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10 de octubre de 2018

El tren ha silbado


[Cuento - Texto completo.]
Luigi Pirandello

Desvariaba. Los médicos habían dicho que se trataba de un principio de fiebre cerebral; y todos los compañeros de trabajo, que volvían de dos en dos del manicomio donde habían ido a visitarlo, lo repetían.
Al decírselo a los compañeros que llegaban tarde y a los que se encontraban por la calle, parecían experimentar un placer peculiar, utilizando los términos científicos que acababan de aprender de los médicos:
—Frenesí. Frenesí.
—Encefalitis.
—Inflamación de la membrana cerebral.
—Fiebre cerebral.
Y querían parecer preocupados; pero en el fondo estaban tan contentos, saliendo tan saludables de aquel triste manicomio, hacia el azul alegre de la mañana invernal, tras cumplir su deber con la visita.
—¿Se va a morir? ¿Se va a volver loco?
—¡Quién sabe!
—Morir, parece que no…
—Pero, ¿qué dice? ¿Qué dice?
—Siempre lo mismo. Desvaría.
—¡Pobre Belluca!
Y a nadie se le ocurría que, por las muy especiales condiciones de vida que aquel infeliz sufría desde hacía tantos años, su caso podía incluso ser muy normal, y que todo lo que Belluca decía —y que a todos les parecía un delirio, un síntoma del frenesí— podía ser la explicación más sencilla de aquel caso suyo tan natural.
La noche anterior Belluca se había rebelado violentamente contra su jefe y, frente a los ásperos reproches de este, casi se le había lanzado encima, ofreciendo un firme argumento a la suposición de que se tratara de una verdadera alienación mental.
Porque hombre más manso y sumiso, más metódico y paciente que Belluca, no se podría imaginar.
Circunscrito… sí, ¿quién lo había definido así? Uno de sus compañeros de trabajo. Pobre Belluca: estaba circunscrito dentro de los límites angostos de su árida profesión de contable, sin otra memoria que no fuera la de partidas abiertas, partidas simples o dobles o contrapartidas, deducciones y devoluciones e importes; notas, libros mayores, cartapacios, etcétera. Era un casillero ambulante; o, más bien, un viejo burro que tiraba callado, siempre al mismo paso, siempre por la misma calle, siempre del mismo carro, con sus anteojeras.
Pues bien, a veces ese viejo burro había sido azotado, fustigado sin piedad, por mera diversión, por el gusto de ver si se encabritaba un poco o al menos levantaba un centímetro las orejas gachas, o daba alguna señal de levantar una pata para disparar una coz. ¡Nada! Había soportado azotes injustos y pinchazos crueles sin levantar la voz, siempre sin resollar, como si no lo tocaran, o mejor, como si no los sintiera, acostumbrado desde hacía años a los continuos y solemnes bastonazos de la suerte.
Entonces aquella rebelión era verdaderamente inconcebible, a no ser que fuera efecto de una imprevista alienación mental.
Sobre todo porque, la noche anterior, a Belluca le correspondía una amonestación; su jefe tenía derecho a amonestarlo. Por la mañana se había presentado con un aire insólito, nuevo y —algo realmente inaudito, comparable, ¿qué sé yo?, a la caída de una montaña— había llegado con más de media hora de retraso.
Parecía que el rostro se le hubiera ensanchado de pronto. Parecía que las anteojeras se le hubieran caído de repente y que el espectáculo de la vida se le hubiese descubierto de pronto. Parecía que los oídos se le hubieran destapado y que percibieran por primera vez voces y sonidos nunca antes advertidos.
Se había presentado en la oficina tan alegre, con una alegría vaga y llena de aturdimiento. Y no había hecho nada en todo el día.
Por la noche, el jefe, entrando en el despacho de él y después de haber examinado los registros y los papeles, le dijo:
—¿Y eso? ¿Qué has hecho durante todo el día?
Belluca lo había mirado sonriente, casi con aire impúdico, abriendo las manos.
—¿Qué significa? —había exclamado el jefe, acercándose, cogiéndolo por un hombro y sacudiéndolo—. ¡Belluca!
—Nada —había contestado Belluca, siempre con aquella sonrisa entre impúdica e idiota en los labios—. El tren, señor caballero.
—¿El tren? ¿Qué tren?
—Ha silbado.
—¿Qué diablos dices?
—Esta noche, señor caballero. Ha silbado. He oído que silbaba…
—¿El tren?
—Sí, señor. ¡Y si supiera hasta dónde he llegado! A Siberia… o… a las florestas del Congo… ¡Solo hace falta un instante, señor caballero!
Los otros empleados, advirtiendo los gritos de enfado del jefe, habían entrado en el despacho y estallado en carcajadas al oír a Belluca que hablaba en aquellos términos.
Entonces el jefe —que aquella noche tenía que estar de mal humor—, fastidiado por aquellas risas, se había enfurecido y había golpeado a la mansa víctima de tantas bromas crueles.
Pero esta vez la víctima, provocando estupor y casi terror en todos los presentes, se había rebelado, había despotricado, gritando aquella extrañeza del tren que había silbado y diciendo que, por Dios, ahora que había oído el tren que silbaba ya no podía, no quería ser tratado de aquella manera.
Lo habían agarrado con fuerza, inmovilizado y arrastrado al manicomio.
Aún hablaba de aquel tren. Imitaba su silbato. Oh, era un silbato muy quejumbroso, como lejano, en la noche: dolorido. Inmediatamente después, añadía:
—Parte, parte… ¿Señores, hacia dónde? ¿Hacia dónde?
Y miraba a todos con ojos que ya no eran los suyos. Aquellos ojos, habitualmente oscuros, sin brillo, ceñudos, ahora reían muy brillantes, como los de un niño o los de un hombre feliz; y de sus labios salían frases descompuestas. Era algo inaudito: expresiones poéticas, imaginativas, extravagantes, que sorprendían sobre todo porque no se podía explicar de ningún modo cómo, gracias a qué prodigio, florecían precisamente de su boca, es decir, de la boca de un ser que hasta aquel momento solo se había ocupado de cifras y registros y catálogos, permaneciendo ciego y sordo a la vida, como una máquina de contabilidad. Ahora hablaba de cumbres azules, de montañas nevadas que miraban hacia el cielo; hablaba de voluminosos cetáceos viscosos que con sus colas, en el fondo del mar, dibujaban comas. Era, repito, algo inaudito.
Pero quien vino a referirme, con la noticia de la imprevista alienación mental, se quedó desconcertado porque no notó asombro ni leve sorpresa en mi reacción.
En verdad, recibí la noticia en silencio.
Mi silencio estaba lleno de dolor. Moví la cabeza, con los ángulos de la boca contraídos amargamente hacia abajo, y dije:
—Belluca, señores, no se ha vuelto loco. Pueden estar seguros de que no ha enloquecido. Tiene que haberle ocurrido algo, pero algo muy natural. Nadie puede explicárselo porque nadie sabe bien cómo este hombre ha vivido hasta ahora. Yo que lo sé estoy seguro de que podré explicarme todo con mucha naturalidad en cuanto lo vea y hable con él.
