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15 de diciembre de 2017

¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como ‘Moby Dick’?

 ¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como ‘Moby Dick’?

Kiko Amat hace un resumen de algunas de esas grandes obras de la literatura que seguro que ustedes no tienen intención de leer






Moby Dick es “uno de los libros fundamentales de la historia de la literatura universal”[1]. Se publicó en 1851 y, pese a representar un rotundo descalabro comercial para Herman Melville, también le consagró (con los años) como uno de los padres de la novela literaria moderna (en su modalidad académico-impenetrable). Melville fue pionero de varias cosas, como inventar el peinado hipster o lastrar los escritos con alusiones literarias hasta que se hundían en el fango. Melville, a la sazón, se hundió del mismo modo que esta novela, así que tal vez no proceda colocarle el pie en la glotis. El pobre hombre terminó sus días ignorado, obsoleto, gruñendo a los sirvientes, abucheado en conferencias, reñido con Hawthorne y, peor de todo, escribiendo poesía. Su legado no cambiaría de signo hasta que su cuerpo empezó a convertirse en fertilizante y una extensa legión de discípulos post mortem, aún más pomposos que él pero igualmente incontinentes, rescató su obra del olvido.
Procede admitir que Moby Dick es una GRAN novela, del mismo modo que el Titanic era un GRAN barco. Desde luego es sobrecogedora y quita el aliento, como una montaña tibetana que no estamos seguros de poder conquistar sin que perezcan sepultados la mitad de los sherpasMoby Dick es el castillo escocés, envuelto en almenas redundantes y repleto de corrientes de aire, cuyo volumen puedes admirar por un segundo entre la neblina pero al que jamás te mudarías. Todo en él es desmesura, empacho e incordio. Posee la gravedad irrespirable de un planeta hostil. Moby Dick no es un libro somnífero, eso es cierto, pero solo porque es demasiado irritante. Leerlo es como escuchar un discurso de Fidel Castro, si el líder cubano hubiese sido maldito con una estridente voz de pito: un tono que detestas, con chirrido de dientes añadido, y que durante ocho horas impide que puedas siquiera descabezar un breve sueñecito.


La novela empieza con más de 80 citas, lo que ya nos alerta de la incapacidad patológica de Melville para la concisión
La novela empieza con más de 80 citas, lo que ya nos alerta de la incapacidad patológica de Melville para la concisión. Dejando de lado mi teoría de que, a más citas, peor novela (las citas buscan compensar el bodrio que va a caer), está lo de tratar al lector de memo, de buenas a primeras y sin antes haber sido presentados. Melville se fía tan poco de nuestro coeficiente intelectual que a modo de primera cita coloca una descripción de diccionario de la palabra “ballena”. Su acción se asemeja a la de un cómico que nos describiera con gran detalle la composición química del metano antes de contar un chiste de pedos. Destruye el propósito inicial y nos arranca de cuajo las ganas de leer, antes incluso de empezar con la primera página.
Moby Dick es largo. Muy largo. Criminalmente largo. Ya lo habrán comprobado por la lista de contusiones que provoca su lanzamiento a cara ajena. Pónganlo de perfil y observen sin temor al monstruo: la edición de Clásicos Universales Planeta se extiende durante 619 páginas. 620 si incluimos el traicionero epílogo de una página que se halla al volver la última (Melville consideró que aún le quedaba algo por decir; estoy convencido de que escribió el epílogo en el carromato, camino de la imprenta). Pero la cantidad de resmas de papel utilizadas no es, en sí misma, un obstáculo para finalizar una novela. He leído tochos que pasaron en un suspiro. El Papillon de Henri Charrière tiene, en la edición que poseo, 690 páginas, pero uno ni se da cuenta y lo ha terminado. Moby Dick no. En Moby Dick cada página duele, como el movimiento de un péndulo que nos acercase, tictac a tictac, al cadalso.
