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6 de febrero de 2024

Se salió con la Suya {Relato}

 




 

Todo eso de que un criminal vuelve siempre a la escena del crimen habría que discutirlo. Pero, de cualquier forma, las compañías de transportes continuarán encantadas con los criminales inquietos. En nuestro relato, es obvio que el regreso a la escena del crimen se hizo por ese espíritu de arrogancia que realmente distingue al hombre de las otras formas de vida inferiores.

Cuando revisó el montón de demandas de pagos de seguros que su secretaria le había dejado sobre la mesa, se detuvo en la mayor… 100.000 dólares. Se quedó lo menos medio minuto contemplando la cantidad, pensando que con aquel dinero alguien sería rico. Después, sin dejar de reflexionar, miró el nombre del beneficiario y se sobresaltó. Mrs. Mar-vin Selye.

Fran.

Giró el sillón y contempló su imagen en la puerta de cristales de la librería. Vio un hombre corpulento, entrecano, de rostro carnoso, con una nariz corta y ancha y un cuidado bigotito. No había la menor relación entre este individuo, Hugh Banearan, jefe de la sección de reclamaciones, y aquel contable de Banco buscado por estafa y asesinato. Después de veinticinco años, ¿Cómo podía haberla? Sin embargo…

Volver a verla, arriesgarse y contemplarla. ¿Se atrevería? Sintió un cosquilleo en la espalda y su sangre corrió, excitada, en las venas.

Era un torbellino de mujer, esbelta, joven, preciosa, con una dote que la hacía aún más encantadora. Pero para conseguir dinero hace falta dinero, así que la cortejó con los fondos del Banco. En su mundo secreto, de enamorados, él era Blinky y ella Winky, y puede decirse que ya la tenía en el bote. Suponía que, una vez casados, después de confesar lo que había hecho por su amor, ella repondría hasta el último centavo.

El plan era perfecto, ya que los Bancos no acusan cuando se les restituye, y él disponía de todo un año antes de que los auditores le cazaran. Ciertamente sus planes se hubieran cumplido, de no ser por Mike, el hermano de ella, que lo descubrió. Mike era ayudante de cajero, y se la tenía jurada desde siempre.

Banearan tuvo una expresión hosca al recordar aquella noche en que Mike le acusó…, haciendo gala de extrema honradez cuando en realidad lo que quería era guerra.

-Veinte            mil dólares -dijo Mike-. He pensado que sería mejor decírtelo aquí, delante de Fran, antes de informar al Banco, por si tienes alguna explicación.

Banearan acarició el arma que llevaba en el bolsillo. En aquellos días la llevaba siempre por si acaso y le dio valor para hacerle frente.

-¿Qué son veinte mil dólares para ti y para Fran? Los tenéis. Podéis sacarme de esto. Por amistad, por amor…

Fran exclamó:

-¿Cómo te atreves?

Y Mike añadió, despectivo:

-¡Tramposo de pacotilla!

Fue entonces cuando empuñó la pistola y encañonó a Mike.

-Repite eso -le advirtió fríamente- si tienes valor.

Fran gritó:

-¡No…, no lo hagas!

Trató de agarrarle la pistola y esto le sirvió a él de excusa para disparar. ¿Qué derecho tenía Mike a seguir viviendo, después de semejante faena?

El contable desapareció inmediatamente después de disparar y no dejó rastro. Con un poco de suerte, y un poco de torpeza de la Policía, un hombre listo no se deja coger. Cirugía plástica, cambio cuidadoso de voz y de gestos, y he ahí la nueva personalidad de Hugh Banearan.

Sonriendo, hizo dos montones con los papeles que tenía delante, uno a cada lado de su mesa. Seguía todavía dubitativo al dejar la ficha de Seeley en el centro. Luego llamó a su secretaria y señalándole los montones le dijo:

-Puede dar éstos a Perkins, los demás son para Davis.

-¿Y ésta?

Contempló de nuevo la demanda de Seeley y sus palabras parecieron salir de otros labios:

-Cien mil dólares es mucho dinero. Creo que yo mismo me ocuparé de ésta.

Hizo un gesto distraído, levantó el teléfono y la llamó. No era sino una demanda más que había que solucionar, una visita rutinaria más, en la que persuadir al beneficiario de que dejara su dinero en la compañía, a determinado interés.

Oyó la llamada al otro lado del hilo telefónico y contestó su voz. La reconoció al momento, aquella vocecita de falsete excitada, como si esperara que surgiera algo maravilloso en cualquier instante. No, la voz de ella no había cambiado. Pero la suya sí, con mucha práctica, claro.

Concertó la entrevista para la mañana siguiente, a las diez, en su casa.

No sentía ningún temor. En los últimos cinco años, desde que tenía,este empleo, se había tropezado casualmente con antiguos amigos: No le reconocieron. Ni sospecharon nada cuando hizo que la conversación recayera en Fran. Le dieron su nombre de casada y comentaron la vieja historia del contable de Banco, que disparó contra su hermano y lo mató, y habría muerto, probablemente.

El trabajo de Banearan también le había puesto en contacto con la Policía. Había entrado y salido de Comisarías e incluso había estado sentado con un inspector. Así que sabía que su identidad no corría peligro.

Todo el día estuvo pensando en ella. Cuando la viera le diría: "Tenemos amigos comunes. Me han hablado mucho de usted. Es como si la conociera".

Se mostraría afable, le diría: "Es usted una mujer valiente, Mrs. Selye, ha sabido rehacer su vida después de la tragedia". A continuación sonreiría y añadiría pensativo: "Porque debe de estarse preguntando a cada paso si su hermano seguiría con vida, de no haber cometido la tontería de agarrar la pistola".

Sería un toque delicado volver a plantear la duda en su conciencia, hacerla sentirse culpable. Y para él sería una protección adicional. Empezó a esperar la entrevista. Era el destino; era la aventura. Contaba sólo cuarenta y siete años y le quedaban muchos por delante. Podía ocurrir cualquier cosa.

Aquella noche durmió muy bien. No soñó y despertó en perfecta forma. Se desayunó como siempre en el drugstore, luego fue a la oficina y guardó el coche en el aparcamiento de la compañía. Revisó su correo, lo seleccionó y dictó unas :artes rutinarias. Luego bajó y se dirigió en coche hasta las afueras para su primera entrevista: Con Mrs. Marvin Selye.

Calculó que la casa valdría unos cincuenta mil dólares. Reflejaba buen gusto, como tenía que ser tratándose de Fran. {las puertas del garaje, un garaje para tres coches, estaban abiertas y dentro había un descapotable. "Rica -se dijo-, pero sin alardes. Probablemente una persona de servicio y una doncella por horas."

A lo mejor la propia Fran abriría la puerta. También se había preparado para ello.

Vería a una viuda llenita, de edad intermedia, y ella vería un desconocido, Hugh Banearan, de la compañía de seguros.

Tiró de la campanilla y esperó, excitado. Oyó unos pasos r(pidos y ligeros, y la puerta se abrió. Como en un sueño, la vio joven, preciosa, sin acusar cambio alguno. Sus ojos azules seguían fascinando ante las maravillas del mundo; su pelo rubio brillaba destellante y su cuerpo seguía igual joven y esbelto. Por un momento se quedó asombrado, incapaz de creer en el milagro de su juventud. -¡Wiski! -exclamó.

La joven le miró estupefacta. Luego, burlona, disfrutando con el juego, volvió la cabeza y dijo con aquella voz tan familiar:

Mamá, preguntan por Wiski. ¿Quién puede ser? -nervioso, dio un paso atrás, su pie no encontró el peldaño, se torció el tobillo. Sintió una punzada de dolor, dobló el cuerpo y se cayó de bruces, quedó unos segundos inconsciente, pero mantuvo los ojos cerrados, tratando de pensar, diciéndose que su metedura de pata no era fatal, que podría arreglarse de algún modo. Oyó pasos procedentes del interior y alguien se incorporó a su lado, pero aún no miró a Fran Seeley. En un momento de inspiración decidió que pretendería que la muchacha no le había comprendido. Después se marcharía y dejaría que Perkins fuera mañana y arreglara lo del seguro.

Wiski…, Selye…, dos nombres parecidos. Y naturalmente, trataría con un par de mujeres que estarían trastornadas por el accidente. Ya le había ocurrido lo mismo varias veces en el curso de su trabajo.

Confiado, orgulloso de su agilidad mental y soberanamente seguro de sí mismo, abrió los ojos.

Fran había envejecido. Estaba algo más gruesa, su rostro todavía bello y sereno en su madurez, reflejaba compasión como si hubiera sufrido mucho. Sus ojos reflejaban ternura y simpatía y lo único que evidentemente la preocupaba era su sufrimiento…, que, en cuanto a él, era beneficioso, tropiezo obraba en su favor.

-Me temo que me he torcido el tobillo -comentó con voz temblorosa.

-¡Cuánto lo siento! ¿Cree que podrá tenerse en pie? se apoya en nosotras, entre Ethel y yo le ayudaremos a entrar -Lo intentaré.

Se incorporó torpemente y descansó su peso en los hombros de las dos mujeres. Jadeando por el esfuerzo, entró en la casa a la pata coja hasta dejarse caer pesadamente sobre los almohadones de un sofá cercano a la chimenea. Su tobillo le dio otra punzada, y la estancia cálida y suntuosa giró ante sus ojos.

-Lamento molestarla -murmuró-, pero si llamara al médico, me vendaría el tobillo y podría valerme por mi mismo.

-Lo que necesita ahora -dijo Fran con energía- es un trago de whisky. Está blanco como una sábana. -Se volvió y mostró su claro y perfecto perfil-. ¿Quieres traer la botella, Ethel? Y un vaso de la cocina.

-Claro, mamá.

La muchacha se fue y Fran se inclinó hacia delante. Parecía sostener una lucha interna, mientras le estudiaba con extasiada concentración.

Se apartó bruscamente, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que alguien tenía un motivo para observarle de cerca. Nunca, hasta aquel momento, se había puesto a prueba su disfraz.

-Confío -observó simulando estar divertido- que su hija no se equivocará en la bebida como lo hizo con el nombre.

Fran no replicó.

