El chico se alejó del cadáver de su
padre. El extraño lo había cubierto con una manta y ambos lo habían apartado a
un lado de la carretera. No iban a malgastar fuerzas en enterrarlo y el chico
lo comprendía perfectamente.
Antes de que el extraño volviera de mear,
se acomodó el pequeño revólver en los calzoncillos como le había enseñado su
padre para que no se notase el bulto.
Solo tenía una bala.
-Vamos -dijo el hombre.
El chico lo miró fijamente. Tenía barba,
la cara angulosa y los pómulos marcados y quemados por el frío. Era joven,
aunque no lo parecía. Iba bien abrigado y a sus espaldas cargaba una escopeta
de caza.
-Tu padre estaba muy enfermo, ¿verdad?
-Sí.
-Bueno, esté donde esté, ahora se
encontrará mejor.
-Ya. ¿Los demás están lejos?
-No. Están cerca.
-¿Podré ser amigo de tu sobrino?
-Seguro. Bueno, eso dependerá de ti.
-¿Tenéis comida?
-No mucha. ¿Cuánto hace que no comes?
-Dos días.
-Te daremos algo.
-Gracias.
-¿De dónde veníais?
-De Pittsburgh.
-Caramba, eso está lejos. La carretera no
es segura.
-Tampoco es seguro permanecer en un sitio
fijo, me lo dijo mi padre.
-¿Lo decía por los caníbales?
El chico asintió y el extraño le tendió
la mano. Titubeó unos segundos, se la agarró y continuaron andando juntos por
la carretera. La nieve comenzaba a cuajarse de nuevo, apenas unos centímetros,
pero lo suficiente para sentir la humedad y el frío a través de las suelas
rotas de sus zapatos. Desanduvo parte del camino que había hecho con su padre
días antes; los árboles habían ardido y todo estaba desolado. El mundo se había
convertido en una hoguera inmensa donde debían purgarse todos los pecados del hombre.
-¿Adónde ibais?
-Al sur, a la costa.
-¿Y luego qué?
El chico se encogió de hombros.
-¿Os habéis encontrado con mucha gente?
-¿En los últimos meses?
-Sí.
-Con dos hombres. Uno intentó robarnos.
-¿Cerca de esta zona?
-No.
-Ven, es por aquí.
Giraron a la derecha por un camino de
tierra embarrada que partía de la carretera. Permanecieron varios kilómetros en
silencio. El chico lo miraba de vez en cuando con curiosidad. Llegaron a otro
cruce y giraron de nuevo a la derecha. A ambos lados se veían restos quemados
de granjas, cercados derruidos, coches desguazados.
Después de caminar varios kilómetros más,
divisaron una granja encima de una loma.
-Es allí.
El chico contempló la cabaña. Estaba
junto a un enorme granero, hecha de troncos robustos de pino. Al lado de un
viejo establo vio a un niño de apenas siete años. Corría a lomos de un caballo
imaginario mientras agitaba un sombrero de vaquero por encima de su cabeza.
Cuando el niño los vio llegar arrojó el sombrero a un lado y corrió hacia
ellos.
tenemos un invitado -dijo el
extraño-. Recíbelo aquí mientras yo busco a tus padres y a tu tía.
-Hola -dijo el niño observándole curioso.
-Hola.
-¿Cómo te llamas?
El chico encogió los hombros.
-Mi padre me llamaba hijo.
-¿Sabes jugar a montar a caballo?
El chico negó con la cabeza.
-Estás muy delgado.
-Ya.
En ese momento se abrió la puerta de la
cabaña. Después, la mosquitera. Delante de él, bajo el porche, apareció un
matrimonio joven y demacrado, permanecían agarrados el uno al otro; también
salió la que supuso que sería la mujer del extraño, esquelética, desaliñada.
-Mierda… -dijo esta.
-Lo sé. Pero, ¿Qué podía hacer?
-Tú y tu puta benevolencia.
Los padres del niño volvieron a entrar en
la casa, mudos, encogidos. Su mujer lo miró con odio, sin disimular. Después,
entró también.
-Ven conmigo, te daré algo de comer y te
cambiaremos esa ropa. No tomes a mal su actitud, la comida escasea y están
preocupados.
Cenó una lata de pescado mientras el otro
niño le hacía preguntas que no sabía responder. Después, le dolió la barriga.
No estaba acostumbrado a comer tanto. El extraño le dio una muda de ropa seca
unas tallas por encima de la suya y puso sus zapatos junto a la chimenea para
que se secasen. Todos durmieron en el salón junto al fuego, bien acurrucados y
abrigados con gruesas y roídas mantas, mientras afuera, aquel eterno invierno
de ceniza y nieve les traía el constante ulular del viento entre los árboles.
Antes de dormir, mientras su mirada
permanecía perdida en las llamas de la hoguera, le vino a la memoria una de las
últimas conversaciones que tuvo con su padre.