Una de las razones de esa farragosa lectura es, sin duda, la digresión. Algunos malintencionados críticos ingleses llaman a Jonathan Coe el “rey de la digresión”, pero les garantizo que, al lado de Melville, Coe no es el rey, ni siquiera el príncipe; es un mero mozo de letrinas. Uno no sabe lo que es irse por las malditas ramas hasta que lee Moby Dick. Melville se entronca en reminiscencias kilométricas a la mínima de cambio, un poco como el abuelo Simpson. El autor, según parece, padecía de esa rara disfunción del lóbulo frontal por la cual todo recuerda a algo; cada objeto es un símbolo de otra cosa. Un símbolo, por añadidura, que a menudo resulta asaz oscuro para el lector moderno: “Aquel quinqué le hizo pensar en la pascalina de su abuelo. Tenía forma de fundíbulo, del tipo que utilizaban en el imperio de Trebisonda” [2]. Dios del cielo. Modernízate, Melville. O tu arcaico mascullar resultará intraducible para la gente del futuro.
¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como ‘Moby Dick’?
Para mayor perversidad, el autor coloca sus fugas y remembranzas seniles en los momentos más inoportunos. Un ejemplo entre muchos: tras el capítulo XLI, 'Moby Dick', uno de los más memorables y apasionados, viene el XLII, 'La blancura de la ballena'. En él, y a lo largo de diez páginas, Melville alcanza a meditar extensamente sobre la blancura como concepto, aventura hipótesis abochornantes sobre “el señorío ideal” del hombre blanco sobre “todas las tribus oscuras” y lista, durante cuatropáginas llenas de palabras de margen a margen, todas las cosas blancas que le vienen al magín, tanto de índole positiva (corceles blancos, albatros, “mármoles, cornelias y perlas”…) como repelentes o peligrosas (hombres albinos, tiburones blancos, etc.). Es como estar encerrado en un ascensor con Rain Man.
Resulta exasperante, aunque la intención era buena. Para empezar, al contrario que muchos escritores actuales que vienen del linaje universidad-periodismo-literatura-muerte, Melville había vivido mucho y tenía más batallitas en su haber que un viejo lobo de mar. Era un viejo lobo de mar, de hecho. El típico vejete tatuado en camiseta imperio que toca el acordeón en la tasca portuaria, tiene habitantes en la barba y entretiene a los borrachos con enrevesadas trolas sobre krakens, sirenas o atunes parlantes.
Su gozo del rollista, inseparable de la condición de ballenero jubilado, venía azuzado por esa pasión didáctica tan típica del XIX. Sí: Melville quería la escolarización universal. Anhelaba enseñarnos aunque fuese a hostias, como un maestro anticuado en una escuela de pueblo. A mitad de una trepidante escena de caza que es todo arpones, sangre y blasfemias navales, y que nos tiene en vilo, Melville se ve empujado a remachar el punto y aparte más inconveniente de la historia, y continuar de este jaez: “Una palabra o dos sobre este asunto de la piel o grasa de la ballena. Ya se ha dicho que se le arranca en largas piezas…”. El lector avezado ya habrá intuido que, en el caso de Melville, esas palabras son como el grito que avisa de la llegada de los vikingos: una señal para que abandonemos toda esperanza de seguir con la aventura y nos preparemos para cuatro páginas de antropología, deontología, etnografía e historia de la pesca desde que el primer hombre de Neandertal ensartó por error una trucha en un palitroque.
“La alusión a los marcados y palos de marca en el último capítulo”, avisa, dejando a un lado el acordeón y mirando al infinito mientras se atusa la barba, algo más adelante, “obliga a alguna explicación sobre las leyes y reglas de la pesquería de ballenas”. Uno casi puede escuchar el suspiro de frustración de los alumnos, que ven cómo la hora de recreo ha sido sustituida por un examen final de álgebra. Melville, salta a la vista, no cesará hasta que nos sepamos de memoria la legislación de la Comisión Ballenera Internacional. Un capítulo entero, el titulado 'Cetología', ni siquiera trata de disimular su condición de tratado con un par de diálogos o la aparición de algún grumete con mutilación pintoresca. No: es solo ensayo. Con muchas cifras. Moby Dick es el coitus interruptus más prolongado de la literatura.