Si solamente pudiera levantarse, echar a correr, apartarla de un empujón y huir…, cualquier cosa, excepto seguir sentado, esperando, expuesto a su intenso escrutinio.

Levantó las manos hasta la cara, para cubrirla. Se frotó las mejillas vivamente y dejó caer las manos, abrumado.

No debía haber hecho aquello. No con su viejo gesto, que para ella resultaba tan familiar.

-¡Esa bebida! -exclamó, cada vez más asustado-. La necesito. ¿Por qué tarda tanto?

Entonces, finalmente, ella dijo:

-¡Blinky!

Y lo pronunció lentamente, como con asco.

 

FIN

 

1983 Editado por Paya Frank @Blogger

EL SOMBRERO DEL ABUELO RAIMUNDO {Relatos}

 




 

El abuelo Raimundo fue siempre un hombre de gustos refinados. Nosotras no conocimos bien muchos aspectos de su personalidad, pero Mamá es quien siempre está repitiendo que era "un gourmet en la mesa, un académico en las tertulias y un verdadero dandy en el vestir".

Lo que sí recordamos bien, son los felices momentos que pasábamos con él y por cierto que nunca olvidaremos aquel tragicómico episodio que muy pocos conocen y que quizás tuvo en su vida mayor importancia de la que pudiera atribuírsele.

Durante los veranos, venía el abuelo Raimundo a buscarnos, todos los domingos, a mi hermana menor y a mí. Elegante, de la cabeza a los pies, con un impecable traje blanco de Palm Beach (cuyos pantalones parecían tener rayas indelebles), unos zapatos de brillo espejeado y un sombrero de Jipijapa.

Este sombrero era su orgullo. "Es un legítimo Montecristi", nos decía y, una vez nos contó que se lo habían mandado desde el Ecuador, arrollado dentro de una cajita de madera de balsa. "Es una joya", decía y levantaba el tafilete para que se pudieran ver mejor los círculos del tejido y el sello que confirmaban su origen y autenticidad.

El abuelo nos llevaba a la plaza principal, se ubicaba en un banco y mientras nosotros correteábamos, él leía el suplemento literario de su periódico. Cuando daban las once, controlaba su reloj de bolsillo con el del campanario y entrábamos a la Catedral.

Con sumo cuidado, el abuelo colocaba su sombrero de paja a su lado y desplegaba un pañuelo sobre el reclinatorio para el momento de la Elevación. Luego sacaba tres billetes nuevecitos, sin ninguna arruga, que ya traía preparados para nuestras limosnas.

Cuando salíamos de misa, saludábamos a todo el mundo. Le gustaba presentarnos como "sus diablillas" a quien aún pudiera no conocernos, puesto que esa ceremonia se repetía todos los domingos.

Después íbamos a una confitería. Él tomaba con deleite un Campari y nosotras devorábamos unos gigantescos helados, que jamás confesábamos haber comido cuando Mamá rezongaba por nuestra falta de apetito.

El abuelo había enviudado hacía muchos años, nosotras no recordábamos claramente a la abuela, pero él nos contaba que había sido una mujer maravillosa y que por eso, él no se había vuelto a casar, porque "no habrá ninguna igual, no habrá ninguna", decía con vehemencia.

Sin embargo, a punto estuvo de volver a hacerlo. Nosotras, "las diablillas", fuimos las primeras en notar cómo el abuelo saludaba con mayor deferencia a doña Felicitas. Cuando la veía venir, se sacaba el sombrero con un ademán mosqueteril, retenía un momento su mano, luego de amagar un beso caballeresco en ella como saludo y le decía siempre algún cumplido.

Pronto, la salida de misa y el posterior paseo fue como un pas-de-quatre, ya que doña Felicitas, casualmente, iba en la misma dirección. Al comienzo, nosotras caminábamos detrás. Íbamos riendo y haciendo morisquetas, porque notoriamente doña Felicitas últimamente usaba un apretado corsé que le afinaba el talle, pero que hacía surgir unas protuberancias poco estéticas que daban mayor volumen a su ya abundante busto y a sus enormes asentaderas.

Pero el abuelo no lo notaba, o fingía no verlo, porque a cada nuevo encuentro aumentaba sus requiebros. Tampoco se daba cuenta, que de un tiempo a esa parte -y creo que fue justo después de que el abuelo le dijera a doña Felicitas que tenía un cutis de porcelana- ésta había aumentado su dosis de polvo de albayalde.

Un día que nuestras risitas fueron más atrevidas, el abuelo muy severamente, nos mandó caminar adelante y esperarlos en cada esquina, para cruzar la calle.

Pero nuestras burlas seguían; jugábamos a ser la pareja e inventábamos ridículos diálogos amorosos de cursi tenor, que siempre terminaban en pedido y aceptación de matrimonio.

Así las cosas siguieron por algunas semanas. Un domingo, en vez de la consabida parada en la confitería, doña Felicitas sugirió que fuéramos hasta su casa, pues ella misma había preparado un licorcito de cáscaras de naranjas para el abuelo y una tarta de frutilla que, estaba segura, nos gustaría.

Y allá fuimos. Entramos en una sala que, se nos antojó, se parecía tremendamente a su dueña: atiborrada de adornos y con aroma rancio. Se destacaban un piano, con un mantón de Manila y un búcaro con unas flores sospechosamente tiesas.

Varios almohadones, puestos como al descuido, nos impedían el paso. Doña Felicitas los levantaba, los esponjaba y ponía sobre los sillones en medio de grititos y risitas.

A la invitación de ponernos cómodos, rápidas nos posesionamos del sofá de dos plazas. El abuelo miró alrededor, depositó su sombrero sobre un almohadón de cuatro borlas y se sentó en una mecedora de esterilla que inexplicablemente, había escapado a la invasión de los cojines.

"No toquen nada", dijo el abuelo por lo bajo, mientras Doña Felicitas, en el comedor contiguo, parloteaba y servía las porciones de torta. Mi hermana y yo conteníamos apenas nuestros deseos de reír, de reír sin saber bien por qué, mientras el abuelo parecía preocupado y trataba de adoptar una postura natural.

Doña Felicitas entró con una bandeja. Estaba eufórica, ponderaba lo educaditas que éramos. Nos sirvió, dejó la bandeja sobre una mesita y hablando sin cesar se movía de aquí para allá con pasitos que casi parecían una danza. De pronto, con un giro que ella habría pensado lleno de graciosidad, se sentó, depositando toda su humanidad sobre el sombrero de paja del abuelo.

Lo que siguió, fue un confuso intercambio de atropelladas disculpas, de mal simuladas dispensas y un torneo caballeresco en el que los contendores se disputaban la responsabilidad de lo ocurrido.

Cuando por fin nos fuimos, el abuelo estaba rojo de ira. Ya en la calle le oímos mascullar algo así como "¡flores artificiales!, ¡almohadones con borlas!". Luego muy callados, caminamos hasta casa. El abuelo no podía ocultar su humillación cuando se cruzaba con algún conocido, a quien habrá extrañado, sin duda, que aquel día de sol, el elegante señor llevara en la mano su sombrero, inocultablemente todo deformado.

No se quedó a almorzar con nosotras; el abuelo no hubiera podido soportarlo.

Mi hermana y yo pasamos una semana muy tristes. Pensábamos que el abuelo Raimundo ya nunca más vendría a buscarnos. Y nos dimos cuenta de cuánto lo queríamos.

Pero el domingo siguiente, a la hora de siempre, sonó el timbre. Corrimos al zaguán y allí estaba el abuelo, elegante e impecable como siempre y con su hermoso jipijapa totalmente restaurado.

Tras nuestro alborozado recibimiento de estrujantes abrazos, echamos a andar como si nunca hubiera pasado nada. De pronto, tal si fuera una ocurrencia repentina, el abuelo nos preguntó:

-¿Qué les parece si hoy vamos a otra plaza y a otra iglesia?

-¡Sí!, ¡sí! -gritamos locas de alegría.

 FIN

Paya Frank @Blogger

5 de febrero de 2024

Un Pobre Muerto {Relatos}

 


 

El tío de Francis Marion Tarwater llevaba muerto apenas media hora cuando el chico se emborrachó tanto que no pudo terminar de cavar su tumba y un negro llamado Buford Munson, que había ido a que le llenasen una damajuana, tuvo que terminar el trabajo, arrastrar el cuerpo desde la mesa del desayuno, donde seguía sentado, y enterrarlo como está mandado, cristianamente, con la señal de su Salvador en la cabecera de la tumba, y echarle encima tierra suficiente para impedir que los perros lo desenterraran. Buford se había presentado a eso de mediodía y, al atardecer, cuando se marchó, Tarwater, el chico, todavía no había vuelto del alambique.

El viejo era tío abuelo de Tarwater, o eso decía, y habían vivido juntos desde que el chico tenía uso de razón. Cuando lo había rescatado y se había comprometido a criarlo su tío le dijo que tenía setenta años; al morir tenía ochenta y cuatro. Tarwater calculó entonces que él andaría por los catorce. Su tío le había enseñado a sumar, restar, multiplicar y dividir, a leer y escribir, algo de historia, empezando por Adán cuando lo expulsan del Edén, pasando por los presidentes hasta Herbert Hoover, y de ahí a la especulación hasta llegar al segundo Advenimiento y el día del Juicio. Además de darle una buena educación, lo había rescatado de su otro pariente, el único que le quedaba, el sobrino del viejo Tarwater, un maestro de escuela que por entonces no tenía hijos y quería quedarse con el de su difunta hermana para criarlo según sus propias ideas. El viejo estaba en condiciones de saber cuáles eran esas ideas.

Había vivido tres meses en casa del sobrino gracias a lo que en su momento consideró caridad, pero más tarde, según contaba, había descubierto que no había sido por caridad ni nada parecido. Mientras vivió allí, el sobrino se había dedicado en secreto a hacer un estudio sobre su persona. El sobrino, que lo había acogido en nombre de la caridad, aprovechó la situación para colarse en su alma por la puerta trasera, le hacía preguntas que tenían más de un sentido, le ponía trampas por toda la casa y observaba cómo caía, y al final terminó escribiendo un estudio sobre él y lo publicó en una revista para maestros. El hedor de su comportamiento había llegado hasta el cielo y el Señor mismo había rescatado al viejo. Se le había presentado en una visión enfurecida para ordenarle que huyera con el huerfanito, se marchara al lugar más apartado del interior y lo criara para justificar su Redención. El Señor le había asegurado una larga vida y el viejo había raptado al niño en las mismas narices del maestro, y se lo había llevado a vivir a un claro del bosque del que tenía un título de propiedad vitalicio.