Mientras me dirigía hacia el manicomio donde el pobrecito estaba internado, seguí reflexionando por mi cuenta:
«Para un hombre que viva como Belluca ha vivido hasta ahora —es decir: una vida “imposible”— el suceso más obvio, el accidente más común, cualquier levísimo e imprevisto tropiezo, qué sé yo, por causa de una piedra en la calle, puede producir efectos extraordinarios de los que nadie puede dar explicación alguna, a menos que no se tenga en cuenta, precisamente, que la vida de aquel hombre es “imposible”. Hay que conducir la explicación en esa dirección, relacionándola con aquellas imposibles condiciones de vida, y entonces aparecerá sencilla y clara. Quien vea solamente una cola, haciendo abstracción del monstruo al que pertenece, podrá considerarla monstruosa por sí misma. Pero hay que volver a pegarla al monstruo y entonces ya no parecerá tal, sino como tiene que ser, por el hecho de pertenecer a aquel monstruo. Una cola muy natural».
Nunca había visto a un hombre vivir como Belluca. Era su vecino y todos los demás inquilinos del edificio se preguntaban, como yo, cómo aquel hombre podía resistir en aquellas condiciones de vida.
Vivía con tres ciegas: su mujer, su suegra y la hermana de su suegra; estas dos, viejísimas, eran ciegas a causa de las cataratas; su mujer no sufría de catarata, pero tenía los párpados amurallados.
Las tres querían ser servidas. Gritaban desde la mañana hasta la noche porque nadie les servía. Las dos hijas viudas, que habían sido recibidas en casa después de la muerte de sus maridos —una con cuatro, la otra con tres hijos— nunca tenían ganas ni tiempo para cuidarlas; a lo sumo ayudaban a su madre.
¿Belluca podía dar de comer a todas aquellas bocas con el escaso sueldo de su empleo de contable? Se procuraba más trabajo por la noche, para hacerlo en casa: copiar cartas. Y copiaba entre los gritos endiablados de aquellas cinco mujeres y de aquellos siete chicos hasta que ellos, los doce, encontraban su lugar en las tres únicas camas de la casa.
Camas amplias, de matrimonio; pero solo tres.
Y entonces había peleas furibundas, persecuciones, muebles volcados, cubiertos rotos, llantos, gritos, batacazos, porque los chicos, en la oscuridad, se escapaban y se metían entre las tres viejas ciegas, que dormían en una cama aparte y que cada noche peleaban entre ellas porque ninguna de las tres quería estar en medio y se rebelaba cuando les llegaba el turno de ocupar ese lugar.
Finalmente se hacía el silencio y Belluca continuaba copiando hasta la madrugada, hasta que el bolígrafo se le caía de la mano y los ojos se le cerraban solos.
Entonces iba a tumbarse, a menudo aún vestido, sobre un sofá desgastado y se hundía enseguida en un sueño de plomo, del cual se despertaba cada mañana con dificultad, cada vez —si cabe— más aturdido.
Pues bien, señores: a Belluca, en estas condiciones, le había ocurrido algo naturalisimo.
Cuando fui a visitarlo al manicomio me lo contó él personalmente, con todo lujo de detalles. Sí, aún estaba un poco exaltado, pero muy naturalmente, por lo que le había pasado. Se reía de los médicos y de los enfermeros y de todos sus compañeros, que lo creían enloquecido:
—¡Ojalá! —decía—. ¡Ojalá lo estuviera!
Señores, muchísimos años atrás Belluca se había olvidado —pero realmente olvidado— de que el mundo existía.
Absorto en el tormento continuo de su desgraciada existencia, concentrado durante todo el día en las cuentas propias de su empleo, sin un momento de alivio —nunca—, como una bestia de ojos vendados, enyugada a una noria o a un molino, sí, señores, muchísimos años atrás se había olvidado —pero realmente olvidado— de que el mundo existía.
Dos noches antes, tras tumbarse para dormir en aquel sofá, insólitamente no había conseguido dormirse enseguida, tal vez por el cansancio excesivo. Y de pronto, en el silencio profundo de la noche, había oído un tren que silbaba a lo lejos.
Le había parecido que los oídos, después de tantos años —quién sabe cómo— se le destapaban de repente.
El silbato de aquel tren lo había desgarrado y le había borrado en un momento la miseria de todas sus horribles angustias y le había permitido empezar a observar, anhelante, como desde el interior de un sepulcro destapado, el vacío lleno de aire del mundo que se abría, enorme, a su alrededor.
Instintivamente se había agarrado a las mantas con las que cada noche se cubría y con el pensamiento había corrido directo hacia aquel tren que se alejaba en la noche.
Existía, ¡ah!, existía, fuera de aquella horrenda casa, fuera de todos sus tormentos, existía el mundo, un mundo lejano hacia donde se dirigía aquel tren… Florencia, Bolonia, Turín, Venecia… tantas ciudades, en las cuales había estado de joven y que seguramente resplandecían por el mundo aquella noche. ¡Sí, conocía la vida que se vivía en aquellos lugares! ¡La vida que él también había vivido, hacía tiempo! Y aquella vida continuaba; siempre había continuado, mientras él aquí, como una bestia con los ojos vendados, hacía girar la rueda de aquel molino. ¡No había vuelto a pensar en ello! El mundo se había cerrado para él en el tormento de su casa, en la árida e híspida angustia de su contabilidad… Pero ahora, ahí estaba: volvía a entrar en él, como por un cambio violento del espíritu. El instante que marcaba la salida de su prisión personal fluía como un escalofrío eléctrico por todo el mundo y él, con la imaginación de repente despierta, podía seguirlo por ciudades conocidas y desconocidas, landas, montañas, florestas, mares… Ese mismo escalofrío era el mismísimo pálpito del tiempo. Mientras él vivía, aquí, esta vida «imposible», había muchos millones de hombres esparcidos por la tierra que vivían de otra forma. Ahora, en el mismo instante en que él sufría aquí, había montañas solitarias y nevadas que levantaban hacia el cielo nocturno sus cumbres azules… Sí, sí, las veía, las veía así… Había océanos… florestas…
¡Y entonces él —ahora que el mundo había vuelto a entrar en su espíritu— podía consolarse de alguna manera! Sí, salir de vez en cuando de su tormento para respirar un poco de aire del mundo con su imaginación.
¡Le bastaba con eso!
Naturalmente, durante el primer día se había excedido. Se había emborrachado. Todo el mundo adentro, de pronto: un cataclismo. Poco a poco se recompondría. Aún estaba ebrio por el aire, era consciente de ello.
En cuanto se recompusiera totalmente iría a pedirle disculpas a su jefe y retomaría su contabilidad como antes. El jefe, simplemente, no tenía que pretender demasiado de él, como hacía en el pasado: tenía que concederle que, de vez en cuando, entre una partida y otra que tuviera que registrar, se escapara a Siberia… o… a las florestas del Congo:
—Solo hace falta un instante, señor caballero. Ahora que el tren ha silbado…
FIN