Melville se entronca en reminiscencias kilométricas a la mínima de cambio, un poco como el abuelo Simpson
Y entonces está lo del desaprovechamiento criminal de uno de los mejores personajes de ficción de todos los tiempos. Hablo, por supuesto, del capitán Ahab. Aquellos de ustedes que no hayan leído Moby Dick tal vez asuman, por el peso que el nombre de Ahab acarrea en la cultura universal, por su calidad de arquetipo e icono, y por su aparición en un inolvidable capítulo de Futurama, que el capitán loco pasea por más páginas que el resto de personajes. Por puro sentido común, vamos. Si yo fuese el escritor de Moby Dick me aseguraría de que ese fulano quien, con ojos de orate, escupe cosas como “¿Desviarme? No me podéis desviar, a no ser que os desvieis vosotros (…) ¿Desviarme? El camino hasta mi propósito fijo tiene raíles de hierro, por cuyo surco mi espíritu está preparado para correr (…) ¡Nada es obstáculo, nada es viraje para el camino de hierro!”… Me aseguraría, como decía, de que alguien con esa boquita apareciese todo el rato.
Melville, por el contrario, se ocupa de impedir que Ahab aparezca más, como un director del viejo Hollywood saboteando a un actor comunista de la lista negra. ¿Se imaginan que Jesús en el Nuevo Testamento solo realizara un pequeño cameo hacia el final, como mercader de burros o acarreador de jofainas? Esa es la política Melville en lo tocante a Ahab. Y eso que, cuando aparece, suelta las mejores frases. Pero Melville le debe tener ojeriza, porque casi no puede esperar a cortar sus formidables soliloquios dementes para permitir la entrada de algún personaje secundario: Stubb. Flask. Starbuck. Pip. Ismael. Tashtego. Quiqueg. Incluso el “tercer marinero de Nantucket”, quien —como habrán observado— es tan menor que Melville ni se molesta en darle nombre. Todos hablan, beben, afianzan los trinquetes o expulsan ventosidades en el preciso momento en que su patrón abre la boca. Todos interrumpen al capitán a placer con plúmbeas observaciones náuticas o pequeñas remembranzas domésticas. Por el amor de Dios, hay momentos en que incluso Moby Dick, que por su condición cachalotesca solo emite bufidos indescifrables, parece tener más líneas de diálogo que Ahab.
Y ya que hablamos de cachalotes. En honor a la justicia quizás la novela debería llamarse 100.000 cachalotes anónimos (y un poco de Moby Dick). Pues el libro está plagado de cetáceos sin carácter ni rasgos diferenciales, que aparecen a centenares para ser arponeados y desollados, mientras Moby Dick, el mismísimo Leviatán, resulta más caro de ver que J. D. Salinger tras su mudanza a Cornish. Uno puede llegar a entender que, como en Alien: el octavo pasajero, se mantenga al monstruo en la semipenumbra para potenciar el intríngulis, pero Melville lleva el sistema a un extremo demencial. Es difícil imaginar una versión de Colmillo Blanco poblada casi exclusivamente por pequineses y chihuahuas, y donde el majestuoso semi-lobo que da título a la novela solo sacara el hocico en las últimas páginas, y de pura chiripa. Moby Dick es como un Das Boot con los submarinos en dique seco hasta los últimos diez minutos, o un Harry Potter que decidiese permanecer en casa de sus familiares muggles y no matricularse en Hogwarts hasta el libro octavo.
Este fárrago cementoso en forma de novela es imposible de cruzar, o vadear (si no es abandonándolo), sin perder la salud y la cordura, tal vez incluso ambas córneas
Ustedes se preguntarán, tras todo lo expuesto, por qué alguien querría leer Moby Dick de principio a fin, deteniéndose en todos los exasperantes apartes, notas al pie y mortíferas filípicas. Si incluso José María Valverde, el paciente caballero que en 1992 tradujo, introdujo y anotó la edición de Clásicos Universales Planeta, advierte en la contraportada de que el lector se quedará “algo aturdido” por su “larga navegación” lectora. Valverde utiliza un eufemismo, claro. Pues Moby Dick no aturde, noquea. Induce al coma. Hacia la página 200 al lector ya le ha brotado un tumor en la frente del tamaño de un melón cantalupo. Ese fárrago cementoso en forma de novela es imposible de cruzar, o vadear (si no es abandonándolo), sin perder la salud y la cordura, tal vez incluso ambas córneas.