Con el tiempo, Rayber, el maestro de escuela, descubrió dónde estaban y fue hasta el claro a recuperar al niño. Tuvo que dejar el coche en el camino de tierra y atravesar más de un kilómetro de bosque, por un sendero que aparecía y desaparecía, antes de llegar al campo de maíz con la escuálida casucha de dos plantas que se levantaba en su mismo centro. Al viejo le gustaba contarle a Tarwater que había visto la cara enrojecida, sudorosa y picada de viruelas de su sobrino subir y bajar entre el maíz, seguida del sombrero de flores color rosa de la asistente social que había llevado para que lo acompañara. El maíz estaba plantado hasta dos palmos de los escalones del porche, y cuando el sobrino salió del campo, el viejo apareció en la puerta con la escopeta y le advirtió que le dispararía a los pies a todo aquel que pisara sus escalones; los dos quedaron cara a cara mientras la asistente social salía del campo de maíz, encrespada como una pava real a la que le han invadido el nido. El viejo decía que de no haber sido por la asistente social, su sobrino no habría dado un solo paso, pero ella se quedó allí de pie, esperando, mientras se apartaba los mechones teñidos de rojo que se le habían pegado a la frente ancha. Los dos sangraban y tenían la cara cubierta de arañazos por culpa de las espinas de los arbustos, y el viejo se acordaba de la ramita de zarzamora que a la asistente social le colgaba de la manga de la blusa. Bastó que ella soltara el aire despacio, como si con el aliento se le acabara toda la paciencia del mundo, para que el sobrino levantara el pie, lo apoyara en el escalón y el viejo le disparara en la pierna. La pareja salió corriendo y desapareció entre el maíz crujiente, y la mujer chilló: «¡Sabías que estaba loco!», pero cuando reaparecieron al otro lado del campo de maíz, desde la ventana del piso de arriba, el viejo Tarwater vio que ella lo rodeaba con el brazo y lo sostenía mientras él iba a los saltitos, y así llegaron al bosque; tiempo después, supo que el sobrino se había casado con ella, pese a que le doblaba la edad y a que no le daría tiempo a hacerle más que un hijo. Ella no lo dejó volver nunca más.

La mañana en que el viejo murió, bajó a la cocina y preparó el desayuno, como de costumbre, y se murió antes de llevarse la primera cucharada a la boca. Un cuarto amplio y oscuro ocupaba toda la planta de abajo de la casucha, y en el centro había una cocina de leña y una mesa de tablones puesta al lado. En los rincones se apilaban los sacos de pienso y malta, y por todas partes allí donde el viejo o Tarwater las iba dejando, se acumulaban la chatarra, las virutas de madera, las cuerdas viejas, las escaleras y la leña menuda. Habían dormido en esa cocina hasta que un lince entró una noche por la ventana y el viejo se asustó tanto que se llevó la cama al piso de arriba, donde había dos cuartos vacíos. Vaticinó entonces que las escaleras le quitarían diez años de vida. En el momento de morir, se sentó delante del desayuno, levantó el cuchillo con una mano cuadrada y enrojecida, y no alcanzó a llevárselo a la boca cuando, con una mirada de total asombro, lo bajó hasta que la mano se apoyó de golpe en el borde del plato, le dio la vuelta y lo tiró de la mesa.

El viejo era recio como un toro, el cuello corto le salía directamente de los hombros y los ojos plateados y saltones miraban como dos peces que luchan por escaparse de una red de hilos rojos. Llevaba un sombrero grisáceo con toda el ala doblada hacia arriba, y encima de la camiseta, una chaqueta gris que en otros tiempos había sido negra. Sentado a la mesa, enfrente de su tío, Tarwater vio que en la cara le salían un montón de venitas rojas y que un temblor lo recorría entero. Fue como el temblor de un terremoto que había partido del corazón hacia fuera y acababa de llegar a la superficie. De repente, la boca se le hizo a un lado y el viejo se quedó tal y como estaba, en perfecto equilibrio, la espalda a medio palmo del respaldo de la silla, la barriga metida justo debajo del borde de la mesa. Los ojos fijos, como monedas de plata, estaban clavados en el niño, sentado frente a él.

Tarwater sintió que el temblor no cesaba y lo recorría ligeramente a él también. Supo que el viejo estaba muerto sin tocarlo, siguió sentado a la mesa, enfrente del cadáver, y terminó de desayunar sumido en una especie de vergüenza huraña, como si se encontrara en presencia de una personalidad nueva y no supiera qué decir. Al final dijo con voz quejumbrosa:

-¡Para el carro! Ya te dije que lo haría bien.

La voz sonó como la de un forastero, como si la muerte lo hubiera transformado a él y no al viejo.

Se levantó, salió con el plato por la puerta trasera, lo puso en el último escalón y dos gallos de pelea negros cruzaron como flechas el patio y se acabaron los restos de comida. Se sentó encima de una larga caja de pino que estaba en el porche trasero; distraído, empezó a desanudar un trozo de cuerda, mientras la cara larga, en forma de cruz, se volvía hacia el claro y miraba más allá del bosque que se extendía en pliegues grises y violáceos hasta rozar la línea azul celeste de los árboles, que, como una fortaleza, se alzaban contra el cielo despejado de la mañana.

El claro no sólo estaba lejos del camino de tierra, sino del camino de ruedas y de la senda, y, para llegar a él, los vecinos más próximos, negros, no blancos, tenían que cruzar el bosque, apartando del paso las ramas de los ciruelos. Hacia la izquierda, el viejo había empezado a sembrar un campo de algodón que iba hasta más allá de la alambrada y llegaba casi hasta un costado de la casa. Las dos hileras de alambre espino pasaban justo en medio del campo. Un brazo de niebla en forma de joroba reptaba hacia la alambrada, dispuesto como un perro de caza blanco a pasar por debajo y cruzar el patio pegado al suelo.

-Voy a cambiar es’alambrada de sitio -dijo Tarwater-. No voy a dejar que mi alambrada me parta el campo en dos.

La voz le sonó fuerte, todavía extraña y desagradable, y concluyó la reflexión para sus adentros: «Porque ahora este lugar es mío, sea o no sea yo el dueño, porque estoy aquí y nadie me va echar. Si llega venir un maestro de escuela a reclamar la propiedad, lo mato».

Llevaba puesto un mono desteñido y un sombrero gris calado hasta las orejas como un gorro. Fiel a la costumbre de su tío, nunca se quitaba el sombrero más que para ir a la cama. Hasta la fecha siempre había seguido las costumbres de su tío pero: «Si quiero cambiar de sitio es’alambrada antes d’enterrarlo, ni Dios me lo impediría -pensó-, nadie diría ni mu».

-Primero l’entierras y así acabas antes -dijo la voz potente y desagradable del forastero.

Se levantó y fue a buscar la pala.

La caja de pino en la que se había sentado era el ataúd de su tío, pero no pensaba utilizarlo. El viejo era demasiado pesado para que un muchacho flaco lo levantara y lo metiera dentro, y aunque el viejo Tarwater lo había hecho unos años antes con sus propias manos, le había dicho, que, cuando llegara el momento, si no era posible meterlo dentro, que lo echara al agujero tal como estaba, y que se asegurara solamente de que el agujero fuera bien hondo. Lo quería de tres metros, dijo, no de dos y medio. Había dedicado mucho tiempo a hacer la caja y, cuando la terminó, le grabó en la tapa mason tarwater, con dios; luego se metió dentro y ahí se quedó tendido un buen rato en el porche trasero, sin que se le viera más que la barriga que sobresalía por el borde como el pan cuando fermenta demasiado. El muchacho se había quedado al lado de la caja, observándolo.

-Así acabamos tos -dijo el viejo con satisfaccción, la voz ripiosa y bullanguera dentro del ataúd.

-Eres demasiao grande pa la caja -observó Tarwater-. Me tendré que sentar encima de la tapa o esperar que te pudras un poco.

-No esperes -le había dicho el viejo Tarwater-. Prest’atención. Cuando llegue el momento, si no es posible usar la caja, si no me puedes levantar o lo que sea, échame al hoyo, pero lo quiero bien hondo. Lo quiero de tres metros, no de dos y medio, de tres. Me puedes llevar rodando, aunque más no sea. Rodaré. Coge dos tablas, las pones al final de los escalones y empiezas a hacerme rodar y ahí donde me pare, empiezas a cavar. No dejes que me caiga dentro el hoyo hasta que no esté bien hondo. Me pones unos ladrillos pa que no salga rodando y me caiga dentro y no dejes que los perros me empujen dentro antes que esté terminao. A los perros mejor los encierras -dijo.

-¿Y si te mueres en la cama? -preguntó el chico-. ¿Cómo voy a hacer pa bajarte por las escaleras?

-Yo en la cama no me pienso morir -dijo el viejo-. En cuant’oiga la llamada, voy a bajar las escaleras corriendo. Me voy a poner cerca de la puerta to lo que pueda. Si me quedo seco arriba, me vas a tener que bajar rodando por las escaleras, no habrá más remedio.

-Dios me libre -dijo el chico.

El viejo se incorporó dentro de la caja y dio un puñetazo en el borde.

-Prest’atención -dijo-. Nunca te pedí na. Te acogí, te crié y te salvé de ese burro de la ciudad, y ahora lo único que te pido a cambio es que cuando me muera m’eches a la tierra, donde deben estar los muertos, y me pongas una cruz encima pa que se vea que estoy ahí. Es lo único que te pido que hagas por mí.

-Bastante haré con echarte al hoyo -dijo Tarwater-. Reventao voy a quedar pa poner cruces. No voy a perder tiempo con tonterías.

-¡Tonterías! -masculló su tío-. ¡Ya sabrás lo que son tonterías el día que junten esas cruces! Mira que enterrar a los muertos como está mandao tal vez sea el único honor que te hagas. Te traje hasta aquí pa hacer de ti un cristiano -gritó-, ¡maldita sea si no lo consigo!