“Il treno ha fischiato”,
Corriere della Sera, Italia, 1914

Asesinato en Mauthausen {kindle}

Asesinato en Mauthausen de Javier Cosnava
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de Javier Cosnava

30 mil lectores en Amazon y más de 80 reseñas de compradores. Una novela que no olvidarás fácilmente, que te llegará al corazón y te hará reflexionar sobre la condición humana. Un policial que se desarrolla en el famoso campo de concentración de Mauthausen y en sus aledaños, durante los años de la eliminación de deficientes mentales (Aktion T4). ¿QUIÉN ESTÁ ASESINANDO A LOS GUARDIAS DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN?, esa es la pregunta que deberán resolver los investigadores, los dos hermanos Weilern. Pero ni en la peor de sus pesadillas podrían imaginar el horror que van a encontrarse


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Novela histórica Misterio, suspense y negra Acción y aventura

3 de octubre de 2018

San Antoñito


[Cuento - Texto completo.]
Tomás Carrasquilla

Aguedita Paz era una criatura entregada a Dios y a su santo servicio. Monja fracasada por estar ya pasadita de edad cuando le vinieron los hervores monásticos, quiso hacer de su casa un simulacro de convento, en el sentido decorativo de la palabra; de su vida algo como un apostolado, y toda, toda ella se dio a los asuntos de iglesia y sacristía, a la conquista de almas a la mayor honra y gloria de Dios, mucho a aconsejar a quien lo hubiese o no menester, ya que no tanto a eso de socorrer pobres y visitar enfermos.
De su casita para la iglesia y de la iglesia para su casita se le iban un día, y otro y otro, entre gestiones y santas intriguillas de fábrica, componendas de altares, remontas y zurcidos de la indumentaria eclesiástica, toilette de santos, barrer y exornar todo paraje que se relacionase con el culto.
En tales devaneos y campañas llegó a engranarse en íntimas relaciones y compañerismo con Damiancito Rada, mocosuelo muy pobre, muy devoto, y monaguillo mayor en procesiones y ceremonias, en quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez que extravagante, harto raro por cierto en gentes célibes y devotas. Damiancito era su brazo derecho y su paño de lágrimas: él la ayudaba en barridos y sacudidas, en el lavatorio y lustre de candelabros e incensarios; él se pintaba solo para manejar albas y doblar corporales y demás trapos eucarísticos; a su cargo estaba el acarreo de flores, musgos y forrajes para el altar, y era primer ayudante y asesor en los grandes días de repicar recio, cuando se derretía por esos altares mucha cera y esperma, y se colgaban por esos muros y palamentas tantas coronas de flores, tantísimos paramentones de colorines.
Sobre tan buenas partes era Damiancito sumamente rezandero y edificante, comulgador insigne, aplicado como él solo dentro y fuera de la escuela, de carácter sumiso, dulzarrón y recatado, enemigo de los juegos estruendosos de la chiquillería, y muy dado a enfrascarse en La monja santaPráctica de amor a Jesucristo y en otros libros no menos piadosos y embelecadores.
Prendas tan peregrinas como edificantes, fueron poderosas a que Aguedita, merced a sus videncias e inspiraciones, llegase a adivinar en Damián Rada no un curita de misa y olla, sino un doctor de la Iglesia, mitrado cuando menos, que en tiempos no muy lejanos había de refulgir cual astro de sabiduría y santidad, para honra y glorificación de Dios.
Lo malo de la cosa era la pobreza e infelicidad de los padres del predestinado y la no mucha abundancia de su protectora. Mas no era ella para renunciar a tan sublimes ideales: esa miseria era la red con que el Patas quería estorbar el vuelo de aquella alma que había de remontarse serena, serena como una palomita, hasta su Dios. ¡Pues no! ¡No lograría el Patas sus intentos! Y discurriendo, discurriendo, cómo rompería la diabólica maraña, diose a adiestrar a Damiancito en tejidos de red y crochet; y tan inteligente resultó el discípulo, que al cabo de pocos meses puso en cantarilla un ropón con muchas ramazones y arabescos que eran un primor, labrado por las delicadas manos de Damián.
Catorce pesos, billete sobre billete, resultaron de la invención.
Tras esta vino otra, y luego la tercera, las cuales le produjeron obra de tres condores. Tales ganancias abriéronle a Aguedita tamaña agalla. Fuese al cura y le pidió permiso para hacer un bazar a beneficio de Damián. Concedióselo el párroco, y armada de tal concesión y de su mucha elocuencia y seducciones, encontró apoyo en todo el señorío del pueblo. El éxito fue un sueño que casi trastornó a la buena señora, con ser que era muy cuerda: ¡sesenta y tres pesos!