Quizás ha llegado la hora de que admitamos que algunas novelas están anticuadas hasta la casi completa elegibilidad. Después de todo, no intentamos volar en el “tornillo aéreo” que Leonardo da Vinci proyectó en 1488. Algo así sería un disparate. Nos limitamos a frotarnos el mentón mientras admiramos, algo escépticos, los planos originales. La misma perspectiva puede aplicarse a la novela de Melville: tan admirable y avanzada en su tiempo como superada y hermética hoy.
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12 de noviembre de 2017

Confesiones inéditas de Lorca


 "Sólo hombres he conocido; y sabes que el marica me da risa"





Federico García Lorca concedió más de 100 entrevistas. Muchas de ellas quedaron dispersas y nunca antes fueron reunidas
La editorial Malpaso recupera ahora ese material al completo (la mayoría inédito en libro) en 'Palabra de Lorca. Declaraciones y entrevistas completas', a la venta el próximo día 27
Por ese candor infantil que mantuvo siempre (eso dicen), Federico García Lorca podía pasar de la broma al gesto serio sin transición. De la fantasía y el recuento de proyectos acumulados a la queja por la sequía creativa. De la exageración al drama, de la risa a la tristeza renegrida de los ojos. En las entrevistas sucedía así. No le gustaban, pero le gustaban. No las quería, pero las guardaba. Desconfiaba, pero las quería: «En las entrevistas siempre me hace el efecto de que es una caricatura mía la que habla, no yo». Sin embargo, en el despliegue de páginas que protagonizó en los periódicos está ese otro Lorca que es él mismo: el de la confesión en voz alta, el valiente, el enredador, el intuitivo.
Varios años ha pasado el poeta malagueño Rafael Inglada buceando en archivos hasta completar, con la colaboración del periodista Víctor Fernández, el volumen que a finales de noviembre publicará la editorial Malpaso: Palabra de Lorca: declaraciones y entrevistas completas. La baraja completa de las declaraciones a la prensa del poeta es tan abundante como asombrosa. Y completa el contorno de un Lorca hecho de mil palabras que se cruzan, se contradicen, se vapulean o suenan a entusiasmo.
En este trabajo (133 entrevistas recobradas) hay más de un tercio de ellas inéditas en libro, otras amputadas en sucesivas publicaciones y que ahora aparecen como fueron en su versión original. También otras que se publicaron tras la muerte del autor de Romancero gitano. Unas porque habían quedado inéditas y otras porque fueron recuperadas al difundirse la noticia de su asesinato. En España, en Argentina, en Cuba, en Uruguay, en Italia, en Francia. Firmadas por Francisco Ayala, González-Ruano, Giménez Caballero, Indro Montanelli, Mathilde Pomès... En todas lució. En todas dejaba una reflexión vital o devastada, pero siempre con fondo de luz. Ideas que celebraban su misterio glorioso o el oficio de tinieblas de su propio altar de contradicciones. Era un gran predicador de sí mismo.


En algunas de esas entrevistas anotaba también impresiones sobre el resultado de la charla, sobre el periodista, sobre sus propias palabras. Así sucede en la de Mathilde Pomès, donde no quedó satisfecho y apuntó al margen de la página que quizá no se había enterado bien de casi nada. Luego están aquellas en las que habla descargando algún peso vivo, como recuerda Cipriano Rivas Cherif en tres reportajes que publicó en 1957 en el suplemento dominical del periódico mexicano Excelsior, donde recupera algunas confesiones íntimas del poeta en 1935. «Yo no soy gitano, soy andaluz, castellano colonizador de Andalucía. Y no he conocido mujer». Era la primera vez que Lorca hablaba de su homosexualidad para un medio: «¿No te has privado tú de la otra mitad? Lo que pasa es que si es verdad lo que me dices es que eres tan anormal como yo. Que lo soy, en efecto. Porque sólo hombres he conocido; y sabes que el invertido, el marica, me da risa, me divierte con su prurito mujeril de lavar, planchar, coser, de pintarse, de vestirse de faldas, de hablar con gestos y ademanes afeminados. Pero no me gusta. Y la normalidad no es ni lo tuyo ni lo mío. Lo normal es el amor sin límites. Porque el amor es más y mejor que la moral de un dogma, la moral católica; no hay quien se resista a la sola postura de tener hijos. En lo mío no hay tergiversación (...) Pero se necesitaría una verdadera revolución. Una nueva moral, una moral de libertad entera. Ésa que pedía Walt Whitman».