-Si no tengo fuerzas pa hacerlo -adujo el chico observándolo con calculada indiferencia-, le voy avisar a mi tío de la ciudad pa que venga y se ocupe de ti. El maestro de escuela… -aclaró arrastrando las palabras, y vio que las marcas de viruela de la cara de su tío habían palidecido- se va encargar de ti.

Los hilos que sujetaban los ojos del anciano se hicieron más gruesos. El viejo aferró ambos lados del ataúd y empujó hacia delante como si fuera a sacarlo del porche.

-Ése me quemaría -dijo, y se le quebró la voz-. Me mandaría cremar en un horno y aventaría mis cenizas. «Tío», me dijo, «¡eres una especie a punto de extinguirse!». Con tal de aventar mis cenizas, ése es muy capaz de pagarle a la funeraria pa que me quemen -dijo-. No cree en la Resurrección. No cree en el día del Juicio. No cree en…

-Los muertos no están pa detalles -lo interrumpió el muchacho.

El viejo lo agarró por el peto del mono, lo levantó en peso contra el costado de la caja y sus caras casi se tocaron.

-El mundo se creó pa los muertos. Piensa en tos los muertos que hay -dijo y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió-: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos se pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos se pasan vivos! -Y soltó al chico lanzando una carcajada.

Apenas un temblor de los ojos permitió adivinar que el chico había quedado impresionado por aquello, y al cabo de un instante había dicho:

-El maestro de escuela es mi tío. La única persona de mi misma sangre que voy a tener y está vivo y, si me da la gana acudir a él, acudo ara mismo.

El viejo lo miró en silencio durante un tiempo que se hizo eterno. Luego golpeó con las palmas abiertas los costados de la caja y rugió:

-¡Quien la peste llame, por la peste perecerá! ¡Quien la espada empuñe, por la espada perecerá! ¡Quien el fuego provoque, por el fuego perecerá! -Y el niño tembló a ojos vistas.

«Está vivo -pensó mientras iba a buscar la pala- pero más le vale que ni asome por aquí pa echarme d’estas tierras, porque lo mato». «Acude a él y púdrete en el infierno -le había dicho su tío-. Te salvé d’él hasta ahora y, si acudes a él en cuanto yo esté en el hoyo, no hay na que yo pueda hacer».

La pala estaba apoyada contra la pared del gallinero.

-Nunca más voy a poner los pies en la ciudad -dijo Tarwater-. Nunca acudiré a él. Ni él ni nadie me va sacar d’estas tierras.

Decidió cavar la tumba debajo de la higuera porque el viejo le iba a ir bien a los higos. Al principio, el suelo era arenoso, pero más abajo era duro como la piedra y la pala soltó un sonido metálico cuando la hundió en la arena. «Tengo que enterrar un fardo muerto de cien kilos», pensó, y se quedó con un pie en la pala, inclinado hacia delante, mientras observaba el cielo blanco a través de la copa de la higuera. Tardaría todo el día en cavar en aquella piedra un agujero lo bastante grande; el maestro de escuela lo quemaría en un momento.

Tarwater nunca había visto al maestro de escuela, pero sí a su hijo, un niño que se parecía al viejo Tarwater. Aquella vez que Tarwater y su tío fueron a verlos, el viejo se había quedado tan pasmado por el parecido que no había pasado de la puerta, se había quedado mirando al chico y mojándose los labios con la lengua como un viejo chocho. Aquélla fue la primera y la última vez que el viejo había visto al niño. «Tres meses -decía-. Tres meses pasé en su casa. Qué vergüenza. Una traición que duro tres meses, traicionao por alguien de mi propia familia, y si cuando yo me muera me quieres entregar a quien me traicionó, y ver mi cuerpo arder, así sea. ¡Así sea, muchacho! -le había gritado, incorporándose en la caja de muerto con la cara lívida-. ¡Que así sea, pero cuídate del cangrejo que vendrá a agarrarte del cuello con sus tenazas! -Y con la mano había agarrado el aire para enseñarle a Tarwater cómo sería

-. A mí me amasaron con la levadura en la que él no cree -dijo-, y no voy arder. ¡Y cuando yo me vaya, vas a estar mejor aquí, en estos bosques, tú solo, con la luz qu’ese sol enano quiera arrojar sobre ti, que en la ciudad con ése!».

La niebla blanca avanzó por el patio hasta desaparecer en una hondonada, y el aire quedó limpio y claro.

-Los muertos son pobres -dijo Tarwater con la voz del forastero-. Más pobre que un muerto, imposible. Va tener que conformarse con lo que le toque.

«Nadie me vendrá molestar -pensó-. Nunca. Nadie alzará la mano pa detenerme». Muy cerca, un perro de caza de rubia pelambre golpeaba el suelo con la cola y unas cuantas gallinas negras escarbaban en la tierra desnuda que el chico acababa de cavar. Rodeado de un halo amarillo, el sol se elevaba por encima de la línea azul de los árboles y cruzaba lento el cielo.

-Ahora puedo hacer lo que me dé la gana -dijo, y suavizó la voz del forastero para que le resultara soportable.

«Puedo matar toas esas gallinas, si me diera por ahí», pensó mientras observaba a los negros gallos Bantam que no valían nada y a los que tan aficionado había sido su tío.

-Se iba con muchas tonterías -dijo el forastero-. La verdá es que era un crío. Vaya, a la final, el maestro de escuela nunca le hizo daño. Por ejemplo, lo único que hizo fue estudiarlo y escribir lo que había visto y ponerlo en una revista pa que lo leyeran otros maestros de escuela. ¿Qué tiene eso de malo, eh? Na ¿A quién l’importa lo que lee un maestro de escuela? Y el viejo chocho se comportaba como si le hubieran arrancao el alma y la vida. Ya ves tú, no estaba tan muerto como él se pensaba. Vivió quince años más y crió a un niño pa que lo enterrara como él quería.

Y mientras Tarwater hundía la pala en la tierra, la voz del forastero se cargó de furia contenida y empezó a repetir:

-Tú tienes qu’enterrarlo solo y a pulso y ese maestro de escuela lo quemaría en un momento.

Después de cavar una hora o así, la sepultura tenía poco más de un palmo de profundidad, no era lo bastante honda para contener el cuerpo. Se sentó en el borde a descansar un momento. El sol era como una ampolla blanca y febril en medio del cielo.

-Los muertos traen montones de problemas, muchos más que los vivos -dijo el forastero-. Ese maestro d’escuela ni se pararía a pensar que el día del Juicio se van a reunir tos los cuerpos señalaos con una cruz. En el resto del mundo no hacen las cosas como te las han enseñao a ti.

-Ya lo sé, yo ya estuve -masculló Tarwater-. No hace falta que nadie me lo diga.

Hacía dos o tres años, su tío había ido allí a hablar con los abogados para ver si conseguía evitar que la finca fuese para el maestro de escuela y le quedara a Tarwater. Tarwater se había esperado sentado delante de la ventana del abogado, en el piso doce, con la vista clavada en el agujero de la calle, allá abajo, mientras su tío cerraba el trato. Cuando fueron de la estación de tren a la oficina, había caminado bien erguido entre la masa de hormigón y metal en movimiento moteada con los ojillos de la gente. El brillo de sus propios ojos quedaba tapado por el ala rígida del sombrero gris, nuevecito, que le hacía de techo y se mantenía en perfecto equilibrio sobre las orejas de soplillo. Antes del viaje había leído algunos datos en el anuario y sabía que allí vivían sesenta mil almas que lo veían a él por primera vez. Tenía ganas de pararse y darle la mano a uno por uno y decirles que se llamaba Francis M. Tarwater y que había ido solamente a pasar el día y a acompañar a su tío, que tenía que ver a un abogado. Cada vez que pasaba un transeúnte se volvía a mirarlo hasta que comenzaron a pasar demasiado deprisa y observó que, cuando miraba, la gente de la ciudad no te clavaba los ojos como la del campo. Algunos tropezaban con él, y ese contacto, que hubiera bastado para entablar una relación de por vida, no servía de nada, porque aquellas moles se alejaban abriéndose paso a los empujones, las cabezas gachas, después de mascullar unas disculpas que él hubiera aceptado, si se hubiesen esperado. Se arrodilló delante de la ventana del abogado, asomó la cabeza por la ventana, dejándola colgar hacia abajo, y, así, había observado la calle flotante y moteada que fluía allá abajo como un río de hojalata, y lo había visto destellar bajo el sol que flotaba pálido en un cielo pálido. «Aquí tienes que hacer algo especial pa conseguir que te miren -pensó-. No te se quedarán mirando sólo porque Dios te ha hecho. Cuando venga y me quede pa siempre -se dijo-, voy a hacer algo pa que tos me se queden mirando por lo que hice»; y al inclinarse un poco, vio el sombrero planear despacio, perdido y tranquilo, mecido suavemente por la brisa fue cayendo hacia el suelo, donde los coches le iban a pasar por encima. Se tocó la cabeza desnuda y se metió para adentro.

Su tío discutía con el abogado, los dos daban golpes en el escritorio que los separaba, doblaban las rodillas y golpeaban con el puño al mismo tiempo. El abogado, un hombre alto, con cabeza de cúpula y nariz de águila, no se cansaba de repetir reprimiendo las ganas de gritar:

-No fui yo quien redactó el testamento. Las leyes no las hice yo.

Y la voz de su tío decía, ronca:

-Qué le vamos hacer. Mi padre no lo quiso así. Tiene que haber manera que no le quede a ése. Mi padre no hubiera permitido que un idiota heredase su propiedad. No era ésa su intención.

-Perdí el sombrero -dijo Tarwater.

El abogado se apoyó en el respaldo de la silla, la hizo avanzar hacia Tarwater con un chirrido, lo miró sin interés con sus ojos azul pálido, adelantó un poco más la silla con otro chirrido y le dijo a su tío:

-No puedo hacer nada. Pierde usted el tiempo y me lo hace perder a mí. Más vale que se resigne a este testamento.