El prestigio de tal dineral; la fama de las virtudes de Damián, que ya por ese entonces llenaba los ámbitos de la parroquia; la fealdad casi ascética y decididamente eclesiástica del beneficiado formáronle aureola, especialmente entre el mujerío y gentes piadosas. “El curita de Aguedita” llamábalo todo el mundo, y en mucho tiempo no se habló de otra cosa que de sus virtudes, austeridades y penitencias. El curita ayunaba témporas y cuaresmas antes que su Santa Madre Iglesia se lo ordenase, pues apenas entraba por los quince; y no así, atracándose con el mediodía y comiendo a cada rato como se estila hogaño, sino con una frugalidad eminentemente franciscana; y se dieron veces en que el ayuno fuera al traspaso cerrado. El curita de Aguedita se iba por esas mangas en busca de las soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de Imitación de Cristo, obra que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo. Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca, arrodillado y compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién aseguraba que en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz de sauce y que en ella se crucificaba horas enteras a cuero pelado; y nadie lo dudaba, pues Damián volvía siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis y crucifixiones. En fin, que Damiancito vino a ser el santo de la parroquia, el pararrayos que libraba a tanta gente mala de las cóleras divinas. A las señoras limosneras se les hizo preciso que su óbolo pasara por las manos de Damián, y todas a una le pedían que las metiese en parte en sus santas oraciones.
Y como el perfume de las virtudes y el olor de santidad siempre tuvieron tanta magia, Damián, con ser un bicho raquítico, arrugado y enteco, aviejado y paliducho de rostro, muy rodillijunto y patiabierto, muy contraído de pecho y maletón, con una figurilla que más parecía de feto que de muchacho, resultó hasta bonito e interesante. Ya no fue curita: fue “San Antoñito”. San Antoñito le nombraban y por San Antoñito entendía. “¡Tan queridito!” -decían las señoras cuando lo veían salir de la iglesia, con su paso tan menudito, sus codos tan remendados, su par de parches en las posas, pero tan aseadito y decoroso. “¡Tan bello ese modo de rezar con sus ojos cerrados! ¡La unción de esa criatura es una cosa que edifica! Esa sonrisa de humildad y mansedumbre. ¡Si hasta en el caminado se le ve la santidad!”.
Una vez adquiridos los dineros no se durmió Aguedita en las pajas. Avistose con los padres del muchacho, arreglole el ajuar; comulgó con él en una misa que habían mandado a la Santísima Trinidad para el buen éxito de la empresa; diole los últimos perfiles y consejos, y una mañana muy fría de enero viose salir a San Antoñito de panceburro nuevo, caballero en la mulita vieja de señó Arciniegas, casi perdido entre los zamarros del mayordomo de Fábrica, escoltado por un rescatante que le llevaba la maleta y a quien venía consignado. Aguedita, muy emparentada con varias señoras acaudaladas de Medellín, había gestionado de antemano a fin de recomendar a su protegido; así fue que cuando este llegó a la casa de asistencia y hospedaje de las señoras Del Pino, halló campo abierto y viento favorable.
La seducción del santo influyó al punto, y las señoras Del Pino, doña Pacha y Fulgencita, quedaron luego a cuál más pagada de su recomendado. El maestro Arenas, el sastre del Seminario, fue llamado inmediatamente para que le tomase las medidas al presunto seminarista y le hiciese una sotana y un manteo a todo esmero y baratura, y un terno de lanilla carmelita para las grandes ocasiones y trasiegos callejeros. Ellas le consiguieron la banda, el tricornio y los zapatos; y doña Pacha se apersonó en el Seminario para recomendar ante el rector a Damián. Pero, ¡oh desgracia!, no pudo conseguir la beca: todas estaban comprometidas y sobraba la mar de candidatos. No por eso amilanose doña Pacha: a su vuelta del Seminario entró a la Catedral e imploró los auxilios del Espíritu Santo para que la iluminase en conflicto semejante. Y la iluminó. Fue el caso que se le ocurrió avistarse con doña Rebeca Hinestrosa de Gardeazábal, dama viuda, riquísima y piadosa, a quien pintó la necesidad y de quien recabó almuerzo y comida para el santico. Felicísima, radiante, voló doña Pacha a su casa, y en un dos por tres habilitó de celdilla para el seminarista un cuartucho de trebejos que había por allá junto a la puerta falsa; y aunque pobres, se propuso darle ropa limpia, alumbrado, merienda y desayuno.
Juan de Dios Barco, uno de los huéspedes, el más mimado de las señoras por su acendrado cristianismo, así en el Apostolado de la Oración y malilla en los asuntos de san Vicente, regalole al muchacho algo de su ropa en muy buen estado y un par de botines que le vinieron holgadillos y un tanto sacados y movedizos de jarrete. Juancho le consiguió con mucha rebaja los textos y útiles en la Librería Católica y cátame a Periquito hecho fraile.
No habían transcurrido tres meses y ya Damiancito era dueño del corazón de sus patronas y propietario en el de los pupilos y en el de cuanto huésped arrimaba a aquella casa de asistencia tan popular en Medellín. Eso era un contagio.
Lo que más encantaba a las señoras era aquella parejura de genio; aquella sonrisa, mueca celeste, que ni aun en el sueño despintaba a Damiancito; aquella cosa allá, indefinible, de ángel raquítico y enfermizo, que hasta a esos dientes podridos y disparejos daba un destello de algo ebúrneo, nacarino; aquel filtrarse la luz del alma por los ojos, por los poros de ese muchacho tan feo al par que tan hermoso. A tanto alcanzó el hombre, que a las señoras se les hizo un ser necesario. Gradualmente, merced a instancias que a las patronas les brotaban desde la fibra más cariñosa del alma, Damiancito se fue quedando, ya a almorzar, ya a comer en casa; y llegó día en que se le envió recado a la señora de Gardeazábal que ellas se quedaban definitivamente con el encanto.
