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28 de marzo de 2025

HACIA EL SUR {Relato de Paya Frank}

 

 


El chico se alejó del cadáver de su padre. El extraño lo había cubierto con una manta y ambos lo habían apartado a un lado de la carretera. No iban a malgastar fuerzas en enterrarlo y el chico lo comprendía perfectamente.

Antes de que el extraño volviera de mear, se acomodó el pequeño revólver en los calzoncillos como le había enseñado su padre para que no se notase el bulto.

Solo tenía una bala.

-Vamos -dijo el hombre.

El chico lo miró fijamente. Tenía barba, la cara angulosa y los pómulos marcados y quemados por el frío. Era joven, aunque no lo parecía. Iba bien abrigado y a sus espaldas cargaba una escopeta de caza.

-Tu padre estaba muy enfermo, ¿verdad?

-Sí.

-Bueno, esté donde esté, ahora se encontrará mejor.

-Ya. ¿Los demás están lejos?

-No. Están cerca.

-¿Podré ser amigo de tu sobrino?

-Seguro. Bueno, eso dependerá de ti.

-¿Tenéis comida?

-No mucha. ¿Cuánto hace que no comes?

-Dos días.

-Te daremos algo.

-Gracias.

-¿De dónde veníais?

-De Pittsburgh.

-Caramba, eso está lejos. La carretera no es segura.

-Tampoco es seguro permanecer en un sitio fijo, me lo dijo mi padre.

-¿Lo decía por los caníbales?

El chico asintió y el extraño le tendió la mano. Titubeó unos segundos, se la agarró y continuaron andando juntos por la carretera. La nieve comenzaba a cuajarse de nuevo, apenas unos centímetros, pero lo suficiente para sentir la humedad y el frío a través de las suelas rotas de sus zapatos. Desanduvo parte del camino que había hecho con su padre días antes; los árboles habían ardido y todo estaba desolado. El mundo se había convertido en una hoguera inmensa donde debían purgarse todos los pecados del hombre.

-¿Adónde ibais?

-Al sur, a la costa.

-¿Y luego qué?

El chico se encogió de hombros.

-¿Os habéis encontrado con mucha gente?

-¿En los últimos meses?

-Sí.

-Con dos hombres. Uno intentó robarnos.

-¿Cerca de esta zona?

-No.

-Ven, es por aquí.

Giraron a la derecha por un camino de tierra embarrada que partía de la carretera. Permanecieron varios kilómetros en silencio. El chico lo miraba de vez en cuando con curiosidad. Llegaron a otro cruce y giraron de nuevo a la derecha. A ambos lados se veían restos quemados de granjas, cercados derruidos, coches desguazados.

Después de caminar varios kilómetros más, divisaron una granja encima de una loma.

-Es allí.

El chico contempló la cabaña. Estaba junto a un enorme granero, hecha de troncos robustos de pino. Al lado de un viejo establo vio a un niño de apenas siete años. Corría a lomos de un caballo imaginario mientras agitaba un sombrero de vaquero por encima de su cabeza. Cuando el niño los vio llegar arrojó el sombrero a un lado y corrió hacia ellos.

 tenemos un invitado -dijo el extraño-. Recíbelo aquí mientras yo busco a tus padres y a tu tía.

-Hola -dijo el niño observándole curioso.

-Hola.

-¿Cómo te llamas?

El chico encogió los hombros.

-Mi padre me llamaba hijo.

-¿Sabes jugar a montar a caballo?

El chico negó con la cabeza.

-Estás muy delgado.

-Ya.

En ese momento se abrió la puerta de la cabaña. Después, la mosquitera. Delante de él, bajo el porche, apareció un matrimonio joven y demacrado, permanecían agarrados el uno al otro; también salió la que supuso que sería la mujer del extraño, esquelética, desaliñada.

-Mierda… -dijo esta.

-Lo sé. Pero, ¿Qué podía hacer?

-Tú y tu puta benevolencia.

Los padres del niño volvieron a entrar en la casa, mudos, encogidos. Su mujer lo miró con odio, sin disimular. Después, entró también.

-Ven conmigo, te daré algo de comer y te cambiaremos esa ropa. No tomes a mal su actitud, la comida escasea y están preocupados.

Cenó una lata de pescado mientras el otro niño le hacía preguntas que no sabía responder. Después, le dolió la barriga. No estaba acostumbrado a comer tanto. El extraño le dio una muda de ropa seca unas tallas por encima de la suya y puso sus zapatos junto a la chimenea para que se secasen. Todos durmieron en el salón junto al fuego, bien acurrucados y abrigados con gruesas y roídas mantas, mientras afuera, aquel eterno invierno de ceniza y nieve les traía el constante ulular del viento entre los árboles.

Antes de dormir, mientras su mirada permanecía perdida en las llamas de la hoguera, le vino a la memoria una de las últimas conversaciones que tuvo con su padre.