-Escúcheme -dijo el viejo Tarwater-, hubo un tiempo que pensé que estaba acabao, viejo y enfermo, con un pie en la tumba, sin dinero, sin na, y acepté su hospitalidá porque era mi pariente más cercano y podía decirse que era su deber acogerme, y yo pensé que lo hacía por caridá, pensé que…

-Yo no puedo remediar lo que usted pensara o hiciera ni lo que su pariente pensara o hiciera -protestó el abogado, y cerró los ojos.

-Me se cayó el sombrero -dijo Tarwater.

-Soy abogado, nada más -dijo el abogado, y paseó la mirada por las filas de libros de derecho, color de la arcilla, que fortificaban su despacho.

-Seguro que un coche ya le pasó por encima.

-Escúcheme -dijo su tío-, me estudió to el tiempo pa un artículo que preparaba. Me tuvo en su casa pa estudiarme y escribir ese artículo. Me hacía pruebas en secreto, a alguien de su propia sangre, imagínese, me espiaba el alma como un mirón, y después va y me dice: «¡Tío, eres una especie a punto de extinguirse!» -ronqueó el viejo con un hilo de voz-. ¡Ya me dirá usté si estoy a punto de extinguirme o no!

El abogado cerró los ojos y sonrió con disimulo.

-Habrá otros abogaos -masculló el viejo.

Se marcharon y vieron a otros tres seguidos, y Tarwater había contado hasta once hombres que podían haber llevado o no su sombrero. Al final, cuando salieron del despacho del cuarto abogado, se sentaron en el alféizar de la ventana de un edificio donde había un banco y su tío hurgó en el bolsillo, sacó unas galletas que había llevado y le dio una a Tarwater. El viejo se desabrochó el abrigo y dejó que la barriga se le desparramara un poco y le descansara sobre el regazo mientras comía. Hacía muecas llenas de rabia; la piel entre las marcas de viruela iba del rosa al violeta y luego al blanco, y las marcas de viruela parecían cambiar de sitio. Tarwater estaba muy pálido y le brillaban los ojos con una profundidad hueca y extraña. Se cubría la cabeza con un viejo pañuelo de trabajo anudado en las cuatro puntas. No observaba a los transeúntes que ahora sí lo observaban a él.

-Gracias a Dios que terminamos, así podemos volver a casa -murmuró.

-Todavía no terminamos -dijo el viejo, se levantó de sopetón y echó a andar calle abajo.

-Jesús mío de mi alma -siseó el chico poniéndose en pie de un salto para alcanzarlo

-. ¿No nos podemos sentar un momento? ¿No entiendes cuando te hablan? Todos los abogaos te dicen lo mismo. La ley es una sola y no hay na qu’hacer. Hasta yo lo entiendo, ¿por qué tú no? ¿Qué te pasa?

El viejo siguió andando, a grandes zancadas, echando la cabeza hacia delante, como si husmeara al enemigo.

-¿Adónde vamos? -le preguntó Tarwater cuando dejaron atrás la zona comercial y pasaron entre filas de casas grises y protuberantes, con porches tiznados que se proyectaban encima de las aceras-. Oye -dijo golpeando a su tío en la cadera-, que yo no pedí venir.

-Tarde o temprano hubieras acabao pidiéndomelo -masculló el viejo-. Anda, come hasta hartarte.

-Yo no pedí que me dieras de comer. Yo no pedí venir. Vine aquí sin saber qu’esto estaba donde está.

-Recuerda -le dijo el viejo-, que te dije que te acordaras, cuando me pedistes venir, que esto no te gustó mientras estuvistes aquí. -Y siguieron caminando.

Cruzaron una acera tras otra, dejaron atrás una fila tras otra de casas salientes con las puertas entornadas por donde se colaba un poco de luz seca e iluminaba los pasillos manchados del interior. Al final llegaron a otro barrio de casas achaparradas, casi idénticas, todas tenían delante su cuadrado de césped que se agarraba como un perro a un filete robado. Después de andar unas cuantas manzanas, Tarwater se sentó en la acera y anunció:

-Yo no doy un paso más. ¡No sé ni adónde voy y no pienso dar un paso más! -le gritó a la figura pesada de su tío, que no se detuvo ni se volvió a mirar atrás.

Poco después se levantó de un salto y lo siguió mientras pensaba: «Si le llega pasar algo, yo aquí me pierdo».

El viejo siguió adelante con esfuerzo, como guiado por un rastro de sangre que lo acercara más y más al lugar donde se ocultaba su enemigo. De repente dobló por el sendero corto de una casa color amarillo claro y avanzó rígido hacia la puerta blanca; los hombros fuertes, encorvados, en posición de embestir como una topadora. Golpeó la puerta con el puño, haciendo caso omiso del llamador de bronce lustrado. Cuando Tarwater estuvo a sus espaldas, la puerta ya se había abierto y un niño gordo de cara sonrosada había salido a atender. Era un niño de cabellos blancos, llevaba gafas con montura metálica y tenía los ojos claros, color de la plata, como los del viejo. Los dos se quedaron ahí mirándose, el viejo Tarwater con el puño en el aire, la boca abierta, la lengua colgando como un viejo chocho. Por un instante, el niño gordito dio la impresión de estar paralizado por el asombro. Y después soltó una risotada. Levantó el puño, abrió la boca y sacó la lengua todo lo que pudo. Al viejo casi se le salieron los ojos de las órbitas.

-¡Dile a tu padre que no estoy a punto de extinguirme! -bramó.

El niño se echó a temblar como si lo hubiera golpeado una ráfaga, empujó la puerta hasta casi cerrarla y se ocultó detrás dejando ver sólo un ojo con la gafa. El viejo agarró a Tarwater del hombro, le dio la vuelta, lo empujó sendero abajo y se lo llevó de aquella casa.

Y nunca más regresó, nunca más volvió a ver a su primo, nunca más volvió a ver al maestro de escuela, y al forastero que se había puesto a cavar la tumba con él le contó que le había rezado a Dios para no volver a verlo nunca más y que, aunque no tenía nada contra él y no le hubiera gustado tener que matarlo, se iba a ver obligado a hacerlo si se presentaba allí y se metía en asuntos en los que no tenía nada que ver salvo porque lo decía la ley.

-Escúchame -dijo el forastero-, ¿pa qué iba a venir hasta aquí… si no hay na?

Tarwater se puso a cavar otra vez y no contestó. No escrutó la cara del forastero, pero ya sabía que era astuta, amable y sabia, y que un sombrero de ala ancha y rígida la ensombrecía. El sonido de la voz ya no le disgustaba. Sólo de vez en cuando le sonaba como la voz de un forastero. Empezó a tener la sensación de que acababa de conocerse, como si en vida de su tío lo hubiesen privado de entablar relación consigo mismo.

-El viejo era una buena pieza, pa qué negarlo -comentó su nuevo amigo-, pero tú mismo lo dijistes, más pobre que un muerto, imposible. Tendrán que conformarse con lo que les toque. Su alma ya se ha ido del mundo de los mortales y su cuerpo no va sentir los pellizcos… ni del fuego ni de na.

-A él lo que le preocupaba era el día del Juicio -recordó Tarwater.

-Vamos a ver -dijo el forastero-, ¿no te parece a ti que las cruces que pongas en 1954, 1955 o 1956 estarán podridas el año que llegue el día del Juicio? ¿Podridas y convertidas en polvo igual que las cenizas de tu tío si lo reduces a cenizas? Y ya que estamos, deja que te pregunte una cosa: ¿Qué va hacer Dios con los marineros que se ahogaron en el mar y se los comieron los peces y a esos peces se los comieron otros peces y a esos otros más? ¿Y qué me dices de la gente que se quema así, naturalmente, en los incendios de las casas? ¿De la gente quemada de una forma o de otra o de la gente que se cae dentro de las máquinas y queda hecha papilla? ¿Y de los soldados que se quedan en na cuando les cae una bomba encima? ¿Qué pasa con tos esos que de forma natural quedan rotos en mil pedazos y no hay quien pueda volver a juntarlos?

-Si lo quemo -dijo Tarwater-, no sería natural, sería a propósito.

-Ah, ya lo entiendo -dijo el forastero-. A ti lo que te preocupa no es el día del Juicio de tu tío, sino el tuyo.

-Es asunto mío -dijo Tarwater.

-No, si yo no me meto en tus asuntos -dijo el forastero-. A mí qué m’importa. Te dejan sólo en este lugar desierto. Sólo pa siempre en este lugar desierto, iluminao por la luz que ese sol enano quiera darte. Por lo que veo, no l’importas a nadie.

-Redimío estoy -masculló Tarwater.

-¿Fumas? -preguntó el forastero.

-Si quiero, fumo, y, si no quiero, no fumo -le contestó Tarwater-. Si hace falta, lo entierro, y, si no, no.

-Vete a ver si no s’ha caído de la silla -le sugirió su amigo

Tarwater tiró la pala en la tumba y regresó a la casa. Entreabrió la puerta del frente y se asomó por la rendija. Su tío miraba ceñudo y de lado, como un juez concentrado en alguna prueba terrible. El chico cerró la puerta a toda prisa y volvió a la tumba. Tenía frío pese a que el sudor le pegaba la camisa a la espalda.

En lo alto del cielo, el sol, aparentemente quieto como un muerto, contenía el aliento esperando el mediodía. La tumba tenía medio metro de profundidad.

-Tres metros, no lo olvides -dijo el forastero, y se echó a reír-. Los viejos son unos egoístas. No se puede esperar na d’ellos. Ni de nadie -añadió, y soltó un suspiro desinflado, como una nube de arena que el viento levanta y deja caer de pronto.

Tarwater alzó la vista y vio dos siluetas que venían cruzando el campo, un hombre y una mujer de color; cada uno llevaba una damajuana de vinagre vacía colgando del dedo. La mujer, alta, con aspecto de india, tenía puesto un sombrero verde. Se agachó debajo de la alambrada y, casi sin detenerse, cruzó el patio en dirección a la tumba; el hombre aguantó el alambre, pasó por encima y la siguió de cerca. No apartaban los ojos del hoyo, se detuvieron en el borde y miraron la tierra desnuda con cara de asombro y satisfacción. Buford, el hombre, tenía la cara llena de arrugas, como un trapo quemado, más negra que el sombrero.

-El viejo s’ha ido -dijo.

