8)

HOMBRE LOBO (9)

MIX'N'MATCH (10)

PARA VOLVER A LA PRIMERA LISTA, OPRIMIR OPCIÓN «Sí», pensó Keith, «quiero algo de la primera lista.» Cuando oprimió de nuevo OPCIÓN se preguntó de qué trataría el juego. Lástima que no tuviese el prospecto. Eso era lo bueno de los programas que se compraban, que traían las instrucciones. Y también ilustraciones, cajas, otro disco… y cosas por el estilo.

«Con todo, no se puede ganar gratis», pensó Keith, mientras meditaba divertido su elección.

Acabó decidiéndose por GLÓBULO. La película de Steve McQueen era una de sus viejas películas de terror favoritas. ¿Qué saldría ahora?. Apretó el 3.

-¡Oh, cielos, qué elección más inmunda! - dijeron los labios. La pantalla quedó en blanco por un momento, mientras la voz continuaba.

-¡En el juego de Los monstruos mágicos la diversión depende de su imaginación! Y ahora que ha elegido su monstruo…

La palabra GLÓBULO apareció en la pantalla en un tono verde nauseabundo.

«¡Por favor, escriba un relato corto imaginado por usted, usando las siguientes palabras elegidas al azar de nuestro DICCIONARIO DEL MIEDO! Y después esté atento a lo que ocurra.»

Unas letras verdes aparecieron en la pantalla relampagueando:

DEPÓSITO DE CADÁVERES - GLOBO OCULAR - REBOSAR - ESPASMO - SANGRE ¡Qué curioso! Un juego que hay que contribuir a crear. Keith empezó a mecanografiar:

»El cadáver estaba tendido sobre la losa del depósito de cadáveres, verdoso, con la rigidez de la muerte. El amortajador se inclinó hacia él con un escalpelo. El cuerpo estaba desfigurado por un extraño cáncer. Se tenía que llenar de desinfectante para el entierro.

»De pronto, el cuerpo experimentó un espasmo. El amortajador pensó que podía ser el rigor mortis. Alargó la mano para hacer bajar la pálida cabeza.

»Los ojos del muerto se abrieron de pronto. Uno de los globos oculares saltó fuera de su cuenca y se alejó rodando. Algo largo y lechoso, como un chorrito de flema, rebosó de la cuenca vacía.

»El amortajador gritó cuando aquel extraño zarcillo se enrolló en su brazo y, con increíble rapidez, trepó brazo arriba como un blanco pitón de pus hasta enrollarse alrededor de su cuello.

»El grito del hombre se interrumpió con un borboteo. De su boca brotó sangre.

»¡Crac!¡El cuello del hombre se rompió! El pequeño Glóbulo alargó sus seudópodos hacia el cuerpo y empezó su festín.

Keith rió entre dientes. Bastante malo, pero divertido.

Apretó el botón EMPEZAR. La pantalla se aclaró. Apareció una losa. Encima de la losa había un cuerpo; inclinado sobre el cuerpo, un hombre con un escalpelo.

Era la ilustración del relato de Keith. El ojo desprendiéndose, el chorro de sustancia blancuzca, el amortajador estrangulado, todo. Completo, hasta con efectos sonoros.

«¡Uf!», se dijo Keith fascinado.

La voz sintetizada habló: «Su glóbulo es muy pequeño aún». La pantalla reveló una masa blanca, abigarrada, con seudópodos en forma de serpentina que se agitaban como movidos por alguna brisa fantástica. «¿Desea alimentarlo?»

Bajo la imagen apareció un rótulo ¡Una invitación para otro episodio!

-¡Por supuesto! - replicó Keith, e inmediatamente empezó a escribir ¡SI!

-Use las palabras siguientes - requirió la voz.

BORRACHO - POLICÍA - CALLEJÓN - PISTOLA - GRITO - VÍSCERA Keith empezó a escribir:

»El Callejón era oscuro y frío. El borracho estaba tendido ante una puerta, sorbiendo estúpidamente una botella de Thunderbird.

»No vio al Glóbulo deslizándose sobre el asfalto como el salivazo de un gigante.

»¡Hasta que fue demasiado tarde! Aunque el Glóbulo acababa de cenar en el depósito de cadáveres y todavía tenía un intenso color rojo al estar digiriendo la sangre humana, seguía estando hambriento. Siguió el sucio olor del borracho hasta su origen. El tipo estaba tan bebido que no se dio cuenta de que algo andaba mal hasta que el Glóbulo se le hubo comido la mitad de un pie. Miró abajo para ver la creciente opalescencia ondulándose mientras trepaba por sus piernas.

»Gritó, y de pronto notó que su boca estaba llena de una porquería ácida.

»Dos manzanas más allá, un policía oyó el grito. Corrió calle abajo y entró en el callejón. Todo lo que vio fue una masa sobre el suelo, cubierta por un viejo abrigo. Desenfundó la pistola y se puso a investigar.

