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5 de marzo de 2024

LOS JARDINES COLGANTES Florencia Abbate


 


 

Babilonia, aproximadamente 650 antes de Cristo.

Durante el reinado de Nabucodonosor II, se construyeron, junto al palacio, unas terrazas de piedra cubiertas de plantas y de flores. Ocupaban una superficie de 19.600 metros cuadrados y estaban sostenidas por amplias arcadas de 6 metros de largo. Debajo de las arcadas había escondites especialmente hechos para que el rey y la reina descansaran en ellos.

Existe otra versión, según la cual los jardines colgantes ya habían sido edificados cinco siglos antes, bajo las órdenes de la reina Shammuramat, a quien los griegos daban el nombre de Semíramis. Ella gobernó el Imperio asirio con firmeza, y llegó a conquistar la India y Egipto. Se cuenta que puso fin a su vida por el dolor que le produjo descubrir que su hijo tramaba un plan contra ella.

La conquista de los persas y un incendio que tuvo lugar en el 125 antes de Cristo redujeron a ruinas la histórica ciudad de Babilonia, una de las más afamadas de su tiempo.

Hace mucho tiempo, existió una ciudad llamada Babilonia.

La gobernaban una dama misteriosa, Amytis, y un rey muy guerrero y astuto, que tenía un nombre bastante gracioso: Nabucodonosor.

Tanto se amaban Amytis y Nabucodonosor, que ella inventó para él un lugar donde no se cansaban jamás de ser felices.

Pero, a veces, demasiada felicidad también termina trayendo problemas. Y eso fue precisamente lo que le ocurrió a esta pareja de reyes.…

Amytis había pasado su infancia en la lejana Persia. Y de todos los recuerdos que tenía de ese entonces, había uno que le parecía el más maravilloso: cuando abría la ventana de su cuarto, podía ver un paisaje montañoso y verde, lleno de flores con formas extrañas y pétalos de diversos colores. Era algo realmente deslumbrante. Durante toda su niñez, cada vez que se ponía triste o se asustaba, le bastaba con mirar a través de la ventana para volver a sentirse contenta y segura.

Pero el suelo de Babilonia era seco y aplastado. Y Amytis sufría porque su esposo jamás había visto un paisaje como el de Persia. Le molestaba muchísimo no poder llevar a Nabucodonosor a conocer su patria. Y, un día, tuvo una idea: ya que no había en Babilonia tierra suficiente para hacer montañas, iba a mandar construir unas terrazas de piedra, repletas de plantas y de flores, tan variadas como las que crecían en Persia.

Como los jardines estarían apoyados sobre terrazas, y no sobre montañas, Amytis decidió ponerles un nombre original. Se llamarían “los jardines colgantes”.

Nabucodonosor pasaba largas temporadas fuera de la casa. Tenía la costumbre de salir con su ejército a conquistar las ciudades de los alrededores. Un día, aprovechando que él no iba a regresar hasta dentro de dos semanas, Amytis puso en marcha su plan. Organizó una reunión con los ingenieros del reino y les dio cinco instrucciones para que construyeran los jardines colgantes.

Las instrucciones decían así:

1) Los jardines tienen que estar terminados en 15 días.

2) La mejor parte de los jardines colgantes debe quedar junto a la ventana del rey, para que sea lo primero que él vea al despertar.

3) Los jardines colgantes no podrán ocupar menos espacio que 200 cuadras.

4) En cada una de las terrazas deberá sonar siempre un estilo de música distinto.

5) A las plantas nunca les faltará el agua.

Aunque parezca increíble, esta última instrucción era la más difícil. En Babilonia llovía con poca frecuencia; y los ingenieros tuvieron que romperse la cabeza para inventar un sistema de riego novedoso: en la más alta de todas las terrazas, colocaron un depósito desde donde el agua fluiría permanentemente hasta cada rincón de los jardines.

Gracias a eso, las plantas siempre estarían contentas y llenas de capullos. Darían flores de aromas exquisitos y frutos curativos con sabores deliciosos.…

La obra se concluyó en el plazo previsto. La reina estaba feliz y no paraba de pensar en el momento en que llegaría su esposo.

Mientras lo esperaba, se le ocurrió que los jardines colgantes, a diferencia de los regalos de cumpleaños o de aniversario de bodas, debían ser algo que le daría a Nabucodonosor sin que hubiera un motivo. Quería que fuesen un regalo por puro capricho. Algo que le regalaba en un día cualquiera, porque sí, para mostrarle que su pasión por él no obedecía a costumbres ni obligaciones de ningún tipo.

Y el rey finalmente llegó. Casi se desmaya al encontrar los jardines.

Sus ojos de mirada brava, todavía llenos de la furia que traía luego de luchar contra los enemigos, se nublaron como una ventana que se moja con la lluvia. No se daba cuenta de que eran lágrimas de ternura. Nunca le había pasado algo así: ¡que una cosa linda lo hiciera llorar! Desconcertado, abrazó a su mujer. Y se dieron el beso más largo del que se tenga noticia en toda la historia de la Antigüedad.…

Una noche, Nabucodonosor volvió con el estómago revuelto de tanto ver sangre en el campo de batalla.