La mujer levantó la cabeza y soltó un gemido quedo y prolongado, agudo y formal. Dejó la damajuana en el suelo, cruzó los brazos, los descruzó y volvió a gemir.

-Dile que se calle -pidió Tarwater-. Ahora el que mand’aquí soy yo y no quiero plañideras negras.

-Llevo dos noches viendo su espíritu -dijo la mujer-. Lo vi dos noches seguidas y no encontraba paz.

-Lleva muerto desd’esta mañana, na más -dijo Tarwater-. Si queréis que os llene las damajuanas, me las dais a mí y os ponéis a cavar hasta que yo vuelva.

-Se pasó años prediciendo que s’iba ir -dijo Buford-. Ella lo vio en sueños varias noches seguidas y el pobre no encontraba paz. Yo lo conocía bien. Lo conocía muy bien.

-Pobre, corazón mío -le dijo la mujer a Tarwater-, ¿qué vas hacer ahora, aquí sólito, en este lugar solitario?

-Meterm’en mis asuntos -masculló el chico. Le quitó la damajuana de la mano y se alejó tan deprisa que a punto estuvo de caerse. Cruzó a grandes zancadas el campo de atrás, en dirección a la hilera de árboles que bordeaba el claro. Los pájaros se habían refugiado en lo hondo del bosque para huir del sol del mediodía y un tordo, oculto unos metros más adelante de donde él estaba, cantaba una y otra vez las mismas cuatro notas intercalando un silencio. Tarwater empezó a andar más deprisa, alargó el paso, y, tras un instante, echó a correr como si lo persiguieran, se deslizó por pendientes enceradas con pinaza, se agarró de las ramas de los árboles para levantarse jadeante y subir por cuestas resbaladizas. Atravesó una pared de madreselvas, cruzó a los saltos el lecho arenoso de un arroyo, ya casi seco, y se dejó caer por un alto terraplén de arcilla que formaba la pared trasera de la cueva donde el viejo ocultaba el aguardiente sobrante. Lo escondía en un agujero del terraplén y lo tapaba con una piedra grande. Tarwater empezó a pelearse con la piedra para apartarla, mientras el forastero lo miraba por encima del hombro y jadeando le decía:

-¡Estaba loco! ¡Estaba loco! ¡En una palabra, loco de remate!

Tarwater consiguió apartar la piedra, sacó una damajuana oscura y se sentó apoyándose en el terraplén.

-¡Loco! -siseó el forastero, y se dejó caer a su lado.

El sol asomó furtivo detrás de las copas de los árboles que se elevaban por encima del escondite.

-¿Cómo se le ocurre a un hombre de setenta años traer a un niño a este lugar tan dejao de la mano de Dios, pa criarlo como tiene que ser? ¿Y si el viejo se hubiera muerto cuando tenías cuatro años? ¿Hubieras podido cargar la malta hasta el alambique y mantenerte? Que yo sepa, ningún crío de cuatro años ha hecho funcionar un alambique.

»Que yo sepa, no existe ninguno -continuó-. Pa él tú no eras más que algo que iba a crecer lo suficiente pa enterrarlo cuando llegara el día, y ahora que está muerto, él ya te se quitó d’encima, pero a ti te queda cargar con los cien kilos ésos y meterlos bajo tierra. Y no te pienses que al viejo no se le encendería la sangre como un carbón de la cocina si te viera probar aunque fuera una gota d’aguardiente -añadió-. Te diría que te va sentar mal, aunque lo que de verdá te estaría diciendo es que puedes llegar a tomar tanto que ya no estarías en condiciones de enterrarlo. Dijo que te trajo aquí pa criarte según los principios, y el principio era ése: que cuando llegara el momento, estuvieras en condiciones de enterrarlo pa que él pudiera tener una cruz que señalara dónde está.

»A ver -dijo en un tono más suave, cuando el chico terminó de tomarse un buen trago de la damajuana oscura-, por un poquito no te va pasar na. La moderación no le hace mal a nadie.

Un brazo de fuego se deslizó por la garganta de Tarwater, como si el diablo le hurgara por dentro buscándole el alma. Con ojos bizcos miró el sol iracundo que se ocultaba detrás de la hilera más alta de árboles.

-Tómatelo con calma -dijo su amigo-. ¿T’acuerdas d’aquellos cantantes negros de gospel que vistes una vez, aquellos que estaban borrachos y cantaban y bailaban alrededor de aquel Ford negro? Sabe Dios que no hubieran estao ni la mitá de contentos si no se hubieran llenao la barriga d’aguardiente -dijo-. Algunos se toman las cosas muy mal.

Tarwater bebió más despacio. Se había emborrachado una sola vez y esa vez su tío le había dado una paliza con una tabla, y le había dicho que a los niños el aguardiente les quemaba las tripas; otra de sus mentiras, porque a él las tripas no se le habían quemado.

-Deberías tener bien claro -dijo el bueno de su amigo-, que ese viejo se pasó la vida engañándote. Estos últimos diez años podías haber sido un pisaverde de ciudad. Y en vez d’eso, t’han privao de toda compañía menos la suya, has vivido en un granero de dos pisos, en medio d’este campo de tierra pelada empujando el arado detrás de una mula, desde que cumplistes los siete. ¿Cómo sabes que la educación que te dio es fiel a los hechos? ¿Y si te enseñó un sistema de números que no usa nadie? ¿Cómo sabes que dos y dos son cuatro? ¿Y que cuatro y cuatro son ocho? A lo mejor los demás no usan ese sistema ¿Cómo sabes si hubo un Adán o si Jesús, cuando te redimió, mejoró tu situación en algo? ¿O cómo sabes que de verdá te redimió? Solamente tienes la palabra del viejo ese; a estas alturas deberías tener claro qu’estaba loco. En cuanto al día del Juicio -dijo el forastero-, todos los días son el día del Juicio.

»¿No estás ya mayorcito pa haberlo aprendío tú solo? ¿Acaso to lo que haces, to lo que has hecho, no resulta bien o mal ante tus propios ojos y casi siempre antes qu’el sol se ponga? ¿Alguna vez te las arreglastes con algo? No, ni te las arreglastes ni pensastes que te las arreglarías -dijo-. Ya que estás, te puedes acabar el aguardiente ahora que bebistes tanto. Cuando te saltas la barrera de la moderación, te la saltas, y esas vueltas que sientes que te bajan de lo alto de la cabeza -dijo-, eso es la mano de Dios que te da la bendición. Te ha liberao. Ese viejo era la piedra que no te dejaba abrir la puerta y el Señor la ha apartao. Pero no l’ha apartao del to, claro está. Serás tú quien termine de apartarla del to, aunque Él ya hizo la mayor parte. Alabao sea Dios.

Tarwater ya no se notaba las piernas. Dormitó un rato, la cabeza colgando a un lado, la boca abierta, con la damajuana ladeada sobre su regazo mientras el aguardiente se le iba escurriendo por la pernera del mono. Al final, del cuello de la damajuana salían sólo gotas, se formaban despacio, engordaban hasta caer, silenciosas, pausadas, del color del sol. El cielo brillante y despejado comenzó a apagarse y se llenó de nubes ásperas hasta que las sombras se instalaron en todas partes. Despertó al dar un respingo, sus ojos se clavaron en algo así como un trapo quemado que colgaba cerca de su cara, aunque no llegaba a verlo con nitidez.

-Vaya manera de comportarte -dijo Buford-. El viejo no se lo merece. Los muertos no descansan hasta que no los entierran. -Estaba agachado y con una mano aferraba a Tarwater del brazo-. M’acerqué a la puerta y lo vi sentao a la mesa, ni siquiera está acostao sobre una tabla pa que s’enfríe. Hay que acostarlo y ponerle un poco de sal en el pecho, si quieres que aguante toa la noche.

El chico entrecerró los párpados para que la imagen no se moviera y, al cabo de nada, distinguió los dos ojitos rojos y abultados.

-Se merece descansar en una tumba como Dios manda -dijo Buford-. Tenía un conocimiento profundo d’esta vida y del sufrimiento de Jesús.

-Negro -dijo el chico haciendo un esfuerzo por mover la lengua pastosa-, quítame la mano d’encima.

Buford levantó la mano e insistió:

-Tiene qu’encontrar paz.

-Ya lo creo que va encontrar paz cuando acabe con él -dijo Tarwater vagamente-. Vete d’una vez que ya m’ocupo yo de mis cosas.

-Nadie te va molestar -dijo Buford, y se puso en pie.

Esperó un momento, inclinado, mirando desde lo alto el cuerpo sin fuerza, despatarrado contra el terraplén. El chico tenía la cabeza hacia atrás y se apoyaba en una raíz que sobresalía de la pared de arcilla. Tenía la boca abierta, y el sombrero, levantado por delante, le dibujaba una línea recta en la frente apenas encima de los ojos entornados. Los pómulos se proyectaban estrechos y flacos, como los brazos de una cruz, y los huecos debajo de ellos tenían un aspecto antiguo, igual que si el cráneo del chico fuese viejo como el mundo.

-Nadie te va molestar -masculló el negro abriéndose paso por la pared de madreselvas, sin volver la vista atrás-. Ese va ser tu problema.

Tarwater cerró otra vez los ojos.

Muy cerca, el canto quejumbroso de un pájaro nocturno lo despertó. No era un ruido chirriante, apenas un silbo amortiguado como si el pájaro tuviera que recordar la queja del muchacho cada vez que éste la repetía. Las nubes recorrían convulsas el cielo negro, y la luna, rosada y vacilante, parecía subir un palmo para bajar otro y volver a subir. Pronto se dio cuenta de que era porque el cielo descendía y caía deprisa para aplastarlo. El pájaro chilló y salió volando a tiempo; Tarwater se precipitó en mitad del lecho del arroyo y se puso a cuatro patas. La luna se reflejaba como pálido fuego en los escasos charcos de la arena. Se abalanzó contra la pared de madreselvas y la cruzó a manotazos, confundiendo el perfume dulce y familiar con el peso que le caía encima. Cuando salió al otro lado, el suelo negro se balanceó un poco bajo sus pies y volvió a caer. El destello rosado de un relámpago iluminó el bosque y, entonces, vio que los bultos negros de los árboles perforaban la tierra y asomaban a su alrededor. El pájaro nocturno volvió a silbar desde el matorral donde se había posado.