» - Eh, amigo, ¿está usted bien? - preguntó.

»No hubo respuesta.

»El policía se inclinó y levantó el abrigo. Debajo de la ropa, a la tenue luz del farol callejero, vio un hombre medio devorado, cubierto por un hirviente protoplasma blanco y rojo.

»Blandiendo un hueso astillado en uno de sus seudópodos el Glóbulo efectuó un corte en el abdomen del policía. Las vísceras cayeron sobre la hambrienta masa.

«¡Puajj!», se dijo Keith, feliz, mientras los gráficos de la computadora convertían la sangrienta escena en imágenes. «¡Amigo, cuánto les va a gustar esto a los chiquillos!»

¡Y la representación estaba mejorando también! Los colores eran más intensos y las líneas casi no parecían estar hechas de puntos. ¡Increíble!

Mientras el Glóbulo consumía al policía, Keith lo veía crecer. Las imágenes eran tan buenas que incluso veía como el monstruo iba despojando el cuerpo de carne. Asombroso.

-¡Maravilloso! - dijo la voz -. Miren cómo crece el monstruo cuando está bien alimentado. ¿Quiere seguir jugando?

¡Desde luego! - Keith escribió SI y esperó la respuesta.

-Excelente. ¡Esta vez, la historia es enteramente suya! - le informó la voz ceceante.

Keith pensó durante un momento y después empezó a escribir.

»A medida que el monstruo comía, se hacía más poderoso, más astuto y más cruel.

»¡Sabía que necesitaba más carne! ¡Más carne humana para chupar, saborear y devorar!

»Mientras avanzaba entre las sombras de la noche captó la existencia de vida en el edificio que tenía delante.

»Una casa de pisos, llena de tierna y suculenta carne humana.

»¡Y allá arriba, una ventana abierta!

»Extendió lentamente un seudópodo hacia una tubería y empezó a ascender, dejando tras de sí un rastro viscoso.

»Y…

De pronto, el teléfono sonó. Keith se levantó para contestar a la llamada.

-¿Diga?

-¿Keith?

-¿Sí?

-Soy Jim. Está ocurriendo algo muy extraño.

-¿Eh?

-Escucha, quizá sería mejor que no hicieras nada con aquellos programas que te di hasta que yo pueda… - una pausa.

-Bueno, Jim, en realidad ya he…

-¡Oh, Dios mío! - hubo un grito. La línea quedó cortada.

Keith intentó llamar a la policía, pero su teléfono estaba cortado también.

Tenía que hacer algo para ayudar a Jim. ¡La cosa se había puesto muy fea!

Mientras corría hacia la puerta, la pantalla del ordenador atrajo su atención. Seguían apareciendo más palabras.

El Glóbulo se deslizó lentamente tubería arriba, captando al ser humano que estaba dentro de la casa.

Éste sería especial. A éste lo saborearía lentamente, durante horas y horas y horas, absorbiendo su fuerza vital, disfrutando con la agonía de la víctima mientras su carne se disolvía lentamente….

«¡Al infierno con todo esto!» Keith apretó el botón para desconectar.

El ordenador no dejó de funcionar. Empezó a zumbar ominosamente.

Keith hizo girar el mando de la pantalla. Pero la pantalla permaneció encendida y los colores se intensificaron.

Oprimió el botón de REAJUSTE.

-Para poner fin a este programa - dijo la voz parecida a la de Karloff -, sírvase marcar las cifras de cancelación indicadas en el prospecto de su juego.

¿Prospecto? ¡El no tenía ningún prospecto!

-A menos, desde luego, que usted haya pirateado este programa, lo cual va expresamente contra los derechos de autor de los Microsistemas Cthulhu.

Desesperadamente, Keith desenchufó los aparatos. El ordenador y la pantalla continuaron brillando con un resplandor sobrenatural. Las palabras siguieron relampagueando en la pantalla.

»De pronto, el Glóbulo supo que tenía una misión que cumplir:

»¡Venganza contra el profanador de los derechos de autor de Yog Suggoth!

»¡Recordó los antiguos ritos de la tortura sarnaciana!

»¡Se relamió con anticipación!

Con ojos enloquecidos, Keith miró hacia la ventana. Lleno de pánico, corrió en dirección opuesta. Tenía que salir. Aquello no podía ser cierto. ¡Era como una inconcebible pesadilla!

Abrió la puerta de par en par. Entró una terrible pestilencia.

Pedazos y más pedazos de lo que una vez habían sido seres humanos flotaban sobre una masa, como moscas en el ámbar. Una mano se alzó desde el lechoso protoplasma, temblando espasmódicamente.

El Glóbulo siguió chapoteando.

En la pantalla, como sangre salida de una arteria, las palabras saltaron borboteando hacia la realidad.

 

FIN

 

Título original: Copyright Infringement ©1984

Edición digital: Questor