-Lo que más me pela del muchachito -decía doña Pacha- es ese poco metimiento, esa moderación con nosotras y con los mayores. ¿No te has fijado, Fulgencia, que si no le hablamos él no es capaz de dirigirnos la palabra por su cuenta?
-¡No digás eso, Pacha! ¡ Esa aplicación de ese niño! ¡Y ese juicio que parece de viejo! ¡Y esa vocación para el sacerdocio! ¡Y esa modestia: ni siquiera por curiosidad ha alzado a ver a Candelaria!
Era la tal una muchacha criada por las señoras en mucho recato, señorío y temor de Dios. Sin sacarla de su esfera y condición mimábanla cual a propia hija; y como no era mal parecida y en casas como aquella nunca faltan asechanzas, las señoras, si bien miraban a la chica como un vergel cerrado, no la perdían de vista ni un instante.
Informada doña Pacha de las habilidades del pupilo como franjista y tejedor púsolo a la obra, y pronto varias señoras ricas y encopetadas le encargaron antimacasares y cubiertas de muebles. Corrida la noticia por las réclames de Fulgencia, se le pidió un cubrecama para una novia… ¡Oh! ¡En aquello sí vieron las señoras los dedos un ángel! Sobre aquella red sutil e inmaculada, cual telaraña de la gloria, albeaban con sus pétalos ideales manojos de azucenas, y volaban como almas de vírgenes unas mariposas aseñoradas, de una gravedad coqueta y desconocida. No tuvo que intervenir la lavandera: de los dedos milagrosos salió aquel ampo de pureza a velar el lecho de la desposada.
Del importe del cubrecama sacole Juancho un flux de muy buen paño, un calzado hecho sobre medidas y un tirolés de profunda hendidura y ala muy graciosa. Entusiasmada doña Fulgencia con tantísima percha hízole de un retal de blusa mujeril que le quedaba en bandera una corbata de moño, a la que, por sugestión acaso, imprimió la figura arrobadora de las mariposas supradichas. Etéreo como una revelación de los mundos celestiales quedó Damiancito con los atavíos; y cual si ellos influyesen en los vuelos de su espíritu sacerdotal, iba creciendo al par que en majeza y galanura en las sapiencias y reconditeces de la latinidad. Agachado en su mesita cojitranca vertía del latín al romance y del romance al latín, ahora a Cornelio Nepote y tal cual miaja de Cicerón, ahora a san Juan de la Cruz, cuya serenidad hispánica remansaba en unos hiperbatones dignos de Horacio Flaco. Probablemente Damianciato sería con el tiempo un Caro número dos.
La cabecera de su casta camita era un puro pegote de cromos y medallas, de registros y estampitas, a cual más religioso. Allí Nuestra Señora del Perpetuo, con su rostro flacucho tan parecido al del seminarista; allí Martín de Porres, que armado de su escoba representa la negrería del Cielo; allí Bernardette, de rodillas ante la blanca aparición; allí copones entre nubes, ramos de uvas y gavillas de espigas, y el escapulario del Sagrado Corazón, de alto relieve, destacaba sus chorrerones de sangre sobre el blanco disco de franela.
Doña Pacha, a vueltas de sus entusiasmos con las virtudes y angelismo del curita, y en fuerza acaso de su misma religiosidad, estuvo a pique de caer en un cisma: muchísimo admiraba a los sacerdotes, y sobre todo al rector del Seminario; pero no le pasaba ni envuelto en hostias eso de que no se le diese beca a un ser como Damián, a ese pobrecito desheredado de los bienes terrenos, tan millonario en las riquezas eternas. El rector sabría mucho; tanto, si no más que el obispo; pero ni él ni su ilustrísima le habían estudiado, ni mucho menos comprendido. ¡Claro! De haberlo hecho, desbecaran al más pintado a trueque de colocar a Damiancito. La iglesia antioqueña iba a tener un san Tomasito de Aquino, si acaso Damián no se moría, porque el muchacho no parecía cosa para este mundo.
Mientras que doña Pacha fantaseaba sobre las excelsitudes morales de Damián, Fulgencita se daba a mimarle el cuerpo endeble que aprisionaba aquella alma apenas comparable al cubrecama consabido. Chocolate sin harina de lo más concentrado y espumoso; aquel chocolate con que las hermanas se regodeaban en sus horas de sibaritismo, le era servido en una jícara tamaña como esquilón. Lo más selecto de los comistrajes, las grosuras domingueras con que regalaban a sus comensales, iban a dar en raciones frailescas a la tripa del seminarista, que gradualmente se iba anchando, anchando. Y para aquella cama que antes fuera dura tarima de costurero, hubo blandicies por colchones y almohadas, y almidonadas blancuras semanales por sábanas y fundas, y flojedades cariñosas por la colcha grabada, de candideces blandas y flecos desmadejados y acariciadores. La madre más tierna no repasa ni revisa los indumentos interiores de su unigénito cual lo hiciera Fulgencita con aquellas camisas, con aquellas medias y con aquella otra pieza que no pueden nombrar las misses. Y aunque la señora era un tanto asquienta y poco amiga de entenderse con ropas ajenas, fuesen limpias o sucias, no le pasó ni remotamente al manejar los trapitos del seminarista ni un ápice de repugnancia. ¡Qué le iba a pasar! ¡Si antes se le antojaba, al manejarlas, que sentía el olor de pureza que deben exhalar los suaves plumones de los ángeles! Famosa dobladora de tabacos, hacía unos largos y aseñorados que eran para que Damiancito los fumase a solas en sus breves instantes de vagar.