Decía Juan Ramón Jiménez que las entrevistas formaban también parte de su obra. De ahí que con este proyecto quede, de algún modo, rematada también la obra completa del autor de Poeta en Nueva York. «Cuando las lees todas y contrastas algunas cosas percibes que Lorca tendía a ser algo embustero en sus declaraciones. Pero, sobre todo, era un hombre ilusionado con su futuro, comprometido con la República. Un poeta al que aquí se le transparenta el ser humano», dice Inglada.
Los temas de los que habla son muchos. El mar, la música, la política, el teatro, la muerte, ¡Cataluña! Desde Uruguay dice en 1934: «Esto es mi patria. Oye: me siento compatriota. Estoy en mi patria. Para mí, esto, no es viajar. Te juro que en Cataluña siento más la lejanía de mi solar que aquí. No; puede ser que ustedes me consideren extranjero. Pero no puedo, no siento mi calidad de viajero recién llegado a esta tierra que ya es mía».
Una cierta teatralidad hay en todo lo que hace García Lorca. Una puesta en escena lúdica que pasa por lanzar risas a la atmósfera o esperar en bata al periodista, como en la foto tomada por Alfonso en la que aparece en abril de 1936 junto a Felipe Morales. Era abril de 1936. Le quedan al poeta cuatro meses de vida. La última entrevista se la concedió a Otero Seco pocas semanas antes del crimen en Granada: «La poesía es algo que anda por las calles. Que se mueve, que pasa a nuestro lado. Todas las cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio donde tienen lugar las cosas. Se pasa junto a un hombre, se mira a una mujer, se adivina la marcha oblicua de un perro, y en cada uno de estos objetos humanos está la poesía».
Hablaba a trallazos y a veces también mordía más de lo que era capaz de masticar. Pero como decía Guillén, cuando estaba Federico no hacía ni frío ni calor: hacía Federico. Y sabía de las cosas de la vida como un niño grande, como un muchacho intuitivo aún con el flequillo espeso: «Yo soy un español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo (...) Y desde luego no creo en la frontera política. (...) Yo soy en el fondo un descreído hambriento de creer». Esto se lo dice a Bagaría en 1936.
Cuando aquel agosto en que es asesinado, el poeta, el dramaturgo, el hombre hecho de claroscuros y asombros que fue Lorca acumulaba un prestigio y una fama extraordinaria: «No busco la popularidad. Ella viene a mí. A veces me molesta. A un poeta no debe de interesarle la fama. Es una frivolidad». Y aun así también la disfrutaba.
Lorca era un festival para un periodista, pero un festival a su aire. Difícil de someter al guión de las preguntas. Él estaba dispuesto a extraer una flor distinta del ala del sombrero en cada frase. Alguien lanzó esta advertencia para principiantes, como explica en el prólogo a la edición el profesor Christopher Maurer: «No vayáis a buscar a García Lorca con un programa determinado ni con preguntas concretas». Dejadle hablar. Eso es. Dejadlo solo. Que se exprese con ganas. A tientas. De golpe. Con la tristeza que tuvo su valiente alegría.
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Análisis poético: “Retrato”, de Antonio Machado



Retrato
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, 
y un huerto claro donde madura el limonero; 
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla; 
mi historia, algunos casos que recordar no quiero. 