Tarwater se levantó y empezó a caminar hacia el claro, a tientas de árbol en árbol, los troncos fríos y secos al tacto. Tronaba a lo lejos, y el titilar continuo y pálido de los relámpagos iluminaba una zona del bosque, luego otra. Por fin vio la casucha; se alzaba escuálida, negra y alta en medio del claro, con la luna rosada y temblorosa justo encima. Los ojos del chico destellaban como pozos abiertos de luz cuando avanzó por la arena, arrastrando a las espaldas su sombra comprimida. No volvió la cabeza hacia el lugar del patio donde había empezado a cavar la tumba.

Se detuvo en la parte de atrás de la casa, en la esquina más alejada, se agachó y miró los trastos que había allí amontonados, jaulas de gallinas, barriles, trapos, cajas. Llevaba cuatro cerillas en el bolsillo. Se arrastró bajo la casa y prendió varios fuegos pequeños, aprovechando el anterior para encender el siguiente y avanzando hacia el porche de adelante, mientras a sus espaldas el fuego devoraba con avidez la yesca seca y las tablas del suelo de la casa. Cruzó la parte de delante del claro, pasó debajo de la alambrada y recorrió el campo lleno de surcos, sin volverse a mirar atrás, hasta que estuvo en el lindero opuesto del bosque. Una vez allí, echó un vistazo por encima del hombro, vio que la luna rosada había caído por el tejado de la casa y estallaba, y entonces echó a correr, obligado a atravesar el bosque por dos ojos saltones del color de la plata que, a sus espaldas, en medio del fuego, se abrían inmensos, llenos de asombro.

A eso de medianoche llegó a la carretera, hizo autoestop y consiguió que lo recogiera un vendedor, representante de ventas en toda la zona del sureste de una fábrica de tiros de cobre para chimeneas, que le dio al chico silencioso lo que, según él era el mejor consejo que podía darle a cualquier jovencito que salía a buscar su lugar en este mundo. Mientras avanzaban por la negra recta de la carretera, vigilada a ambos lados por un oscuro muro de árboles, el vendedor le dijo que sabía por experiencia propia que no había manera de venderle un tiro de cobre a un hombre que no apreciaras. Era un tipo flaco, de cara angosta, escarpada como un barranco, que parecía haberse consumido hasta los rincones más abruptos. Llevaba un sombrero gris y rígido, de ala ancha, de esos que usan los hombres de negocios a los que les gusta parecerse a los vaqueros. Dijo que el amor era la única política que funcionaba en el noventa y cinco por ciento de los casos. Dijo que, cuando iba a venderle un tiro de cobre a un hombre, primero preguntaba por la salud de la esposa de ese hombre y cómo estaban sus hijos. Dijo que llevaba un libro en el que anotaba los nombres de los familiares de sus clientes y lo que les pasaba. La esposa de un hombre había tenido cáncer, él anotó en el libro el nombre de la mujer y al lado escribió la palabra «cáncer», y se interesó por ella todas las veces que visitaba la ferretería de aquel hombre hasta que la mujer se murió; entonces tachó su nombre y al lado escribió la palabra «fallecida».

-Y le doy gracias a Dios cuando se mueren -dijo el vendedor-, uno menos del que acordarme.

-A los muertos no le debe usté na -dijo Tarwater en voz alta; era casi la primera vez que hablaba desde que se había subido al coche.

-Ellos tampoco te deben nada a ti -dijo el forastero-. Y así deberían ser las cosas en este mundo… que nadie le debiera nada a nadie.

-Oiga -dijo Tarwater de pronto, y se sentó en el borde del asiento, con la cara cerca del parabrisas-, vamos en la dirección equivocada. Volvemos al lugar del que veníamos. Se ve otra vez el incendio. El incendio, allá a la izquierda.

Allá adelante, en el cielo había un fulgor débil, pero constante, que no se debía a los relámpagos.

-¡Es el mismo incendio que dejamos atrás! -gritó el chico fuera de sí.

-Muchacho, tú estás chiflado -dijo el vendedor-. Eso de ahí es la ciudad a la que vamos. Y eso que ves brillar ahí son las luces de la ciudad. Supongo que es el primer viaje que haces en tu vida.

-Ha cambiao el rumbo, ha dao la vuelta -dijo el chico-. Es el mismo incendio.

El forastero retorció con fuerza la cara llena de surcos y dijo:

-A mí nunca nadie me ha hecho cambiar el rumbo. Y no vengo de ningún incendio. Vengo de Mobile. Y sé adónde voy. ¿Qué te pasa?

Tarwater se quedó sentado, mirando con fijeza el resplandor que tenía enfrente.

-Estaba dormido -masculló-. Recién ahora empiezo a despertarme.

-Pues tendrías que haberme prestado atención -dijo el vendedor-. Te decía cosas que deberías saber.

 

FIN

 


31 de enero de 2024

THE MAN WHO WAS SITTING AT A TABLE {Stories}

 





 




 

THE MAN WHO WAS SITTING AT A TABLE 

 

 

He who keeps his head, keeps his seat at the poker table. Which only serves to demonstrate that when it comes to winning, losing or hitting a card, the first requirement, in the criminal game of poker, is to have courage.

Byron Duquay sat alone at the octagonal table covered with green cloth. To the right of him, a small table on which poker chips were piled up: red, white and blue. On the left, a cart loaded with Scotch, bourbon, a bottle of soda, a dozen clean glasses, and a container with ice cubes.

As he sat there alone, Byron Duquay played with one of the decks. His slender, carefully manicured fingers mixed the deck, he cut and dedicated himself to a little game that seemed like a strange combination of solitaire and fortune telling. His fine, handsome, ascetic face did not change its expression as the cards appeared. There was no noise in the room, nor in the entire apartment, other than the click-click of the cards as they passed through Duquay's hands.

No other noise, that is to say none, until the metallic and insignificant noise of the door opening was heard. The door was a little cornered, out of Duquay's range of vision, so he said in a friendly voice:

-Come in, come in, whoever you are.

He was waiting for a fellow player, but the man who appeared in Duquay's sight had obviously not come to play cards. He was short, just under five feet tall, and very thin. He was wearing dirty gray pants, a wrinkled white shirt, with the sleeves rolled up and open across his chest. He had rather long, sandy-colored hair that was dirty and tangled. His small, narrow face seemed twisted, and despair was visible in his pale eyes. In his right hand he carried a knife.

Byron Duquay didn't even try to get up from the table. But he left the cards.

-You want? -she asked.

The stranger did not answer the question. On the contrary, after looking around him suspiciously, he formulated his own:

-Are we alone here?

Duquay, perhaps unwisely, nodded his head.

"Very well," said the stranger. Don't make me angry and I won't hurt you.

-What do you want? -Duquay repeated.

But this time his voice was somewhat firmer, calmer and the question less mechanical.

The young man did not answer this time either. He looked around again, perhaps trying to decide if there was anything there he wanted. On this new inspection of the room he saw the bottles next to Duquay, and his eyes lit up.

-I could use a drink,

"Sit down," said Duquay, "and I'll pour you one."

And he waited for his visitor to sit down. The young man, perhaps out of pure caution, chose the place that fell opposite Duquay and, also, the point furthest from him. He kept his right hand on the table. The blade, about seven inches long, shone on the green cloth surface like a diamond on a black velvet background.

-What do you prefer to drink, Scotch or bourbon?

Almost bewildered by the fact that he was given a choice, the young man hesitated, finally deciding:

-Bourbon. A large glass, with lots of ice.

There was silence as Duquay served the drink as requested. He then pushed her across the table. The young man received it with his free hand, with his left, took a long drink, and made a slight grimace.

"I want money," he said later, "and the keys to your car; I also want to know where you have it parked. Plus I want clothes.

Duquay made no move to provide him with any of this.

"This doesn't seem like a common robbery to me," he commented.

-It's not a common robbery. -The young man drank from the glass again. Come on, he's already heard what I told him.

But Duquay changed the subject:

-By the way, who are you?

-Damn! He doesn't care, he...

-You must be Rick Masden.

A slight smile of pride appeared on his face.

-I see that you listen to the news on the radio and watch television.

"Sometimes," said Duquay.

-Okay, I'm Rick Masden. I slashed two people in a bar last week. My girlfriend and her new friend. Two days later they hunted me down, but yesterday morning I escaped. -He smiled-. Because I found another knife.

-Do you mind if I drink with you? Duquay asked, and reached out for one of the bottles.

But Masden's left hand, leaving his drink unfinished, hit the table hard, suddenly.

-Stop the drinks! -he almost shouted-. I've already told him what I want, and I want it right now.

Duquay gave up preparing his drink, but did not move.

"Let's discuss it, Masden," he began.

Masden's right hand left the surface of the table a few inches and the knife rested impatiently between his fingers.

"Look," he said slowly, "either you do what I tell you or I'll cut you the same thing I did with the others."

But Duquay was undeterred.

"Don't move, Masden," he snapped, and his voice had such authority that Masden, at least for the moment, obeyed. Before you decide to cut me off, you better listen to what I have to tell you.

Masden seemed to sense the danger, the challenge. He remained still. Even the knife stilled.

"I'm listening," he finally muttered.

-Good. Let's analyze our situation, Mr. Masden. We occupy opposite places at this table, a meter away from us. You have a knife and I, at the moment, don't have any weapon. But I've been thinking, Mr. Masden, about what I might do if you decided to get violent. I would certainly try to defend myself. Do you know what I would try to do? Well, I would do the following. The slightest movement on your part to get up from your chair would tip the table over on top of you. And I'm sure I can do it. You may be a little younger than me, Masden, but if you look closely, I'm almost twice your size. So now we have the first phase of our little battle. In a moment he would be on the floor with the table on him, or if he weren't so lucky he would be, at least, cornered against the wall and with the table between the two of them. He follows me?

Fascinated, despite his suspicion and anger, the young man shook his head:

-Yes, I follow him.

-Let us then move on to the second movement. Notice the piece of furniture behind me and to my left, Masden. I think that from where you are sitting you can see the object I am referring to perfectly well. I use it as a letter opener, but it's a Turkish dagger, encrusted with jewels. You can see it perfectly from there, right, Masden? As soon as he manages to tip the table over on you, I would grab the dagger. That way we'd be more or less balanced, wouldn't we, Masden?