Doña Pacha, en su misma adhesión al santico, se alarmaba a menudo con los mimos y ajonjeos de Fulgencia, pareciéndole un tanto sensuales y antiascéticos tales refinamientos y tabaqueos. Pero su hermana le replicaba, sosteniéndole que un niño tan estudioso y consagrado necesitaba muy buen alimento; que sin salud no podía haber sacerdotes, y que a alma tan sana no podían malearla las insignificancias de unos cuatro bocados más sabrosos que la bazofia ordinaria y cotidiana, ni mucho menos el humo de un cigarro; y que así como esa alma se alimentaba de las dulzuras celestiales, también el pobre cuerpo que la envolvía podía gustar algo dulce y sabroso, máxime cuando Damiancito le ofrecía a Dios todos sus goces puros e inocentes.
Después del rosario con misterios en que Damián hacía el coro, todo él ojicerrado, todo él recogido, todo extático, de hinojos sobre la áspera estera antioqueña que cubría el suelo; después de este largo coloquio con el Señor y su Santa Madre, cuando ya las patronas habían despachado sus quehaceres y ocupaciones de prima noche, solía Damián leerles algún libro místico, del padre Fáber por lo regular. Y aquella vocecilla gangosa que se desquebrajaba al salir por aquella dentadura desportillada, daba el tono, el acento, el carácter místico de oratoria sagrada. Leyendo Belén, el poema de la Santa Infancia, libro en que Fáber puso su corazón, Damián ponía una cara, unos ojos, una mueca que a Fulgencia se le antojaban transfiguración o cosa así. Más de una lágrima se le saltó a la buena señora en esas leyendas.
Así pasó el primer año, y, como era de esperarse, el resultado de los exámenes fue estupendo; y tanto el desconsuelo de las señoras al pensar que Damiancito iba a separárseles durante las vacaciones, que él mismo, motu proprio, determinó no irse a su pueblo y quedarse en la ciudad a fin de repasar los cursos ya hechos y prepararse para los siguientes. Y cumplió el programa con todos sus puntos y comas: entre textos y encajes, entre redes y cuadernos, rezando a ratos, meditando con frecuencia, pasó los asuetos; y solo salía a la calle a las diligencias y compras que a las señoras se les ocurrían, y tal vez a paseos vespertinos a las afueras más solitarias de la ciudad, y eso porque las señoras a ello lo obligaban.
Pasó el año siguiente; pero no pasó sin que antes se acrecentara más y más el prestigio, la sabiduría, la virtud sublime de aquel santo precoz. No pasó tampoco la inquina santa de doña Pacha al rector del Seminario: que cada día le sancochaba la injusticia y el espíritu de favoritismo que aun en los mismos seminarios cundía e imperaba.
Como a fines de ese año, a tiempo que los exámenes se terminaban, se les hubiese ocurrido a los padres de Damián venir a visitarlo a Medellín, y como Aguedita estuviera de viaje a los ejercicios de diciembre, concertaron las patronas, previa licencia paterna, que tampoco en esta vez fuese Damián a pasar las vacaciones a su pueblo. Tal resolución les vino a las señoras, no tanto por la falta que Damián iba a hacerles, cuanto y más por la extremada pobreza, por la miseria que revelaban aquellos viejecitos, un par de campesinos de lo más sencillo e inocente, para quienes la manutención de su hijo iba a ser, si bien por pocos días, un gravamen harto pesado y agobiador. Damián, este ser obediente y sometido, a todo dijo amén con la mansedumbre de un cordero. Y sus padres, después de bendecirle, partieron, llorando de reconocimiento a aquellas patronas tan bondadosas y a mi Dios que les había dado aquel hijo.
¡Ellos, unos pobrecitos montañeros, unos ñoes, unos muertos de hambre, taitas de un curita! Ni podían creerlo. ¡Si su Divina Majestad fuese servida de dejarlos vivir hasta verlo cantar misa o alzar con sus manos la hostia, el cuerpo y sangre de mi Señor Jesucristo! Muy pobrecitos eran, muy infelices; pero cuanto tenían, la tierrita, la vaca, la media roza, las cuatro matas de la huerta, de todo saldrían, si necesario fuera, a trueque de ver a Damiancito hecho cura. Pues ¿Aguedita? El cuajo se le ensanchaba de celeste regocijo, la glorificación de Dios le rebullía por dentro al pensar en aquel sacerdote, casi hechura suya. Y la parroquia misma, al sentirse patria de Damián, sentía ya vibrar por sus aires el soplo de la gloria, el hálito de la santidad: sentíase la Padua chiquita.
No cedía doña Pacha en su idea de la beca. Con la tenacidad de las almas bondadosas y fervientes buscaba y buscaba la ocasión; y la encontró. Ello fue que un día, por allá en los julios siguientes, apareció por la casa, como llovida del cielo y en calidad de huésped, doña Débora Cordobés, señora briosa y espiritual, paisana y próxima parienta del rector del Seminario. Saber doña Pacha lo del parentesco y encargar a dona Débora de la intriga, todo fue uno. Prestose ella con entusiasmo, prometiéndole conseguir del rector cuanto pidiese. Ese mismo día solicitó por el teléfono una entrevista con su ilustre allegado, y al Seminario fue a dar a la siguiente mañana.
Doña Pacha se quedó atragantándose de Te Deums y Magníficats, hecha una acción de gracias; corrió Fulgencita a arreglar la maleta y todos los bártulos del curita, no sin chocolear un poquillo por la separación de este niño que era como el respeto y la veneración de la casa. Pasaban horas, y doña Débora no aparecía. El que vino fue Damián, con sus libros bajo el brazo, siempre tan parejo y tan sonreído.