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido 
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—, 
más recibí la flecha que me asignó Cupido, 
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, 
pero mi verso brota de manantial sereno; 
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, 
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética 
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; 
mas no amo los afeites de la actual cosmética, 
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos 
y el coro de los grillos que cantan a la luna. 
A distinguir me paro las voces de los ecos, 
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera 
mi verso, como deja el capitán su espada: 
famosa por la mano viril que la blandiera, 
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo 
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—; 
mi soliloquio es plática con ese buen amigo 
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. 
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago 
el traje que me cubre y la mansión que habito, 
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Cuando llegue el día del último vïaje, 
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, 
me encontraréis a bordo ligero de equipaje, 
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Firma
Como podéis comprobar, en esta ocasión hemos propuesto la lectura de un poema bastante conocido, incluso hay varias versiones musicadas del mismo, como la de Alberto Cortez y reinterpretada por Joan Manuel Serrat, por ejemplo, así que suponemos que será algo sencillo realizar un análisis del mismo, Pero, tranquilos, no pensamos llevar a cabo un comentario de texto al uso, por lo que no tenéis de que preocuparos, simplemente intentaremos desvelar su contenido para poder entenderlo mejor.
Ya lo indica el mismo título, y es que Antonio Machado quiere hacer una descripción de sí mismo, pero no lo ha titulado “autorretrato” como sería lógico, sino simplemente “Retrato”, de esta manera consigue un distanciamiento con el sujeto que va a describir, como si lo estuviera viendo desde fuera, y puede ser más objetivo, aunque, en algunos momentos aparezca la subjetividad, pero claro, es difícil hablar de uno mismo y evitar por completo expresar algo de lo que se siente.
campos-de-castilla-9788437624822Este poema lo escribió Machado en 1906, cuando tenía treinta y un años de edad, por lo tanto sólo debemos ceñirnos a ese periodo de su vida y olvidarnos de otras consideraciones para comprender lo que quiere decirnos. “Retrato” apareció por primera vez editado en el poemario “Campos de Castilla”, de 1912, al inicio del libro, como una presentación o una justificación a todo lo que venía después. Consta de nueve cuartetos de versos alejandrinos, es decir, de catorce sílabas, y rima alterna.
Para comenzar el comentario lo podemos dividir en tres partes, cada una de tres versos, correspondiendo a la primera una presentación de cómo es él; a la segunda, cómo es su arte, y a la tercera, sus relaciones consigo mismo y con los demás.
Comienza declarando su procedencia: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, //  y un huerto claro donde madura el limonero;” vv: 1 – 2. Creo que está claro, pero diremos que Antonio Machado nació en Sevilla el año de 1875, en el seno de una familia acomodada, lo que insinúa al nombrar el patio, pues no todas las familias sevillanas tenían uno en sus casas. La imagen del limonero no es simplemente un recurso realista, sino que la utiliza en otros poemas y casi siempre evocando la infancia.
Su abuelo era médico y profesor de Ciencias Naturales, así que cuando obtuvo un puesto en la Universidad Central de Madrid, en 1883, toda la familia marchó con él hacia esa ciudad, de ahí el verso 3: “mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;” Allí estudió Machado en la Institución Libre de Enseñanza, lo que unido a las tendencias liberales de su familia, le formaron su carácter intelectual y sus tendencias sociales y políticas. Aunque también vivió en Soria, no puede hacer referencia a ello en este poema puesto que su trabajo como profesor de francés en esta ciudad castellana no comenzará hasta un año después de haber escrito el poema que nos ocupa, y tampoco el siguiente verso, el 4º: “mi historia, algunos casos que recordar no quiero.”, quiere hacer referencia a la muerte de su joven esposa Leonor Izquierdo quien murió en 1912, por lo que suponemos que los casos que omite son otros asuntos de su vida de los que no estaba muy orgulloso.