Amytis lo llevó de la mano hasta una de las terrazas y le señaló una flor extraordinaria, que se abría a la hora en que sale la luna. La reina creía que esa flor era el alma de los jardines colgantes. Primero, porque su perfume conseguía contagiarle buen humor a la gente. Y, segundo, porque sus pétalos tenían el poder de cumplir un deseo de cada persona.

Amytis la llamaba “la flor de los deseos alegres”.

Nabucodonosor miró la flor y sintió ganas de bailar. Fueron hasta otra terraza, donde sonaba la música apropiada. Bailaron un rato y después se sentaron sobre el piso, bebieron vino tinto y se pusieron a contemplar las estrellas.

Mientras escuchaban el correr del agua por las acequias, Nabucodonosor le contó a Amytis algunos de sus sueños. El rey recordaba cada una de las imágenes que soñaba y le encantaba compartir esos secretos con su mujer.

Pasaron tantas horas así, que en un momento vieron cómo el sol empezaba a asomarse en el horizonte. ¡Se habían olvidado de dormir! Y, sin embargo, no estaban cansados para nada. Nunca se aburrían de estar juntos en los jardines colgantes, porque ahí eran felices: el tiempo parecía interrumpirse y lo que sucediera en el resto del mundo les resultaba un asunto irrelevante y lejano.

Caminaron de regreso al palacio.

El rey se detuvo para mirar de nuevo la flor de los deseos y advirtió la presencia de un fruto. No se podía saber si era rojo, violeta o naranja. A cada instante cambiaba de color. Y al final terminó deteniéndose en un color sin nombre… Nabucodonosor tomó el fruto y se lo entregó a su mujer. Le pidió que lo llevara con ella y agregó:

-A este color lo llamaremos “lealtad”.

Entonces Amytis acercó sus labios a uno de los pétalos de la flor. Y en un tono casi susurrado, le pidió su deseo.

Quería tener un hijo.…

Nueve meses más tarde, Babilonia festejaba el nacimiento del príncipe Marduk, quien, con los años, se convirtió en un muchacho famoso por su belleza.

Sin embargo, aunque era lindísimo, casi nunca sonreía y daba la impresión de que todo lo que expresaba era falso. En el fondo de su alma había una furia más ardiente que una llama. Lo que enojaba a Marduk era tan secreto que ni siquiera él mismo lo comprendía bien: lo fastidiaba horriblemente que sus padres se divirtieran tanto en los jardines colgantes.

Cada vez que veía a su mamá y a su papá paseando, se preguntaba: “¿Para qué me tuvieron, si ya eran tan felices sin mí?”. No soportaba dormir junto a esas terrazas que su madre había mandado construir por amor a su padre.

Así fue como, apenas cumplió quince años, Marduk se presentó ante el principal enemigo de Nabucodonosor y se ofreció a colaborar con él. Empezaron a tramar un plan para arruinar al rey. Se reunían a escondidas y pasaban muchas horas conspirando.

Luego de esas reuniones, Marduk volvía a su casa agotado. Y si su padre llegaba a mirarlo a los ojos, daba vuelta la cara de inmediato.…

Cuando andaba guerreando lejos de Babilonia, Nabucodonosor siempre soñaba con los jardines colgantes.

En sus sueños, veía la sonrisa de Amytis surgiendo en medio de las plantas. O bien descubría a su esposa entre las flores, con los ojos orientados hacia el cielo, buscando nubes con forma de animales. Soñar con ella en los jardines era su único descanso y su único consuelo. Se despertaba sintiendo que él era el hombre con más suerte del mundo, por tener una esposa que le había regalado aquel lugar. Y eso le daba energía para seguir combatiendo.

Todo anduvo bien hasta que, un día, tuvo un sueño verdaderamente feo.

Soñó que los sirvientes comentaban que Marduk era un traidor.. Despertó transpirado y nervioso. Le costaba aceptar esa pesadilla. Al igual que casi todos los reyes, pensaba que sentir miedo era una señal de cobardía.

Pero igual decidió investigar. Y descubrió que Marduk padecía unos celos terribles. Además, los sirvientes le advirtieron que el príncipe estaba tramando algo raro.

El rey se puso colorado de repente. Lo avergonzaba tener que desechar la fe en la conducta de su hijo, como si fuese un collar falso o un zapato viejo.

Nabucodonosor se hundió en una honda decepción. Y se dijo: “Antes de que mi máximo enemigo destruya mi honor con ayuda de mi propio hijo, prefiero morir”.

Salió a las terrazas y empezó a caminar, dispuesto a encontrar un lugar apartado para quitarse la vida.

Al pasar junto a la flor de los deseos alegres, la miró de reojo. Se detuvo y pensó en el dolor que sentiría Amytis si él moría.

Imaginó lo espantoso que sería que ella encontrara su cadáver en medio de esos jardines que había creado nada más que para él.

Entonces Nabucodonosor suspiró, se arrodilló ante la flor y le pidió su deseo en voz baja:

-Que mi hijo pueda aprender a ser leal.

 

FIN

 

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