The young man stared, but when Duquay was silent for a moment, he blinked repeatedly and licked his lips. But he didn't say anything.

"So much for the second movement," continued Duquay, with great precision in his speech. The completion of the second movement, we could say, is the end of the preparation for battle. The third movement would be the beginning of the battle itself. Now, what would be our situation, Masden?

The blinking and licking of his lips were repeated again, but there were no comments either.

-Let's consider weapons, Masden. What type of knife is yours?

"A very sharp kitchen knife," answered Masden almost reluctantly. A guy passed it on to me in jail.

"If you don't mind me telling you," Duquay said with a slight smile, "I think I would have a slight advantage over you in terms of weapons." At the very least, I would never trade my Turkish dagger for his kitchen knife.

-Hey, sir...

But Duquay continued to insist:

-However, more important than the weapons are the men involved in this battle. Do you think we can compare, Masden? By the way, how old are you?

-Nineteen.

-I thirty-one. There you have an advantage. How much does it weigh?

-Sixty.

-I weigh thirty more, Masden. A bit in my favor. Well, how are we going to behave? First I will tell you my merits. Defense in soccer ten years ago. Equally good as a forward in basketball. More than regular in tennis, swimming, etc. Additionally, I stay in shape with an hour of exercise daily. I haven't gained a pound since I left university. This should tell you something, don't you think? Now, how are you as an athlete, Masden?

The young man sitting in front of him had turned pale and tensed. He licked his lips again. He looked as if he wanted to answer her, but no words came out.

-Let me analyze you as I see you, Masden. You suffer from poor nutrition, I would say. Not because he was hungry, but rather because he grew up uncontrolled, and therefore never ate what was appropriate. You are abnormally thin, you know? We must add to this certain bad habits. He probably started smoking when he was nine or ten years old. I have noticed excessive nicotine stains on his fingers. God only knows what he smokes now, maybe even something stronger than tobacco. And I see that he also drinks. I bet he drinks a lot more than me. Look at me, Masden, and look at yourself. And tell me, who do you think is in better physical shape?

The young man had been left speechless. His thick eyebrows were almost drawn together, and his eyes stared hard and intently at his host.

"But we haven't discussed the most important factor yet," Duquay continued. I'm talking about courage, the willingness to fight, to accept the necessary risks. You were very brave, it is true, when you entered this room. And he was brave because he carried a knife and assumed that I would not be armed. But how is it now? I guess not as brave as a few minutes ago. He was able to come in blustering and threatening to cut me up, but now that there seems to be an opportunity for his flesh to be cut a little, he doesn't seem so attractive anymore, does he?

-It's a bluff!

Rick Masden had finally regained his speech and the three words came out like a small explosion.

Duquay smiled a little more and asked:

-Do you think so? All you have to do to make sure is start a movement out of your chair, Masden.

Another silence followed, denser this time, more charged with hostility and hatred. Masden did not move.

After a moment, Duquay continued:

-There is one more thing, naturally, that I must not overlook. It's about motivation. Even if you are not the bravest man in the world, you have a good reason to fight. If he kills me, nothing happens, and he gets my money, my car and whatever he decides to take. On the contrary, if I kill him, he will be no worse off than he was before he escaped.

Something like hope lit up the young man's pale eyes. He wanted to know:

-What are you going to gain by fighting with me, sir? -She said with a tone full of cunning.

"This is a very good question," Duquay admitted. I suppose I could let him have what he wants, and make the Police's job more difficult by delaying his capture by a day or two, or a week or two. And I could hope that by allowing him to have whatever he wanted, he would leave me quietly, without doing anything worse than tying me up, perhaps. But it turns out that I don't trust you to that extent. He is a bad class punk, he enjoys violence, he enjoys damaging, hurting people. Maybe he would be satisfied by hitting me a little, but on the other hand... with murders already on his record, I imagine he wouldn't hesitate to kill me.

The young man frowned, his expression darkened, his eyes reflecting pure evil.

-Besides, Masden, it turns out that I don't like you at all. It's pure garbage, nothing more than garbage. I wouldn't mind taking the risk of being hurt, or even killed, for the privilege of being able to attack him.

Rick Masden, although he didn't actually move, did shift in his chair and his right hand seemed to shake. He asked:

-So you and I are going to fight with knives, right?

-In all safety if you get up from the chair.

Masden took a long drink, emptied the glass, and felt the burn of the alcohol. He looked at Duquay and then blurted:

-{Okay, start, daddy. Come on, go ahead, start something.

"I didn't say I was going to start anything," replied Duquay. I've only been telling you what I proposed to do if you started something.

Now the silence became deep and endless. They both looked at each other, both with both hands visible on the table. The kitchen knife was still on Masden's right. Both of Duquay's hands were empty. But Masden's gaze went to the furniture, he saw the dagger there, he returned to the table again. Minutes and seconds passed. Then Masden said:

-Why don't you just give me what I want? A few dollars, a suit and the keys to her car. He is insured. This way neither of us will be harmed. Why doesn't he do it?

-Because I do not want to.

Masden bit his lip thoughtfully.

-What's going to happen, daddy? Should we just sit there? He said if he moved me he would tip over the table and grab the dagger. Then the fight would begin. So we sit back or fight, huh? I have to go... -Suddenly a new light shone in the fugitive's gray eyes. He tried to get up, but changed his mind, although his body vibrated under the violence of the other's threat. "I get it, I get it now," Masden said between clenched teeth. He's waiting for some guys who are coming to play cards, and he's trying to entertain me until they arrive.

Duquay did not lose his cool.

-Well, I'm doing very well, don't you think, Mas-den? -asked-. Yes, I'm waiting for you in a few minutes.

-Well, he's not going to get away with it.

-You can still choose. If you leave the chair, I'll overturn the table and take the dagger. You can try your luck this way.

-I would be completely crazy if I waited...

The thin body trembled, indecisive.

-Of course you still have another alternative, Masden.

-What does it mean?

There was now some hope in the fugitive's voice.

-If we fight, I also take the risk. And I don't want to take the risk just because. So I'm willing to negotiate. My safety for your escape. His escape empty-handed, I might add.

Rick Masden didn't feel as confident or as truculent as before.

-I'm all ears, daddy.

-Let's see. I feel in danger while I have the knife in my hands. If he suddenly jumps, how will I know if he intends to attack me or flee? So whatever is proposed, if it jumps I will defend myself. This is how the battle will begin, whether we want it or not. Do you understand what I mean?

Masden nodded.

-I think so.

-The key to the whole situation is in his knife. You want to run away. I don't want to fight you, or help you, or cooperate. But as long as he has the knife in his hand, he can't move in any direction without starting the fight. So the only way out I see for you is to throw the knife in the center of the table.

-That?

-That's right. This way neither of them will be armed.

-What will happen to me next? You are a soccer player and you can… -The table is still between the two of us. The advantage is yours. He should be able to get out of here before he catches up to him. -But he will phone the Police.

"He's a clever boy, Masden," laughed Duquay. It hadn't occurred to me but since I'm a good citizen, he probably would have. Okay, I'll make a deal with you. My phone against his knife. -What does he mean?

-My phone is here, within arm's reach, on top of the furniture. If you'll allow me, I'll pull it out and rip off the connection. I'll do it first. I snatch the phone and you throw the knife in the center of the table and run. That tells me?

The young man's eyebrows twitched. He thought furiously. From time to time he looked at Duquay, sizing him up, measuring the breadth of his shoulders, the tenacity of his purpose.

"It's okay," he ended up saying. First boot the phone. Now. I'll hold the knife while she does it. And if he tries to take the dagger instead of the phone... -Don't let me out of your sight, Masden. Slowly, without making sudden movements, and trying not to lose sight of his adversary for a moment, Duquay had half turned in his chair, extended his left arm back and to the side, reached for the telephone, grabbed it, and gave a loud shake. jerk. Then he continued pulling hard. Finally, there was a snap and the cord was dangling.

-Are you convinced it's broken? -she asked. He dropped the phone, which fell to the carpet with a dull thud. Now, his knife, please. In the center of the table, where neither one nor the other can easily reach it. They looked at each other again without believing too much in each other, still distrusting each other. A long pause followed in which they did not move.

-Come on, Masden, as long as you hold the knife you can't leave the chair.

Silently, with obvious regret, reluctantly, the young man resigned himself. Turning his wrist, he sent the object to the center of the table. He did some pirouettes on himself and remained still.

"Don't leave your seat, Daddy," Masden announced. Leave.

"I'm sorry I can't wish you good luck," said Duquay.

They said goodbye in silence. And then, both the silence and the farewell were interrupted by a faint noise. Both men, sitting, heard it.

Masden did not hesitate to react. His chair flew after him as he ran away from the table. Duquay did not move, but instead grabbed both arms of the chair and shouted at the top of his lungs:

-Sam, stop that man, he's a criminal!

Screams and noises of fighting and cursing were heard in the next room. Byron Duquay didn't even move to participate or watch. He sat where he was, content to listen. The noises grew in crescendo until, finally, a single, tremendous sound ended it all... the crash of a fist against bone.

Duquay leaned back and relaxed. The bright light that illuminated the gaming table revealed the sweat on his face.

Captain Sam Williams made his second appearance at Byron Duquay's poker game about two hours later. It had taken him all this time to deal with Rick Mas-den, return him to jail, and fill out a full report detailing his capture.

"Byron," he said, shaking his graying head, "I don't know

If I will ever dare to sit down and play a game of poker with you again. Man, I never guessed you had such an ability to bluff.

"You flatter me, Sam," declared Duquay, "I was lucky, nothing more." This afternoon, before Virginia left, I insisted that she take me out of the wheelchair and sit me here. Sometimes I prefer to receive you sitting in the armchair, you know. I feel less invalid. If I had been in my wheelchair I wouldn't have been able to fool Masden for even a moment.

Sam nodded, agreeing. His gaze sought the open bedroom door, where in the semi-darkness a pair of silver wheels could be seen shining. Rick Masden hadn't seen them. Or if he saw them, he did not relate them to the man sitting at the table.

 

END

 2010 Edited by Paya Frank @Blogger