dibujo-antonio-machado Francisco POnceEn el siguiente cuarteto habla de su porte y sus relaciones amorosas. Del primero ya nos deja muy claro que no es “Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín…”. Pero, ¿qué quiere decir con estos dos nombres?… ¿Quiénes eran estos señores?… El primero es un personaje real, Miguel Mañara, sevillano, como él, pero que vivió allá por el siglo XVII; es conocido por sus obras de caridad y porque, gracias a él se creó el Hospital de la Caridad de Sevilla, para ayudar a las personas que carecían de medios; sin embargo se formó sobre él una fama, muchos dicen que infundada, de conquistador y mujeriego que se hizo pública cuando intentaron beatificarlo en el siglo XIX. El caso es que los hermanos Machado, Antonio y Manuel, utilizaron su figura para el personaje central de su obra teatral “Juan de Mañara” de 1927. La segunda referencia no tiene ninguna conexión real, aunque el título nobiliario sí que existe, sino que es una figura creada por Valle-Inclán en sus “Sonatas”, en las cuales se cuentan las aventuras amorosas a lo largo de la vida de dicho personaje. Bien, pues creo que queda bastante claro que Antonio Machado no se consideraba a sí mismo un seductor y lo refuerza con el siguiente verso: “—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—, “. Sin embargo afirma haber tenido aventuras, y varias, pues no nombra a una única mujer, sino que emplea el pronombre “ellas”, aunque sus aventuras disten de ser donjuanescas, ya que él fue más bien acogido que dominante, como bien indica en los dos siguientes versos: “más recibí la flecha que me asignó Cupido, // y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.”
En la tercera estrofa nos descubre su pensamiento liberal con el verso: “Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,”. Los Jacobinos eran un grupo político muy activo durante la Revolución Francesa y los cuales propugnaban la soberanía popular, la república y la indivisibilidad de la nación… Machado era profundamente democrático, republicano y se consideraba, sobre todo, español. Sin embargo, deja claro que: “pero mi verso brota de manantial sereno;” lo que es lo mismo que afirmar que no es ningún revolucionario. Esto, que no tiene por qué ser una contradicción, fue aprovechado tras su muerte por facciones tan contrarias como la Falange y el Partido Socialista para reivindicar la afiliación de este poeta… Es fácil hablar de uno cuando ya no está… Aunque tal vez se olvidaron de los versos que siguen: “y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, // soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.”, donde Machado deja claro que él no sigue los dictados políticos que estaban de moda, no contemporizaba con lo que pedía la ocasión, no se dejaba adoctrinar… simplemente se consideraba, y no tuvo ningún rubor en afirmarlo, un hombre bueno.
Con el cuarto cuarteto comienza la definición de su estilo poético: Adoro la hermosura, y en la moderna estética // corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; // mas no amo los afeites de la actual cosmética, //  ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.” Lo primero está claro: ama la poesía, lo bello; luego reconoce haber formado parte de las nuevas corrientes poéticas, simbolistas, parnasianistas, modernistas, con las que entró en relación en su primer viaje a París donde entabló amistad con Rubén Darío y influenciado por todo ese ambiente de primacía estética, formal y aristocrática, que bebía inspiración en las fuentes clásicas del Renacimiento Francés, cuyo mayor representante fue Pierre de Ronsard, escribió su primer poemario: “Soledades” y su siguiente edición “Soledades, galerías y otros poemas”, que se editó un año después de escribir la obra que comentamos. Pero posteriormente rechaza la poesía hueca, sin contenido, simplemente formal y afectada y hace referencia al modernismo con el último verso de este cuarteto al no querer ser “un pájaro azul”, sin ninguna referencia sexual, como muchos han querido ver, sino puramente estética. Tras su vuelta a Madrid, Machado se relaciona con Juan Ramón Jiménez, Unamuno y Valle-Inclán, con quienes comienza a compartir otro tipo de intereses menos estéticos y más profundos.