-¿Crees que quedará gente buena en el
mundo, papá?
Permanecían junto a la carretera. Habían
podido sacar algo de gasolina de un automóvil abandonado y consiguieron
encender un buen fuego aunque la leña estuviera mojada.
-¿Gente buena?
-Sí.
-Debe de haber, aunque no por mucho
tiempo.
-¿Por qué?
-Están abocados a extinguirse. Solo
quedarán los malos -tosió con fuerza.
-Podemos hacernos malos.
-Quizá ya lo seamos, hijo.
-No creo, lo hubiéramos sabido.
-Muchas veces la frontera entre el bien y
el mal no es tan clara.
El chico se quedó mirándolo pensativo.
-No, lo sabríamos.
Poco a poco aquel recuerdo se fue
convirtiendo en un sueño y el sueño, en pesadilla: alguien estaba gritando.
Rápidamente abrió los ojos. Los rescoldos fríos de la hoguera y la tenue luz
que entraba por las dos ventanas del salón le indicaban que ya estaba
amaneciendo.
-¡Hijos de puta! ¡Se lo han llevado todo!
Se giró. La mujer gritaba y golpeaba al
extraño en el pecho.
-No puede ser…
-¡Todo! ¡Vamos a morir de hambre!
-Tienen que volver, no pueden dejar aquí
a su hijo.
-¡Eres un estúpido que no sabe darse
cuenta de la realidad! ¡No van a volver y su hijo les da igual!
El niño se acercó a ellos llorando.
-¿Y papá y mamá?
La mujer le golpeó con el puño y lo
arrojó a un lado. El extraño permaneció en cuclillas, pasándose las manos por
la cara y el pelo, y repitiéndose que aquello no podía ser.
-¡Claro que puede ser! -bramó ella.
El niño volvió a levantarse. Sangraba por
el labio inferior. Lloraba. Trató de acercarse a su tío, pero la mujer se
interpuso y le volvió a golpear derribándolo al suelo. El chico se acercó al
niño y lo abrazó.
-No te muevas o te pegará más -le susurró
al oído.
El extraño pareció salir brevemente de su
sopor.
-Iremos tras ellos.
-Pero, ¿has visto cómo nieva? ¡La nieve
habrá borrado sus huellas, estúpido!
-Pues buscaremos comida o partiremos
hacia otro lugar.
-¡No hay comida por aquí, ya hemos
buscado cientos de veces! ¡Teníamos que habernos ido hace tiempo!
La mujer se giró hacia el niño.
-¡Todo es por tu culpa!
Antes de que sus patadas alcanzaran al
niño, el extraño los llevó a los dos a otra habitación.
-No salgáis.
El chico asintió mientras le limpiaba la
sangre a su joven amigo.
Se oyeron más gritos. La mujer estaba
histérica. En la habitación, el niño dejó de llorar.
-¿Crees que mis padres volverán?
-No lo sé.
-¿Tú serás siempre mi amigo?
-Siempre.
De repente, el ruido de un disparo hizo
temblar cada milímetro de la cabaña. Ambos enmudecieron. Permanecían echados en
el suelo, el niño delante, el chico abrazándolo por detrás.
La puerta se abrió. La mujer del extraño
empuñaba la escopeta. Lloraba mucho, tenía el pelo revuelto y varios mechones
empapados en sudor caían sobre su frente. Detrás de ella, el chico vio al
extraño tumbado. Un enorme charco de sangre lo rodeaba.
-Todo… todo es por vuestra culpa…
Levantó el arma. Parecía pesarle
demasiado. Seguía llorando. Disparó.
El chico sintió que algo le desgarraba el
costado. Comenzó a sangrar. El disparo no le había dado de lleno. Había
impactado en su pequeño amigo y le había dejado un agujero enorme en la
barriga. Estaba muerto. A él apenas le había rozado.
La mujer abrió la escopeta. Seguía
llorando mientras manoseaba nerviosamente unos cartuchos. No se percató de que
el chico se había levantado hasta que sintió el ruido del percutor de un
revólver al retroceder. Cuando miró, tenía el cañón a pocos centímetros de su
cara.
-Dame la escopeta.
Ella continuó gimiendo. No se movió. El
chico se agachó y agarró el arma. Retrocedió lentamente hasta el salón sin
apartar la vista de ella. Recogió una de las mantas del suelo, los zapatos de
su pequeño amigo y salió de la casa corriendo y sin mirar atrás, como su padre
le había enseñado.
Cuando llegó a la carretera tenía frío;
las zapatillas le quedaban pequeñas, pero incluso así eran mejores que las
suyas. Había tirado la escopeta por el camino, entre unos matorrales. Miró
hacia ambos lados de la carretera. Esta se extendía en línea recta, eterna,
imprevisible, letal. Se echó la manta por los hombros y comenzó a andar bajo la
imperturbable nevada. Se dirigiría al sur, siempre al sur, y cuando llegase a
la costa, quién sabe…
FIN