Doña Pacha quería sorprenderlo con la nueva, reservándosela para cuando todo estuviera definitivamente arreglado, pero Fulgencita no pudo contenerse y le dio algunas puntadas. Y era tal la ternura de esa alma, tanto su reconocimiento, tanta su gratitud a las patronas, que, en medio de su dicha, Fulgencita le notó cierta angustia, tal vez la pena de dejarlas. Como fuese a salir, quiso detenerlo Fulgencita; pero no le fue dado al pobrecito quedarse, porque tenía que ir a la Plaza del Mercado a llevar una carta a un arriero, una carta muy interesante para Aguedita.
Él que sale y doña Débora que entra. Viene inflamada por el calor y el apresuramiento. En cuanto la sienten las Del Pino se le abocan, la interrogan, quieren sacarle de un tirón la gran noticia. Siéntase doña Débora en un diván exclamando:
-¡Déjenme descansar y les cuento!
Se le acercan, la rodean, la asedian. No respiran. Medio repuesta un punto, dice la mensajera:
-¡Mis queridas! ¡Se las comió el santico! ¡Hablé con Ulpianito: hace más de dos años que no ha vuelto al seminario!… ¡Ulpianito ni se acordaba de él!…
-¡Imposible! ¡Imposible! -exclaman a dúo las dos señoras.
-No ha vuelto… ¡Ni un día! Ulpianito ha averiguado con el vicerrector, con los pasantes, con los profesores todos del Seminario. Ninguno lo ha visto. El portero, cuando oyó las averiguaciones, contó que ese muchacho estaba entregado a la vagamundería. Por ahí dizque lo ha visto en malos pasos. Según cuentas, hasta donde los protestantes dizque ha estado…
-¡Esa es una equivocación, misiá Débora! -prorrumpe Fulgencita con fuego.
-¿Eso es para no darle la beca! -exclama doña Pacha sulfurada-. ¡Quién sabe en qué enredo habrán metido a ese pobre angelito!…
-¡Sí, Pacha! -asevera Fulgencita-. A misiá Débora la han engañado. Nosotras somos testigos de los adelantos de ese niño; él mismo nos ha mostrado los certificados de cada mes y las calificaciones de los certámenes.
-Pues no entiendo, mis señoras, o Ulpiano me ha engañado -dice doña Débora, ofuscada, casi vacilando.
Juan de Dios Barco aparece.
-¡Oiga, Juancho, por Dios! -exclama Fulgencita en cuanto le echa el ojo encima-. Camine, oiga estas brujerías. ¡Cuéntele, misiá Débora!
Resume ella en tres palabras; protesta Juancho; se afirman las patronas; dase por vencida doña Débora.
-¡Esta no es conmigo!… -vocifera doña Pacha, corriendo al teléfono.
¡Tilín!… ¡tilín!…
-¡Central!… ¡Rector del Seminario!…
¡Tilín!… ¡tilín!…
Y principian. No oye, no entiende; se enreda, se involucra, se tupe, da la bocina a Juancho y escucha temblorosa. La sierpe que se le enrosca a Núñez de Arce le pasa rumbando. Da las gracias Juancho, se despide, cuelga la bocina y aísla.
Y aquella cara anodina, agermanada, de zuavo de Cristo, se vuelve a las señoras; y con aquella voz de inmutable simpleza dice:
-¡Nos co-mió el ce-bo el pen-de-je-te!
Se derrumba Fulgencia sobre un asiento. Siente que se desmorona, que se deshiela moralmente. No se asfixia porque la caldera estalla en un sollozo.
-¡No llorés, Fulgencia! -vocifera doña Pacha con voz enronquecida y temblona-, ¡dejámelo estar!
Álzase Fulgencia y ase a la hermana por los molledos.
-¡No le vaya a decir nada, mi querida! ¡Pobrecito!
Rúmbala doña Pacha de tremenda manotada.
-¡Que no le diga! ¡Que no le diga! ¡Que venga aquí ese pasmao!… ¡Jesuíta! ¡Hipócrita!
-¡No, por Dios, Pacha!…
-¡De mí no se burla ni el obispo! ¡Vagamundo! ¡Perdido! ¡Engañar a unas tristes viejas! ¡Robarles el pan que podían haberle dado a un pobre que lo necesitara! ¡Ah, malvado! ¡Comulgador sacrílego! ¡Inventor de certificados y de certámenes!… ¡Hasta protestante será!
-¡Vea, mi queridita! No le vaya a decir nada a ese pobre. Déjelo siquiera que almuerce.
Y cada lágrima le caía congelada por la arrugada mejilla.
Intervienen doña Débora y Juancho. Suplican.
-¡Bueno! -decide al fin doña Pacha, levantando el dedo-. ¡Jartálo de almuerzo hasta que se reviente! Pero eso sí: ¡chocolate del de nosotras sí no le das a ese sinvergüenza! ¡Que beba aguadulce o que se largue sin sobremesa!
Y erguida, agrandada por la indignación, corre a servir el almuerzo.
Fulgencita alza a mirar, como implorando auxilio, la imagen de san José, su santo predilecto.
A poco llega el santico, más humilde, con su sonrisilla seráfica un poquito más acentuada.
-Camine a almorzar, Damiancito… -le dice doña Fulgencia, como en un trémolo de terneza y amargura.
Sentose la criatura y de todo comió con mastiqueo nervioso, y no alzó a mirar a Fulgencita ni aun cuando esta le sirvió la inusitada taza de agua de panela.
Con el último trago le ofrece doña Fulgencia un manojo de tabacos, como lo hacía con frecuencia. Recíbelos San Antoñito, enciende y vase a su cuarto.
Doña Pacha, terminada la faena del almuerzo, fue a buscar al protestante. Entra a la pieza y no lo encuentra; ni la maleta, ni el tendido de la cama.
Por la noche llaman a Candelaria al rezo y no responde; búscanla y no aparece; corren a su cuarto, hallan abierto y vacío el baúl… Todo lo entienden.
A la mañana siguiente, cuando Fulgencita arreglaba el cuarto del malvado, encontró una alpargata inmunda de las que él usaba; y al recogerla cayó de sus ojos, como el perdón divino sobre el crimen, una lágrima nítida, diáfana, entrañable.
FIN