Antonio-Machado jovenEste tono continúa en el siguiente cuarteto: “Desdeño las romanzas de los tenores huecos // y el coro de los grillos que cantan a la luna.”, en el que vuelve a arremeter contra lo vacío, lo carente de sentido y significado. Cree en la creatividad, en la palabra, en el arte, pero no el poeta que crea una poesía como el que hace un puzzle, componiendo pieza a pieza, porque para Machado la poesía es la expresión del alma, el sentimiento, lo que cada uno lleva dentro de sí y quiere sacarlo fuera… Por eso continúa: “A distinguir me paro las voces de los ecos,” harto difícil de conseguir, por cierto, en una sociedad donde imperan más los ecos que las voces… Y luego concluye: “y escucho solamente, entre las voces, una.”, donde no creo que haga referencia a nada divino, pues de lo contrario entraría en contradicción con el verso 16, sino que esa única voz es la suya propia, su voz interior…
“¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera // mi verso, como deja el capitán su espada: // famosa por la mano viril que la blandiera, // no por el docto oficio del forjador preciada.” Tras la pregunta del inicio, cuya respuesta le da igual, considero que deja claro su postura ante el arte, pues lo importante para él no es ser un trabajador del verso, sino herir, llegar hasta lo más profundo del espíritu de quienes lean sus creaciones: su verso es una espada.
Machado era un hombre solitario, meditador, estudioso, silencioso… “Converso con el hombre que siempre va conmigo // —quien habla solo espera hablar a Dios un día—;” y creyente, como podemos observar en otros poemas, como, por ejemplo: “Anoche, cuando dormía…” En estos dos versos podemos observar una conexión con la tradición mística, con el recogimiento en sí mismo como camino hacia Dios, como camino hacia la verdad y la perfección, y ello lo afirma cuando sigue: “mi soliloquio es plática con ese buen amigo // que me enseñó el secreto de la filantropía.” La persona que más cercana tenemos en nuestra vida somos nosotros mismos y es la que más nos ama, si no aprendemos a escucharnos ni a amarnos, no podemos escuchar ni amar a nuestros semejantes, ¿os suena de algo, “ama a tu prójimo como a ti mismo”?… Por eso dice Machado que en su interior descubrió el secreto del amor hacia los demás; la filantropía.
Sin embargo, el cuarteto que sigue es curioso, pues tiene un tono de cómo de enfado, como de reproche hacia los demás y, parece, que tras haber dado tantos detalles sobre sí mismo, ahora se arrepienta y diga: “¿por qué os tengo que dar explicaciones?” Lo que ocurre es que el poema se estaba poniendo demasiado serio y trascendental y había que romper el hilo por alguna parte y él lo hizo así, en forma de desplante: “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. // A mi trabajo acudo, con mi dinero pago // el traje que me cubre y la mansión que habito, // el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.” Y de paso deja muy claro lo poco que le importan las cosas materiales, pues sólo necesita lo justo para vivir y no aspira a más.
Y termina Machado su poema con una mirada al futuro, al único futuro cierto, a la muerte, tema, por otro lado, bastante recurrente en su poesía: Cuando llegue el día del último vïaje, // y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,” Como podéis comprobar él utilizó también, y digo también porque es algo bastante común entre los poetas, la imagen del viaje y la nave para significar la muerte, pero es una imagen que le quita dramatismo, que no habla de final, de desaparición, sino de una partida… Sin embargo, los dos últimos versos se relacionan directamente con el tema del cuarteto anterior: “me encontraréis a bordo ligero de equipaje, // casi desnudo, como los hijos de la mar.” Nada se llevará, ¿para qué?, porque de la mar, imagen tanto de la vida como de la muerte, que a fin de cuentas, todo es lo mismo pues no existiría la una sin la otra, nacemos desnudos y a la volveremos igual.
Concluyendo, Antonio Machado es, y digo es porque considero que un ser humano como él, jamás muere, es pues un poeta del pueblo, y habla del pueblo cuando lo hace de las fuentes, de los olmos, de los camino, de los campos y, sobre todo, de los sentimientos. A pesar de sus símbolos y sus figuras retóricas, que las tiene numerosas y bellas, no es un poeta difícil, porque él no pretendía oscurecer el mensaje, sino hacerlo luminoso y claro para que todo lector pudiese entenderlo. En fin, hemos llegado al final y esperamos que no os haya resultado demasiado complicado ni aburrido este comentario. De todas formas, os agradeceríamos vuestras opiniones y sugerencias. Y ya sabéis, la poesía es alimento para el espíritu y un libro de poemas cabe en un bolsillo.