-¿Crees que quedará gente buena en el mundo, papá?

Permanecían junto a la carretera. Habían podido sacar algo de gasolina de un automóvil abandonado y consiguieron encender un buen fuego aunque la leña estuviera mojada.

-¿Gente buena?

-Sí.

-Debe de haber, aunque no por mucho tiempo.

-¿Por qué?

-Están abocados a extinguirse. Solo quedarán los malos -tosió con fuerza.

-Podemos hacernos malos.

-Quizá ya lo seamos, hijo.

-No creo, lo hubiéramos sabido.

-Muchas veces la frontera entre el bien y el mal no es tan clara.

El chico se quedó mirándolo pensativo.

-No, lo sabríamos.

Poco a poco aquel recuerdo se fue convirtiendo en un sueño y el sueño, en pesadilla: alguien estaba gritando. Rápidamente abrió los ojos. Los rescoldos fríos de la hoguera y la tenue luz que entraba por las dos ventanas del salón le indicaban que ya estaba amaneciendo.

-¡Hijos de puta! ¡Se lo han llevado todo!

Se giró. La mujer gritaba y golpeaba al extraño en el pecho.

-No puede ser…

-¡Todo! ¡Vamos a morir de hambre!

-Tienen que volver, no pueden dejar aquí a su hijo.

-¡Eres un estúpido que no sabe darse cuenta de la realidad! ¡No van a volver y su hijo les da igual!

El niño se acercó a ellos llorando.

-¿Y papá y mamá?

La mujer le golpeó con el puño y lo arrojó a un lado. El extraño permaneció en cuclillas, pasándose las manos por la cara y el pelo, y repitiéndose que aquello no podía ser.

-¡Claro que puede ser! -bramó ella.

El niño volvió a levantarse. Sangraba por el labio inferior. Lloraba. Trató de acercarse a su tío, pero la mujer se interpuso y le volvió a golpear derribándolo al suelo. El chico se acercó al niño y lo abrazó.

-No te muevas o te pegará más -le susurró al oído.

El extraño pareció salir brevemente de su sopor.

-Iremos tras ellos.

-Pero, ¿has visto cómo nieva? ¡La nieve habrá borrado sus huellas, estúpido!

-Pues buscaremos comida o partiremos hacia otro lugar.

-¡No hay comida por aquí, ya hemos buscado cientos de veces! ¡Teníamos que habernos ido hace tiempo!

La mujer se giró hacia el niño.

-¡Todo es por tu culpa!

Antes de que sus patadas alcanzaran al niño, el extraño los llevó a los dos a otra habitación.

-No salgáis.

El chico asintió mientras le limpiaba la sangre a su joven amigo.

Se oyeron más gritos. La mujer estaba histérica. En la habitación, el niño dejó de llorar.

-¿Crees que mis padres volverán?

-No lo sé.

-¿Tú serás siempre mi amigo?

-Siempre.

De repente, el ruido de un disparo hizo temblar cada milímetro de la cabaña. Ambos enmudecieron. Permanecían echados en el suelo, el niño delante, el chico abrazándolo por detrás.

La puerta se abrió. La mujer del extraño empuñaba la escopeta. Lloraba mucho, tenía el pelo revuelto y varios mechones empapados en sudor caían sobre su frente. Detrás de ella, el chico vio al extraño tumbado. Un enorme charco de sangre lo rodeaba.

-Todo… todo es por vuestra culpa…

Levantó el arma. Parecía pesarle demasiado. Seguía llorando. Disparó.

El chico sintió que algo le desgarraba el costado. Comenzó a sangrar. El disparo no le había dado de lleno. Había impactado en su pequeño amigo y le había dejado un agujero enorme en la barriga. Estaba muerto. A él apenas le había rozado.

La mujer abrió la escopeta. Seguía llorando mientras manoseaba nerviosamente unos cartuchos. No se percató de que el chico se había levantado hasta que sintió el ruido del percutor de un revólver al retroceder. Cuando miró, tenía el cañón a pocos centímetros de su cara.

-Dame la escopeta.

Ella continuó gimiendo. No se movió. El chico se agachó y agarró el arma. Retrocedió lentamente hasta el salón sin apartar la vista de ella. Recogió una de las mantas del suelo, los zapatos de su pequeño amigo y salió de la casa corriendo y sin mirar atrás, como su padre le había enseñado.

Cuando llegó a la carretera tenía frío; las zapatillas le quedaban pequeñas, pero incluso así eran mejores que las suyas. Había tirado la escopeta por el camino, entre unos matorrales. Miró hacia ambos lados de la carretera. Esta se extendía en línea recta, eterna, imprevisible, letal. Se echó la manta por los hombros y comenzó a andar bajo la imperturbable nevada. Se dirigiría al sur, siempre al sur, y cuando llegase a la costa, quién sabe…

 

FIN

 

 

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