El padre Casafús, 1914

Luis Marín-Santos .- Tiempo de Silencio {Reseña}

                                         


 El Autor: Luis Martín-Santos.

Larache,Marruecos, 1924,  Vitoria, España,1964.

Este autor publicó una única novela en vida,aunque póstumamente aparecieron Apólogos y otras prosas inéditas y Tiempo de destrucción, una novela que dejó inacabada. Pero su única novela, Tiempo de Silencio, basta para situar a Luis Martín-Santos entre los grandes narradores del Siglo XX en España. Más aún,para ocupar un lugar único dentro de la generación a la que,cronológicamente,pertenece ,la de los niños de la guerra civil española;el lugar de un renovador que abrió las ventanas de la narrativa española a nuevas técnicas literarias.

En efecto,nada volvió a ser igual después de Tiempo de Silencio, publicada en 1962.Ésta,como la Familia de Pascual Duarte,El Jarama,Cien años de soledad o Rayuela,es una de esas novelas que marcan un antes y un después de su publicación. Son muchos de los lectores,y no pocos los escritores,para los que la lectura de Tiempo de Silencio supuso una caída del caballo.Se podía escribir de otra manera;esta fue la conclusión extraída por los amigos y colegas de Martín-Santos tras la lectura de la novela.

Casi cuarenta años después,lo mejor que puede decirse de ella es que conserva frescos su técnica innovadora,su carácter rupturista,en lo que se refiere a los aspectos,y que sigue resultando aún provocadora,conmovedora e inquietante a la vez la visión que tiene de la España de la postguerra. La acción de la novela transcurre en 1949, en un Madrid,inmerso en una larga postguerra y dominado por la incultura, atraso moral y económico que reduce a sus habitantes a un estado casi de barbarie. En esa España Sórdida se adivinan los demonios sociales de los que hablaba,más o menos por los mismos años. Jaime Gil de Biedma en un famoso poema.Ese será el muro infranqueable contra el que se estrellará el protagonista,un joven investigador.La conjunción de esa profunda crítica social y moral con un lenguaje barroco que incorpora los hallazgos de la mejor novela europea hacen de Tiempo de silencio una obra verdaderamente singular. Quizá no se entienda esta obra sin precedentes como los de Cela o Sánchez Ferlosio,pero la narrativa española no volvió a ser la misma.

Biografía del Autor







2 de octubre de 2018

Gens de Eduardo Díez

Gens de Eduardo Díez
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1 de octubre de 2018

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